XXXIV

LAS dos de la madrugada serían, próximamente, cuando el marqués de Souday invitó a sus huéspedes a pasar al salón, a lo cual accedieron con el buen humor y la afabilidad que produce siempre una excelente comida, un amable anfitrión y un buen apetito, particularmente, habiendo animado el banquete una alegre y curiosa conversación.

El marqués mandó a Rosina y a la cocinera que le siguiesen, llevando algunas botellas de licores y vasos necesarios, para terminar dignamente aquel improvisado festín; salió del comedor tarareando la canción de Ricardo Corazón de León, y aparentando no oír al general, que le contestaba con el estribillo de la Marsellesa, canto revolucionario que los nobles artesanos de Souday oirían por vez primera, y luego de llenar los vasos con mucha calma disponíase a empezar de nuevo una interesante discusión a propósito del tratado de Saunais, cuando el general le señaló el reloj, contestándole que, indudablemente, quería adormecer a sus enemigos en las delicias de Capua; mas aparentando tomar el marqués la chanza con exquisito tacto e indiferencia, apresuróse a acceder a los deseos de sus huéspedes, a quienes acompañó a sus respectivos aposentos, retirándose después al suyo.

Animado y belicoso por demás, se hallaba el marqués con la conversación que sostuvo aquella noche, y su mente acalorada no soñó más que combates. Imaginóse que se encontraba en una descomunal batalla y que en medio de una granizada de balas y metralla llevaba su división al asalto de un inexpugnable reducto, cuando al clavar en él la bandera blanca con gran terror y aturdimiento de sus enemigos, de pronto le despertaban algunos golpes que con más fuerza que discreción daban en la puerta de su aposento. Aquel ruido le parecía al buen marqués el estampido de los cañones; pero poco a poco recobró sus sentidos, abrió los ojos, y en vez del campo de batalla, encontróse acostado en su mullido lecho. En esto, llamaron de nuevo a la puerta; frotóse los ojos, gritó «adelante», y vio aparecer al general a quién dijo afablemente:

—A tiempo llegáis; si hubierais tardado dos minutos más, erais muerto.

—¡Hombre!

—Ni más ni menos: os dividía de un mandoble.

—¡Por supuesto me quedaba el desquite! —contestó el general, alargándole la mano.

—¡No faltaba más! Pero o mucho me equivoco o la sencillez de mi aposento os ha sorprendido. Sin duda hay mucha diferencia entre esta habitación desmantelada y sin alfombras a los lujosos aposentos donde moran los grandes señores de la Corte. Pero, veamos, ¿qué os trae tan de mañana?

—Vengo a despedirme de vos.

—¡Tan pronto! Mirad lo que son las cosas: deploro en el alma que os marchéis, y, sin embargo, ayer estaba bastante mal prevenido contra vos.

—¿De veras? ¿Pues por qué me obsequiabais tanto?

—¿No habéis estado en Egipto? —replicó riendo el marqués.

—Sí, por cierto.

—¿No habéis recibido jamás ningún balazo en un oasis verde y tranquilo? Allí es donde los árabes preparan sus más terribles emboscadas; pues tengo la franqueza de haber sido anoche bastante árabe, y creed que experimento un verdadero pesar de ver que nos abandonéis tan pronto.

—¿Será porque aún no me habéis mostrado el paraje de vuestro oasis?

—No, sino porque vuestra franqueza, vuestra lealtad, y los peligros que ambos hemos corrido, bien que en opuestos campos, me han inspirado por vos, sin saber cómo y de pronto, un sincero y profundo afecto.

—¿A fe de caballero?

—A fe de caballero y de soldado.

—Yo esperaba hallar en este castillo un viejo emigrado, lleno de malhumor y me he engañado.

—Ya habéis visto que un anciano hidalgo puede estar polvoriento sin tener preocupaciones.

—He visto un corazón franco y leal, un carácter amable, un humor jovial y unas maneras que no son por eso menos aristocráticas, lo cual ha acabado por conquistaros el aprecio de este regañón y curtido veterano.

—Mucho me alegro de ello, mi general, y voy, en consecuencia, a hablaros sin doblez; ¿queréis quedaros hoy aquí?

—Es imposible.

—Pero prometedme, al menos, que volveréis cuando se hagan las paces, sí los dos vivimos aún.

—¡Cómo las paces! ¿Estamos, por desgracia, en guerra? —replicó el general.

