QUEL día, a las dos de la tarde, salía Courtin de La Logerie, so pretexto de ir a comprar en Machecoul un buey para la yunta, aunque en realidad su objeto era informarse de los acontecimientos de la noche anterior, los cuales fácilmente se adivina que para el digno alcalde tenían un interés especialísimo y nuestros lectores no dejarán de comprenderlo así.
Al llegar al vado de Pontfarcy halló a los mozos del molino que levantaban el cadáver de Tinguy, rodeados de algunas mujeres y niños que lo contemplaban con la curiosidad peculiar del sexo de unas y de la edad de los otros.
El alcalde de La Logerie dio un latigazo a su caballo y entró en el río; entonces todas las miradas se dirigieron a él y la conversación tan animada, fue interrumpida por este, que se dirigió al grupo, diciendo:
—¿Qué sucede, muchachos?
—Un muerto —contestó uno de los molineros, con el laconismo propio del campesino vendeano.
Miró Courtin el cadáver, y viendo que llevaba uniforme, dijo:
—Por fortuna no es del país.
A pesar de sus opiniones felipistas, el alcalde de La Logerie no consideraba prudente mostrar simpatías por un soldado de Luis Felipe.
—Os engañáis, señor Courtin —contestó lacónicamente y con voz sombría un hombre que vestía chaqueta parda.
El tratamiento de señor que acababa de dársele con acento algo afectado, no halagó, ni mucho menos, al alcalde de La Logerie, pues sabía que en tales circunstancias y en boca de un vendeano, más que un testimonio de respeto, equivalía a una injuria o una amenaza; comprendiéndolo así, Courtin, resolvió ser muy circunspecto, y contestó con tono suave:
—Sin embargo, me parece que lleva el uniforme de cazador.
—¿Qué significa el uniforme? —contestóle el de la chaqueta parda—. ¿Ignoráis, acaso, vos que sois alcalde, que lo mismo entran en suerte nuestros hijos y hermanos que los demás?
Siguió a esas palabras una pequeña pausa, y no pudiendo soportar Courtin aquel silencio, agregó:
—¿Se sabe el nombre de ese pobre infeliz?
Al hacer esta pregunta hacía inauditos pero infructuosos esfuerzos para hacer asomar una lágrima a sus párpados. Nadie le respondió: el silencio era cada vez más significativo.
—¿Ha habido otras víctimas del país? ¿En qué paraje lo han muerto? He oído decir que habían disparado muchos tiros.
—No conozco otra víctima que la que está presente; pero puede que os refiráis al perro de Juan Oullier —repuso un aldeano, señalando el perro que estaba cerca del río.
Courtin se inmutó y dijo:
—¿Qué diantre es aquello, un perro? ¡Ah!, cuánto mejor sería tener que llorar esa clase de víctimas; verteríamos pocas lágrimas, seguramente, y las reservaríamos para mejor ocasión.
—La sangre de un perro tiene también su valor, señor Courtin, y estoy convencido de que Juan Oullier tendrá presente la muerte alevosa de su Patou, pues le han disparado un escopetazo cargado de balines a la salida de Montaigu, y…
Inmediatamente desapareció el que había pronunciado estas palabras, y los molineros siguieron andando. Las mujeres y los niños continuaron acompañando al cortejo fúnebre, orando en voz alta. Courtin quedó solo en el camino; espoleó entonces a su corcel y dijo:
—Para que Oullier me haga pagar esta cuenta, mucho tendrá que trabajar, pues harto liará con deshacerse de los lazos con que le he sujetado.
En esto, pasaba Courtin junto a la cruz de la Berthaudiére, en cuyo sitio empieza el camino que conducía a la casa de Picaut, y poseído de una verdadera curiosidad, muy natural atendido su carácter perverso, le ocurrió que nadie mejor que Pascual podía ponerle al corriente de los hechos, toda vez que la víspera había servido de guía al general.
—En menos de media hora, habré satisfecho mi curiosidad —dijo para sí.
Y dirigiéndose a la derecha, a los cincuenta minutos entraba en la casa en cuyo umbral de la puerta encontró a José sentado y fumando tranquilamente.
No cambió de postura al ver a Courtin, y como ya saben nuestros lectores que este era perspicaz, fingió no verle, y atando su cabalgadura a una argolla de la pared, dijo a Picaut:
—¿Está en casa vuestro hermano?
—Sí, todavía está.
Parecióle a Courtin que José había pronunciado esta última palabra con un acento extraño. Picaut añadió en seguida:
—¿Queréis que vuelva a servir de guía a los soldados del castillo de Souday?
—Courtin se mordió los labios sin responder, diciendo para sus adentros:
—¿Por qué ese imbécil de Pascual habrá dicho a su hermano que yo le di tal encargo? Hace veinticuatro horas que todo el mundo me habla de lo mismo.
