L que acababa de entrar en el salón del marqués de Souday era el comisario general del futuro ejército vendeano, que había cambiado su nombre, muy conocido en los tribunales de Nantes, con el pseudónimo de Pascal. Con frecuencia había ido al extranjero a conferenciar con madame, y la conocía perfectamente. Apenas hacía dos meses que había ido por última vez a Génova, llevando a Su Alteza Real noticias de Francia, recibiendo, en cambio, sus órdenes, y regresando a la Vendée para dar la señal de que estuviesen todos dispuestos.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó el marqués de Souday con cierto movimiento de labios que daba a entender que no sentía una profunda admiración por los abogados—. El señor comisario general Pascal.
—Quien, según parece, os trae noticias —dijo Pedrito con la intención evidente de llamar sobre sí la atención del recién llegado.
En efecto, al oír el sonido de la voz que acababa de pronunciar estas palabras, el comisario civil se estremeció, volviéndose hacia Pedrito, el cual le hizo con los ojos y los labios una señal imperceptible, pero que, no obstante, pareció ser suficiente para indicarle lo que debía hacer.
—Noticias… sí —respondió.
—¿Buenas o malas? —preguntó Luis Renaud.
—De todas hay. Pero comencemos por la buena.
—Decid.
—Su Alteza Real ha atravesado felizmente el Mediodía, llegando sana y salva a la Vendée.
—¿Estáis seguro?… —preguntaron simultáneamente el marqués de Souday y Luis Renaud.
—Tan seguro como estoy viendo a los cinco en este salón con buena salud —repuso Pascal—. Ahora pasemos a las otras.
—¿Habéis sabido algo de Montaigu? —preguntó Luis Renaud.
—Hoy ha habido allí una escaramuza —contestó Pascal—; la guardia nacional ha disparado algunos tiros, resultando algunos aldeanos muertos y heridos.
—¿Cuál ha sido la causa? —pregunto Pedrito.
—Una riña que se promovió en la feria y que no tardó en degenerar en motín.
—¿Quién manda en Montaigu? —preguntó Pedrito.
—Un capitán —respondió Pascal—; pero, con motivo de la feria, están allí el subprefecto y el general de la subdivisión militar.
—¿Sabéis cómo se llama ese general? —interrogó Pedrito.
—Dermoncourt.
—Y, ¿quién es el general Dermoncourt?
—Un hombre de sesenta o sesenta y dos años, de esa raza de hierro que ha hecho todas las guerras de la revolución y del imperio, que permanecerá a caballo día y noche y no nos dejará un momento de reposo.
—Bien está —respondió Luis Renaud—; procuraremos fatigarle, y como sólo tenemos la mitad de su edad, seremos muy desgraciados o muy torpes si no lo logramos.
—¿Y su carácter?
—¡Oh!, en cuanto a esto, es la lealtad personificada. No es un Amadís[26] ni un Galaor[27]; pero es un Ferragus[28], y si la duquesa tuviera la desgracia de caer entre sus manos…
—¡Eh!, ¿qué estáis diciendo, señor Pascal? —preguntó Pedrito.
—Soy abogado —respondió el comisario civil, y en calidad de tal, preveo todas las eventualidades de un litigio. Así, pues, repito que si la duquesa tuviera la desgracia de caer entre sus manos, podría juzgar de su cortesía.
—Siendo así —dijo Pedrito—, es un enemigo tal como lo hubiera elegido madame, fuerte, valiente y leal. Señores, tenemos suerte. Pero habéis hablado de disparos en el vado del Boloña.
—A lo menos, presumo que los que acabo de oír en el camino inmediato a la…
—Tal vez convendría que Berta saliera a practicar un reconocimiento, y podría enterarnos de lo que sucede.
Berta se levantó.
—¡Cómo! —dijo Pedrito—, ¿la señorita?
—¿Por qué no? —preguntó el marqués.
—Porque creo que esto es propio de un hombre y no de una mujer.
—Amigo mío —dijo el señor de Souday—, en cuanto a esto sólo me fío de mí mismo, después de mí de Juan Oullier, y después de este de Berta o de María. Yo deseo estar a vuestro lado, y el pícaro de Juan Oullier está ausente, permitid, pues, que vaya Berta.
Esta se dirigió a la puerta; pero al llegar a ella halló a su hermana, que le dijo algunas palabras en voz baja.
—Aquí está María —dijo Berta.
—¡Ah! —exclamó el marqués—, ¿has oído los disparos, hija mía?
—Sí, padre —contestó aquella—, se están batiendo.
—¿Dónde?
—En el salto de Baugé.
—¿Estás segura de ello?
—Sí; los disparos proceden del pantano.
—Ya lo veis —dijo el marqués—, es explícito. ¿Quién guarda la puerta durante tu ausencia?
—Rosina Tinguy.
—Escuchad —dijo Pedrito.
En efecto, llamaban a la puerta con redoblados golpes.
—¡Diablo! —dijo el marqués—, no es ninguno de los nuestros.
Todos escucharon con más atención.
—¡Abrid! —gritaba una voz—, abrid, no hay que perder un momento.
—Es su voz —dijo vivamente María.
—¿Su voz? —repitió el marqués.
—Sí; la voz del barón Michel —dijo Berta, que, lo mismo que su hermana, le había reconocido.
