XXXIII

EL reducido aposento de que nos ocupamos estaba iluminado únicamente por el resplandor del farol, cuya luz se reflejaba por completo sobre la puerta de entrada, dejando poco menos que en la oscuridad el resto de la estancia si es que puede darse este nombre a la especie de palomar donde se hallaban los dos jóvenes.

Michel continuaba sentado siempre sobre el montón de avena; María estaba arrodillada delante de él y buscaba en la cesta, tal vez con más embarazo que amor al prójimo, si encontraba alguna golosina que pudiese acabar la comida que Rosina había improvisado para el pobre prisionero. Sin embargo, habían pasado tantas cosas, que Michel, ya no tenía apetito. Apoyaba la cabeza en la mano y el codo en las rodillas, contemplaba cariñosamente el dulce y agradable rostro de la joven, que se le presentaba con un escorzo que aumentaba los encantos de sus hermosas facciones, y aspiraba con delicia las perfumadas emanaciones de sus largos y rubios rizos, que el viento que penetraba por la ventana agitaba dulcemente y acercaba de vez en cuando a sus labios. Aquel contacto y aquel perfume hacían circular rápidamente la sangre por sus venas, sintiendo latir las arterias de sus sienes y experimentando un estremecimiento que se comunicaba de sus miembros a su cerebro. Dominado por aquellas sensaciones, tan nuevas para él, nuestro joven sentía animársele el corazón con aspiraciones desconocidas, y comenzaba a tener voluntad: quería encontrar el modo de decir a María que la amaba. Pero, por más que buscó, ninguno encontró más sencillo que el de tomarle la mano y acercarla a sus labios, lo que hizo de improviso y sin tener siquiera conciencia de lo que hacía.

—¿Qué hacéis, señor Michel? —dijo María, más admirada que colérica.

Y se levantó rápidamente.

Michel comprendió que se había adelantado demasiado y que era preciso ya decirlo todo. Entonces tomó a su vez la posición que antes tenía María, es decir, que cayó de rodillas, logrando con aquel movimiento tomar de nuevo la mano de la joven, que, por su parte, no trató de retirarla.

—¿Os he ofendido, acaso? —exclamó Michel—. ¡Oh!, si así fuese me tendría por muy desgraciado y os pediría perdón humildemente de rodillas.

—¡Señor Michel!… —repuso la joven, sin saber lo que decía.

Pero el barón, temiendo que se le escapase aquella delicada mano, la tomó entre las suyas, y como tampoco sabía lo que estaba diciendo, prosiguió:

—¡Ah!, si he abusado de las bondades que habéis manifestado conmigo, señorita, os ruego que me digáis que no por ello estáis enfadada.

—Os lo diré cuando os hayáis levantado, caballero —dijo María haciendo un ligero esfuerzo para retirar la mano.

Pero aquel esfuerzo era tan débil, que solamente logró probar a Michel que la joven no sentía que se la tuviera agarrada.

—No, no —repuso Michel, obedeciendo a la exaltación creciente que produce la esperanza al convertirse casi en realidad—; no, dejad que siga a vuestros pies. ¡Oh!, ¡si supierais cuántas veces he soñado que estaba así desde que os conozco; si supierais cuán gratas sensaciones, cuán deliciosas congojas producía en mí aquel ensueño, seguramente me dejaríais gozar de semejante dicha, que en este momento es una realidad!

—Pero, señor Michel —respondió María, cada vez más conmovida, porque sentía acercarse el momento en que ninguna duda podría quedarle acerca del afecto que el joven le profesaba—; pero, señor Michel, tened presente que sólo debe uno arrodillarse así ante Dios y los santos.

—A la verdad —dijo el joven—, no sé delante de quién se arrodillan, ni por qué lo hago yo delante de vos. Lo que experimento en este instante dista tanto de lo que había experimentado hasta ahora, incluso la ternura que siento por mi madre, que no sé con qué comparar el sentimiento que me hace adoraros, y lo único que puedo asegurar es que, como decíais ahora poco, se parece en algo a la veneración con que nos arrodillamos ante Dios y los santos. Para mí reasumís toda la creación, y adorándoos me parece que la adoro.

—Michel, amigo mío; no me habléis así, por piedad.

—¡Oh!, no, no, dejadme tal como estoy; dejad que os suplique que me permitáis consagrarme a vos con toda mi alma. ¡Ay!, lo conozco, y creed que no me equivoco, desde que he visto a los que son verdaderos hombres, por poco que valga el sacrificio de un pobre niño débil y tímido como yo, me parece, sin embargo, que debe ser una dicha tan grande sufrir, verter su sangre y hasta si fuese preciso morir por vos, que para alcanzarlo encontraría la fuerza y el valor que me faltan.

