UAN Oullier bajó al patio precipitadamente, quizás con más deseos de dejar a la joven, que de acudir a la voz del marqués y encontró a este hablando con un aldeano lleno de barro y bañado en sudor, que le participaba la entrada de los soldados en la casa de Picaut, limitándose a dar esta simple noticia, por haber sido apostado en el camino de la Sablonniére, con encargo de avisar al castillo de Souday si veía entrar tropa en la casa.
El marqués hallábase muy agitado y exclamaba en el mismo tono en que Augusto decía: ¡Varo, Varo!
—¡Oullier! ¡Oullier! ¿Por qué te fiaste de los demás? Si ha sucedido alguna desgracia, mi pobre casa está deshonrada.
Juan Oullier inclinó la cabeza sin contestar y quedóse taciturno y sombrío, actitud que exasperó al marqués.
—¡Mi caballo! ¡Pronto! —exclamó—. Si el personaje aquel que ayer llamé amiguito, ha caído prisionero, es preciso que muramos todos en su defensa para demostrarle que no éramos indignos de su confianza. ¡Cómo!, ¿no quieres traerme el caballo? —añadió el marqués, viendo que Juan Oullier meneaba la cabeza.
—Y tiene razón —dijo Berta, que llegaba en aquel instante—. La precipitación podría echarlo a perder todo —y dirigiéndose al mensajero, le preguntó—: ¿Has visto salir de la casa a los soldados y llevarse a los prisioneros?
—No; sólo les he visto penetrar en el huerto.
—¿Puedes responder de la dueña de la casa? —preguntó Berta, dirigiéndose a Oullier.
Miróla este severamente y le contestó:
—Ayer os dije que respondía de ella como de mí mismo; pero…
—Continúa, Juan.
—Pero hoy —agregó suspirando—, dudo de todo, señorita.
—Vamos, vamos —dijo el marqués—, no perder tiempo en vano; tráeme el caballo, y dentro de diez minutos sabré a qué atenerme.
Berta le detuvo, y él prosiguió encolerizado:
—¿Es este el modo de obedecerme en casa? ¿Cómo queréis que los demás me respeten?
—Vuestras órdenes son sagradas, padre mío, sobre todo para vuestras hijas; pero vuestro celo os compromete demasiado: considerad que los dos personajes que tanta inquietud os causan, no son a los ojos del mundo más que dos sencillos aldeanos, y que si viesen al marqués de Souday preguntar por ellos con tanta solicitud, sus enemigos entrarían inmediatamente en sospechas.
—La señorita Berta tiene razón —añadió Oullier—; vale más que vaya yo.
—Ni vos tampoco —añadió Berta.
—¿Y por qué?
—¿Por qué?, porque os arriesgaríais demasiado.
—Más me he arriesgado esta mañana sólo para ver qué clase de proyectil había herido a mi pobre Patou.
—Os repito que, después de lo que ha pasado esta noche, no es prudente presentaros de nuevo a los soldados; necesitamos para esta comisión a un hombre que pueda llegar hasta ellos, e informarse de lo que ha acontecido, y, si es posible, de lo que ha de acontecer.
—Si ese Loriot no se hubiese obstinado en volver a Machecoul —dijo el marqués—; yo creo que tuve un presentimiento, cuando quise alistarle en mi división.
—Allí está el señor Michel —dijo Oullier irónicamente—, aunque haya diez mil hombres alrededor de la casa le dejarán entrar en ella, pues de fijo ni el más ladino sospechará el objeto que le lleva.
—Tiene razón —repuso Berta, aparentando no haber comprendido el tono en que hablaba el viejo guarda.
—¡Caramba! —repuso el marqués—; a pesar de sus apariencias un si es o no es afeminadas, convengamos en que ese mozo nos es utilísimo.
Mientras tanto, iba acercándose el barón y aguardaba respetuosamente las órdenes del señor de Souday; mas en cuanto vio que este aceptaba la proposición de Berta, aproximóse a esta con rostro radiante de júbilo, y la gozosa joven le dijo:
—¿Estáis dispuesto a hacer lo necesario para salvar a Pedrito?
—Señorita, estoy dispuesto a hacer cuanto os plazca, a fin de probar al señor marqués mi reconocimiento por la benévola acogida que se ha dignado dispensarme.
—Tomad un caballo, y sin arma alguna, partid a escape y entrad en la casa, como llevado por la curiosidad, y ved si nuestros amigos corren peligro…
Berta le interrumpió, diciendo:
—Si nuestros amigos se hallan en peligro, encended una hoguera en el grande erial; entretanto, Juan habrá reunido gente, y entonces volaremos en su auxilio.
