OS dos jóvenes, a quienes el marqués de Souday había hecho pasar delante de él, detuviéronse en el umbral del comedor. El aspecto que presentaba este era formidable. En su centro se alzaba, como las ciudadelas antiguas que dominaban toda la ciudad, un majestuoso pastel de jabalí y corzo; un sollo[25] de unas quince libras, tres o cuatro gallinas adobadas, una verdadera torre de Babel de chuletas y una pirámide de gazapillos en salsa, flanqueaban aquella ciudadela por los cuatro puntos cardinales; y como quiera que, para servir de puestos avanzados, la cocinera del señor de Souday los había rodeado de una doble hilera de platos, que se tocaban unos con otros y que guarnecían las inmediaciones de viandas de todas clases, tales como principios, intermedios, legumbres, ensaladas, frutas y conservas, casi amontonado todo y agrupado con una confusión poco pintoresca, pero llena no obstante de encantos para aquellos, cuyo apetito había abierto el excitante aire de los bosques de la comarca de Mauges.
—¡Caramba! —exclamó Pedrito retrocediendo, como hemos dicho, a la vista de aquellas vituallas—; a la verdad, señor de Souday, tratáis con demasiados cumplidos a unos pobres campesinos como nosotros.
—Nada tengo que ver con esto, amigo mío, nada absolutamente, y, por lo tanto, no debéis agradecérmelo ni quejaros conmigo; esto es cosa de mis hijas; pero, de cualquier modo creo ocioso deciros que me consideraré dichoso si honráis mi mesa.
Y así diciendo, el marqués hizo pasar delante de él a Pedrito, para que fuera a tomar asiento en aquella mesa a la cual parecía que temía aproximarse. Pedrito cedió a la presión, pero no sin hacer antes toda clase de protestas.
—No me atrevería a asegurar que voy a corresponder dignamente a lo que de mí esperáis, señor marqués —dijo el joven—; porque, os lo confieso con franqueza, soy poco gastrónomo.
—Comprendo —dijo el marqués—; estáis acostumbrado a platos más exquisitos. En cuanto a mí, como soy un verdadero campesino, prefiero a todas las golosinas de las grandes mesas los alimentos sustanciosos y cargados de salsas que reparan convenientemente las fuerzas del estómago.
—He oído discusiones muy graves respecto a este asunto entre el rey Luis XVIII y el marqués de Avaray.
El conde de Bonneville tocó a Pedrito con el codo.
—¿Habéis conocido al rey Luis XVIII y al marqués de Avaray? —preguntó el señor de Souday, en el colmo de la admiración y mirando fijamente a Pedrito, como para asegurarse de que este no se burlaba de él.
—En mi infancia, sí mucho —repuso con la mayor sencillez Pedrito.
—¡Hum! —dijo el marqués—. ¡Enhorabuena!
Habíanse sentado alrededor de la mesa, y todos, inclusas Berta y María, comenzaron a atacar el formidable almuerzo. Pero por más que el marqués de Souday le ofreció uno después de otro todos los platos que llenaban la mesa, Pedrito se negó a probarlos y dijo que, si su huésped lo tenía a bien, se contentaría con una taza de té y un par de huevos frescos, puestos por las gallinas que había oído cacarear alegremente aquella madrugada.
—Por lo que hace a los huevos frescos —repuso el marqués—, será cosa fácil, y María irá a buscarlos enseguida al gallinero para que estén calientes aún; pero, en cuanto al té, dudo que lo haya en casa.
María no había esperado a que le dieran el encargo que su padre quería confiarle, para levantarse y disponerse a salir; pero al oír la duda que el marqués manifestaba respecto del té, se detuvo tan confusa como aquel. Era indudable que no había té en el castillo.
Pedrito vio la confusión de sus huéspedes.
—¡Oh! —dijo—, no os molestéis; el señor Bonneville tendrá la bondad de ir a buscar en mi neceser un poco de té, pues como me he acostumbrado a tomarlo, lo llevo siempre conmigo a donde quiera que voy.
Y, al decir esto, entregó al conde de Bonneville una llavecita, que sacó de un manojo colgado de una cadena de oro. El conde de Bonneville apresuróse a salir por un lado, mientras que María lo hacía por el otro.
