L marqués de Souday, luego de haber seguido con la vista a los fugitivos hasta que estos hubieron desaparecido en la capilla, prorrumpió en una de esas exclamaciones que indican que el pecho se ha librado del peso que le oprimía, y volvió a entrar en el vestíbulo; pero en vez de pasar de este al salón, se encaminó a la cocina.
Una vez allí, contra su costumbre y con gran admiración de la cocinera, se acercó a las hornillas, levantó con cierta solicitud la cobertura de las cacerolas, se aseguró de que ninguno de los guisados se había pegado, hizo retirar los asadores, para que el fuego no fuese a deshonrar los asados; volvió a subir al vestíbulo, pasó de este al comedor, inspeccionó las botellas, hizo doblar sus hileras, miró si la mesa estaba dispuesta conforme a las reglas, y satisfecho de lo que acababa de ver, regresó al salón.
Allí encontró otra vez a sus dos hijas, pues la puerta del castillo había sido confiada a Rosina, cuya misión se reducía, por otra parte, a tirar del cordón al primer aldabazo que sonara. Las dos gemelas estaban sentadas una a cada lado de la chimenea; María estaba inquieta, Berta pensativa. Ambas pensaban en Michel; María creía que el barón había seguido al conde de Bonneville y a Pedrito, y se preocupaba extraordinariamente de los trabajos que iba a experimentar y de los peligros que iba a correr; Berta, por su parte, hallábase completamente entregada al placer que siente el alma al vernos correspondidos por el ser a quien amamos. Parecíale que en las miradas del barón había descubierto la certidumbre de que era por ella por quien el pobre joven, tan medroso, tan tímido, tan indeciso, había vencido su propia debilidad y desafiado los peligros; medía la intensidad del amor que le suponía, por la importancia de la revolución que aquel amor había causado en el carácter de Michel; levantaba mil castillos en el aire y se echaba amargamente en cara el no haberle obligado a entrar de nuevo en el castillo, cuando notó que no seguía a aquellos a quienes su desprendimiento había salvado. Después, se sonreía, porque, de repente, un pensamiento cruzaba por su espíritu: creía que se había quedado en el castillo, que se había ocultado en algún rincón para verla a hurtadillas, y que si recorría los patios o el parque, le vería aparecer de súbito ante ella y le oiría decir: «Ved de lo que soy capaz para alcanzar de vos una mirada».
El marqués acababa apenas de sentarse en su sillón, y aún no había tenido tiempo de notar la preocupación de sus hijas, que, por otra parte, podía atribuir a cualquiera otra causa antes que a la verdadera que la producía, cuando sonó un aldabazo.
Estremecióse el marqués de Souday, no porque no esperase que llamaran, sino porque no lo habían hecho como él creía. En efecto, el aldabazo que acababa de oírse era tímido, casi obsequioso, y, por consiguiente, nada había en él de militar.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el marqués—, ¿qué es esto?
—Creo que ha llamado —dijo Berta, saliendo de su meditación.
—Sí, han dado un aldabazo —agregó María.
El marqués movió la cabeza como quien se dice mentalmente: «No son ellos»; pero que, creyendo que en tales circunstancias es necesario enterarse de todo personalmente, se decide, sin embargo, a ver quién es. Así, pues, salió del salón, cruzó el vestíbulo y se adelantó hacia las gradas exteriores; pero al llegar allí, en vez de los sables y bayonetas que esperaban ver brillar en la sombra, y en lugar de los rostros marciales y bigotudos, con quien creía que iba a trabar conocimiento, el marqués de Souday sólo vio la cúpula de un inmenso paraguas azul que avanzaba hacia él con la punta por delante, subiendo una a una las gradas del edificio. Como aquel paraguas, avanzando siempre cual si fuera la concha de una tortuga, amenazaba saltarle un ojo con la contera, que salía de su centro como la punta de un broquel antiguo, el marqués lo levantó con la mano, y se halló frente a frente de un hocico de garduña, superado por dos pequeños puntos brillantes como otros tantos carbunclos y coronado por un sombrero de copa altísima, de alas muy estrechas y que, a fuerza de tanto cepillarlo, brillaba en la oscuridad como si estuviera barnizado.
—¡Voto a cien diablos! —exclamó el marqués de Soudy—, es el compadre Loriot.
