XXXVIII

DE pronto, entreabriese una trampa del techo que comunicaba con el granero, y asomóse Bonneville, que había oído algunas palabras que acababa de pronunciar la viuda, preguntando:

—¿Qué sucede?

—Nada, nada —contestó la joven aldeana, apretando la mano de la viuda con energía.

Enseguida, trepó por la escala que conducía a la trampa del piso superior, y con acento cariñoso, dijo al conde:

—¿Y vos, cómo os encontráis?

La trampa se abrió por completo y apareció el conde, asomando su risueño semblante, diciendo:

—Pronto a empezar de nuevo, si así lo ordenáis; pero… decidme, ¿quién ha venido hace poco?

—Un aldeano, llamado Courtin, que no tiene trazas de ser muy amigo nuestro.

—¡Ah! ¿El alcalde de La Logerie?

—El mismo.

—Ya había hablado de él al barón Michel; es un hombre muy peligroso, y debierais haberlo hecho seguir.

—¿Por quién?, nadie hay en la casa.

—¿Y el hermano de nuestra huéspeda?

—Ya habéis visto cuánta repugnancia parecía inspirar a Oullier.

—Y, no obstante, es un blanco —exclamó la viuda—, un blanco que ha estado contemplando cómo asesinaban a su hermano.

La aldeana y Bonneville se estremecieron de horror al oír esas palabras.

—Siendo así, vale más no inmiscuirle en nuestros negocios, pues seríamos de seguro desgraciados —dijo Bonneville y añadió—: Pero, buena mujer, ¿no tendremos a quién colocar de centinela en las cercanías?

—Juan Oullier ha cuidado de ello —repuso la viuda—, y yo, por mi parte, he mandado a mi sobrino al erial de San Pedro, desde donde se descubren todos los alrededores.

—Si es un niño… —dijo tímidamente la aldeana.

—Un niño; pero que vale más que cientos de hombres.

—Después de todo —añadió Bonneville—, dentro de tres horas ya habrá anochecido y estarán aquí nuestros amigos con los caballos.

—¡Tres horas! —dijo la aldeana, que estaba muy afligida, reflexionando las palabras que le había dirigido la viuda—; en tres horas pueden suceder muchas cosas, querido Bonneville.

—¿Quién es ese que viene corriendo? —exclamó la viuda, dirigiéndose de la ventana a la puerta, que la abrió— ¿ah, eres tú, sobrinito?

—Sí, tía, sí —repuso el niño, casi sin aliento.

—¿Qué sucede?

—¡Tía!, ¡tía! —exclamó el niño—, los soldados están allí arriba; han sorprendido al centinela y le han muerto.

—¡Los soldados!, ¡los soldados! —repitió gritando José Picaut, que había oído las voces del niño.

—¿Qué hacemos? —preguntó Bonneville.

—Esperarles —contestó la aldeana.

—¿Por qué no intentamos la fuga?

—Porque, si nos ha delatado el hombre que acaba de salir, ya deben estar cerca de la casa.

—¿Quién habla de huir? —interrogó la viuda—. ¿No os he dicho que esta casa está seguro? ¿No os he jurado que aquí nada teníais que temer?

En esto, apareció José Picaut, armado de su fusil, pues creyendo sin duda que los soldados iban a prenderle a consecuencia de los acontecimientos anteriores y atendidos sus antecedentes realistas, le pareció que en la casa de su cuñada estaba más seguro; pero, al ver a los dos desconocidos, dijo, retrocediendo asombrado:

—¿De modo que tenéis nobles en vuestra casa? Ya no me admira la venida de los soldados, vos los habéis vendido.

—¡Miserable! —contestó su cuñada, asiendo el sable de su marido, que colgaba de la chimenea, y acometiendo a José, que preparaba su fusil.

Bonneville se arrojó de la escala, mientras la joven aldeana se había colocado entre los dos cuñados, cubriendo con su cuerpo el de la viuda, y con acento enérgico, dijo:

—¡Abajo el fusil!

—Pero ¿quién sois para mandarme así? —preguntó José, a quien no agradaba obedecer a ninguna autoridad.

—Yo soy la que hasta ahora han estado esperando; yo soy la que tiene derecho a mandar, ¿lo entiendes?

Fueron tan inesperadas estas palabras y dichas con tan majestuoso acento, que José quedó atónito, y se le escapó el fusil de las manos.

—Ahora —prosiguió la aldeana—, vuelve arriba con el señor.

—¿Y vos? —preguntó Bonneville con ansiedad.

—Yo, me quedo.

—Pero…

—Nada de discusiones, y abreviad, obedeciendo.

Desaparecieron los dos y cerróse la trampa.

—En seguida la viuda se puso a deshacer la cama donde yacía su esposo y a colocarle en medio del aposento, y la joven preguntaba admirada:

—¿Qué estáis haciendo?

—Os preparo un asilo en el cual nadie vendrá a buscaros.

—No necesito ocultarme. ¿Cómo queréis que me conozcan con ese traje? Aquí les aguardaré.