—¿Por qué habláis de sufrimiento y de muerte? —repuso María con voz dulce—. ¿Creéis que la muerte y el sufrimiento son absolutamente necesarios para probar que un afecto es verdadero?

—¿Por qué hablo de ellos, señorita María?, ¿por qué les llamo en mi auxilio? Porque no me atrevo a esperar otra dicha; porque vivir dichoso, tranquilo y pacífico a vuestro lado y con vuestra ternura, en una palabra, llamaros mi esposa, me parece un sueño superior a todas las esperanzas humanas, y creo que no me es permitido soñarlo siquiera.

—¡Pobre niño! —exclamó María con acento en que se notaba, cuando menos, tanta compasión como ternura—. ¿Me amáis mucho, pues?

—¿De qué sirve decíroslo y volvéroslo a repetir? ¿Acaso no lo conocéis? Pasad la mano por mi frente bañada en sudor, ponedla luego sobre el corazón palpitante, ved el temblor que agita todo mi cuerpo, y no necesitaréis preguntármelo.

La febril exaltación que tan de repente transformara al joven, se había comunicado a María, que estaba tan conmovida y trémula como él; habíalo olvidado todo: el odio que su padre profesaba al apellido Michel, la repugnancia que por su familia sentía la señora de La Logerie, y hasta las ilusiones que Berta se había forjado acerca del amor del barón, y que ella se había prometido interiormente respetar, pues la pasión más que la reserva que desde algún tiempo había creído conveniente imponerse. Iba ya a abandonarse a la ternura que rebosaba de su corazón y a corresponder a aquel apasionado amor con otro quizá más apasionado, cuando un ligero ruido que oyó hacia el lado de la puerta le hizo volver la cabeza. Entonces pudo ver a Berta que permanecía de pie e inmóvil en el umbral. El cristal del farol, según dijimos ya, estaba vuelto hacia la puerta, de manera que la luz que aquel despedía se hallaba completamente concentrada en el rostro de Berta, y María pudo, por consiguiente, ver cuan pálida estaba su hermana y cuánto dolor y cólera a la vez indicaban sus cejas fruncidas y sus labios contraídos con violencia. Tanto fue lo que espantó a la joven aquella aparición inesperada y casi amenazadora, que rechazó al barón, cuya mano no había abandonado la suya, y se dirigió hacia su hermana; pero esta, que por su parte penetraba en la torrecilla, no hizo caso de María, y, separándola con la mano, como hubiera podido hacerlo con un obstáculo inerte, se encaminó directamente a Michel.

—Caballero —le dijo con voz vibrante—, ¿no os ha dicho mi hermana que el señor Loriot, notario de la señora Baronesa, viene a buscaros de parte de esta y quiere hablaros?

Michel balbuceó algunas palabras.

—En el salón le hallaréis —dijo Berta con el mismo tono con que hubiera podido formular una orden.

Michel, vuelto a su timidez, y recobrando su miedo habitual, se levantó vacilando y tan preocupado, que no pudo encontrar una palabra para responder, encaminándose a la puerta como él niño que, sorprendido en el acto de cometer una falta, obedece sin tener valor para discutir. María tomó la luz para alumbrar al pobre joven; pero Berta se la arrancó de las manos y la entregó a aquel, haciéndole seña de que saliera.

—¿Y vos, señorita? —se atrevió a preguntar Michel.

—Nosotras conocemos la casa —repuso Berta.

Después, dando un golpe con el pie con ademán impaciente, al ver que Michel miraba a María:

—¡Idos —le dijo—, idos!

El joven desapareció, dejando a las dos hermanas sin otra luz que el pálido resplandor que penetraba en la torrecilla por la pequeña ventana, y que era debido a los amortiguados rayos de la luna, velada a cada momento por las nubes.

Al quedar sola con su hermana, María esperaba que aquella le echaría en cara la inconveniencia de estar hablando a solas con Michel, inconveniencia que entonces ella comprendía claramente. No obstante, se engañaba, pues apenas el joven hubo bajado algunas vueltas de la escalera, y Berta hubo oído que se alejaba, tomó la mano de María, y oprimiéndola con una fuerza que denotaba la violencia de sus sensaciones:

—¿Qué te decía arrodillado a tus pies? —preguntó con voz ahogada.

Pero por toda respuesta María se arrojó al cuello de su hermana, y a pesar de los esfuerzos que esta hacía para rechazarla, la rodeó con sus brazos, besándola y mojando el rostro de Berta con las lágrimas que le asomaban a los ojos.

