N tanto que en casa de Mariana se desarrollaban los tristes acontecimientos que acabamos de revelar, reinaba en el castillo de Souday gran movimiento y algazara.
El marqués no cabía en sí de gozo por ver llegado el tan ansiado momento, y vistiéndose su mejor traje de caza con una banda blanca, distintivo de jefe de división, que sus hijas le habían bordado; pendían de su pecho un corazón encarnado y en el ojal un rosario; y así vestido de gala, probaba el temple de su sable en todos los muebles de la casa. De vez en cuando ensayábase, mandando el ejercicio a Michel y al notario, a quien quería reclutar a todo trance, aunque este, a pesar de sus opiniones, se negara a manifestarlas de un modo extralegal.
Berta siguió el ejemplo de su padre, vistiendo un traje belicoso, compuesto de una levita de terciopelo verde, que, abierta por el pecho, descubría una chorrera de deslumbrante blancura; hallábase adornada de alamares de seda negra y ajustada al talle, completando el traje unos anchos calzones de paño pardo y botas que le llegaban a la rodilla. La doncella no ostentaba la banda terciada al hombro, sino atada al brazo izquierdo con una cinta carmesí. Este traje hacía resaltar la esbeltez y elegancia de Berta, y su chambergo de fieltro ceniciento, con blancas plumas, sentaba maravillosamente a la varonil expresión de su rostro. Berta estaba encantadora, y como aunque no era coqueta, notó que había hecho honda impresión en el ánimo de Michel, pronto se puso tan gozosa y expansiva como el marqués su padre.
La verdad es que el barón, cuyo ánimo estaba también algo exaltado, no pudo menos de admirar la arrogante y caballeresca figura de Berta; pero su admiración debíase a que pensaba en la gracia de María cuando se pusiese un traje semejante, pues no dudaba de que acompañaría a su hermana en la expedición. Desde la escena de la torre, María manteníase seria y esquiva con él; así es que habiéndole instado Berta para que fuese a vestirse, subió la joven a su aposento con aire melancólico y abstraído que durante todo el día había contrastado con la alegría de todos.
El traje estaba ya preparado, mas María se sentó en el lecho sin tocarlo, y dos gruesas lágrimas le rodaron por sus mejillas. Por el cariño que profesaba a su hermana, la pobre niña se había impuesto un sacrificio superior a sus fuerzas, y al comenzar la lucha que consigo misma se empeñaba, sentía ya, si no vacilar su resolución, desfallecer sus bríos. Repetíase sin cesar: «No puedes ni debes amarle» y el corazón le contestaba: «¡le amas!». A cada instante se le desvanecía una esperanza o una alegría; el ruido y el movimiento, que tanto la había divertido en otros tiempos los ejercicios varoniles a que se había dedicado, las ideas políticas que la habían conmovido, todo huía de su corazón volando como una bandada de pajarillos a la vista del gavilán. Lo que más le acibaraba era el triste aislamiento en que se encontraría al llevar a cabo el tremendo sacrificio, midiendo por su dolor presente su dolor venidero.
Hacía una media hora que estaba entregada a tan tristes reflexiones, cuando se dejó oír junto a la puerta la voz de Juan Oullier, quien, con el cariñoso acento que sólo usaba con las hijas del marqués, le decía:
—¿Pero, qué tenéis, señorita María?
Estremecióse esta como si despertara de un sueño y, haciendo un esfuerzo para sonreírse, contestó con visible embarazo:
—Nada, querido Juan, nada; te lo juro.
Contemplóla Juan Oullier atentamente y meneó la cabeza con aire de duda, y acercándose a ella la preguntó en tono de suave y respetuosa reconvención:
—¿No tenéis confianza en Oullier?, ¿dudáis, por ventura, de mi amistad?
—¡Yo!, ¡yo! —exclamó María.
—Señorita, es preciso que vos dudéis cuando tratáis de engañarme.
María le tendió la mano y tomándola Juan Oullier entre las suyas, ásperas y endurecidas, la dijo mirándola tristemente:
—Creedme, señorita, no hay lluvia sin nubes, ni llanto sin pesar. ¿Os acordáis de cuando erais niña todavía y llorabais porque Berta había arrojado vuestras conchas al pozo? ¿Os acordáis de que yo hice quince leguas de camino en una noche para traeros de la orilla del mar lo que tantas lágrimas costaba a vuestros lindos ojos?
—Sí, querido Juan —repuso con ternura María, que necesitaba desahogarse con alguien.
