XXX

CONFORME a las instrucciones del marqués, que María había transmitido a Rosina, al primer aldabazo se abrió la puerta a los soldados, que invadieron el patio y apresuráronse a rodear la casa. Cuando el anciano general se apeaba, descubrió al marqués y al notario con el candelero en la mano y detrás de ellos a las dos jóvenes medio ocultas en la sombra, avanzando todos hacia él en ademán diligente y gracioso, que le sorprendió.

—¡A fe mía, general! —exclamó el marqués, bajando hasta el último escalón, para salir al encuentro del anciano militar—, casi desconfiaba de veros, a lo menos por esta noche.

—¿Decís que desconfiabais, señor marqués? —replicó el general, estupefacto con aquel exordio.

—Lo repito. ¿A qué hora habéis salido de Montaigu?, ¿a las siete?

—A las siete en punto.

—Esto es; había calculado que para venir necesitabais un poco más de dos horas, y por consiguiente os esperaba a las nueve y cuarto o nueve y media; sin embargo, son ya más de las diez, y no podía menos de preguntarme si habría acontecido algún percance que me privase de recibir a tan valiente y apreciable militar.

—Conque ¿me esperabais, caballero?

—¡Diantre! Presumo que será ese maldito vado de Pontfarcy el que os habrá retardado; ¡qué país tan abominable es este, general, cruzado de riachuelos que, por poco que llueva, se convierten en torrentes impracticables, y con unos caminos que no merecen otro nombre que el de barrancos! Pero ya debéis saberlo, porque supongo que os habrá costado algún trabajo pasar el maldito Salto de Baugé, que no es más que un mar de fango en que se hunde uno hasta la cintura, cuando no lo hace hasta la cabeza. No obstante, confesad que todo esto no es nada al lado del Camino de las Cabras, donde, cuando joven, yo, que era un cazador de los más audaces, no me aventuraba sin estremecerme. A la verdad, general, cuando pienso el trabajo y la fatiga que os habrá costado el honor que me dispensáis, no sé cómo manifestaros mi gratitud.

El general vio que por entonces tenía que habérselas con uno más astuto que él, y se decidió a aceptar francamente la cuestión tal como se la presentaba el marqués.

—Creed, señor de Souday —respondió—, que siento haberme hecho esperar, y que no ha sido culpa mía la tardanza que me atribuís; de todos modos, procuraré aprovechar la lección que me dais, y otra vez llegaré como exigen las reglas de la más rigurosa urbanidad, a pesar de los vados, de los saltos y de los caminos.

En aquel instante un oficial se acercó al general para recibir sus órdenes relativas a la pesquisa que debía efectuarse en el castillo.

—¡Cómo es esto! —exclamó el marqués—, con orden o sin ella, mi castillo está por completo a vuestra disposición, general, y podéis mandar en él como si os perteneciera.

—Me lo ofrecéis con demasiada buena voluntad para que lo rehúse —dijo el general haciendo una cortesía.

—¡Qué aturdidas sois, señoritas! —exclamó el marqués dirigiéndose a sus hijas—; ¡no me hacéis observar que tengo a estos caballeros a la puerta, con el tiempo que hace y habiendo cruzado el vado de Pontfarcy! Entrad, general; entrad, señores; he hecho encender un excelente fuego en el salón, y podréis secar en él vuestros uniformes, que el agua del Boloña debe forzosamente haber puesto insoportables.

—¡Cómo podremos corresponder jamás a la delicadeza de vuestro proceder! —dijo el general mordiéndose los bigotes y algún tanto los labios.

—¡Oh!, vos haríais otro tanto por mí, general —replicó el marqués precediendo a los oficiales en el salón, en tanto que el notario, más modesto que él, iluminaba los flancos de la columna—; pero permitidme —agregó en seguida dejando el candelabro sobre la chimenea, operación que imitó exactamente el compadre Loriot—, permitidme que llene una formalidad por la cual hubiera debido tal vez comenzar, presentándoos a mis dos hijas, las señoritas Berta y María de Souday.

