XXXI

COMO acabamos de decir, el compadre Loriot aprovechó inmediatamente el ejemplo que le daban las señoritas de Souday, y dejando al marqués y a sus huéspedes que evocasen con toda libertad los recuerdos de la guerra de los gigantes, se levantó de la mesa y siguió a las dos jóvenes al salón, a donde se encaminó restregándose alegremente las manos.

—¡Ah!, ¡ah! —exclamó Berta—, parece que estáis muy contento, señor Loriot.

—Señoritas —repuso este—, he hecho cuanto he podido para secundar el ardid de vuestro padre, y espero que si es necesario no os negaréis a justificar la astucia y sangre fría de que he dado pruebas en esta ocasión.

—¿De qué ardid habláis, mi querido señor Loriot? —interrogó riendo María—. Ni Berta ni yo sabemos lo que queréis decir.

—¡Dios mío! —repuso el notario—, lo ignoro lo mismo que vos; pero me figuro que el señor marqués debe tener poderosas razones para tratar como antiguos amigos, y aún mejor, a los horribles soldadotes a quienes ha admitido en su mesa. Las atenciones de que colma a esos secuaces del usurpador me han parecido tan extrañas, que no he podido menos de suponer que tenían algún objeto.

—¿Cuál? —preguntó Berta.

—¡Cáspita!, el de inspirarles tanta confianza, que no cuidaran de su seguridad, y aprovechar su descuido para hacerles sufrir la suerte…

—¿Qué suerte?

—La suerte de… —repitió el notario.

—¿De quién?

El notario hizo ademán de cortar la cabeza.

—¿De Holofernes[29] acaso? —exclamó Berta soltando una carcajada.

—Esto mismo —dijo Loriot.

María no pudo menos de imitar a su hermana. La hipótesis del notario había excitado la hilaridad de las dos jóvenes hasta un extremo imposible de describir.

—¿De modo que nos destináis el papel de Judith? —dijo Berta dejando de reír.

—¡Cáspita!, señoritas.

—Señor Loriot, si se encontrase aquí mi padre, podría incomodarse de que le hayáis supuesto capaz de obrar de este modo, a mi modo de ver demasiado bíblico; pero no temáis, nada le diremos, como tampoco al general, que seguramente quedaría muy poco satisfecho del entusiasmo con que aceptáis nuestra fidelidad.

—Señorita —replicó Loriot—, dispensad si mi celo político y el horror que profeso a todos los partidarios de esas malhadadas doctrinas me han conducido algo lejos.

—Quedáis perdonado —dijo Berta—, y para que no estéis expuesto a semejantes equivocaciones, voy a poneros al corriente de lo que pasa. Sabed, pues, que el general Dermoncourt, a quien miráis como el Anticristo, ha venido para practicar en el castillo un reconocimiento, como lo ha hecho en los inmediatos.

—Pero, entonces —preguntó el notario, que cada vez comprendía menos la situación—, ¿por qué tratarlos con tanto fausto?, porque este es el verdadero nombre. La ley es terminante.

—¿Cómo la ley?

—Sí: la ley prohíbe a los magistrados y a los empleados civiles y militares encargados de cumplimentar los mandatos de la autoridad judicial, apoderarse, tomar o apropiarse cualquier objeto que no sea de los designados en el mandato. Y, ¿qué hacen esas gentes con los manjares, viandas y vinos de todas clases de que estaba llena la mesa del señor marqués de Souday? Se los a… pro… pian.

—No obstante, señor Loriot, me parece que mi padre es libre de convidar a comer a quien bien le parezca.

—Hasta a los que vienen a ejercer… a representar en su casa… un poder tiránico y odioso; es cierto, señorita; pero me permitiréis que mire esto como una cosa poco natural y que suponga que se hace con algún objeto.

—Es decir, que veis en ello un secreto que tratáis de penetrar.

—¡Oh!, señorita…

—Pues bien, yo os lo confiaré o poco menos, señor Loriot, si por vuestra parte queréis decirme cómo ha sido que debiendo buscar al señor Michel de La Logerie, habéis venido para ella directamente al castillo de Souday.

Berta articuló estas palabras con voz firme y acentuada, y el notario, a quien iban dirigidas, las escuchó con mucho más embarazo del que mostraba su interlocutora. En cuanto a María, se había aproximado a su hermana, apoyando su brazo en el de esta y la cabeza en su hombro, y esperaba la respuesta de Loriot con una curiosidad que no trataba de disimular.

—Pues bien, señorita, ya que deseáis saber el motivo…

El notario se interrumpió como para que le alentaran, lo cual hizo Berta con la cabeza.

—He venido —prosiguió el compadre Loriot—, porque la señora baronesa de La Logerie me había indicado el castillo de Souday como el lugar en donde se habría acogido su hijo después de su fuga.

—¿Y en qué apoyaba su suposición la señora de La Logerie? —preguntó Berta con la misma mirada interrogadora y la voz igualmente firme y acentuada.

—Señorita —repuso el notario cada vez más embarazado—, después de lo que hace poco he dicho a vuestro padre, no sé si a pesar de la recompensa que habéis ofrecido a mi franqueza, tendré valor para llegar hasta el fin.

—¿Por qué no? —prosiguió Berta con el mismo aplomo—. ¿Queréis que os ayude? Habéis dicho que era porque creía que el objeto del amor de su hijo se hallaba en el castillo de Souday.

—Esto mismo, señorita.

—Conformes. Pero lo que yo deseo saber es la opinión que la señora de La Logerie tiene formada de este amor.

—Debo confesaros que no es muy favorable, señorita.