—Siempre dispuesto a serviros, si le consideráis digno de semejante honor —dijo el recién llegado con una voz de falsete que se esforzaba inútilmente por hacer agradable.
—Bien venido seáis, compadre Loriot —dijo el marqués con voz jovial, y como si se prometiera algún placer con la presencia de aquel a quien acogía con tal cordial saludo—. Esta noche espero numerosas visitas, y en vuestra calidad de notario mío me ayudaréis a hacer los honores del castillo. Venid mientras tanto a saludar a mis hijas.
Y el antiguo hidalgo precedió a su huésped en el salón con un desembarazo que probaba hasta qué punto estaba convencido de la distancia que mediaba entre un marqués de Souday y un notario de aldea. Verdad es que el compadre Loriot mostraba un cuidado tan prolijo en limpiarse los pies en el felpudo situado a la puerta de aquel santuario, que la cortesía que el marqués hubiera podido mostrar quedándose detrás de él, habría sido una verdadera molestia.
Aprovechando el instante en que cierra su paraguas y se limpia los pies, alumbrado por la luz que pasaba por la puerta entreabierta, bosquejemos su retrato, si es que nuestras fuerzas alcanzan a llevar a cabo esta empresa.
El compadre Loriot, notario de Machecoul, era un hombrecillo flaco y endeble, que parecía mucho más exiguo aún a causa del hábito que había tomado de hablar siempre encorvado y con la actitud del más profundo respeto. Una nariz larga y afilada le servía de rostro, pues al desarrollar excesivamente aquella parte de su fisonomía, la Naturaleza había querido indemnizarse en el resto y con una increíble parsimonia le había escatimado tanto todo lo que no pertenecía a la parte saliente de su cara, que era preciso mirarle de cerca y con mucha atención, para advertir que el compadre Loriot tenía ojos y boca como los demás hombres; pero, en cambio, cuando habían llegado a descubrirse, echábase de ver que sus ojos estaban llenos de vivacidad y que su boca no carecía de sutileza.
Efectivamente, el compadre Loriot, como le llamaba el marqués de Souday, que, en su calidad de cazador, era algún tanto ornitológico, el compadre Loriot, decimos, cumplía exactamente las promesas que dejaba entrever su fisonomía, y era bastante hábil para hacer producir cuando menos treinta mil francos a una escribanía que a duras penas había bastado para vivir a sus predecesores. Para llegar a aquel resultado, considerado hasta entonces como imposible, el señor Loriot había estudiado, no el Código, sino a los hombres, y deduciendo de sus estudios que la vanidad y el orgullo eran sus predisposiciones dominantes, trató de hacerse agradable a estos dos vicios y en breve llegó a ser necesario para los que los tenían. Así, pues, y corrió consecuencia de este sistema, el compadre Loriot, más que cortés era obsequioso; no saludaba, sino que se postraba, y al igual que los faquires de la India, había acostumbrado tan bien su cuerpo a ciertos movimientos, que se habituó materialmente a aquella actitud. Era un paréntesis constantemente abierto, en el cual tenían cabida los títulos de sus clientes, que repetía con inagotable abundancia, pues siempre que su interlocutor era marqués o barón o siquiera hidalgo, el notario no le hablaba más que en tercera persona. Además, manifestábase lleno de agradecimiento humilde y expansivo a la vez por los miramientos que le tenían, y como al mismo tiempo mostraba un celo exagerado por los intereses que le confiaban, había sabido merecer tantos elogios, que poco a poco adquirió una clientela considerable entre los nobles de la comarca.
Lo que había contribuido, sobre todo, a la reputación del señor Loriot en el departamento del Loire Inferior, y hasta en los otros inmediatos, era lo exaltado de sus opiniones políticas, pues figuraba en el número de aquellos a quienes podía llamarse con razón más realista que el mismo rey.
Sus diminutos ojos grises chispeaban cuando oía pronunciar el nombre de un jacobino, y para él lo eran todas las facciones del partido liberal, desde Chateaubriand hasta Lafayette. Nunca quiso reconocer la Monarquía de Julio, y jamás dio a Luis Felipe otro nombre que el de duque de Orleáns, no concediéndole siquiera el título de Alteza Real, que el mismo Carlos X le había otorgado.