Ese monólogo no le dejó observar que la puerta de la habitación de Pascual se hallaba cerrada por dentro, contra la costumbre de los campesinos, y cuando se la abrieron, retrocedió, exclamando admirado:
—¿Quién ha muerto?
—Vedlo —repuso la viuda.
Courtin dirigió los ojos a la cama, y a pesar de que el cadáver estaba cubierto con una sábana, todo lo adivinó.
—¡Pascual! —gritó horrorizado.
—Creía que ya lo sabíais.
—¿Yo?
—Seguramente; vos habéis sido la causa de que lo hayan matado.
—¿Yo? —repitió Courtin, que recordando lo que José acababa de decirle, comprendió que le convenía disculparse—, os juro que hace más de ocho días que no he visto a vuestro difunto esposo.
—No juréis; Pascual no juraba ni mentía nunca.
—¿Quién os ha dicho que le había visto? ¡Por Dios que me extraña tal suposición!
—No mintáis ante un muerto, señor Courtin, podríais arrepentiros de ello.
—No miento —repuso balbuceando el alcalde.
—Salió de aquí para vuestra casa y vos le hicisteis servir de guía a los soldados.
Courtin hizo otro gesto negativo, y la viuda, mirando atentamente a una joven aldeana que lloraba en un rincón del aposento, añadió:
—No creáis que yo intente afear vuestra conducta; su deber era apoyar a los que tratan de impedir que el país sea devastado por otra guerra civil.
—Este era también mi objeto —repuso Courtin, bajando de tal modo la voz, que la aldeana apenas podía oírle—; sería una gran ventura que el Gobierno acabase de una vez con todos esos nobles revolucionarios que durante la paz nos ultrajan con su riqueza y luego encienden la guerra para hacernos degollar como corderos. Ese es mi objeto, repito; pero es preciso no decirlo muy alto, pues esa gente es capaz de todo.
—No podéis quejaros si os acometen por la espalda —replicó la viuda con acento desdeñoso—, pues vos en cambio os ocultáis para atacarlos con más seguridad.
—¡Demonio!, cada cual hace lo que puede; no todos son valientes como vuestro difunto esposo; pero os juro que le vengaremos.
—Gracias —contestó la viuda con airado acento— no os necesito para eso; harto os habéis mezclado en los asuntos de este hogar desventurado; en adelante, reservad vuestros cuidados para otros.
—Como queráis. Yo apreciaba mucho a vuestro marido y si alguna vez necesitáis… Pero ¿quién es esa joven?
—Una prima mía, que ha llegado esta mañana de Port-Saint-Pere, para ayudarme en el entierro de mi pobre Pascual.
—¿De Port-Saint-Pere esta mañana? Mucho andar es. La infeliz viuda no estaba acostumbrada a mentir, y al ver que Courtin no caía en el lazo le lanzó una colérica mirada, mas este contemplaba un traje de aldeano que estaba secándose a la chimenea, entre cuyas prendas veíanse unos zapatos de forma elegante y una camisa de finísima batista, objetos no muy comunes en las chozas de los campesinos.
—¡Rica tela! —exclamó el alcalde al tocar la hermosa tela—, sin duda no lastimará el cutis de la persona que la usa.
La aldeana conoció que había llegado el momento de ayudar a la viuda que estaba en ascuas y cuyo enojo crecía por instantes y contestó:
—En efecto; la he comprado en Nantes a un ropavejero para hacer camisitas al sobrino de mi pobre prima.
—Y habéis hecho muy bien en lavarla antes —añadió Courtin, mirándola descaradamente—, pues las prendas viejas nadie puede saber quién las ha usado.
—Maese Courtin —dijo la viuda interrumpiéndote—, me parece que vuestro caballo se impacienta. Courtin se puso a escuchar y dijo:
—Si no oyera andar a vuestro cuñado por el granero, diría que es él quien le atormenta.
Al oír estas palabras, que daban otra prueba de la sagacidad de Courtin, la joven aldeana palideció, al oír que aquel decía, mirando por los cristales:
—Sí, allí está el pícaro, aguijoneando con el látigo. ¿Quién hay, pues, en vuestro granero?
La desconocida iba a contestar que bien podía ser la mujer o el hijo de José, cuando la viuda replicó encolerizada:
—Maese Courtin, vuestras preguntas son más que impertinentes; tened entendido que odio a los espías, sea cual fuere el partido a que pertenezcan.
—¿Desde cuándo llamáis espionaje a una conversación entre amigos? Os habéis vuelto muy susceptible.
