XXVII

AQUEL mismo día, a las cinco de la tarde, el conde de Bonneville estaba de vuelta, después de haber visto a cinco de los principales jefes que debían hallarse en el castillo de Souday entre ocho y nueve de la noche. El marqués, hospitalario siempre, mandó a la cocinera que se arreglara a su antojo con el corral y la despensa, con tal que tuviera dispuesta una cena tan abundante como le fuese posible. Los cinco jefes a quienes el conde había visitado y que debían reunirse en el castillo al anochecer, eran Luis Renaud, Pascal, Corazón de León, Gaspar y Aquiles.

Aquellos de nuestros lectores que se hallen algo familiarizados con los acontecimientos de 1832, reconocerán fácilmente los personajes de que se trata y que se ocultaban bajo aquellos diferentes nombres de guerra, destinados a paralizar la acción de la autoridad, dado caso que fuese sorprendida su correspondencia.

En consecuencia, como a las ocho de la noche Juan Oullier no había vuelto aún al castillo, con gran disgusto del marqués, púsose la puerta de aquel al cuidado de María, que sólo debía abrirla a los que llamaran de un modo determinado. El salón fue el lugar destinado para la celebración de la conferencia, luego de haber cerrado los postigos y corrido las cortinas. A las siete de la noche, cuatro personas esperaban ya en aquel salón: eran el marqués de Souday, el conde de Bonneville, Pedrito y Berta.

María, ya lo hemos dicho, vigilaba desde un reducido aposento, cuya ventana daba a la carretera y a través de cuya reja podía verse quién llamaba, no abriendo hasta haberse asegurado de su identidad.

De las personas reunidas en el salón la más impaciente era Pedrito, en quien la cachaza no parecía ser la virtud dominante; y a pesar de que la cita era para las ocho y el reloj acababa apenas de dar las siete y media, aquel iba sin cesar a la puerta entreabierta, para escuchar si llegaba alguno de los personajes a quienes esperaba. Por fin, a las ocho en punto oyeron llamar a la puerta, y en los tres golpes espaciados de cierto modo reconocieron que el que llamaba era uno de los jefes convocados.

—¡Ah! —exclamó Pedrito dirigiéndose apresuradamente a la puerta.

Pero el conde de Bonneville le detuvo con un ademán y una sonrisa respetuosa.

—Es cierto —dijo el joven.

Y fue a ocultarse en el ángulo más oscuro del salón, casi al mismo tiempo que aparecía en el umbral de la puerta el que acababa de llamar.

—El señor Luis Renaud —dijo el conde de Bonneville en voz bastante alta para que Pedrito le oyese y pudiese, por el nombre de guerra, conocer el suyo verdadero.

—El marqués de Souday salió al encuentro del recién llegado con tanta mayor prontitud cuanto que reconoció en él a uno de los que habían opinado por la sublevación inmediata.

—¡Ah!, venid, querido conde —le dijo—; sois el primero que llegáis, y esto es de buen agüero.

—Si soy el primero en llegar, querido marqués —repuso Luis Renaud—, estoy seguro de que esto no se debe a que me haya apresurado más que mis compañeros, sino a que habito más cerca de aquí y, por consiguiente, he tenido que andar menos.

Al decir estas palabras, el que se daba a conocer con el nombre de Luis Renaud, aunque vestido con un sencillo traje de aldeano bretón, presentábase con una gracia juvenil tan perfecta y saludaba a Berta con un desembarazo tan aristocrático, que estas dos cualidades, convertidas en defectos, le hubieran estorbado mucho si hubiese tenido que afectar, aun cuando sólo fuera momentáneamente, las maneras y el lenguaje de la clase cuyo traje había tomado. Luego de haber cumplido aquel deber de cortesía con el dueño de la casa y con Berta, tocóle la vez al conde de Bonneville; pero este, conociendo la impaciencia que Pedrito, no por estar oculto en un rincón, dejaba de mostrar con movimiento que sólo aquel podía interpretar, abordó de frente el asunto.

—Mi querido conde —dijo a Luis Renaud—, ya conocéis la amplitud de mis poderes, pues habéis leído la carta de Su Alteza Real, y sabéis que, a lo menos momentáneamente, soy su intermediario cerca de vos. ¿Qué es lo que pensáis de la situación?

—Esta mañana he manifestado ya mi opinión, que tal vez no sea igual a lo que voy a exponer ahora; pero aquí, donde sé que estoy con el acérrimo partidario de madame, puedo aventurar toda la verdad.

—Sí, la verdad entera —dijo Bonneville—; esto es lo que conviene sobre todo que sepa la duquesa, y no abriguéis la menor duda, querido conde, de que cuánto me digáis será como si ella misma lo oyera.

—Pues bien, mi opinión es que no hagamos nada antes de que llegue el mariscal.

—¡El mariscal! —exclamó Pedrito—. ¿Acaso no está en Nantes?

Luis Renaud, que no había reparado aún en el joven, volvió hacia él la cabeza al oír esta interpelación, saludó y repuso.

—Hoy, al volver a mi casa, he sabido que al tener noticia de los acontecimientos del Mediodía, el mariscal, había salido de Nantes, sin que nadie conociera el camino que había seguido ni la resolución que había adoptado.