—Pues bien —dijo Juan Oullier—, aunque desde entonces he envejecido bastante, mi cariño por vos ha crecido; decidme qué os apesadumbra, y si hay remedio lo encontraré; si no lo hay, dejadme llorar con vos.
Harto comprendía María que era muy difícil engañar a un servidor tan solícito y perspicaz; así es que al cabo de un momento de duda, ruborizóse y sin confesar la causa de su dolor trató de explicarla diciendo:
—Lloro al pensar que esta guerra tal vez cueste la vida a todas las personas que amo.
¡Desdichada María!, desde la noche anterior había aprendido a mentir.
Juan Oullier no cayó en el lazo, y contestó moviendo la cabeza:
—No, querida María, no es esa la causa de vuestras lágrimas. Cuando las personas de la edad del marqués y mía nos entusiasmamos viendo sólo en el combate la victoria, no es admisible que un corazón joven y entusiasta como el vuestro prevea los desastres.
María se conmovió y repuso con embarazo:
—Sin embargo, Juan, te aseguro que es así.
Y tomando una actitud risueña, cuyos buenos efectos había experimentado varias veces con Juan Oullier, le miró de hito en hito; pero este contestó, con mayor gravedad e inquietud que anteriormente:
—Os digo que no.
—Entonces, ¿qué es?
—¿Queréis que os lo diga?
—Dilo, si lo sabes.
—Me es muy doloroso; pero, puesto que lo queréis, os contestaré que la causa de vuestro pesar es ese picarillo barón Michel.
María se puso blanca como las cortinas de la cama y contestó tartamudeando y llena de agitación:
—¿Qué significan vuestras palabras?
—Que habéis observado, como yo, y no con el mayor gusto, lo que pasa; con la única diferencia que como yo soy hombre, rabio, y como vos sois niña, lloráis.
María exhaló un sollozo al sentir que Juan Oullier ponía el dedo en la llaga y este prosiguió diciendo como si hablara consigo mismo:
—No lo extraño. A pesar de que esos pícaros os llaman las Lobas, no dejáis por eso de ser mujeres y de las más excelentes que Dios ha criado.
—Os juro que no os comprendo.
—Al contrario, me comprendéis bien. ¡Qué demonio!, para no haberlo visto habría sido necesario estar ciego, pues ella no lo disimula mucho que digamos.
—¿De quién hablas?, concluye de una vez, ¿no ves que estoy sufriendo?
—¿De quién queréis que hable sino de la señorita Berta?
—¿De mi hermana?
—Sí, de vuestra hermana que se pavonea con ese barbilampiño y hasta quiere llevárselo a la guerra; diríase que lo ha cosido a su saya para que no se le escape; ni aun repara en las habladurías a que puede dar lugar entre los criados, ni en ese tuno de notario que lo observa todo con socarronería y en disposición de cortar la pluma para extender el contrato de bodas.
—Suponiendo que todo eso fuese cierto —contestó María, poniéndose muy colorada—, ¿qué mal haría en ello?
—¡Cómo!, preguntáis que… Hacedme el obsequio de no hablarme más de ello, señorita; aún me hierve la sangre al recordar que he visto ahora mismo a la señorita Berta…
—Hablemos de ello, Oullier. ¿Qué decíais de Berta? —interrogó la joven, mirando ansiosamente al guarda, quien contestó irritado:
—La señorita Berta de Souday ataba la banda blanca al brazo de Michel… ¡Los colores que llevaba Charette en el brazo del hijo de aquel que!… Vamos, señorita María, mejor es no recordarlo. Satisfecha puede estar vuestra hermana de que el marqués se halle enojado conmigo en este instante.
—¡Mi padre! ¿Le has hablado acaso?…
María no se atrevió a proseguir y Juan repuso:
—Sí, señorita.
—Cuándo.
—Esta mañana al darle una carta de Pedrito y después al entregarle la lista de los hombres de su división que marcharán con nosotros. La lista no es tan numerosa como creíamos; pero, en fin, se hace lo que se puede. ¿Sabéis lo que me ha contestado, cuando le pregunté si ese señorito era de los nuestros?
—No —respondió María.
—¡Vive Dios! —me ha contestado—, reclutas tan mal, que me veo obligado a darte auxiliares. Sí, el señor Michel será de los nuestros, y si no estás contento, quéjate a Berta, que lo ha alistado.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí, y por lo mismo voy a hablar en seguida a la señorita.