—No quiero que les aguardéis —repuso la viuda dominando por completo la voz de su interlocutora—; ya habéis oído a ese hombre; si os prendieran en mi casa, dirían que yo os he delatado.

—Sí, yo, que si os viese prisionera, no tardaría en acompañar en esta cama al cadáver que hoy la está ocupando.

Esas palabras no tenían réplica. La viuda levantó los colchones y el jergón en donde también ocultaron la camisa, y los zapatos que tanto habían llamado la atención de Courtin, indicando a la joven el sitio y el modo en que se podía colocar, dejando una abertura para la respiración. Apenas acababa de prepararse, se oyó un súbito ruido de armas y apareció en la puerta un oficial.

—¿Es aquí? —preguntó a otro que le acompañaba.

—¿Qué queréis? —dijo la viuda abriendo la puerta.

—Queremos ver los forasteros que tenéis en casa.

—¿En casa? ¿No me conocéis, por ventura? —replicó la viuda procurando separarse de la puerta.

—Sí, ¡pardiez!, sois la mujer que nos ha servido de guía esta noche.

—Entonces, ¿si os serví de guía para perseguir a los enemigos del Gobierno, como queréis que los oculte en mi casa?

—¡Cáspita! —observó el subteniente dirigiéndose al capitán—, eso es lógico.

—No hay que fiarse de esa gente. ¿No habéis visto aquel chiquillo, que estaba al acecho y que, a pesar de nuestras amenazas, les ha advertido nuestra llegada?

—Por fortuna, no han tenido tiempo de escapar.

—¿Es posible?

—Ya lo veréis.

Volvióse en seguida a la viuda y le dijo:

—Nada temáis, vamos a registrar la casa.

—Como gustéis —contestó esta poniéndose a hilar en un rincón con la mayor calma.

Hizo una seña el teniente a cinco o seis soldados, los cuales entraron, dirigiéndose a la cama; la viuda se puso pálida al ver que el oficial levantaba la sábana, y, poniéndose en pie apresuradamente, cogió el fusil de su marido, que estaba colgado en la pared, y apuntando al oficial, le dijo con tono decisivo:

—Os juro por mi honor que si tocáis ese cadáver, os mato infaliblemente.

Retrocedieron, los oficiales y, aproximándose la viuda a la cama por segunda vez, levantó las sábanas y dijo:

—Miradle, ese hombre es mi marido, que murió ayer sirviéndoos.

—¡Cielos! —exclamó el teniente—, es el guía que nos mataron en el vado de Pontfarcy.

—¡Pobre mujer! —agregó su compañero—, dejémosla tranquila.

—No obstante, la declaración de aquel hombre era muy categórica.

—Debíamos haberle traído.

—¿No hay otro cuarto en la casa?

—Allí está el granero, encima del establo.

—Registrad el granero y el establo, pero abrid antes todos los cofres y no olvidéis el horno.

Los soldados se esparcieron por la casa para ejecutar la orden.

Desde su terrible escondrijo, la aldeana temblaba por lo que podía acontecer a Bonneville, pues no había perdido ni una sílaba de la conversación; así es que cuando oyó bajar del granero a los soldados, respiró, pero no desahogadamente, porque si bien se había escapado casi por milagro al acercarse el teniente a la cama, temía, y con fundamente, que les encontraran en su escondrijo; pero al oír regresar a los soldados parecióle que le quitaban de encima un peso enorme.

Apoyóse en el arcón el primer teniente aguardando a que regresara su compañero el cual había dirigido las pesquisas en compañía de ocho o diez soldados.

—¿Habéis encontrado algo?

—Nada —repuso un cabo.

—¿Habéis removido la paja, el heno…?

—Todo lo hemos sondeado con las bayonetas; si hubiera habido algún hombre en alguna parte, forzosamente habría tenido que quejarse al sentir la punta de las bayonetas.

—Corriente, registremos la casa de al lado; en alguna parte tienen que estar.

Salieron los soldados, pero, receloso el oficial, se volvió a mirar un tejadillo que sobresalía de la pared, proponiéndose hacerlo registrar después, cuando de súbito cayó a su lado un palillo que le hizo levantar la cabeza, y parecióle ver una mano que desaparecía entre dos cabrios del tejado.

—¿A mí, soldados? —gritó con voz estentórea; y añadió en seguida:

—¡Os habéis lucido… y habéis cumplido bien vuestra obligación!

—¿Qué sucede? —preguntaron todos admirados.

—Esos hombres están en el granero, bien podíais haber removido la paja; ¡id allá y alerta!

—¡Bien, por vida mía! —exclamó el teniente subiendo también la escala—; ya se va aclarando el negocio ¡ea!, salid de vuestra madriguera u os sacaremos a la fuerza.

Oyóse entonces en el granero un animado coloquio, indicio evidente de que los sitiados no se hallaban acordes sobre el partido que les convenía tomar.

Veamos ahora lo que había sucedido.

