XXXVI

PEDRITO se apoyó en un árbol, y en esta actitud fijó su atención hacia el lado de la hoguera. De pronto, relinchó un caballo, y al instante percibióse un ligero ruido en la maleza, apareciendo luego una sombra. Era Bonneville que miraba a todos lados sin ver a su compañero: llamóle dos veces, y este acudió presuroso.

—¡Alerta! —dijo el conde llevándole consigo—, no hay que perder un momento; venid.

Y echando a correr añadió:

—Era un vivac de cazadores. Si no hubiese habido más que hombres, me habría aproximado al fuego sin temor; pero un caballo me ha descubierto con su relincho.

—Lo he oído.

—Entonces ya comprenderéis que es cuestión de piernas.

Avanzaron cerca de quinientos pasos por el bosque, y al llegar a la espesura, dijo el conde a Pedrito:

—Deteneos un instante para cobrar aliento mientras trato de orientarme.

—¿Acaso nos hemos extraviado? —interrogó inquieto Pedrito.

—No; estoy buscando el medio de evitar el maldito pantano.

—¿Abreviaremos camino atravesándolo?

—Me parece que sí.

—Pues, guiad.

Echaron a andar en distinta dirección internándose en el soto, hasta que, al poco rato, empezó a ser menos densa la oscuridad; hallábanse entonces en el lindero del bosque, y oíase ya el murmullo de los arbustos de la ribera agitados por el viento.

—¡Hola! —exclamó Pedrito—, creo que ya hemos llegado.

—En efecto, pero debo advertiros que este es el momento más crítico de nuestro penoso viaje.

Sacó el Conde del bolsillo un cuchillo que podía muy bien hacer las veces de puñal, cortó un arbusto, desmochólo, y con el mayor cuidado ocultó las ramas.

—Ahora, Pedrito, debéis resignaros a cabalgar nuevamente sobre mis hombros.

Pedrito obedeció, y ambos penetraron en el agua, por la cual anduvieron con suma dificultad, pues aunque Bonneville tanteaba con el palo un vado que no existía, el lodo le llegaba a las rodillas, sacando difícilmente los pies del cenagoso lecho, cual si el pantano se negase a restituir su presa.

—¿Queréis que os dé un consejo? —preguntó Pedrito.

Detúvose Bonneville y enjugóse el sudor.

—Si en vez de chapotear por el lodo anduvieseis por aquellos juncos, me parece que avanzaríamos mejor.

—Nadie lo duda; pero también sería más visible nuestra huella.

Un momento después agregó:

—No importa, tenéis razón.

Bonneville cambió de dirección, encaminándose a los juncos, que con sus entrelazadas raíces habían formado una especie de islotes en la superficie del agua. Luego de probar repetidas veces su solidez con el bastón, saltaba del uno al otro; mas como el peso de Pedrito disminuía notablemente su ligereza, resbalaba muy a menudo, y viendo, por último, que se iban a agotar sus fuerzas, rogó a su compañero que bajase por un instante.

—Estáis cansado, pobre Bonneville. ¿Es muy largo ese pantano?

—Faltan aún dos o trescientos pasos; después llegaremos pronto a la vereda de la Benate, que nos conducirá al cortijo donde debemos pernoctar.

—¿Podremos ir hasta allí? ¡Dios mío!, ¡cuánto daría para llevaros a mi vez, o, por lo menos, andar a vuestro lado!

Al oír esas palabras, el conde se reanimó, y, renunciando a su segundo ensayo, volvió a andar por el lodo, el cual cada vez era más movedizo. De pronto, Bonneville resbaló, hundióse y viose casi cubierto de agua; y en aquel trance exclamó:

—Si me hundo por completo, inclinaos a la derecha o a la izquierda; los pasos peligrosos nunca son anchos.

Pedrito se inclinó a la derecha, no para salvarse, sino para librar de su peso a Bonneville, y con el corazón oprimido y los ojos llenos de lágrimas al ver aquel rasgo sublime de abnegación, dijo:

—Pensad en vos, amigo mío, lo quiero y… lo mando.