—Estamos entre la paz y la guerra.

—Ese es el justo medio.

—¿Citémonos entonces para después del justo medio?

—Convenido; os doy mi palabra.

—Aceptada.

—Hablemos claro —dijo el general, tomando una silla y aproximándose al pie de la cama.

—Conforme; pase por una vez.

—Si no me engaño sois aficionado a la caza.

—De un modo extraordinario.

—¿A cuál os dedicáis?

—A todas.

—Ya, pero; ¿cuál preferís?

—La del jabalí, porque me recuerda la caza de los azules.

—Mil gracias.

—No hay que darlas: los azules y los jabalíes se parecen en el golpe de gracia.

—¿Y qué me decís de la caza del zorro?

—¡Pse! —repuso el Marqués desdeñosamente.

—Pues os juro que es una hermosa caza.

—Esa la dejo yo para Juan Oullier, que tiene un instinto maravilloso y una paciencia ilimitada para esperar los al acecho.

—Y… decid, Marqués: ¿Ese Oullier no acecha más que zorros?

—Sí, por cierto; creo que se dedica a toda clase de caza.

—¿Creeríais, marqués, que me he aficionado a la caza del zorro?

—¿Por qué?

—Porque no hay ningún clima tan idóneo para ello como Inglaterra, y barrunto que los aires de aquel país os convendrían tanto a vos como a vuestras hijas.

—¿De veras? —repuso el marqués sentándose en la cama.

—Y muy de veras.

—¿Es decir que me aconsejáis simplemente que emigre por segunda vez? Gracias.

—Si emigración llamáis a un viajecito de recreo, convengo en ello.

—Conozco esa clase de viajes, general; os digo con franqueza que preferiría dar la vuelta al mundo, por lo menos sabría el punto de partida y el día de regreso. Tengo que deciros algo…

—¿Y es?

—Que, como habréis visto esta mañana, tengo, no obstante mi edad, un razonable apetito y os prevengo que nunca he sufrido la menor indigestión.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Que esa maldita niebla inglesa siempre se me ha indigestado.

—Entonces, id a Suiza, a España, a Italia o a donde os plazca; pero salid del castillo de Machecoul, en una palabra, de la Vendée.

—¡Hola, hola! ¿Según eso, estamos comprometidos?

—Si no lo estáis aún, lo estaréis dentro de poco.

—¡Acabaremos, por fin! —exclamó el Marqués sumamente gozoso, creyendo que la iniciativa del Gobierno decidiría, por último, a sus correligionarios a tomar las armas.

—Basta de bromas —repuso seriamente el general—; si sólo escuchase la voz de mi deber, tendríais dos centinelas a la puerta y un oficial sentado en la silla que yo ocupo.

—¡Cómo! —dijo el marqués algo formalizado.

—Ni más ni menos; pero comprendo que a vuestra edad y acostumbrado al aire libre y a la vida activa, sufriríais mucho encerrado en una cárcel.

—¿Y no creéis que esa indulgencia puede comprometeros?

—No me faltarían excusas. Un anciano gastado y casi impedido no puede ser muy peligroso.

—¡Gastado, casi impedido! —replicó el marqués, sacando de la cama sus huesosas piernas—, no sé cómo no he descolgado ya una de esas espadas y no os propongo jugar el desayuno a la primera estocada, como lo hacíamos hace cuarenta y cinco años, cuando yo era paje.

—Dejaos de tonterías, pues si me probáis que me he equivocado me pondréis en la dura precisión de llamar a los soldados.

Al decir esto, el general se puso en pie, y el marqués repuso inmediatamente:

—¡No, cáspita, no! Soy gastado, impedido, no a medias, sino del todo; soy todo lo que queráis que sea.

—Enhorabuena.

—¿Veamos? ¿Cómo y de qué manera estoy comprometido?

—Por vuestro criado Juan Oullier.

—¡Cómo!

—El cazador de zorros; vuestro criado Oullier, y anoche dejé de contároslo en la creencia de que ya lo sabríais, se ha puesto a la cabeza de una gavilla de facciosos, tratando de detener a la columna que venía al castillo, en varios encuentros nos ha hecho perder tres hombres, sin contar el que yo mismo he muerto, y que según presumo es de estos contornos.

—¿Cómo se llamaba?

—Francisco Tinguy.

—¡No alcéis tanto la voz, general! Su hermana está aquí, es la muchacha que nos ha servido en la mesa, y hace muy poco tiempo que murió su padre.