—¿Por qué estás enfadada conmigo, hermanita? —le preguntó.

—No creo que sea estarlo —repuso Berta—, el preguntarte qué te decía ese joven.

—¿Por ventura, es así cómo me hablas de ordinario?

—¿Qué tiene que ver el modo cómo te hablo con lo que te pregunto? Lo que quiero, lo que exijo, es que me respondas.

—¡Berta! ¡Berta!

—¡Vaya, habla!, ¿qué te decía? Te pregunto lo que te decía —exclamó Berta, sacudiendo tan violentamente la muñeca de su hermana, que esta lanzó un grito y se dejó caer como si fuera a desmayarse.

Aquel grito restituyó a Berta su sangre fría. Su carácter impetuoso y violento, pero de una bondad extraordinaria, cedió ante la expresión del dolor y desesperación que causaba a su hermana; así es que no la dejó caer al suelo, y recibiéndola en sus brazos, la levantó, como hubiera podido hacerlo con una niña, y la acostó sobre el banco, manteniéndola estrechamente abrazada. Por último, la llenó de besos, y algunas lágrimas que brotaron de sus ojos como chispas de un brasero, fueron a caer sobre las mejillas de María. Berta lloraba como María Teresa: sus lágrimas, en vez de salir de sus ojos, brillaban como relámpagos.

—¡Pobre hija mía! —decía Berta, hablando a su hermana como a una niña a quien por descuido se ha hecho daño—; perdóname, te he ofendido, te he causado un dolor, lo que es mucho peor. ¡Perdóname!

Luego, sobreponiéndose a sí misma:

—Perdóname —añadió—, yo también tengo culpa, pues hubiera debido abrirte completamente mi corazón antes de darte a conocer que el extraño amor que siento por ese hombre, o mejor diré por ese niño —repuso con un ligero desdén—, me ha dominado por entero y me ha podido hacer sentir celos de la que quiero más que todo en el mundo, más que mi vida, más que a él; en una palabra, de ti. ¡Oh!, si supieras, pobre María, si supieras cuántos pesares me ha acarreado ya este amor insensato, cuántas luchas he tenido que sostener antes de sufrirlo, cuan amargamente he deplorado mi debilidad… No reúne ninguna de las circunstancias que yo aprecio, ni lo ilustre del linaje, ni la fe, ni el entusiasmo, ni la fuerza, indomable, ni el valor indómito; y, a pesar de esto, ¿qué quieres?, le amo, le amé al verle; le amo tanto, que algunas veces, bañada en sudor, jadeante y víctima de una inexplicable congoja, exclamo, como pudiera hacerlo una loca: ¡Dios mío, quitadme la vida, pero dejadme su amor! Desde que por mi desgracia le vimos por primera vez, hará algunas semanas, su recuerdo no me ha abandonado un solo instante. Siento por él una cosa inexplicable, que, seguramente, debe ser lo que la mujer siente por su amante; pero que se parece mucho más a la efusión de la madre por su hijo. Cada día, mi vida se concentra más y más en él, y le consagro no sólo todos mis pensamientos, sino también todos mis sueños y mis esperanzas. ¡Ah! ¡María! ¡María!, hace un instante te pedía que me perdonases, y ahora te digo que me compadezcas y que tengas piedad de mí.

Y, delirante y sin saber lo que hacía, Berta estrechó a su hermana entre sus brazos.

La pobre María había escuchado, temblando, la pasión casi salvaje que debía sentir una organización tan potente y absoluta como la de Berta; cada uno de sus gritos, de sus palabras y de sus frases disipaba las hermosas nubes de color de rosa que por algunos momentos había vislumbrado en el porvenir, y la voz impetuosa de su hermana las barría como el huracán lo hace con los copos de vapor que flotan en la atmósfera después de la tormenta. A cada palabra, corrían sus lágrimas más amargas y abundantes; pero a cada palabra también conocía cuánto el cariño que a Berta profesaba hacía imperioso el sacrificio que más de una vez había presentido ya, sin atreverse a persuadirse de él. Mas su dolor y alucinamiento eran a la vez tan grandes durante las últimas palabras de Berta, que sólo cuando esta calló, conoció que debía contestarle. Entonces únicamente, fue cuando hizo un esfuerzo sobre sí misma y procuró dominar sus sollozos.

—¡Dios mío! —dijo—, se me parte el corazón al verte así, hermana mía, y mi dolor es tanto más grande cuanto que yo tengo en parte la culpa de lo que ha pasado esta noche.