El agua llegaba ya a la cintura del conde, quien, por fortuna, pudo apoyar el bastón en los juncos, y con la ayuda de Pedrito logró salir del apuro. Más adelante el terreno hízose más sólido, y los fugitivos llegaron a la orilla del estanque.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Bonneville.

—¿Estaréis algo estropeado? —preguntó Pedrito.

—Estropeado no; pero sí cansado.

—¡Dios mío!, pensar que no tengo para reanimaros, ni siquiera la calabaza del soldado y del peregrino ni el mendrugo del mendigo.

—No saco yo las fuerzas del estómago.

—¿De dónde, pues? Me agradaría saberlo.

—¿Tenéis apetito?

—No me disgustaría comer algo.

—Ahora me hacéis experimentar una necesidad que no había sentido.

Pedrito se sonrió y chaceándose para animar al conde, le dijo:

—Bonneville, llamad al ujier y participad a los gentilhombres de mesa y boca que anhelo comer una de esas aves que ha poco he oído chillar a nuestro paso.

—Su Alteza Real está servida —dijo el conde hincando la rodilla y presentándole sobre la copa del sombrero un objeto que aquella tomó precipitadamente, exclamando en seguida:

—¡Pan!

—¡Pan!, pan duro —dijo Bonneville.

—No importa, de noche todos los gatos son pardos.

Pedrito clavó sus hermosos dientes en el mendrugo que hacía dos días se estaba secando en el bolsillo del conde, y dijo:

—¡Cuando pienso que en este instante el general Dermoncourt está despachando la cena que teníamos preparada en Souday! Pero disimula, querido guía, me olvidaba la mitad de mi cena.

—Gracias, mi apetito no llega hasta el punto de hacerme comer guijarros, pero voy a probaros cómo vuestra comida puede seros más agradable.

Y tomando el pan, lo hizo pedacitos, fue a remojarlo a una fuente que cerca de allí había, ofreciéndolo luego a su hambriento camarada.

—Verdaderamente, os confieso que desde hace veinte años no he cenado con tanto gusto: Bonneville, quedáis nombrado mi ayudante de campo.

—Y yo —repuso el conde—, vuelvo a ser vuestro guía. Dejaos de adulaciones y sigamos nuestro camino.

—Al momento —dijo Pedrito, levantándose con suma ligereza.

Emprendieron la marcha, atravesando el bosque y al cabo de media hora llegaron al margen de un arroyo por cuyo vado Bonneville probó su sistema acostumbrado; pero al primer paso llególe el agua a la cintura, al segundo al cuello y en aquel trance, viéndose arrastrado por la corriente, asió la rama de un árbol y volvió a la orilla para buscar un vado. Por casualidad, vio un árbol con todas sus ramas que el viento había derribado, dejándolo tendido de una a otra orilla, y dijo a su compañero:

—¿Os atreveríais a pasar por encima de este árbol?

—Si vos lo intentáis también, lo haré yo.

—Adelante —dijo el conde—, pero con cuidado; prescindid del amor propio y marchad con tiento, colocando el pie en terreno firme y no lo levantéis hasta tener el otro asegurado.

—Heme aquí… ¡Dios mío!, ¡cuánta habilidad se necesita para andar por el campo! Nunca lo hubiera creído.

—No os distraigáis, dejaos de conversación. Aguardad un momento, voy a cortar una rama que os estorbaría.

Al inclinarse el joven conde para ejecutarlo, oyó a sus espaldas un débil quejido y él ruido de un cuerpo que caía al agua. Al volverse, Pedrito había desaparecido. Sin perder un momento, Bonneville se arroja al río por el mismo sitio, y, agarrando la pierna de Pedrito, llegó a nado a la opuesta orilla. El conde, poseído de una emoción sin límites al ver a Pedrito con la cabeza inclinada y sin movimiento, asióle los brazos, recostóle en la hojarasca, llamándole repetidas veces, y le meneó en todos sentidos. Pedrito permanecía mudo e inmóvil. El conde, desesperado, mesábase los cabellos exclamando:

—¡Dios mío! ¡Mía es la culpa! Me castigáis mi necio orgullo; confíe demasiado en mis fuerzas al responder de su vida. ¡Dios mío! ¡Mi vida por un suspiro, por un aliento suyo!

