L llegar al segundo piso, María detúvose delante del aposento que Juan Oullier ocupaba en el castillo, pues allí era donde estaba la llave que necesitaba. En seguida abrió una puerta que desde aquel piso daba a la escalera de caracol, por la que se subía a la parte superior de la torrecilla, y adelantando en algunos escalones a Rosina, a la cual estorbaba la cesta, continuó rápidamente su ascensión, bastante peligrosa gracias al estado de ruina casi completa en que se hallaba la escalera de aquella pequeña torre poco menos que abandonada. En lo más alto de esta y en un pequeño aposento situado debajo del tejado era donde Rosina y la cocinera reunidas en junta consultiva, habían alojado al barón de La Logerie.
Si bien la intención de las dos jóvenes había sido excelente, su ejecución no había, en modo alguno, correspondido a su buena voluntad, pues era imposible imaginar un asilo más pobre o un lugar donde fuese más difícil descansar por poca que fuera la fatiga. En efecto, aquella estancia servía a Juan Oullier para guardar las simientes del jardín y las herramientas de carpintería necesarias para el desempeño del sinnúmero de atribuciones que le estaban confiadas, y sus paredes estaban literalmente cubiertas de matas de habichuelas, tronchos de berzas, lechugas y cebollas, conteniendo una infinidad de variedades de cada clase y expuesto todo al aire, con objeto de que las semillas pudiesen secarse convenientemente. Por desgracia, todas aquellas muestras botánicas habían absorbido una cantidad tal de polvo en seis meses que estaban esperando el instante de ser sembradas, que al menor movimiento que se hacía en el pequeño aposento, se desprendían millares de átomos de aquel conjunto de leguminosas, enrareciendo desagradablemente la atmósfera.
Todo el mueblaje de aquel cuarto se reducía a un banco de carpintero, asiento bastante incómodo por cierto; de modo que Michel, que en un principio se había resignado a aceptarlo como tal, no tardó en cambiarlo por un montón de avena de una especie nueva, a la cual su rareza había valido los honores de ser guardada en el gabinete de los granos preciosos. Sentóse, pues, en el centro del montón, y a lo menos allí, exceptuando algún inconveniente (¿qué sillón, por cómodo que sea, no los tiene?), encontró bastante elasticidad para descansar algún tanto de la fatiga que le tenía rendido. Pero Michel no tardó en cansarse de estar tendido sobre aquel sofá móvil y punzante.
Cuando Guérin le había hecho caer en el arroyo, se llenó la ropa de barro, de modo que la humedad le llegó hasta el interior, no bastando para hacerla desaparecer su breve permanencia junto al hogar de la cocina. Entonces empezó a pasearse arriba y abajo de la torrecilla, maldiciendo su necia timidez, que era la causa del frío y el cansancio que experimentaba y del hambre que empezaba a sentir, y que le privaba de la presencia de María, lo cual era lo peor; de modo que se lamentaba de no haber sabido aprovecharse de lo que con tanto arrojo había emprendido, y de que le faltara el valor en el momento de acabar lo que tan bien había comenzado. Apresurémonos a decir, para no falsear el carácter que hemos dado a nuestro héroe, que la conciencia de su falta no le hacía más valiente, y que en medio de las quejas que contra sí mismo formulaba, no se le ocurrió un instante siquiera la idea de bajar y de pedir francamente hospitalidad al marqués. En esto, habían llegado los soldados, y Michel, a quien el ruido que hicieron al entrar atrajo a la reducida lumbrera que daba a la parte de atrás del castillo, vio pasar a las señoritas de Souday, el general, los oficiales y el marqués a través de las ventanas profusamente iluminadas del cuerpo principal del edificio.
Entonces fue cuando divisando a Rosina al pie de la torrecilla cuya parte alta ocupaba, juzgó a propósito atraer de nuevo hacia sí el interés que los nuevos huéspedes le habían robado; y con toda la modestia de su carácter pidió a la nueva comensal del castillo de Souday un pedazo de pan, petición que no estaba ciertamente en armonía con el hambre que sentía y que de ligera habían convertido en canina las contrariedades así morales como físicas que experimentaba. Al oír en la escalera el ruido de pasos ligeros que se aproximaban a su cárcel, Michel experimentó un profundo agradecimiento, pues aquellos pasos le anunciaban dos cosas, la una cierta y la otra probable: la cierta era que iba a satisfacer su apetito; la probable, que oiría hablar de María.
—¿Eres tú, Rosina? —interrogó cuando oyó que intentaban abrir la puerta.
—No; no es Rosina, señor Michel; soy yo.
Michel reconoció la voz de María, pero no podía dar crédito a sus oídos.
La voz prosiguió:
—Sí, soy yo; yo, que estoy furiosa contra vos.