—¡Bravo! —exclamó el marqués de Souday—; siempre he dicho que Berta es la mejor cabeza de la casa.
Satisfecha y llena de orgullo, la joven contemplaba al mancebo, que se alejaba en aquel momento en busca de un caballo, y dijo a su hermana que se acercaba lentamente:
—¿No cambias de traje, María?
—No, Berta.
—¿Por qué?
—Estoy bien así —observó María, sonriéndose tristemente—; en un ejército se necesita quien cuide de los heridos y moribundos, y quiero ser vuestra hermana de la caridad.
Berta miró a su hermana llena de admiración, e iba evidentemente a preguntarla el motivo de tan extraña resolución, cuando apareció Michel montado ya y dirigiéndose a Berta le dijo:
—No me habéis indicado, señorita, más que lo que debo hacer si ha sucedido alguna desgracia a nuestros amigos. ¿Y si Pedrito está sano y salvo?
—En tal caso, volved para tranquilizarnos —repuso el marqués.
—No —añadió Berta, con intento de encomendar a su amado un papel más brillante—, con tantas idas y venidas infundiría sospechas a la tropa de estos alrededores; mejor será que os quedéis en casa de Picaut o en sus cercanías, y que al cerrar la noche nos esperéis en la encina de Jailhay. ¿La conocéis?
—Sí, se encuentra en el camino de Souday.
Michel conocía todas las encinas de este camino.
—Bueno —dijo Berta—, nosotros estaremos escondidos por allí, y nos reuniremos con vos así que oigamos alguna señal, que consistirá en imitar tres veces el canto del búho y otra el de la lechuza.
—Conque en marcha, señor Michel.
—Saludó el barón al marqués y sus hijas, e inclinándose sobre el pescuezo de su cabalgadura, partió al galope. Era excelente jinete, y Berta echó de ver que al doblar la puerta cochera hizo dar al caballo un habilísimo cambio de mano.
—Parece imposible —decía el marqués, entrando en el castillo—, que de un rústico, se haga con facilidad un hombre hecho y derecho, interviniendo las mujeres, por supuesto. Me agrada ese mancebo.
—No se hacen con tanta facilidad los hombres de corazón —contestó Oullier.
—Juan —replicó Berta—, olvidáis mi recomendación.
—Os engañáis, señorita; por lo mismo que nada olvido, sufro tanto; hasta ahora, había tomado por presentimiento mi aversión a ese mozo, y desde hoy temo que se trueque en remordimiento.
—¿Vos un remordimiento, Juan?… ¿Qué tenéis que reprocharos?
—A él nada le he hecho —repuso Oullier con acento sombrío—; pero, a su padre…
—¿Qué le hiciste? —preguntó Berta, estremeciéndose.
—Un día cambié de nombre para él y me llamé Castigo.
—¡Cómo! —replicó la joven recordando lo que se contaba en el país a propósito del padre del barón—. ¿No le mataron en una cacería?
—No, lo maté yo, y bien podría ser que el hijo vengase a su padre pagándonos en la misma moneda.
—¿Por qué?
—Porque vos le amáis con delirio.
—¿Y qué?
—Estoy convencido de que él no os ama.
Berta, herida en el corazón, encogióse de hombros con desdén, experimentando casi un sentimiento de odio hacia el viejo vendeano.
—Mejor es que os ocupéis de reunir vuestra gente, pobre Juan.
—Obedezco, señorita —repuso Oullier dirigiéndose a la puerta.
Berta entró sin mirarle, y llamando Juan Oullier al aldeano que acababa de traer la noticia, le preguntó:
—¿Ha entrado alguien en casa de los Picaut antes que los soldados?
—Sí, el señor alcalde de La Logerie.
—¿En casa de José o de Pascual?
—En la de Pascual.
—¿Estás seguro de haberlo visto?
—Sí, de igual modo que os veo a vos.
—¿Hacia dónde se ha dirigido al salir?
—Ha tomado el camino de Machecoul.
—Por el cual han venido luego los soldados, ¿no es cierto?
—Sí, un cuarto de hora después de la salida del alcalde.
—Está bien —dijo Juan Oullier.
Y extendió el puño en dirección a La Logerie, exclamó:
—¡Courtin, Courtin, estás tentando a Dios! Ayer mataste a mi perro, y hoy has hecho una traición. Eso es demasiado, se me acaba la paciencia.