Pedrito dio un golpe con el pie con ademán de impaciencia.

—Sin embargo —exclamó—, el mariscal era el alma de la empresa, y su ausencia va a perjudicar el levantamiento y a disminuir la confianza de las tropas; ausente él, todos los derechos serán idénticos, y veremos renacer entre los jefes las rivalidades que tan fatales fueron al partido realista durante las primeras guerras de la Vendée.

Al ver que Pedrito se había apoderado de la conversación, el conde de Bonneville se apartó, dejando descubierto al joven, que dio dos pasos hacia delante y penetró en el círculo luminoso que proyectaba la lámpara.

Luis Renaud miró con asombro a aquel joven, casi niño, que acababa de hablar con tanta seguridad y precisión.

—Es una demora y nada más —dijo—; no dudéis que en cuanto el mariscal se haya asegurado de que madame se halla en la Vendée, se apresurará a volver a su puesto.

—¿Pues, no os ha dicho el señor de Bonneville que la duquesa se había puesto en camino y estaría cuanto antes en medio de sus amigos?

—Sí, por cierto, y esta noticia me ha causado una viva alegría.

—¡Una demora!, ¡una demora! —murmuró Pedrito—. Me parece que había oído decir que en vuestro país los sublevamientos debían tener lugar siempre durante la primera quincena de mayo, para poder disponer más fácilmente de los habitantes del campo, que, de otra manera, estarían ocupados en sus labores. Estamos a catorce de mayo, y, por lo tanto, nos hemos retardado ya. En cuanto a los jefes, están convocados, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Luis Renaud con cierta gravedad triste—, diré más; y es que casi sólo podéis contar con ellos.

Y luego añadió, suspirando:

—Y aun no con todos, según ha podido ver esta mañana el señor de Souday.

—¿Qué estáis diciendo de la tibieza de los vendeanos —exclamó Pedrito—, cuando nuestros amigos de Marsella, y os hablo de ellos a propósito pues acabo de llegar de allí, cuando nuestros amigos de Marsella se hallan furiosos contra sí mismos y no piden más que tomar el desquite?

Una pálida sonrisa asomó en los labios de Luis Renaud.

—Sin duda, sois del Mediodía —dijo al joven— aun cuando no tengáis el acento de aquel país.

—Es cierto —repuso Pedrito—; ¿y qué?

—Es preciso no confundir el Mediodía con el Oeste y los marselleses con los vendeanos. Una proclama levanta el Mediodía y un descalabro le abate. Cuando habréis permanecido algún tiempo en la Vendée, veréis que esta, por el contrario, es grave, fría y silenciosa; aquí todo proyecto se discute pausada y minuciosamente, exponiéndose sucesivamente todas las probabilidades de desgracia y de fortuna; después estas parecen prevalecer sobre las otras, el vendeano tiende la mano, dice que sí y muere, si preciso es, para cumplir su promesa. Pero como sabe que un sí y un no son para él palabras de vida y de muerte, tarda en pronunciarlas.

—¡Pero, y el entusiasmo, caballero! —exclamó Pedrito.

El jefe se sonrió.

—Sí, el entusiasmo —repuso—, he oído hablar de él en mi juventud; es una divinidad del siglo pasado, que descendió de su altar cuando dejó de cumplirse a nuestros padres el sinnúmero de promesas que se les había hecho. ¿Sabéis lo que ha sucedido esta mañana en San Filiberto?

—En parte, sí; el marqués me lo ha contado.

—¿Y luego de haber marchado el marqués?

—No.

—Pues bien, de los doce jefes que debían mandar las divisiones, siete han protestado en nombre de su gente, y deben haberlos despedido ya a estas horas, declarando todos ellos que si bien se hallaban dispuestos a sacrificarse personalmente por madame, no querían, sin embargo, contraer ante Dios la terrible responsabilidad de complicar a sus paisanos en una empresa que tenía trazas de no ser más que una sangrienta e inútil refriega.

—Entonces —dijo Pedrito—, será preciso renunciar a toda esperanza y a toda tentativa.

La misma sonrisa triste asomó en los labios del joven.

—A toda esperanza, quizá sí; a toda tentativa, no. Madame nos ha hecho escribir que la comisión de París la incitaba y que ella tenía ramificaciones en el ejército: probemos; acaso un motín en París, tal vez una deserción en el ejército demuestre que va más acertada que nosotros. Si nada intentáramos en su favor, la duquesa se retiraría convencida de que si hubiésemos probado algo habríamos triunfado, y es preciso que no le quede ninguna duda.

—¿Supongo que vos no seréis de los que han despedido a su gente? —interrogó Pedrito.

—Sí, por cierto, caballero; pero soy también de los que han jurado morir por Su Alteza Real. Por otra parte —añadió el joven—, tal vez se ha dado ya principio a la insurrección, y no tendremos otro mérito que el de seguirla.

—¿Cómo es esto? —preguntaron simultáneamente Pedrito, Bonneville y el marqués.

—Hoy se han disparado algunos tiros en la feria de Montaigu.

—Y en este instante se oyen algunos hacia el vado del Boloña —dijo una voz desconocida y que salía del lado de la puerta, en cuyo umbral acababa de presentarse un nuevo personaje.