XXXV

EL lector nos permitirá que retrocedamos algunas horas para seguir en su fuga al conde de Bonneville y a Pedrito, que, como hemos visto, no son los personajes menos importantes de esta historia.

Harto fundadas eran las suposiciones del general, pues al salir del subterráneo, los nobles vendeanos deliberaron acerca del camino que convenía tomar. Gaspar opinaba que debían marchar juntos, no habiéndosele ocultado la emoción de Bonneville cuando Michel anunció la llegada de la columna, ni del importantísimo sentido de aquellas frases del conde: «Ante todo, salvemos a Pedrito»; de manera que desde entonces no cesó un momento de examinar el rostro del aldeanillo a la luz de los cirios, portándose con él de un modo reservado al par que altamente respetuoso.

—Habéis dicho, caballero —observó, dirigiéndose al de Bonneville— que importaba ante todo a la causa que defendemos la salvación de la persona que os acompaña. Bajo este supuesto, me parece muy natural que le sirvamos de escolta, a fin de que, si se presenta algún peligro, lo cual es muy fácil, podamos protegerle más eficazmente.

—Es cierto —contestó el conde de Bonneville—; mas ahora no se trata de pelear sino de huir, y creo que la fuga será tanto más fácil cuanto menor sea el número de los fugitivos.

—Tened en cuenta, conde, que para una cabeza de veintidós años es mucho cargar con la responsabilidad de un depósito tan precioso.

—Tendré en cuenta —contestó el conde con altivez— que mi adhesión es el único juez en esta materia, y que procuraré hacerme digno de la confianza con que se me ha honrado.

Pedrito permanecía callado en medio del grupo, y juzgando que había llegado el momento de intervenir, habló de este modo:

—¿Es posible que el cuidado de proteger a un insignificante aldeanillo encienda la tea de la discordia entre los principales campeones de nuestra causa? Permitid que hable yo, a mi vez, para deciros que esta no es ocasión para perder tiempo en discusiones inútiles. Ante todo —prosiguió con acento conmovido por el reconocimiento— os suplico que perdonéis el incógnito con que me he presentado a vosotros, con objeto de conocer con certeza vuestras opiniones. Pedrito las conoce ya, y la Regente obrará en consecuencia. Ahora, debemos separarnos; me bastará un albergue cualquiera para pasar la noche, y el señor conde de Bonneville, que conoce el país a palmos, sabrá hallarlo.

—¿Cuándo podremos conferenciar con Su Alteza Real? —interrogó Pascual, inclinándose.

—Cuando Su Alteza Real haya encontrado un palacio para Su Majestad proscripta, Pedrito os llamará, porque es incapaz de olvidar a sus amigos.

—Pedrito es un buen muchacho —dijo alborozado Gaspar—, y sus amigos le probarán que son dignos de él.

—Adiós, amigos míos —dijo Pedrito—, ha cesado ya el incógnito, y me alegro infinito, Gaspar, de que vuestro corazón no haya dejado engañarse por él; estrechémonos la mano como buenos camaradas, y separémonos, que ya es tarde.

Todos besaron sucesivamente la mano de Pedrito les presentaba, y luego desaparecieron en distintas direcciones, dejando a Bonneville y a Pedrito solos en el camino.

—¿Y nosotros? —interrogó Pedrito.

—Vayamos en dirección opuesta a la suya.

—En marcha, pues.

—Aguardad; antes es necesario que Vuestra Alteza…

—¡Bonneville!, olvidáis ya lo convenido.

—Es cierto; perdonad, señora.

—¿Otra vez? ¡Sois incorregible!

—Es necesario que Pedrito me permita llevarle en hombros.

—Con mucho gusto; ahí tengo una piedra que parece colocada a propósito, acercaos.

Pedrito colocóse a horcajadas sobre los hombros del conde.

—Lo hacéis admirablemente —dijo este, echando a andar.

—En mi infancia tuve mucha afición a los juegos varoniles; decid, conde, si podemos hablar.

—Nadie lo impide.

—Entonces, vos que sois chuán viejo me explicaréis por qué voy sentada en vuestros hombros.

—Curiosilla sois.

—No lo creáis, pues he accedido a vuestros deseos sin replicar, a pesar de que esta postura es harto crítica para una Princesa de la casa de Borbón.

—No veo yo tal Princesa.

—Es cierto; mas no me explicáis por qué he de privarme de correr a mi sabor, impidiéndoos también de hacerlo.

—Preguntadle a vuestro pie por qué es tan diminuto.

—Diminuto podrá ser, pero es firme.

—No lo niego, pero es muy pequeño para no ser conocido.

—¿Por quién?

—Por los que no tardarán en seguirnos.

—¡Dios mío! —exclamó Pedrito con burlona tristeza—. ¡Quién había de decirme que llegaría la ocasión en que sentiría no tener el pie de la duquesa de ***!

—¡Pobre marqués de Souday! ¿Qué pensaría al oíros hablar de los pies de las duquesas, él qué tanto se admiraba de vuestros conocimientos en la Corte?