El aire fresco de la noche pudo más que todas las lamentaciones de Bonneville; que hablaba de no sobrevivir a aquella cuya muerte había causado. Pedrito volvía en sí, y el conde en su desesperación no había observado los movimientos del joven, y al verle exhaló un grito de alegría y cayó de rodillas ante Pedrito, que había comprendido sus últimas palabras.

—Conde —dijo este—, no me habéis dicho: ¡Dios os valga! Y acabo de estornudar.

—¡Viva!, ¡viva! —gritó Bonneville.

—Sí, viva, gracias a Dios os juro no olvidaros jamás.

—Pero calada hasta los huesos.

—Sí, tengo llenos de agua los zapatos: os aseguro que me corre por el cuerpo de una manera desagradable.

—Y no tenemos fuego, ni con qué hacerlo.

—Ya entraremos en calor andando; hablo en plural, porque debéis estar tan mojado como yo, pues habéis tomado tres baños.

—No os preocupéis de mí, ¿podréis andar?

—Sí, por cierto, mas dejadme vaciar los zapatos.

Bonneville le ayudó en su tarea, quitóle la chaqueta, y después de retorcerla, le dijo:

—Ahora, vamos a la Beilate sin perder un momento.

—Buena la hemos hecho al alejarnos de aquella hoguera, que tan útil nos sería ahora.

—Sin embargo —contestó desesperado Bonneville—, no era prudente arriesgarnos.

—No os enfadéis por esa pequeña reflexión. ¿Sabéis que vuestro carácter es bastante particular? Continuemos adelante; desde que he comenzado a andar, me parece que va secándose la ropa; dentro de diez minutos voy a sudar.

Bonneville no necesitaba esa pequeña indicación, pues echó a andar con tanta celeridad que Pedrito a duras penas podía seguirle, y le llamaba en ocasiones para recordarle que tenía el paso más corto; pero Bonneville, en su turbación, había equivocado el camino y no acertaba a comprender cómo se había extraviado; deteníase en ocasiones, mirando alrededor suyo, y después reanudaba la marcha con frenético ahínco. Por último, Pedrito alcanzóle corriendo y le dijo:

—¿Qué sucede, mi querido conde?

—Que soy un torpe, confiando en mi conocimiento del país; me he ofrecido a guiaros, y…

—Y nos hemos extraviado.

—Mucho lo temo.

—Estoy seguro de ello; he aquí una rama que yo mismo he cortado; hemos pasado por aquí repetidas veces sin movernos del mismo círculo: ya veis cómo vuestras lecciones son aprovechadas —añadió Pedrito con un gesto de triunfo.

—¡Ah! —dijo Bonneville—, ya comprendo la causa de mi error, y es que, al salir del agua, estaba tan trastornado que he andado por el mismo camino por donde habíamos venido.

—¿De manera —prosiguió Pedrito, soltando una carcajada— que de nada nos ha servido el baño que acabamos de tomar?

—Señora, os ruego que no os burléis; vuestro gozo me traspasa el corazón.

—Ya; pero a mí me hace entrar en calor.

—¿Tenéis frío?

—Un poco; pero no es esto lo peor, media hora hace que no os atrevéis a confesar que nos hemos extraviado, y desde entonces tampoco me atrevo a confesaros que no puedo sostenerme en pie.

—¿Qué haremos en este trance?

—¿Será necesario que me encargue de vuestro papel para infundiros valor? Veamos: ¿cuál es vuestro parecer?

—Que nos es absolutamente imposible llegar esta noche a Benate.

—¿Qué haremos, pues?