—Cuidado que se lo digas, amigo Juan.
—¿Por qué motivo?
—Porque no es justo apesadumbrarlos y lastimar el amor propio de Berta, porque le ama —añadió María, con voz casi imperceptible.
—¿Así, pues, confesáis que le ama?
—No puedo menos de decirlo.
—Amar a un monigote que un soplo derribaría —continuó Oullier—. ¿Y es posible que vuestra hermana piense en cambiar su nombre, uno de los más antiguos y gloriosos del país, por el de un traidor, de un miserable?
—Juan —dijo María, con el corazón oprimido—, vas demasiado lejos, te prohíbo decir esas cosas.
—No será, os lo juro —continuó Juan Oullier, sin prestar atención a María, y paseándose agitadamente por el aposento—. No, no será, lo repito, pues si nadie vela aquí por vuestra honra, yo me encargaré de ella, y antes de ver mancillada la gloria de la casa de Souday, le…
Y como hiciese un gesto muy significativo, María exclamó, casi cayendo de rodillas y en tono suplicante:
—No, Juan, no lo harás.
El vendeano retrocedió espantado, diciendo:
—¿También vos, señorita, vos también?
María, sin darle tiempo a que terminara aquellas palabras, exclamó:
—Considerad, Juan, el disgusto que causaríais a mi pobre hermana.
Juan Oullier quedó asombrado y mirándola con recelo, cuando se oyó en aquel momento la voz de Berta, que encargaba a Michel que fuese a esperarla en el jardín, y casi en el mismo momento la joven abrió la puerta, diciendo a su hermana:
—¿Todavía estás así?
Miróla luego con más atención, y notando la alteración de su semblante, añadió:
—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? Y tú, Juan, ¿por qué estás tan conmovido? ¿Ocurre algo?
—Voy a decíroslo —contestó Oullier.
—No, no —exclamó María—, cállate, te lo ruego.
—¿Sabéis que me asustáis con esos preámbulos, y que el aire inquisitorial con que Juan me está mirando, parece acusarme de un gran crimen? Habla, amigo Juan, habla; estoy dispuesta a ser indulgente, pues hoy se realiza mi sueño dorado, el de compartir con vosotros el más hermoso privilegio de los hombres: la guerra.
—Sed leal, señorita Berta —replicó Oullier—. ¿Es este el motivo de vuestra alegría?
—Ya comprendo —respondió Berta, entrando francamente en la cuestión—: El mayor general Oullier está quejoso de que yo le haya usurpado sus funciones.
Y volviéndose hacia María, le dijo:
—Apuesto que se trata del pobre Michel.
—Habéis dado en el quid —contestó Oullier, sin dar tiempo a María para que contestara.
—¿Y qué tenéis que decir? Mi padre está muy contento con un soldado más, y nada veo en esto que pueda provocar vuestro enojo.
—Diga lo que quiera vuestro padre, nosotros tenemos nuestra opinión.
—¿Cuál es?
—Que lo mejor sería que cada cual permaneciera en su campo.
—¿Por qué?
—Porque el señor Michel no está en el suyo.
—¡Cómo! ¿Acaso no es realista? Me parece que desde hace dos días ha dado bastantes pruebas de adhesión.
—Lo concedo —dijo Juan Oullier—; pero nosotros, los aldeanos, acostumbramos decir: tal padre, tal hijo, y no podemos creer en el realismo del señor Michel.
—Ya os sabrá obligar a creerlo.
—No digo que no; pero, mientras tanto…
El vendeano frunció el entrecejo.
—Mientras tanto, ¿qué?, acabad de una vez.
—Nadie conseguirá que veteranos como yo y algunos otros, vayan al lado de un hombre que no tiene simpatía.
—¿Y qué tenéis que reprobarle? —preguntó Berta, enojada.
—Todo.
—Eso no es decir nada.
—Su padre, su cuna.
—¡Siempre la misma tontería! Sabed, maese Oullier —repuso Berta—, que precisamente por ese motivo me intereso más por él.
—¿Cómo así?
—Sí, me indigna oír las injustas reconvenciones que se le hacen; estoy cansada de oír se le achaquen como una falta, una cuna que él no ha escogido, y un padre que no conoció jamás; delitos que, ni él ni su padre, tal vez, han cometido. Os repito que eso me indigna, Juan, y me disgusta extraordinariamente, y os añado que tengo por acción noble y generosa el animarle y ayudarle a reparar el pasado, si es necesario, de manera que en lo sucesivo se vea libre de toda calumnia.