El señor Loriot era una de las personas que visitaban más a menudo el castillo de Souday. Entraba en su táctica mostrar el más profundo respeto por aquellos ilustres restos del antiguo orden social, que merecía todas sus simpatías, y había llevado su deferencia hasta el punto de conceder algunos préstamos, cuyos intereses se olvidó de pagarle muchas veces el marqués de Souday, que, según hemos dicho ya, era muy descuidado en materia de dinero. El marqués acogió con placer al compadre Loriot, en primer lugar a causa de estos mismos préstamos; luego después, porque la vanidad del antiguo hidalgo no podía mostrarse insensible a la adulación, y, finalmente, porque viviendo completamente aislado a causa de haberse ido enfriando poco a poco sus relaciones con sus vecinos, el propietario de Souday acogía gustoso cuanto quitaba a su vida su habitual monotonía.
Cuando el notario estuvo convencido de que no había quedado en sus zapatos ningún resto de lodo, entró en el salón, y después de saludar de nuevo al señor de Souday, comenzó a cumplimentar a las dos jóvenes; pero el marqués no le dejó la satisfacción de acabar sus cumplidos.
—Loriot —le dijo—, siempre tengo mucho gusto en veros.
El notario se inclinó hasta el suelo.
—Sin embargo, me permitiréis que os pregunte qué os puede traer a nuestro desierto a las nueve de la noche y con un tiempo semejante. Ya sé que, teniendo un paraguas como el vuestro, siempre se ve la bóveda celeste de color azul.
Loriot consideró oportuno no dejar pasar la broma del marqués sin una carcajada y sin murmurar:
—¡Bien!, ¡muy bien!
Luego, respondiendo directamente:
—Helo aquí —dijo—: A las dos de la tarde he recibido orden de llevar algún dinero a la dueña del castillo de La Logerie, y habiendo ido a llevárselo, he salido de allí muy tarde; regresaba a mi casa a pie, como de costumbre, cuando he oído en el bosque un ruido de mal agüero, que me ha confirmado lo que sabía ya del motín de Montaigu; y temiendo tropezar con las tropas del duque de Orleáns si seguía adelante, he pensado que el señor marqués se dignaría concederme hospitalidad por una noche.
Al oír el nombre de La Logerie, Berta y María habían levantado la cabeza como dos caballos que, súbitamente, oyen a lo lejos un cañonazo.
—¿Venís de La Logerie? —preguntó el señor de Souday.
—Tal como he tenido el honor de decírselo al señor marqués —repuso el compadre Loriot.
—¡Toma!, ya hemos visto alguien de allí esta noche.
—¿Al señor barón, tal vez? —preguntó el notario.
—Sí.
—Precisamente es a él a quien busco.
—Loriot —dijo el marqués—, me admira que vos, cuyos principios considero de los más sólidos, podáis prostituir de tal manera, juntándolo con el nombre de Michel, un título que tanto respetáis generalmente.
Al oír a su padre pronunciar esta frase con un desdén supremo, María palideció y Berta se puso lívida. El marqués no echó de ver la impresión que sus palabras habían producido en sus hijas; pero el ojo perspicaz del notario no pudo menos de observarla. Loriot quiso hablar, pero la mano del marqués le dio a entender que aún no había concluido.
—Además —prosiguió—, ¿cómo vos, a quien tratamos con bondad y benevolencia, creéis necesario valeros de un subterfugio para entrar en nuestra casa?
—Señor marqués… —balbuceó Loriot.
—Venís a buscar a Michel, ¿no es cierto? Entonces, ¿por qué mentís?
—Suplico al señor marqués que me dispense. La madre de ese joven —a la cual me he visto obligado a tomar por cliente, en atención a que lo era ya de mi antecesor—, se hallaba muy inquieta, pues su hijo se había fugado por una de las ventanas del segundo piso, con peligro de su vida, y despreciando las órdenes maternales, por lo cual la señora Michel me encargó que…
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó el marqués de Souday—, ¿con que ha hecho todo eso?
—Literalmente.
—Pues bien; esto me reconcilia algún tanto con él. No del todo, entendámonos, pero un poco.
—Si el señor marqués tuviera a bien indicarme dónde encontrarle —dijo Loriot—, le acompañaría a La Logerie.
—Lléveme el diablo si sé cómo ni por dónde se ha escurrido. ¿Lo sabéis vosotras? —interrogó el marqués, dirigiéndose a sus dos hijas.
Berta y María hicieron una señal negativa.