—Conviene llegar antes del amanecer a la alquería más próxima.

—Corriente, pero ¿cómo nos orientamos?

—No hay ninguna estrella en el cielo, ni luna siquiera.

—Ni brújula —dijo Pedrito, burlándose de su compañero para infundirle valor.

—¡Ah!, ¡qué idea! A las cinco de la tarde he visto la veleta del castillo que el viento soplaba al Este.

Y, hablando de este modo, levantó el dedo mojado en saliva.

—¿Qué hacéis?

—Una veleta: el Norte está allí; siguiendo esta dirección, llegaremos a la llanura por el lado de San Filiberto.

—Sí; pero la dificultad está en andar.

—¿Queréis que pruebe a llevaros en brazos?

—Creo que haréis bastante con llevaros a vos mismo.

Hizo la duquesa un penoso esfuerzo para levantarse, pues durante esta conversación había estado sentada al pie de un árbol y añadió:

—No temáis; estas piernas obedecerán a mi voluntad, aunque se rebelen.

En efecto, dio algunos pasos; pero tan cansada estaba y sus miembros tan envarados por el baño que acababan de tomar, que vaciló como si la hubiera dado un vahído, y estuvo a punto de caer al suelo.

Bonneville se precipitó a sostenerla, en tanto que la duquesa exclamaba:

—Dejadme, conde, dejad a ese miserable cuerpo que Dios ha criado tan débil; yo llegaré a vencerle y haré que se coloque a la altura que le pertenece, obligándole a hacer mi voluntad.

Y echó a correr con tanta agilidad, que el conde apenas pudo alcanzarla; pero esa última tentativa acabó de agotar las fuerzas de Pedrito, de modo que, al llegar el conde a su lado, la encontró sentada, con el rostro oculto entre sus manos y llorando de enojo más que de dolor.

—¡Dios mío!… —exclamaba—, ¿por qué me habéis encomendado la tarea de un gigante, teniendo las fuerzas de una mujer?

Bonneville decidió hacer todo lo que estuviese a su alcance, y tomándola en brazos se puso a correr; conociendo ser imposible que un cuerpo tan delicado resistiese tantos contratiempos y que cada minuto que transcurría era un peligro más para su existencia, corría desalentadamente, sin advertir que se le caía el sombrero y sin pensar en las huellas que en pos de sí dejaba. Sólo sentía que el cuerpo de la duquesa se estremecía convulso, haciéndole dar el frío diente con diente, y atormentado por todas estas sensaciones corría loco, frenético; pero ese vigor ficticio cedió gradualmente, las piernas se le doblaron a pesar suyo, la respiración fue haciéndose dificultosa y el sudor se helaba inundando la frente, el pulso le latía violentamente, turbábasele la vista y tropezando a cada paso hizo un esfuerzo sobrehumano y continuó corriendo como pudo, hasta que Pedrito gritó:

—Deteneos, Bonneville; ¡deteneos, os lo mando!

—No, no quiero, todavía tengo fuerzas. ¿Cómo queréis, Dios mío, que me detenga, cuando llegamos al término de nuestro viaje y con otro esfuerzo puedo poneros en salvo? Mirad, mirad allá a lo lejos.

En efecto: distinguíase al extremo de la vereda una ancha faja rojiza, que iba levantándose poco a poco en el horizonte, destacándose en ella algunas tintas negras con ángulos rectos que indicaban una casa. Apuntaba el día, y habían llegado a la llanura; pero, cuando Bonneville exhaló un grito de alegría, al ver el fin de su carrera, se le doblaron las piernas, cayó de rodillas, y luego de espaldas, mientras que Pedrito se ponía en pie, tratando en vano de levantarle. Bonneville llevó las manos a la boca, sin duda para hacer la señal de los chuanes pero faltábale aliento, y solamente tuvo fuerzas para decir a Pedrito: «Acordaos»… y se desmayó.