—A fe mía, señor marqués —dijo con galantería el general—, esos graciosos rostros valen la pena de que se arriesgue cualquiera a constiparse pasando el vado de Pontfarcy, a hundirse en el fango del Salto de Baugé y hasta a romperse la crisma en el Camino de las Cabras.

—¡Vaya!, señoritas —añadió el Marqués—, para hacer servir de algo esos hermosos ojos, como dice el general, id a aseguraros de que la comida, después de haber esperado a estos caballeros, no se hará aguardar a su turno.

—Verdaderamente, marqués —dijo el general volviéndose a sus oficiales—, estamos confundidos por vuestras bondades, y nuestra gratitud…

—Se compensa por la distracción que vuestra visita nos proporciona; como debéis comprender, general, yo, que estoy habituado a los dos agraciados rostros a los cuales dirigíais tan bellos cumplidos y que soy además su padre, encuentro en ocasiones mi pobre castillo muy pesado y monótono; juzgad, pues, cuál ha debido ser mi alegría cuando un duende ha venido a decirme al oído: «El general Dermoncourt ha salido de Montaigu a las siete de esta tarde para venir a visitaros en vuestro castillo con su estado mayor».

—¿Conque es un duende quién os ha avisado?

—Sí, por cierto; ¿acaso no hay uno en cada castillo y en cada cabaña de este país? En fin, la perspectiva de la agradable velada que iba a deberos, general, me ha prestado una actividad de que hacía mucho tiempo carecía ya; he dado prisa a todo el mundo; he impuesto al gallinero la oportuna contribución; he interesado a mis hijas; he retenido al compadre Loriot, notario de Machecoul, para que tuviera la satisfacción de trabar conocimiento con vos y, por último, ¡lléveme el diablo!, he echado yo también mi cuarto a espadas, y de la mejor manera que nos ha sido posible hemos logrado disponer la comida que os espera y la que servirán a vuestros soldados, a los cuales no podía olvidar quien, como yo, lo ha sido también.

—¿Habéis sido militar, señor marqués? —interrogó el general.

—Puede ser que no haya servido en las mismas filas que vos, por lo cual en lugar de decir que he sido militar, diré solamente que me he batido.

—¿En este país?

—Precisamente; a las órdenes de Charette.

—¡Ah!, ¡ah!

—Era su ayudante de campo.

—Siendo así, no es esta la primera vez que nos vemos, señor marqués.

—¿De veras?

—Sin duda alguna; he hecho las dos campañas de 1795 y 1796 en la Vendée.

—¡Bravo!, esto me colma el placer que me causa vuestra visita —exclamó el marqués—. A los postres hablaremos de las hazañas de nuestra juventud. ¡Ah!, general —agregó con cierto aire melancólico—, tanto en un partido como en el otro, empiezan ya a ser pocos los que pueden hablar de aquellas campañas. Pero aquí están mis hijas, que vienen a anunciarnos que la cena nos espera. ¿Queréis servir de caballero a una de ellas?, el capitán lo servirá a la otra.

Luego, dirigiéndose a los dos oficiales:

—Señores —dijo—, ¿queréis seguir al general y pasar al comedor?

Sentáronse a la mesa: el general sentóse entre María y Berta, el marqués entre los dos oficiales.

El señor Loriot se sentó al lado de Berta, no desconfiando de poder decir en voz baja algo de Michel durante la cena, pues había decidido ya para sí que el contrato matrimonial se firmaría en su despacho.

Durante algunos momentos, todos permanecieron silenciosos, oyéndose únicamente el ruido de los platos y de los vasos. Los oficiales, arrastrados por el ejemplo de su general, se prestaban con complacencia al desenlace imprevisto de su expedición. El marqués, que comía comúnmente a las cinco y aquel día se había retardado cerca de seis horas, indemnizaba a su estómago del retardo sufrido.