—Ya lo veis, compadre Loriot —dijo el marqués—, no podemos seros útiles. Pero ¿por qué diablos había secuestrado a su hijo la tía Michel?
—Según parece, el joven, tan complaciente, tan dócil y tan obediente hasta ahora, se ha enamorado de repente.
—¡Ah!, ¡ah!, ha mordido el anzuelo —dijo el marqués—, ya sé qué cosa es esto. Pues bien, compadre Loriot, si su madre os pide vuestro parecer, decidle que le suelte la brida y le deje el campo libre, lo cual es preferible a tratar de enfrentarlo. En realidad, según lo poco que he visto, me ha parecido que tenía trazas de un buen muchacho.
—Tiene un corazón excelente, señor marqués, y además es hijo único, con más de cien mil libras de renta —observó el notario.
—¡Hum! —exclamó el señor de Souday—, si no tiene más que esto, será muy poco para compensar las villanías del nombre que lleva.
—¡Padre mío! —exclamó Berta, en tanto que María se contentaba con suspirar—, ¿olvidáis, por ventura, el servicio que nos ha prestado esta noche?
—¡Eh! —murmuró para sí Loriot, mirando a Berta—, ¿si tendrá razón la baronesa? ¡A fe mía, sería un magnífico contrato!
Y se puso a contar los honorarios que podría valerle el contrato matrimonial del barón de La Logerie con la señorita Berta de Souday.
—Tienes razón, hija mía —repuso el marqués—; dejemos, pues, a Loriot que busque el gatito de la tía Michel, y no nos preocupemos más de ello.
Luego, volviéndose hacia el notario:
—Id, pues, en su busca, señor escribano —le dijo.
—Señor marqués, si tenéis a bien permitírmelo preferiría…
—Hace poco me dabais por excusa vuestro temor de hallar a los soldados —interrumpió el marqués—, lo que me hace creer que les teméis extraordinariamente. ¿Cómo es esto, siendo vos uno de los nuestros?
—No les temo —replicó Loriot—, el señor marqués puede creerme; pero los malditos azules me causan una aversión tan profunda, que cuando descubro uno de sus uniformes, se me contrae el estómago y estoy veinticuatro horas sin poder tomar alimento.
—Esto me explica el que estéis tan flaco, compadre, y lo que es más triste, me obliga a despediros.
—El señor marqués quiere burlarse de su humilde servidor.
—Nada de ello; pero no deseo vuestra muerte.
—¿Cómo así?
—Si la vista de un soldado os causa veinticuatro horas de desfallecimiento, no podríais menos de moriros de hambre en seguida, si debieseis permanecer bajo el mismo techo con un regimiento durante toda una noche.
—¡Un regimiento!
—Evidentemente; he invitado a un regimiento a cenar en el castillo, y la amistad que os profeso me obliga a haceros marchar en seguida: pero al hacerlo, tomad algunas precauciones, pues al veros correr por los bosques a tales horas, esos pícaros podrían tomaros por lo que no sois, o, mejor dicho, por lo que sois en realidad.
—¿Y qué?
—Si así fuese, no dejaría de honraros con algunos escopetazos —dijo el marqués—, y todos los fusiles del duque de Orleáns están cargados con bala.
El notario palideció visiblemente y murmuró algunas palabras ininteligibles.
—¡Vaya!, decidíos; podéis escoger entre morir de hambre o de un tiro pero no podéis perder tiempo, porque oigo los pasos de una partida de tropa, y según todas las probabilidades, el que llama a la puerta es el general.
Efectivamente, acababa de oírse en la puerta exterior un aldabazo, que por esta vez era muy fuerte y tal como convenía al huésped cuya llegada anunciaba.
Al lado del señor marqués —dijo Loriot—, me siento con fuerzas para vencer mi repugnancia, por invencible que esta sea.
—Bien; siendo así, tomad este candelero y venir a recibir a mis invitados.
—¿A vuestros invitados? Verdaderamente, señor marqués, no puedo creer…
—Venid, venid, Tomás Loriot; vais a verlo, y luego creeréis.
Y el marqués de Souday, tomando otro candelero, se adelantó hacia la gradería exterior. Berta y María le siguieron; esta pensativa, inquieta aquella, y mirando ambas hacia lo más oscuro del patio, para ver si descubrían a aquel en quien pensaban constantemente.