Creyendo Bonneville y su compañero que los soldados investigarían con preferencia los montones de heno más altos, ocultáronse bajo una ligera capa del mismo que había junto a la trampa; y ya hemos visto cuan bien les salió la astucia.

Bonneville y el vendeano oían desde su escondrijo con el oído pegado al suelo lo que en el piso inferior decían, y al oír José Picaut la orden de registrar su casa, concibió vivos temores por cuanto tenía en ella un depósito de pólvora, de modo que, a pesar de las observaciones de Bonneville, quiso ir a acechar a los soldados por las rendijas que formaban las vigas entre el techo y la pared.

Cuando Bonneville oyó la voz del oficial y se dio cuenta de que él y José estaban descubiertos, sujetóle, reconviniéndole por la indiscreción que les perdía, de lo cual dimanó el cuchicheo que desde el cuarto de la viuda se oyera; pero ya era inútil toda reconvención y urgía tomar un partido.

—¿Los habéis visto? —interrogó el conde.

—Sí.

—¿Cuántos son?

—Unos treinta, poco más o menos.

—Entonces toda resistencia sería una locura, y cómo no han descubierto a madame, acaso nuestro arresto contribuya a salvarla.

—¿Cuál es vuestra opinión? —preguntó Picaut.

—Rendirnos.

—¡Jamás!

—¿Cómo jamás?

—Sí, jamás; me explico que vos os rindáis; pues sois noble y rico, y os darán cómoda y lujosa cárcel, pero a mí me enviarán a presidio, donde he pasado ya catorce años, y os juro que prefiero la fosa al petate del presidiario.

—Si luchando, sólo nos comprometiésemos nosotros, os juro que, tampoco me cogerían vivo; pero se trata de salvar a la madre de nuestro rey y no debemos consultar nuestros deseos.

—Entonces matemos los más que podamos, y Enrique V tendrá esos enemigos menos —replicó el vendeano colocando el pie sobre la trampa.

—Acabemos de una vez —dijo Bonneville—, ¿me obedecéis o no?

Lanzó Picaut una carcajada y dióle a Bonneville un puñetazo que le hizo medir el suelo. Al caer, se le fue de las manos el fusil y viendo delante de sí un tragaluz cerrado, ocurrióle la idea de dejar que el conde se rindiera y aprovechar la ocasión de huir. En efecto, mientras Bonneville levantaba la trampa, tomó su fusil, abrió el tragaluz, y cuando el conde bajaba los escalones gritando: ¡no tiréis!, ¡nos rendimos!, disparó el vendeano a los soldados y saltó en seguida al huerto, huyendo al bosque, no sin exponerse a las balas de dos o tres centinelas. La de José hirió gravemente a un soldado y al mismo tiempo le fueron apuntados a Bonneville diez fusiles, de manera que el desventurado mancebo, sin que Mariana llegase a tiempo para escudarle con su cuerpo, cayó acribillado de balazos a los pies de la viuda, gritando:

—¡Viva Enrique V!

Oyóse otro grito de que el teniente no se dio cuenta por impedírselo la barahúnda que en la casa reinaba; grito que parecía salido del pecho del cadáver, único espectador mudo e impasible de aquella escena terrible. Mientras los soldados se esparcían por la Casa para buscar al asesino, el teniente distinguió al través del humo a la viuda arrodillada abrazando fuertemente la cabeza de Bonneville, y preguntóla:

—¿Ha muerto?

—Sí —repuso la viuda con voz apagada.

—Pero vos estáis herida también.

En efecto, brotaban de su frente abundantes gotas de sangre.

—¿Yo herida? —contestó.

—Sí, os sale sangre de la frente.

—¿Qué importa mi sangre cuando ya no queda una gota en el cuerpo de aquel por quién juré que sabría morir?

En esto asomó por la trampa la cabeza de un soldado diciendo:

—Mi teniente, a pesar de haberse disparado varios tiros el otro ha escapado.

—Ese es el que más conviene apresar —dijo el teniente creyéndose que el fugitivo era Pedrito, y si no halla un guía, de seguro caerá en nuestras manos; vamos a perseguirle.

Reflexionando luego un poco agregó:

—Apartaos, buena mujer; registrad al muerto.

Ejecutada la orden, nada pudo encontrarse en los bolsillos de Bonneville, por la sencilla razón de que Mariana le había dado un traje de su esposo, en tanto que se secaba el suyo.

—¿Y ahora —dijo Mariana señalando el cadáver del conde—, puedo quedarme con él?

—Sí; pero dad gracias a Dios, que quiso que ayer nos sirvieseis, pues a no haber sido así os habría enviado a Nantes para enseñaros cuan peligroso es dar asilo a los rebeldes.

Reunió el teniente a los soldados y siguió a buen paso la dirección en que había escapado el fugitivo; la viuda corrió a la cama y levantando el colchón encontró a la princesa desmayada.

Diez minutos después, Bonneville descansaba junto al cuerpo de Picaut, y las dos mujeres, la supuesta regente y la pobre aldeana, arrodilladas junto al lecho, oraban por las dos primeras víctimas de la insurrección de 1832.