—¡Lléveme el diablo! —exclamó el marqués, engullendo un pedazo de carne de venado—, sois una verdadera mujercilla, amigo mío; y a no ser por la opinión que habéis expuesto hace poco, y que yo encuentro demasiado profunda para haber salido de una cabeza femenina, casi dudaría de vuestro sexo.
—¡Bah! —repuso—, ya veréis cómo me porto, cuando nos encontremos frente a frente los soldados de Felipe, señor marqués, y entonces espero que rectificaréis la mala opinión que ahora habéis formado de mí.
—¡Cómo!, ¿seréis de los nuestros? —interrogó el marqués, cada vez más admirado.
—Así lo espero —respondió el joven.
—Y yo os aseguro que le veréis siempre a mi lado —dijo Bonneville, entrando otra vez y devolviendo a Pedrito la llave que este le había dado.
—Mucho me alegraré de ello, amigo mío —dijo el marqués—; pero esto no me extrañará lo más mínimo, pues creo que Dios no ha dado el valor a medida del cuerpo, y durante la gran guerra vi a una de las señoras que seguían a Charette, tirar pistoletazos con un arrojo sin igual.
En aquel instante, volvió a entrar María, llevando en una mano la tetera y en la otra un plato con un par de huevos.
—Gracias, hermosa niña —dijo Pedrito con un tono de galante protección, que no pudo menos de recordar al señor de Souday los nobles de la antigua Corte—; perdonadme el que os haya ocasionado tanta molestia.
—Hace un instante hablabais de Su Majestad Luis XVIII y de sus opiniones culinarias —dijo el marqués—, y en efecto he oído decir muchas veces que era muy delicado en materia de comida.
—Es cierto —dijo Pedrito—; Su Majestad tenía una manera especial de comer los hortelanos y las chuletas.
—Sin embargo, me parece que no puede haber dos maneras de comerlas —dijo el marqués de Souday, clavando el diente a una chuleta.
—Y es el que vos ponéis en práctica, ¿no es verdad, señor marqués? —preguntó riendo Bonneville.
—¡Sí, a fe mío! En cuanto a los hortelanos, cuando Berta y María se dedican por capricho a la caza menor, y traen, no precisamente aquellos pájaros, sino alondras y becafigos, los tomo por el pico, les echo un poco de sal y pimienta y me los meto enteros en la boca, cortándoles con los dientes el pico al nivel de los ojos. De este modo son magníficos, y uno es capaz de comerse dos o tres docenas.
Pedrito lanzó una carcajada. Las palabras del marqués le recordaban el cuento de aquel suizo de la guardia real, que había apostado comerse de una sola vez un becerro de seis semanas.
—He hecho mal en decir que Luis XVIIII tenía una manera especial de comer los hortelanos y las chuletas —respondió—; mejor hubiera dicho un modo de hacerlos cocer, y así habría sido más exacto.
—¡Diantre! —dijo el marqués—, creo que los hortelanos se cuecen en el asador y las chuletas en las parrillas.
—Es cierto —dijo Pedrito, que se complacía visiblemente con aquellos recuerdos—, pero Su Majestad Luis XVIII había perfeccionado la materia. En cuanto a las chuletas, el repostero mayor de las Tullerías hacía que cocieran entre otras dos las que debían tener el honor de ser comidas por el rey, como decía él, de manera que la del medio se cociera con el jugo de las otras. Lo mismo hacía con los hortelanos: los que debían tener el honor de ser comidos por Su Majestad, los metía dentro de un tordo, que a su vez era metido dentro de una becada. Cuando el hortelano se hallaba cocido, la becada no podía comerse; pero el tordo era excelente y el hortelano magnífico.
—A la verdad —dijo el marqués de Souday, recostándose en el respaldo de su asiento y contemplando a Pedrito en el colmo de la admiración, cualquiera que os oyera diría que habéis presenciado las proezas del buen Luis XVIII.
—Y las he presenciado, en efecto —repuso aquel.
—¿Luego teníais un empleo en la Corte? —preguntó riendo el marqués.