La joven miraba a la viuda para recomendarle la prudencia; pero esta gritó, sin poder contenerse:
—Vuestros amigos debéis buscarlos entre pícaros y traidores como vos; salid en seguida de mi casa, y no turbéis más la tranquilidad de los que sufren.
—Está bien —contestó Courtin, fingiéndose afligido—; veo que os empeñáis en echarme la culpa de la muerte de vuestro marido, y mi presencia os es odiosa, debí haberlo notado antes. De todos modos, creed que lloro amargamente vuestra desgracia; no os enojéis, ya me retiro.
La viuda indicó con la vista a la aldeana una artesa que estaba detrás de la puerta y sobre la cual había un pupitre y algunos papeles. Allí se había escrito, indudablemente, la orden que Juan Oullier había llevado aquella mañana al marqués. La joven comprendió la seña, y pronta como un rayo se sentó encima del recado de escribir, en el cual afectó Courtin no reparar.
—Adiós, adiós, viuda Picaut —dijo este— aunque no lo creáis, os aseguro que siento en el alma la muerte de vuestro marido y si alguien os molesta, sea quien fuere, no tenéis más que avisarme, pues no en balde tengo la vara.
La viuda no respondió, pues se había hecho el propósito de no hablarle, y menos prestarle atención; estaba mirando con los brazos cruzados la cama donde yacía su esposo, y Courtin, al marcharse dijo a la aldeana:
—Cuidad mucho a vuestra prima, hija mía; desde que ha muerto su marido se ha vuelto una fiera. ¡Está tan poco tratable como las lobas de Machecoul! Hilad, hilad, hija mía; pero por más vueltas que deis al huso, nunca haréis una tela tan fina como la de aquella camisa.
Después de esto, se decidió a salir, pero al llegar a la puerta pronunció estas palabras:
—¡Hermosa tela!, ¡hermosa tela!
—¡Vamos, pronto! —dijo la viuda—, ocultad todos esos utensilios; va a volver.
La joven obedeció y cerró el pupitre; pero, por rápido que fue ese, movimiento, no dejó Courtin de advertirlo, y entreabriendo la puerta asomó el rostro y dijo:
—Perdonad si os he asustado; pero tenía que hacer una pregunta de interés: ¿cuándo son las exequias?
—Mañana, según creo…
Y la viuda la interrumpió dirigiéndose a Courtin con las tenazas levantadas en actitud de descargarlas.
—¿Te irás de una vez, granuja?
Courtin huyó asustado, y la viuda cerró la puerta con Violencia. El alcalde limpió con un puñado de hojas la silla de su cabalgadura, que el hijo de José, a quien su padre inculcaba el odio a los azules, había ensuciado a su antojo. Sin proferir ni una queja pasó por el huerto, con un aire de indiferencia; pero sin dejar de examinar con curiosidad los árboles y malezas del camino; al llegar a la Cruz de Berthaudiére, donde empezaba el bosque de Machecoul, espoleó el caballo y alejóse a toda brida.
—Por fin se ha ido —dijo la joven aldeana, que había seguido con la vista detrás de la ventana todos los movimientos del alcalde de La Logerie.
—Pero no hay que fiarse de él, señora —repuso la viuda.
—¿Y por qué motivo? ¿Teméis que vaya a denunciarnos?
—Le creo muy capaz de ello, pues aunque no acostumbro a dar fe a las hablillas del vulgo, no me inspira mucha confianza su rostro.
—En efecto —dijo la joven, que empezaba a tener serios temores—, no me ha gustado la cara de ese hombre.
—¡Pero, señora!, ¿por qué no habéis hecho que se quedase Juan Oullier?, ese sí que es todo un hombre.
—Porque tenía que enviar algunas órdenes al castillo de Souday, y ha de traernos caballos esta noche para salir de una casa donde sólo causamos molestia y pesadumbre.
La viuda no contestó; tapóse la cara con las manos y rompió a llorar.
—¡Pobre mujer! —dijo la duquesa—, vuestras lágrimas caen gota a gota sobre mi corazón y lo laceran. ¡Ay!, terrible o inevitable consecuencia de las revoluciones.
—Considerad, señora —díjole la viuda—, que antes que podáis cumplir vuestros deseos, muchos infelices que sólo habrán cometido el crimen de amaros, dejarán de existir; ¡cuántas madre, cuántas viudas y cuántos huérfanos llorarán, como yo lloro la pérdida de mi amado esposo que tengo aquí presente!
—¡Dios mío, Dios mío!, tened piedad de mí —exclamó la aldeana, cayendo de rodillas—, no permitáis que me equivoque, no me pidáis estrecha cuenta de tantos desgraciados que van a perecer por nuestra causa.
Y su voz entrecortada por la emoción, se apagó en un sollozo.