—¡Oh!, no —exclamó Berta, con su acostumbrada violencia—, yo era quien debía informarme de lo que había sido de él, cuando salí de la capilla. Pero, en fin —prosiguió con la insistencia que caracteriza a los que se hallan dominados por una idea fija—, ¿qué te decía?, ¿por qué estaba a tus pies?

María observó que Berta se estremecía al pronunciar estas últimas palabras. Sentíase por su parte presa de una dolorosa congoja; pensaba en lo que iba a responder, y le parecía que las palabras con que explicaría a Berta lo que acababa de suceder, la abrasarían los labios al salir del corazón.

—¡Ea! —repuso Berta, llenos los ojos de lágrimas, que conmovieron a María más aún de lo que lo había hecho la cólera de su hermana—; ¡ea!, habla, hija mía, ten lástima de mí; la ansiedad en que me hallo, es cien veces más cruel de lo que pudiera serlo el mismo dolor. Di, di pronto, ¿supongo que no te hablaba de amor?

María no sabía mentir, o, cuando menos, el cariño que profesaba a su hermana no le había enseñado aún a hacerlo.

—Sí —dijo.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Berta, apartándose de María y lanzándose de cara a la pared, con los brazos abiertos y tendidos.

Era tal el acento de desesperación que aquellas exclamaciones encerraban, que María no pudo menos de asustarse, y olvidó a Michel, olvidó su amor, lo olvidó todo, para no acordarse más que de su hermana, y emprendió decididamente y con una abnegación sublime el sacrificio, que su corazón proyectaba ya desde el momento que supo que Berta amaba a Michel.

—¡Qué loca eres! —exclamó, arrojándose al cuello de Berta—; déjame terminar.

—¡Oh!, ¿no me has dicho ya que te hablaba de amor? —replicó, lastimada, Berta.

—Indudablemente; pero no te he dicho quién era el objeto de su amor.

—¡Oh! ¡María! ¡María!, ¡ten piedad de mi pobre corazón!

—¡Berta! ¡Querida Berta!

—¿Era de mí de quién te hablaba?

María no se atrevió a contestar, e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Berta respiró con fuerza y se pasó repetidas veces la mano por su abrasada frente. El sacudimiento había sido demasiado profundo para que volviese a entrar inmediatamente en su estado normal.

—María —dijo a su hermana—, lo que acabas de decirme me parece tan extraño, tan imposible, tan insensato, que necesito que me tranquilices con un juramento. Júrame que…

La pobre joven titubeó.

—Te juraré cuanto quieras, hermana mía —dijo María, que por su parte anhelaba también interponer entre su corazón y su amor un abismo que no pudiese salvar.

—Júrame que no amas a Michel y que él tampoco te ama a ti…

Y apoyó la mano en el hombro de María.

—Júramelo por la tumba de nuestra madre.

—Por la tumba de nuestra madre —dijo decidida y solemnemente María—. Por el sepulcro de nuestra madre, te juro —dijo resuelta y solemnemente María—, que nunca seré suya.

Arrojóse a los brazos de su hermana, buscando en sus caricias la recompensa de tan grande sacrificio.

Calmóse Berta al oír este juramento, y suspirando insensiblemente como si su corazón se libertará de un enorme peso, contestó:

—¡Gracias, mil gracias, bajemos!

María supo hallar un pretexto para ir a su aposento, y encerróse en él para orar y desahogarse llorando.

Los moradores del castillo aún no se habían levantado de la mesa, cuando Berta atravesó el Vestíbulo para pasar al salón; oyó una ruidosa conversación; no entró, en el comedor, encaminóse al salón, y vio en él al notario, hablando con el barón Michel, a quien trataba de convencer que volviese a La Logerie; mas tan elocuente era el silencio del joven, que Loriot habló en balde durante media hora, llegando a agotar todos sus argumentos. Seguramente, no se encontraba en menor embarazo Michel, pues recibió con tanta satisfacción a Berta, deseando saber cómo había concluido la escena con su hermana; pero no quedó poco sorprendido cuando Berta le tendió la mano, oprimiéndole la suya con cariño. Berta había interpretado de forma muy diferente al movimiento del barón, y su jovialidad se había trocado en regocijo. Michel se alegró tanto de este cambio, que serenándose, contestó, por último, al señor Loriot:

—Decid a mi madre, que el hombre de corazón recto, encuentra en sus opiniones políticas verdaderos e imprescindibles deberes, y que sabré morir, si es necesario, para cumplirlos.

¡Pobre joven! ¡Confundía el deber con el amor!