—¡Ah, maldita guerra civil! Yo me apoderé de ese Oullier y logró escaparse.

—Confesad que ha obrado como debía.

—Sí, pero que procure no volver a caer en mis redes.

—En verdad, general, no veo qué relación pueda haber entre mi conducta y la de mi guarda.

—Ayer me hablasteis de duendes que os contaron cuanto hice de las siete a las diez de la noche, y yo os declaro a mi vez que también tengo duendes y tan excelentes como los vuestros y me han contado cuanto se hizo en vuestro castillo en el día de ayer.

—Explicaos —repuso con incredulidad el señor de Souday.

—Anteayer recibisteis en el castillo a dos personas.

—Veo que dais más de lo que prometéis; os habíais ofrecido a relatarme lo que ayer sucedió, y empezáis por anteayer.

—Esas dos personas eran un hombre y una mujer.

—Eran dos hombres.

—Supongamos que fuesen dos hombres, bien que uno de ellos tenía de tal sólo el traje. Uno de estos personajes, es decir, el más bajo, pasó todo el día en el castillo, el otro recorrió estos alrededores, citando para esta noche a varios hidalgos, cuyos nombres podría manifestaros, por ejemplo el del conde de Bonneville.

El marqués no desplegó los labios, pues habría sido necesario confesar o mentir; pero, haciendo un esfuerzo supremo, repuso:

—¿Es esto todo?

—Esos hidalgos han acudido, se ha tratado de diversos asuntos, no encaminados, por cierto, a la prosperidad y la continuación del Gobierno de Julio.

—Si no es más que eso, no veo delito alguno.

—No hay delito alguno en recibir a esos huéspedes; pero hay en que celebren un conciliábulo para tratar de un alzamiento.

—¿Qué pruebas hay de ello?

—La presencia de los dos forasteros, uno de los cuales, el más bajito, el rubio o la rubia, que ostentaba una peluca negra, era nada menos que la princesa María Carolina, a quien vos apellidáis regente del reino, o sea Su Alteza Real la duquesa de Berry, como soléis llamarla cuando no la designáis con el nombre de Pedrito.

Esas palabras de Dermoncourt fueron un rayo de luz para el marqués, quien no cabía en sí de gozo a la idea de haber recibido en su castillo a la duquesa, pero, como en este mundo no hay gozo completo, reprimió su júbilo preguntando:

—¿Es esto todo?

—A lo mejor de vuestra conversación se os presentó un muchacho a quien nadie hubiera creído de los vuestros, dándoos noticia de que veníamos hacia el castillo; y entonces, no lo negaréis, señor marqués, porque me consta, entonces vos opinasteis por la resistencia, y adoptándose después el parecer contrario, vuestra hija, la morenita…

—Berta.

—La señorita Berta, tomó una luz y salió seguida de todos, menos de vos, señor marqués, que, sin duda, considerasteis oportuno pensar en nosotros; antes de nuestra llegada, Berta atravesó el patio, entró en la capilla tocando un resorte oculto en el altar y en la pata izquierda de un cordero, trató de abrir una puerta falsa, y no pudiendo lograrlo, tomó la campanilla del altar y apretó con ella el resorte, con lo cual se abrió la trampa, descubriendo una escalera que conduce a un subterráneo. Entonces la señorita Berta tomó dos cirios, encendiólos, y entregándolos a dos de los que la acompañaban, bajaron la escalera todos, cerrando la puerta, y regresó acompañada de otra persona que se dirigió al parque. Hablemos ahora de los fugitivos. Al llegar estos al extremo del subterráneo, que da a las ruinas del vetusto castillo que desde aquí se divisa, costóles algún trabajo abrirse paso por entre las piedras; uno de ellos resbaló y cayó, y bajando, al fin, al camino hondo que da la vuelta al parque, conferenciaron un poco. Luego tres de ellos tomaron el camino de Nantes a Machecoul, otros dos el atajo que conduce a Legé, y los dos últimos…

—¡Caramba! ¿Sabéis que me estáis refiriendo un cuento azul?

—Y vos me interrumpís en lo más interesante de mi relato; el sexto se cargó a cuestas al séptimo y así anduvieron hasta un arroyuelo que desagua en el arroyo que corre al pie del Camino de las Cabras; y os afirmo que ese fugitivo es el que tengo más deseos de alcanzar.