—No obstante —contestó resueltamente Juan Oullier—, bastante le costará que yo respete su nombre.
—Lo respetaréis, cuando ese nombre sea el mío —replicó Berta con firmeza.
—¿Qué decís, señorita? Os escucho y no os creo.
—Preguntádselo a María —agregó Berta, señalando a su hermana, que estaba escuchando esta conversación con notable angustia—; preguntádselo a ella, pues se lo he confiado todo. Mirad, Juan, el disimulo me repugna; me alegro mucho que lo sepáis todo, y de poderos decir con absoluta franqueza que le amo.
—¡No lo repitáis, señorita Berta, no lo repitáis! Aunque pobre aldeano, cuando erais muy niña me disteis el derecho de daros el nombre de hija, y os he amado a las dos como un verdadero padre, pues bien; el anciano que veló junto a vuestra cuna, que os acariciaba en sus rodillas y que a nadie ama en el mundo tanto como a vosotras, os lo pide de rodillas; ¡no améis a ese hombre, señorita Berta!
—¿Y por qué? —preguntó esta, impaciente.
—Porque os juro por la salvación de mi alma, que ese matrimonio es monstruoso, imposible.
—Tu cariño te hace exagerar las cosas; puedes estar convencido de que me ama de veras.
—Entonces —dijo Juan Oullier, con profundo desaliento—, al fin de mis años me veré obligado a buscar otro apoyo y otro albergue.
—¿Por qué?
—Porque Juan Oullier, a pesar de su pobreza, jamás se resignará a vivir junto al hijo de un renegado, de un traidor.
—Calla, Juan —exclamó Berta—, mira que yo también te puedo lacerar el corazón.
—Juan, callad, por Dios —añadió María.
—No —contestó Oullier—, quiero que sepáis cuál es el nombre que tanto empeño tenéis de cambiar por el Vuestro.
—¡Basta! —replicó Berta, con acento amenazador—; hasta ahora mi corazón ha vacilado para saber si amaba a ti más que a mi padre; pero, si vuelves a proferir una palabra injuriosa contra Michel, ya no serás para mí sino un…
—Un lacayo, ¿no es cierto? ¡Sí!, un lacayo que toda su vida ha cumplido su deber, un lacayo que tiene el derecho de decir en voz alta: ¡maldito sea el nombre de quién vendió por oro a Charette, como Judas a Cristo!
—¿Qué me importa lo que ocurrió hace treinta y seis años, dieciocho antes que yo naciera? Yo conozco al hijo y no al padre, y le amo; si su padre, que no lo creo, cometió semejante felonía, rodearemos de tanta gloria el nombre de Michel, que todos tengan que humillarse ante el que lo lleva; y tú me ayudarás a ello, Juan, porque le amo, y sólo la muerte podrá extinguir mi amor.
Exhaló María un débil gemido, que oyó Oullier, y encontrándose entre el dolor de María y la cólera de Berta, el viejo vendeano cayó anonadado en una silla, y tapóse el rostro con las manos, llorando con desesperación. Conmovióse Berta, y arrodillándose ante él, le dijo:
—Considera cuánto he de amarle, para que casi haya olvidado el cariño que te profeso.
Juan Oullier movió tristemente la cabeza, y Berta prosiguió diciendo:
—Me explico tu antipatía y repugnancia; paciencia, amigo mío, paciencia y resignación; sólo Dios podría quitarme ese amor, y quitármelo sería matarme; deja que el tiempo demuestre cuan injustas son tus prevenciones, y que el hombre que amo es muy digno de mí.
En esto, oyóse la voz del marqués, que llamaba a Juan Oullier, con acento de una gravedad inusitada.
—¡Cómo! —preguntó Berta, deteniendo a Juan—, ¿te vas sin contestarme?…
—El señor marqués me llama, señorita —repuso fríamente el vendeano.
—¡Señorita! —exclamó Berta—. ¡Señorita! Corriente; ten entendido que no quiero que de ninguna manera se insulte al señor Michel, y si algo le sucede, le vengaré, no en ti sino en mí misma; ya sabes, Juan, que acostumbro cumplir lo que prometo.
Aproximóse el anciano a Berta y la dijo, asiéndola por el brazo:
—Tal vez sería mejor eso, que ser su esposa.
Y como el marqués siguiese llamando, salió precipitadamente, dejando a Berta admirada de su tenacidad, y a María llena de terror ante la violencia del amor de su hermana.