Mas, como el acento de la joven contrastaba con sus palabras, Michel no se asustó mucho de aquel furor.
—¡Señorita María! —exclamó—, ¡señorita María! ¡Dios mío!
Y se apoyó contra la pared para no caer al suelo. Entretanto, la joven abrió la puerta.
—¡Sois vos! —exclamó Michel—; ¡sois vos, señorita María! ¡Oh!, ¡cuán dichoso soy!
—No tanto como aseguráis.
—¿Por qué?
—Porque en medio de vuestra dicha confesáis que os morís de hambre.
—¿Quién os ha dicho esto, señorita? —replicó Michel sonrojándose hasta el blanco de los ojos.
—Rosina —prosiguió María—, ven al momento, deja el farol encima del banco y destapa en seguida la cesta; ¿no ves que el señor Michel lo está devorando con la vista?
Estas palabras de la burlona María hicieron avergonzar algún tanto al barón de la necesidad vulgar que había confesado a su hermana de leche. Michel no pudo menos de pensar que sería una declaración muy galante tomar la cesta de Rosina; meter de nuevo en ella los comestibles que esta había sacado ya, poniéndolos sobre la mesa; arrojarlo todo por la ventana con peligro de matar a un soldado, y caer a los pies de la joven, diciéndole con voz patética y puestas las manos en el corazón: «¿Puedo, por ventura, acordarme de mi estómago cuando es tan feliz mi corazón?». Pero, como Michel podía pensar esto, siendo sin embargo incapaz de realizarlo, dejó que María le tratara como verdadero hermano de leche de Rosina, y accediendo a su invitación, sentóse de nuevo en su sofá de avena, y encontró muy agradable comer las viandas que iba sirviéndole la blanca mano de la joven.
—¡Oh!, cuán niño sois —le decía María—. Después de haber llevado a cabo un acto tan valeroso, después de haber venido aquí para prestarnos un servicio tan importante, exponiendo para ello vuestra vida, ¿por qué no habéis dicho a mi padre, como era natural hacerlo? «Caballero, me es imposible regresar esta noche al lado de mi madre; servíos permitirme que me quede aquí hasta mañana».
—Es que jamás me hubiera atrevido a ello —exclamó Michel dejando caer los brazos a lo largo de su cuerpo, como quien oye una proposición en la cual nunca se hubiera atrevido a pensar.
—¿Por qué no? —preguntó María.
—Porque vuestro padre me inspira un sentimiento de timidez que trato de vencer inútilmente.
—¿Mi padre? ¡Si es el hombre más bueno del mundo! Y además; ¿acaso no sois amigo nuestro?
—¡Oh!, cuán buena sois, señorita, al darme este título.
Luego, aventurándose a dar un paso hacia adelante:
—Pero ¿es verdad —preguntó—, que lo he ganado ya?
María se sonrojó ligeramente. Algunos días antes no habría vacilado en contestar a Michel que tan era su amigo, como que eran pocos los momentos del día y hasta de la noche que no pensaba en él; pero desde aquellos pocos días el amor había modificado singularmente sus sentimientos, dándole un pudor instintivo que, a causa de su inocencia, no había hasta entonces sospechado siquiera que existiese. A medida que se había sentido mujer, por la revelación de las sensaciones que hasta entonces fueron desconocidas para ella, diose cuenta de cuan insólitos eran los modales, las costumbres y el lenguaje que debía a la extraña educación que había recibido; y con la facultad de intuición que caracteriza a las mujeres, comprendió exactamente la reserva que debía mostrar para llegar a obtener las cualidades que le faltaban, y cuya necesidad le hacía conocer el sentimiento que dominaba en su alma. Así es que, María, a quien hasta entonces no había ocurrido nunca la idea de disimular ninguno de sus pensamientos, empezó a comprender que las jóvenes debían, en ocasiones, sino mentir, eludir la verdad, y se limitó a contestar:
—Me parece que habéis hecho lo necesario para ello.
Y en seguida, sin dar tiempo al barón para continuar una conversación tan embarazosa para ella:
—Vaya —continuó—, probadnos que tenéis tanto apetito como decíais ahora poco, comiéndoos esta otra gallina.
—¡Pero, señorita, si me estoy ahogando! —respondió ingenuamente Michel.
—¡Qué poco comedor sois! —dijo la joven—. ¡Vaya!, obedecedme, o de lo contrario, como sólo he venido aquí para serviros, voy a marcharme en seguida.
—¡Oh!, no seréis tan cruel, señorita —exclamó Michel, tendiendo hacia María las manos, en una de las cuales tenía un tenedor y un pedazo de pan en la otra—. ¡Si supierais cuán triste estaba y cuán infeliz he sido las dos horas que he permanecido aquí!