—General, me parece que todo esto sólo ha pasado por vuestra imaginación.

—Dejaos de chanzas, ¿no sois capitán de lobería?

—Sí.

—Conforme; cuando vierais impresas en la tierra las huellas de un jabato, ¿os dejaríais convencer de que aquellas señales sólo han existido en vuestra imaginación? Todo esto lo he visto, o mejor, lo he leído.

—¡Poder de Dios! —exclamó el marqués—, desearía saber de qué modo.

—Voy a explicároslo, pues aún me queda media hora; disponed que nos sirvan un pastel y una botella de vino, y os lo contaré mientras nos desayunamos.

—Debo imponeros una condición.

—¿Cuál?

—Que lo haremos juntos.

—¿Tan temprano?

—El buen apetito no conoce horas.

El marqués abandonó la cama, púsose apresuradamente los pantalones, tocó la campanilla, mandó poner la mesa, sentóse con ademán interrogador ante el general, quien al verse en la precisión de probar lo que acababa de decir, empezó su narración en la forma que sigue:

—Ante todo, querido marqués —dijo el general—, conste que no solicito me reveléis ningún secreto, pues tan convencido estoy y tan seguro de que han pasado las cosas como voy a contar, que ni siquiera os preguntaré si me equivoco o no. Mi única pretensión es probaros, porque así lo exige mi amor propio, que tenemos en nuestro campo tan buenas confidencias como en el de los sediciosos.

—Adelante, adelante —dijo el marqués con la mayor impaciencia.

—Ante todo, procedamos con orden. Yo sabía que anteanoche había entrado en vuestro castillo el conde de Bonneville, acompañado de un aldeanillo que tenía todas las apariencias de una mujer disfrazada, que sospechamos sería la Princesa. Confieso que, a pesar de vuestra galantería ladina, observé dos cosas bastante particulares; la primera, que de los diez cubiertos que en la mesa había, cinco tenían la servilleta rollada, claro indicio de que pertenecían a los huéspedes habituales del castillo, cosa que no dejaría de considerarse como una circunstancia atenuante si se formase causa sobre este negocio.

—¿Por qué?

—Porque si hubieseis conocido los verdaderos nombres de vuestros huéspedes, no habríais permitido que ellos mismos se doblasen las servilletas, pues los armarios del castillo no se hallan tan desprovistos de ropa blanca para que la señora duquesa de Berry no pueda tener servilleta limpia en cada comida.

—Continuad, continuad —repuso el marqués.

—Aquellas cinco servilletas probaron que la comida no se había dispuesto para nosotros, sino que nos regalabais con el festín preparado para el conde de Bonneville y su compañero, que, según se desprende, no creyera prudente compartirlo con nosotros.

—¿Y la segunda observación?

—Consiste en que la señorita Berta, a quien considero una joven muy fina y aseada, cuando tuve el honor de serle presentado llevaba encima una porción de telarañas, cosa que me extrañó tanto más cuanto que hasta las llevaba en su hermosa cabellera.

—¿Y qué dedujisteis de ello?

—Que, como no podía haber adoptado por coquetería un peinado tan ridículo, lógicamente tenía que haberlo motivado una causa muy poderosa, y poseído de una verdadera curiosidad, he recorrido esta mañana todo el castillo hasta dar con el sitio donde abundaban más los tejidos de tan laborioso insecto.

—¿Y lo habéis hallado?

—Sí, por cierto que no honra sobremanera lo que he observado a vuestros sentimientos religiosos, pues he visto en la puerta de vuestra capilla muchas arañas que con laudable laboriosidad estaban reparando el destrozo de la noche pasada, confiadas seguramente en que no volvería a suceder.

—Convenid, general, en que esos indicios son bastante vagos.

—Concedo; pero vago es el husmear de vuestro sabueso, y no obstante no dejáis de seguir sus huellas.

—Es cierto.

—Y tanto, que algunas he descubierto en vuestro sendero, donde, dicho sea entre paréntesis, no sobra la arena.

—¿Y dónde no hay huellas?

—No las hay en todas partes en número igual al de los actores del drama misterioso que yo estaba presenciando, y por añadidura, huellas de gente que corría con precipitación.

—¿Cómo habéis conocida que corrían?

—En que pisaban más con la punta que con el talón, y la tierra era rechazada en dirección contraria a la que seguían los pies. ¿Qué os parece, señor lobero?