—Recuerdo haber dicho que había sido paje. Ya comprendo —repuso Pedrito— que no queréis que se conozcan mis huellas; pero, como no siempre podremos viajar así; este endiablado pie encontrará tarde o temprano un sitio donde estamparse.

—Descuidad, vamos a despertar los perros, siquiera por un rato.

Dicho esto, dirigióse el joven a la izquierda, donde se oía el murmullo de un arroyo.

—¿Qué hacéis? —interrogó Pedrito—. ¿Habéis perdido el camino? ¿Adónde vais con agua hasta las rodillas?

—Dejadme hacer; trabajo les costará si quieren seguirnos.

—¡Magnífico! Debíais haber nacido en una selva virgen o en la soledad de las Pampas: si necesitan una huella para dar con nosotros, difícil será que puedan dar con esta.

—No lo toméis a broma; nuestro perseguidor está acostumbrado a todas estas tretas; ha combatido en la Vendée en los tiempos en que Charette casi solo tenía a raya a todos los azules.

—¡Bien, muy bien! —dijo alegremente Pedrito—, siempre gusta más luchar con enemigos inteligentes.

A pesar de esta exclamación, Pedrito quedó pensativo, en tanto que Bonneville luchaba con los guijarros y las ramas atravesadas en la corriente que le impedían el paso, y así continuó andando largo trecho por el lecho del arroyo. Entonces torcía este, mezclando sus aguas con la de otro más caudaloso, que era el que corría al pie del Camino de las Cabras; pero pronto llególe a Bonneville el agua hasta la cintura, y viose precisado a invitar a Pedrito a que se sentase sobre su cabeza, si quería ahorrarse una humedad incómoda. Como iba el lecho profundizándose, viose por último obligado a saltar a la orilla y a seguir andando por ella. Desgraciadamente, los dos fugitivos huyeron de Scila para dar en Caribdis, pues la ribera se hallaba cubierta de maleza, acabando por obstruirles el paso, y Bonneville tuvo que apear a Pedrito, recomendándole que no le siguiese; mas, a pesar de la frondosidad de los espinos y de la oscuridad de la noche, se internó osadamente en el soto, avanzando hacia la derecha con la destreza de los prácticos en la vida de los bosques. Esta táctica fue coronada por un éxito completo, pues a los cincuenta pasos encontró una vereda.

—Me alegro —dijo al verla Pedrito—; aquí, por lo menos, podremos andar. ¿A dónde vamos?

—Entretanto creo hemos puesto en su laberinto a los que intentan seguirnos, podemos ir adonde os plazca.

—Ya sabéis que para la tarde de mañana he dado cita en la Cloutière a nuestros amigos de París.

—Podemos ir allá sin salir de los bosques, en donde siempre nos encontraremos más seguros que en la llanura. Por un camino que conozco, iremos el bosque de Touvois, y al de Grandes-Landes, a la derecha se encuentra la Cloutière, aunque no creo llegar allí.

—¿Por qué?

—Porque tenemos que dar un sin número de rodeos en menos de seis horas y es mucho andar en una noche; sin embargo, conozco un cortijo a una legua de la Benate, en donde seremos muy bien recibidos. Yo me adelantaré: tomemos la derecha.

Púsose en marcha Bonneville y siguióle su compañero. De cuando en cuando, el primero se detenía para reconocer el camino y para que descansase Pedrito, anunciándole de antemano todos los accidentes del terreno con una precisión que probaba el conocimiento que tenía de la selva de Machecoul.

—Ya veis —dijo de pronto, deteniéndose— que evitamos todo lo posible los senderos trillados, porque en ellos se buscarán nuestras huellas.

—¿Y este es el más largo?

—Sí, pero es también el más seguro.

Anduvieron luego diez minutos sin decir palabra, pasados los cuales Bonneville hizo alto tomando el brazo de su compañero.

—¿Qué sucede? —preguntó este.

—¡Silencio!, hablad muy bajo. ¿Oís?

—No.

—Oigo voces.

—¿En dónde?

—A unos quinientos pasos de nosotros; y aún me parece ver luz entre el follaje.

—Es cierto.

—¿Qué podrá ser?

—Esa es la pregunta que yo me hago.

—¡Diantre!

—Puede que sean carboneros.

—No es esta la época de hacer carbón, y aunque lo fuese, no me atrevería a confiar en ellos.

—¿Conocéis otro camino?

—Hay otro, pero no quisiera tomarlo hasta el último apuro, porque se tiene que atravesar un pantano.

—¿Qué importa? ¡Si vos andáis por el agua como San Pedro! ¿Por ventura no conocéis el pantano?

—He cazado en él más de cien veces, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero de día.

—Pues, si no queréis atravesarlo, arrostremos la hoguera de esas gentes; os declaro que no me vendría mal calentarme un poquito.

—Permaneced aquí mientras voy a ver quiénes son.

—Sí, pero…

—Nada temáis.

Y Bonneville desapareció cautelosamente en la sombra.