—Es natural —replicó riendo María—, ¡cómo que teníais hambre!
—¡Oh!, no, no era por esto sólo; figuraos que desde aquí os veía pasar con todos los oficiales.
—Vos tenéis la culpa de ello, pues en vez de refugiaros en esta torre como un búho, podíais permanecer en el salón, acompañarnos al comedor, y comer sentado en una silla y delante de una mesa como un lord, oyendo contar a mi padre y al general Dermoncourt hazañas que os hubieran hecho estremecer, y viendo comer al compadre Loriot, lo cual, seguramente, no es menos terrible.
—¡Dios mío! —exclamó Michel.
—¿Qué tenéis? —interrogó María sorprendida por la exclamación del joven.
—¿El señor Loriot de Machecoul?
—El mismo.
—¡El notario de mi madre!
—¡Ah!, sí, es cierto —dijo María.
—¿Está aquí? —pregunto el joven.
—Seguramente, aquí está. Y, a propósito —continuó riendo María—, ¿sabéis a lo que viene, o mejor a lo que venía?
—No.
—Venía en busca vuestra.
—¿En busca mía?
—Sí, por cierto; de parte de la baronesa.
—Pero, señorita —dijo aterrado Michel—, yo no quiero volver a La Logerie.
—¿Por qué?
—Porque me encierran allí, me secuestran y me quieren retener lejos de… de mis amigos.
—No obstante —observó María—. La Logerie no está muy distante de Souday.
—No; pero París lo está de La Logerie —repuso el joven—, y mi madre quiere llevarme allí. ¿Habéis dicho, acaso, al señor Loriot que yo me encontraba aquí?
—Me hubiera guardado bien de hacerlo.
—¡Ah!, ¡cuánto os lo agradezco!
—Hacéis mal, pues no sabía…
—Pero, ahora que lo sabéis…
Michel titubeó.
—¿Qué?
—Es preciso que no se lo digáis, señorita —replicó Michel, avergonzado de su propia debilidad.
—A fe mía, señor Michel —declaró María—, no puedo menos de confesaros una cosa.
—Decid, señorita, decid.
—Pues bien, creo que si yo fuese hombre, me preocuparía muy poco el señor Loriot.
Michel pareció reunir todas sus energías como para tomar una resolución.
—Tenéis razón —dijo—; y voy a declararle que jamás volveré a La Logerie.
En aquel instante los dos jóvenes se estremecieron. La cocinera llamaba a gritos a Rosina.
—¡Dios mío! —exclamaron simultáneamente, casi tan trémulos el uno como el otro.
—¿Oís, señorita? —dijo Rosina.
—Sí.
—Me llaman.
—¡Dios mío! —exclamó María levantándose y disponiéndose a huir—, ¿sospecharán que nos hallamos aquí?
—Aun cuando lo sospechen, aun cuando lo sepan, esto no es ningún mal.
—Indudablemente; pero…
—No —dijo Rosina—. Escuchad.
Los tres guardaron silencio.
La voz de la cocinera se alejó.
—Ahora me llama en el jardín —dijo Rosina.
Y se dispuso a bajar.
—Pues qué —le dijo María—, ¿vas a dejarme sola?
—Me parece que no lo estáis, encontrándose aquí el señor Michel —respondió sencillamente Rosina.
—No; pero, para volver abajo… —balbuceó María.
—¡Vaya! —exclamó admirado Rosina—, ¿acaso os habéis vuelto cobarde, vos que sois siempre tan valiente y que vais por los bosques lo mismo de noche que de día?
—No importa, Rosina, quédate.
—¡Vaya!, para lo que os sirvo en media hora que hace que estoy aquí, tanto vale que me marche.
—Sí; pero no es por esto.
—Entonces, ¿por qué es?
—Deseaba decirte…
—¿Qué?
—El señor Michel no puede pasar aquí la noche.
—¿Dónde la pasará, pues?
—Lo ignoro; pero es necesario buscarle un aposento.
—¿Sin decírselo al señor marqués?
—Es verdad; ¡y mi padre que lo ignora! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué hacer? ¡Ah!, señor Michel, vos tenéis la culpa de todo esto.
—Señorita —dijo Michel—, estoy dispuesto a marcharme si lo exigís.
—¿Quién os dice esto? —exclamó vivamente María—; al contrario, quedaos.
—Tengo una idea, señorita —observó Rosina.
—¿Cuál? —preguntó la joven.
—¿Queréis que se lo diga a la señorita Berta?
—No —repuso María, con una viveza de que ella misma se admiró—; yo misma se lo diré al bajar, cuando el señor Michel haya terminado su malhadada cena.
—Entonces, me voy —dijo Rosina.
María no se atrevió a retenerla más tiempo, y aquella se ausentó, dejando solos a los dos jóvenes.