—Magnífico —contestó el marqués, con aire de indiferencia.

—He observado todas las pisadas; y las había de hombre y de varias formas, como botas, borceguíes, zapatos clavateados y entre todos un pie femenino diminuto y delicado…

—Adelante, adelante.

—¿Por qué?

—Porque si os detuvierais más en esta descripción, vais a enamoraros del tal zapato.

—Mucho me alegraría de tenerlo en mi poder, pero con paciencia todo se alcanza; las huellas de lodo habían manchado los escalones y las baldosas de la capilla; además, encontré junto al altar y alrededor de un pie elegante que juraría ser el de la señorita Berta, un sin número de gotas de cera. Como precisamente en la parte exterior de la puerta había igualmente otras muchas iguales y en dirección vertical de la cerradura, calculé que vuestra hija llevaba la luz, y al inclinarse para abrir la puerta con la mano izquierda, había derramado aquellas gotas de cera en el suelo. Por otra parte, el destrozo hecho en las telarañas, y sus restos que en el peinado llevaba, acabaron de probarme que ella fue; en efecto, quien franqueó el paso a los fugitivos.

—Continuad, que me agrada vuestro cuento.

—Lo demás poco vale: sólo he notado que estos pasos se detenían ante el altar, que el cordero pascual tenía una pata rota, dejando descubierto un botoncito de acero que me indicó un resorte, pero al querer abrirlo, he tenido que luchar gran rato, como la señorita Berta, que, por más señas, se ha lastimado los dedos, manchando de sangre la madera; por último, todas las señales os las he clasificado anteriormente y las he seguido para podéroslo contar más claramente.

—No obstante, eso no puede acabar así.

—¿Por qué motivo?

—¿Cómo sabéis que uno de los viajeros llevaba en hombros a otro?

—Noto, señor marqués, que os habéis empeñado en dar demasiada importancia a mi perspicacia. El famoso piececito, aquel elegante pie había desaparecido en dirección al arroyuelo y desde aquel sitio las huellas de Bonneville son mucho más profundas.

—¿Cómo sabéis que el señor de Bonneville corrió todo el día para citar a los vecinos?

—Vos mismo me dijisteis que no habíais salido de casa en todo el día y al ir a cerciorarme de si daban el pienso a mi caballo, me enseñaron el favorito vuestro, según me ha dicho la linda muchacha que ha tomado del diestro al mío; y, ciertamente, que no habríais confiado el caballo a un hombre que no os mereciera la mayor confianza.

—Permitid que os haga otra pregunta. ¿En qué apoyáis la hipótesis que el compañero del señor de Bonneville sea la augusta persona que no ha mucho habéis designado?

—Primero, en que siempre se le da la preferencia como lo demuestran las huellas del piececito.

—¿Y conocéis en las huellas si una persona es morena o rubia?

—No, pero lo conozco en otra cosa.

—Decid, ¿en qué? Será la última pregunta y si respondéis a ella…

—Ya sabéis que me gusta complaceros y comprendo la que me ibais a hacer y os salgo al encuentro. Recordad, querido marqués, que me habéis dispensado el honor de darme el mismo aposento que ayer ocupaba el compañero del señor de Bonneville.

—Lo ignoraba; continuad.

—Honra a la cual os estoy sumamente reconocido. Mirad, ahí tenéis un hermoso peine de concha que he encontrado a los pies de la cama. Confesad, buen marqués, que es demasiado lindo para pertenecer a un aldeano y, además, tenía y tiene aún algunos cabellos de un rubio oscuro que en nada se parece al rubio dorado de vuestra segunda hija, la única rubia del castillo.

—¡General! —exclamó el marqués arrojando el tenedor y levantándose de un salto—, hacedme prender una y mil veces si queréis; pero os doy palabra de honor de que no iré a Inglaterra.

—¡Bravo, bravo! ¿Qué mosca os ha picado?

—Habéis herido mi imaginación; cuando vengáis otra vez al castillo, como me lo habéis prometido, nada podré contaros que valga lo que vuestro interesante relato.

—Por última vez, os repito lo que os dije al principiar nuestro diálogo…

—No voy a Inglaterra.