—He aquí un punto respecto al cual mi padre y la baronesa se hallan de acuerdo —dijo riendo Berta.

—Pero —prosiguió con intención el notario—, dentro de algunos meses el señor Michel será mayor de edad y, por lo tanto, libre de sus acciones y dueño de su inmensa fortuna.

—Si lo es de sus acciones, tanto mejor para él —dijo Berta—, pues esto podrá serle útil.

—¿Para qué, señorita? —preguntó con acento malicioso Loriot.

—Para rehabilitar el nombre que lleva y hacer olvidar la triste memoria que su padre dejó en esta comarca. Respecto a la fortuna, si yo fuese aquella a quien el señor Michel honra con su cariño, le aconsejaría que hiciera de ella un uso tal, que pronto no hubiera en la provincia un hombre más honroso ni más respetado que el suyo.

—¿Qué le aconsejaríais, señorita? —preguntó admirado el notario.

—Que la devolviese a aquellos a quienes se supone que la tomó su padre, restituyendo a sus propietarios los bienes nacionales que este había adquirido.

—Pero ¡en este caso —dijo Loriot admirado—, arruinaríais al que tendría el honor de amaros!

—¿Qué importaría, si le quedaba la estimación de todos y la ternura de la que le habría aconsejado aquel sacrificio?

En aquel instante, Rosina apareció en la puerta, pasando la cabeza por entre las dos hojas.

—Señorita —dijo, sin dirigirse particularmente a Berta ni a María—, ¿queréis hacer el favor de venir?

Berta deseaba proseguir la conversación con el notario; estaba ansiosa de conocer lo que la baronesa pensaba de ella, más aún tal vez que lo que pensaba su hijo; en una palabra, se juzgaba dichosa con poderse ocupar, por vagamente que fuese, de los proyectos que hacía algún tiempo formaban el tema invariable de sus reflexiones, por lo cual dijo a María que fuese a ver lo que se ofrecía. Pero María, por su parte, no dejaba el salón sin pesar; asustábase al ver hasta qué punto se había desarrollado el amor de Berta por Michel desde pocos días a la fecha; cada palabra de su hermana resonaba con dolor en su alma; creía estar segura de poseer por completo el amor de Michel, y pensaba con terror cuál sería la desesperación de Berta cuando descubriese que se había engañado por completó; pero, como a pesar del inmenso afecto que profesaba a su hermana, el amor había derramado ya en su corazón una pequeña parte del egoísmo que le acompaña siempre, María era dichosa bajo otro punto de vista con lo que oía, y se reservaba para sí el papel que su hermana destinaba a la mujer amada por Michel. Así es que, Berta necesitó repetirle por segunda vez que fuese a ver para qué les llamaba Rosina.

—Vaya, hija mía —dijo Berta posando los labios en la frente de su hermana—: Ve a ver lo que quiere Rosina, y al mismo tiempo ocúpate del aposento del señor Loriot, pues temo que con este trastorno se hayan olvidado de prepararle una cama.

María hallábase acostumbrada a obedecer, y obedeció, pues era la más dócil y flexible de las dos. Al llegar a la puerta encontró a Rosina.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

Aquella no contestó, y como si hubiese temido que la oyeran desde el comedor, donde el marqués estaba contando en aquel momento la última jornada de Charette, asió del brazo a María y la llevó a la escalera situada al otro extremo del vestíbulo.

—Señorita —le dijo—, tiene hambre.

—¿Tiene hambre? —repitió María.

—Sí, acaba de decírmelo en este momento.

—Pero ¿a quién te refieres, y quién es el que tiene hambre?

—Él, ¡pobre muchacho!

—¿Y quién es él?

—¡Toma!, el señor Michel.

—¡Cómo!, ¿el señor Michel está aquí?

—¿Lo ignorabais, por ventura?

—No.

—Hace dos horas que ha entrado en la cocina, después de haber regresado al salón vuestra hermana, y un poco antes de que llegasen los soldados.

—Así, pues, ¿no se ha marchado con Pedrito?

—No.

—¿Y dices que ha entrado en la cocina?

—Sí; estaba tan cansado que daba lástima.

«Señor Michel, le he dicho, ¿cómo es que no vais al salón?».

«¡Cáspita! Rosina —ha contestado—, ¿porque nadie me ha dicho que me quedara en él?».

Entonces ha querido irse a Machecoul a pasar la noche, pues como parece que su madre trata de llevárselo a París, por nada del mundo quiere volver a La Logerie; pero yo no he consentido que vaya de noche por esos caminos.

—Has hecho bien, Rosina. ¿Dónde está?

—Le he conducido al cuarto de la torrecilla, pero como los soldados han ocupado la parte baja de esta, sólo se puede ir allí por el corredor que hay al extremo del granero, y os he llamado para que me deis la llave.

La primera idea de María fue avisar a su hermana: aquella idea era la buena; pero no tardó en sucederle otra que, preciso es confesarlo, era menos generosa: María quiso ser la primera en ver a Michel, y quiso verle sola. Rosina le dio un pretexto para seguir esta última idea.

—Aquí tienes la llave —le dijo María.

—¡Oh!, señorita —repuso Rosina, os suplico que vengáis conmigo, pues hay tantos hombres en el castillo, que no me atrevo a ir sola, y me moriría de miedo si debiese subir allí, mientras que a vos, que sois la hija del señor marqués, todo el mundo os respetará.

—Pero ¿y provisiones?

—En esta cesta las llevo.

—Entonces, ven.

Y María encaminóse a la escalera con la ligereza propia de los corzos que perseguía en los peñascos del bosque de Machecoul.