—¿Y qué viene a hacer aquí ese hidalguillo? —dijo el marqués, dando un paso hacia la puerta, como para oponerse a que entrara.
—Dejadle que entre, marqués, dejadle que entre —díjole Bonneville—. Nada hay que temer, y yo respondo de él.
Apenas había pronunciado estas palabras, se oyó el ruido de los pasos rápidos de alguien que se precipitaba hacia el salón, viéndose aparecer a Michel, pálido, jadeante, cubierto de fango y bañado en sudor, el cual sólo tuvo fuerzas para decir:
—¡No hay que perder un instante, huid, vienen!
Y cayó sobre sus rodillas, apoyando una de las manos contra el suelo. Faltábale la respiración y sus fuerzas se hallaban agotadas, pues, según lo prometiera a Juan Oullier, había andado media legua en seis minutos.
Reinó en el salón un momento de confusión suprema.
—¡A las armas! —gritó el marqués.
Y arrojándose sobre su fusil, señaló con la mano un armero colocado en uno de los ángulos del salón, en el cual había tres o cuatro carabinas y escopetas. El conde de Bonneville y Pascal, obedeciendo al mismo impulso, se arrojaron delante de Pedrito, como para defenderle. María se lanzó hacia el joven barón para levantarle y socorrerle, si era preciso. Berta corrió a la ventana que daba al bosque, y la abrió. Entonces se oyeron algunos fusilazos más cercanos, pero algo distantes todavía.
—Están en el Camino de las Cabras —dijo Berta.
—¡Ca! Es imposible que pasen por allí.
—Están, padre —insistió Berta.
—Sí, sí —murmuró Michel—; les he visto; llevaban algunas antorchas encendidas; una mujer les guiaba, caminando delante, y el general la seguía.
—¡Maldito Juan! —exclamó el marqués—, ¿por qué no estás aquí?
—Se está batiendo, señor marqués —dijo el barón—, y como no podía venir me ha enviado a mí.
—¡Eh! —dijo el marqués.
—Pero yo ya venía, señorita, yo ya venía. Desde ayer sabía que debían atacar el castillo; pero me encontraba prisionero, y he tenido que saltar por una ventana del segundo piso.
—¡Gran Dios! —exclamó María, palideciendo.
—¡Bravo! —dijo Berta.
—Señores —dijo tranquilamente Pedrito—, creo que urge tomar un partido. Si debemos combatir, es menester armarnos, cerrar las puertas del castillo y ocupar nuestros puestos. Si, por el contrario, debemos huir, creo que aún hay menos tiempo que perder.
—Defendámonos —dijo el marqués.
—Huyamos —dijo Bonneville—. Cuando Pedrito esté en seguridad, nos defenderemos.
—Y vos ¿qué decís, conde? —preguntó Pedrito.
—Digo que no hay nada dispuesto y que no podemos batirnos. ¿No es verdad, señores?
—Siempre puede uno batirse —dijo un nuevo personaje, dirigiéndose al mismo tiempo a los que se hallaban en el salón y a otros dos jóvenes que le seguían, a los cuales había, sin duda, encontrado en la puerta.
—¡Ah! ¡Gaspar! ¡Gaspar! —exclamó Bonneville.
Y avanzando hacia el recién llegado, le dijo algunas palabras al oído.
—Señores —dijo Gaspar—, el conde de Bonneville tiene razón: en retirada.
Luego, dirigiéndose al Marqués:
—Señor de Souday —dijo—, ¿hay en vuestro castillo alguna puerta secreta o alguna salida excusada? No tenemos tiempo que perder. Los últimos disparos que hemos oído desde la puerta Aquiles, Corazón de León y yo, solamente distaban de aquí quinientos pasos.
—Señores —dijo el marqués de Souday—, os encontráis en mi casa, y a mí me toca responder de todo. Silencio, escuchadme y obedecedme hoy; mañana obedeceré yo.
Todos guardaron un silencio profundo.
—María —dijo el marqués—, manda cerrar la puerta del castillo, pero sin atrancarla, a fin de que puedan abrirla así que llamen. Tú, Berta, dirígete al subterráneo, sin perder un momento; yo y mis hijas recibiremos al general, haciéndole los honores de la casa, y mañana, en cualquier parte que estéis, hacédnoslo saber e iremos a reunimos con vosotros.
María salió del salón para ejecutar la orden de su padre, en tanto que Berta, haciendo a Pedrito señal de que la siguiera, salía por la puerta opuesta, atravesaba el patio, penetraba en la capilla, tomaba dos cirios de encima del altar, los encendía en una lámpara, los entregaba a Bonneville y Pascual, y apretando un resorte que hacía girar sobre sí mismo el frente del altar, dejaba al descubierto una escalera que conducía a los subterráneos que en otro tiempo habían servido de panteón a los señores de Souday.
—No podéis perderos —dijo Berta—, al otro extremo hallaréis la puerta, que da al campo, y cuya llave está en la cerradura.
Pedrito tomó la mano de Berta, la estrechó vivamente y se lanzó al subterráneo detrás de Bonneville y Pascual, que alumbraban el camino. Luis Renaud. Aquiles, Corazón de León y Gaspar, siguieron a Pedrito. Berta cerró de nuevo la puerta, apenas hubieron pasado, no sin observar antes que el barón Michel no se encontraba entre los fugitivos.