—Vamos —prosiguió el general, mirando fijamente al marqués y poniéndole la mano en el hombro—; aunque vendeano, sois altivo como un gascón; ya sé que vuestras rentas son reducidas… ¡No hay porque fruncir el ceño! Dejadme acabar, ya podéis figuraros que yo nada os ofreceré que no aceptase en vuestro lugar. Digo que vuestras rentas son reducidas, y que en este maldito país no basta tenerlas sino cobrarlas. Si necesitáis dinero para pasar el canal, no soy rico, pues no tengo más que mi sueldo, pero he logrado con mil penalidades adquirir algunos centenares de luises; eso, viniendo de un camarada, puede muy bien aceptarse, ¿los aceptáis? Cuando llegue la paz, como vos decís, me los devolveréis.

—Basta, basta —repuso el marqués—, sólo me conocéis desde ayer y me tratáis como si fuésemos amigos de hace veinte años.

El viejo vendeano se rascó la oreja y dijo hablando consigo:

—¿Cómo podré pagaros vuestra solicitud?

—¿Es decir que aceptáis?

—No, no; rehúso.

—¿Pero partís?

—Me quedo.

—Entonces, quedad con Dios y él os proteja —repuso el general, impaciente—, ¡voto a Satanás! Si la casualidad nos coloca frente a frente, como hace treinta y seis años en Laval, os juro que os buscaré.

—¡Pues y yo haré otro tanto y si llego a alcanzaros, me alegraré de enseñar a esos barbilampiños lo que eran los hombres de la gran guerra!

—¡Ea!, el clarín me llama, gracias por vuestra hospitalidad.

—Hasta la vista, general, y gracias por la amistad que me acabáis de demostrar y de la cual espero probaros que participo.

Estrecháronse la mano y salió el general de la pequeña estancia.

El marqués se asomó a la ventana, para ver desfilar la pequeña columna que se encaminaba al bosque.

A corta distancia, el general paró su caballo y saludó por última vez a su nuevo amigo en señal de despedida y desapareció.

Al cabo de un rato de seguir con los ojos a la partida que acababa de ocultarse en la espesura, retirábase el marqués de la ventana, cuando oyó que tocaban suavemente a la puertecilla de la alcoba que comunicaba con la escalera.

—¿Quién diablos será? —preguntóse, y al abrir le apareció Juan Oullier—. ¡Cómo! ¿Eres tú? Hoy empieza el día con favorables auspicios.

Hablando así, tendió las manos a Juan, quien se las apretó con indecible expresión de respeto y reconocimiento; luego metió una en el bolsillo y entregó a su amo una hoja de papel ordinario a manera de carta. Tomóla el marqués, y a medida que iba leyendo, mostraba su rostro un gozo indecible.

—Juan Oullier —dijo en seguida—, llama a mis hijas, reúne a todo el mundo; pero no; mejor será que a nadie llames; limpia las espadas, las pistolas, la carabina, todas mis armas, y da un buen pienso a Tristán; Oullier va a comenzar la campaña, va a empezar en seguida. ¡Berta! ¡María! ¡Berta!

—Señor marqués —contestó fríamente Juan—, yo la empecé ayer a las tres.

A los gritos que lanzaba el marqués, acudieron presurosas las dos hermanas; María con los ojos inflamados y Berta radiante de alegría.

—Niñas —dijo el marqués—, aproximaos y leed.

Berta tomó la carta y leyó lo que sigue:

«Señor marqués de Souday:

»Interesa a la causa de Enrique V que anticipéis algunos días el alzamiento; aprontad cuantos hombres resueltos podáis de vuestra división, y aprestaos a obrar como antes.

»Creo que dos amazonas no estarían de más en el ejército para estimular el amor propio de nuestros amigos, y de consiguiente, señor marqués, os ruego tengáis a bien darme vuestras dos bellas cazadoras para ayudantes de campo.

»Recibid, etc.

Pedrito

—¿Es decir que partimos? —preguntó Berta.

—¡Pues no! —contestó el marqués.

—Entonces, papá, permitidme que os presente un recluta.

—Con mucho gusto.

María permaneció silenciosa e inmóvil como una estatua; Berta salió y en seguida volvió a entrar, llevando de la mano a Michel.

—El señor barón Michel de La Logerie —dijo la joven, acentuando este título—, desea probaros que Su Majestad el rey Luis XVIII no se engañó al conferirle la nobleza.

El marqués frunció el ceño al oír aquel nombre, pero luego procuró poner buen semblante y dijo:

—Observaré con mucho interés los esfuerzos que el señor Michel haga para conseguirlo.

El laconismo del marqués dejó a todos admirados.