La casa que acababan de divisar, distaba un cuarto de hora; por lo tanto, decidióse Pedrito a dirigirse a ella a implorar auxilio para su infortunado compañero, y al atravesar una encrucijada vio a un hombre a cierta distancia; llamóle, mas como este no volviese la cabeza, recordando Pedrito el aviso y las lecciones del conde, dio un grito semejante al del mochuelo. Detúvose en seguida el hombre, y retrocedió dirigiéndose a Pedrito, quien le dijo:

—Amigo mío, si queréis oro lo tendréis, yo os lo daré; pero antes, por el amor de Dios, ayudadme a salvar a un moribundo.

Y reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, echó a correr, seguro de que el hombre le seguiría; llegóse a Bonneville, que continuaba desmayado, y al levantarle la cabeza oyó la voz del desconocido, que decía a sus espaldas:

—No necesito oro para socorrer al conde de Bonneville.

Miróle Pedrito con más atención, y conociendo al guarda del marqués de Souday, exclamó en seguida:

—¡Juan Oullier! ¿Sois vos? ¿Podríamos encontrar un albergue cerca de aquí?

—No hay más que aquella casa en un radio de media legua.

Juan Oullier pronunció esas palabras con visible repugnancia, sin que Pedrito se diera cuenta de ello.

—Es preciso que nos acompañéis allí.

—¿A aquella casa?

—¿No son realistas sus moradores?

—Lo ignoro.

—Pongo nuestra vida en vuestras manos. Ya sé que puedo confiar en vos.

Juan Oullier tomó en hombros a Bonneville, que seguía desmayado, y dio la mano a Pedrito, encaminándose luego a la casa, que era la de José Picaut y su cuñada. Subió la escalera con tanta ligereza, como si en vez de llevar a Bonneville sólo hubiese llevado su zurrón; pero al llegar al huerto, empezó a andar con cierta precaución. Todos dormían en la casa de José, aun cuando en el aposento de la viuda brillaba una luz, y veíase pasar muy a menudo una sombra por detrás de las cortinas, Juan Oullier titubeó un momento y luego dijo para sí:

—¿Qué haces? Pero… adelante.

Y dirigióse resueltamente a la habitación de Pascual. Abrió la puerta y al entrar vio el cadáver de Pascual tendido en el lecho, entre dos cirios, y a la viuda orando junto a él. Al oír el ruido, la viuda de súbito volvió la cabeza y se levantó; Juan Oullier sin soltar su carga ni la mano de Pedrito la dijo:

—Viuda Pascual, esta noche os he salvado la vida en el Camino de las Cabras.

Miróle la viuda con admiración, como tratando de recordar lo sucedido.

—¿Lo dudáis, acaso?

—No, Juan; sé que sois incapaz de mentir.

—Viuda Pascual, ¿queréis vengar a vuestro marido y enriqueceros al mismo tiempo?

—¿De qué modo?

—Ahí tenéis a la duquesa de Berry y al conde de Bonneville, a quienes he encontrado casi muertos de hambre y de fatiga, que vienen a pediros un asilo.

Mirólos la viuda asombrada y con el mayor interés, en tanto que Juan Oullier seguía diciendo:

—Esta cabeza vale tanto oro como pesa: si la entregáis, vengáis a vuestro marido y seréis rica.

—Juan Oullier —respondió la viuda con gravedad—, Dios nos ha señalado el camino de la caridad para todos, cualquiera que sea su alcurnia; han llamado a mi puerta dos desgraciados y no los rechazaré; me piden asilo dos proscriptos, antes se hundirá la casa que entregarlos.

Y con un sencillo ademán, al cual la acción le prestaba una grandeza sublime, agregó:

—Juan Oullier, entrad todos, y bien venidos seáis.

Entraron, y mientras Pedrito ayudaba a Oullier para colocar a Bonneville en una silla, el guarda díjole al oído:

—Señora, esconded los cabellos rubios que salen por debajo de vuestra peluca: lo que por ellos he adivinado y acabo de decir a esa mujer, no conviene que sea conocido de todos.