María y Berta, sumidas en sus pensamientos, no sentían haber hallado en la repulsión que les inspiraban las escarapelas tricolores un pretexto para guardar silencio. Era evidente que el general meditaba en la manera de tomar el desquite: comprendía perfectamente que el señor de Souday había sido prevenido de su llegada, pues acostumbrado a aquella clase de guerra, conocía la facilidad y rapidez con que se transmiten las noticias entre una y otra población. Admirado en un principio de la espontaneidad de la recepción que le hizo el Marqués, recobró poco a poco su sangre fría; y volviendo a su costumbre de observarlo todo minuciosamente, en cuanto pasaba a su alrededor, así en las atenciones de su huésped como en la profusión de la cena, demasiado espléndida para haber sido dispuesta en obsequio de unos enemigos, encontraba un no sé qué que confirmaba sus sospechas; pero calmoso, como debe serlo todo buen cazador, y persuadido de que si la ilustre presa que codiciaba había huido, como todo lo hacía creer, sería inútil que intentara perseguirla de noche, decidió esperar a más tarde para empezar las investigaciones formales, no dejando escapar, entretanto, ninguno de los indicios que pudiera ofrecerle lo que a su lado se efectuaba. Él fue el primero en romper el silencio.

—Señor marqués —dijo levantando el vaso—, la elección de un brindis sería difícil para ambos; pero hay uno que no incomodará a nadie y que debe ser preferido a todos los demás. Permitidme que beba a la salud de las señoritas de Souday, dándoles las gracias por haberse asociado al atento recibimiento con que nos habéis honrado.

—Mi hermana y yo os damos las gracias, señor general —repuso Berta—, y nos consideramos dichosas por haber podido complaceros conformándonos con la voluntad de nuestro padre.

—Lo cual quiere decir —observó sonriendo el general—, que sólo por Obedecer nos ponéis buena cara, y que únicamente debemos estar agradecidos al marqués. ¡En hora buena!, me gusta esta franqueza militar, que del campo de vuestros adoradores me obligaría a pasar al de vuestros amigos, si creyera que había de ser recibido en él con la escarapela que llevo.

—Los elogios que de mi franqueza acabáis de hacer me animan, caballero —dijo Berta—, y, por consiguiente, me atreveré a confesaros que los colores de vuestra escarapela no son los que me gusta que lleven mis amigos; pero si, realmente, ambicionáis este título, os lo concederé gustosa confiada en que algún día podréis llevar los míos.

—General —dijo a su vez el marqués rascándose la oreja—, la reflexión que habéis hecho ahora poco era muy exacta. ¿Cómo, sin que ninguno de los dos nos comprometamos, podré contestar al benévolo brindis que habéis dirigido a mis hijas? ¿Sois casado, general?

Este deseaba confundir al marqués.

—No —dijo.

—¿Tenéis alguna hermana?

—No.

—¿Y madre?

—Sí —repuso el general, que parecía haberse emboscado y esperar al marqués—; tengo a Francia, nuestra madre común.

—¡Bravo!, brindo por la Francia y porque continúen para ella los ocho siglos de gloria y esplendor que debe a sus reyes.

—Permitidme que agregue —dijo el general—, el medio siglo de libertad que debe a sus hijos.

—Esto no sólo es una adición, sino una modificación —dijo el marqués.

Y al cabo de un momento de silencio:

—¡Por vida mía! —exclamó—, acepto el brindis. ¡Bien sea blanca o tricolor su bandera, Francia es siempre Francia!

Todos los invitados alargaron sus vasos, y el mismo Loriot, dominado por el ejemplo del marqués, admitió el brindis de este modificado por el general, y vació su vaso. Lanzada en aquella pendiente y humedecida con tanta abundancia, la conversación tomó un giro tan pronunciado, que al llegar a las dos terceras partes de la comida, comprendiendo Berta y María que no podían permanecer en la mesa hasta los postres, se levantaron y pasaron al salón. El compadre Loriot, qué parecía haber ido al castillo tanto por las dos jóvenes como por el marqués, se levantó con el propósito de seguirlas.