—Era paje —contestó el joven.
—¡Ah!, esto me lo explica todo —dijo el marqués—. ¡Voto a…!, mucho habéis visto para ser tan joven.
—Sí —respondió Pedrito, dando un suspiro—; demasiado.
Las dos hermanas dirigieron una mirada profundamente simpática al joven. En efecto, después de un atento examen, cualquiera hubiera dicho que Pedrito tenía más edad de la que a primera vista representaba, y que la desgracia había impreso en su semblante sus profundas huellas.
El marqués intentó dos o tres veces reanudar la conversación; pero Pedrito, sumido en sus pensamientos, parecía haber dicho ya cuanto tenía que decir, y bien fuese que no oyera las diversas teorías que el marqués desarrollaba sobre la carne de volatería y la de montería y acerca de las diferencias que existían entre la caza de bosque y la de corral, bien que no considerase oportuno aprobarlas o refutarlas, es lo cierto que guardó un obstinado silencio. Esto no obstante, cuando se levantaron de la mesa, el marqués de Souday, a quien la satisfacción de su apetito había vuelto muy expansivo, hallábase encantado de su joven amigo. Volvieron todos al salón; pero en lugar de reunirse con las dos hermanas, con el conde de Bonneville y con el marqués alrededor de la chimenea, donde ardía una lumbre que demostraba que, gracias a la proximidad del bosque, había abundancia de leña en el castillo, Pedrito, inquieto o pensativo, se dirigió en derechura a la ventana y apoyó la frente en los cristales.
Al cabo de un momento y cuando el marqués de Souday dirigía al conde de Bonneville un sin fin de cumplidos acerca de su joven compañero, el nombre del conde, pronunciado con voz breve y acento imperativo, le hizo estremecer. Era Pedrito que le llamaba.
Bonneville se volvió apresuradamente, y corrió, mejor que fue a donde se hallaba el aldeano. Durante algunos momentos este le habló en voz baja y cual si le diera órdenes. A cada frase de las que pronunciaba Pedrito, Bonneville se inclinaba en forma de asentimiento, y cuando aquel hubo concluido, este tomó el sombrero, saludó y salió.
Pedrito se adelantó entonces hacia el marqués.
—Señor de Souday —le dijo—, acabo de asegurar al conde de Bonneville que no os desagradaría que tomara uno de vuestros caballos para ir a todos los castillos de las cercanías con el objeto de citar para esta noche en el vuestro a los mismos con quienes tan disgustado os mostrabais esta mañana. Sin duda, les encontrará reunidos aún en San Filiberto, y por esta razón le he mandado que se diera prisa.
—Pero —dijo el marqués—, tal vez algunos de esos señores me guarden rencor por el modo cómo esta mañana les he hablado, lo que quizá sea motivo para que encuentren alguna dificultad en venir a mi casa.
—Una orden decidirá a aquellos para quienes una invitación no sea bastante.
—¿Una orden de quién? —interrogó admirado el marqués.
—De la duquesa de Berry, de la cual el señor de Bonneville ha recibido amplias facultades. ¿Acaso —preguntó Pedrito, con cierta perplejidad— teméis que semejante reunión en el castillo de Souday tenga funestas consecuencias para vos y vuestra familia? Si es así, marqués, decid una sola palabra; el conde de Bonneville no ha partido aún.
—¡Voto al chápiro! —exclamó el marqués—, que parta, y al galope, aun cuando deba reventar mi mejor caballo.
Apenas había pronunciado el marqués estas palabras, que, como si las hubiese oído y aprovechase el permiso que se le daba, el conde de Bonneville cruzaba a escape por delante de las ventanas del salón, y atravesando la puerta cochera se lanzaba en dirección a San Filiberto.
El marqués encaminóse a la ventana de enfrente para seguirle más tiempo con la vista, y no se volvió hasta que hubo desaparecido completamente.
Entonces buscó con los ojos a Pedrito; pero este había desaparecido, y cuando el marqués preguntó por él a sus hijas, estas le contestaron que se había ausentado, diciendo que subía a su aposento para escribir algunas cartas.
—¡Diantre de muchacho! —murmuró el marqués.