L día siguiente de haber llegado el conde de Bonneville y su compañero al castillo de Souday, el marqués había regresado de su expedición, o mejor dicho, de su conferencia. Al apearse del caballo, el buen hidalgo manifestó un humor endemoniado; reprendió a sus hijas, que no habían ido a recibirle, a lo menos hasta la puerta; echó pestes contra Juan Oullier, que se había tomado la libertad de ir a la feria de Montaigu sin su permiso, y regañó a la cocinera, que, en ausencia de su mayordomo, había ido a tenerle el estribo, y que en vez de asir la correa de la derecha, tiraba con todas sus fuerzas de la de la izquierda, lo cual obligó al marqués a apearse por el lado opuesto a las gradas del castillo.
Al penetrar en el salón, el señor de Souday continuó manifestando su cólera con monosílabos tan enérgicos, que por muy habituadas que Berta y María estuviesen al lenguaje libre que se permitía su padre, no sabían qué aspecto guardar. En vano pusieron en juego sus más dulces caricias para desarrugar el sombrío ceño del marqués, pues no pudieron conseguirlo; aquel siguió golpeándose las botas con el látigo que tenía en la mano, mientras se calentaba los pies en la chimenea, y parecía muy disgustado de que las tales botas no fuesen algunos sujetos a quienes nombraba, dirigiéndoles los más ofensivos epítetos. Evidentemente, el marqués estaba furioso.
En efecto, hacía algún tiempo que se fastidiaba de los placeres de la caza y que se había sorprendido a sí mismo bostezando al jugar el whist acostumbrado. Los goces de un hombre ilustre le parecían insípidos, y la mansión de Souday nauseabunda. Al mismo tiempo y por una singular contraposición, hacía diez años que sus piernas no habían tenido tanta elasticidad, ni respirado tan fácilmente su pecho, ni mostrádose tan activa su imaginación. El marqués entraba en ese período de la vida en que el espíritu despide un resplandor más vivo antes de palidecer pasa siempre, al mismo tiempo que su cuerpo reúne todas sus fuerzas como si se preparara para la postrera lucha; y encontrándose más fuerte y mejor dispuesto que no lo había estado en muchos años, cansado del estrecho círculo en que le encerraban sus ocupaciones ordinarias, que no bastaban para él, y sintiéndose poco a poco presa del fastidio, había pensado que una nueva guerra sentaría perfectamente a su nueva juventud, no dudando ni un momento que en la vida agitada de la campaña volvería a hallar las gratas fruiciones cuyo solo recuerdo endulzaba su existencia.
En consecuencia, el marqués de Souday acogió con entusiasmo la noticia de un próximo levantamiento, y una conmoción política de aquella clase llegada a tiempo le probaba una vez más lo que ya había supuesto con bastante frecuencia en su plácido e ingenuo egoísmo, a saber, que el mundo entero había sido creado y se movía para la más completa satisfacción de un hidalgo tan digno como él. Pero había encontrado en sus correligionarios políticos una tibieza y un deseo de demorar toda manifestación, que le había exasperado: unos pretendían que el espíritu público no estaba preparado, otros decían que era imprudente intentar cosa alguna sin estar seguros de que el ejército les ayudaría, otros suponían que el entusiasmo religioso y político de los campesinos se había enfriado extraordinariamente y que sería difícil conducirles al combate, y el heroico marqués, que no podía comprender que la Francia entera no estuviese dispuesta cuando una nueva campaña le parecía a él un pasatiempo de todo punto agradable, cuando Juan Oullier le había limpiado su mejor carabina y cuando sus hijas le habían bordado una banda y un corazón de color de sangre, habíase separado bruscamente de sus amigos, regresando a su castillo sin querer escuchar una palabra más.
María, que sabía hasta qué punto respetaba su padre las tradiciones hospitalarias, aprovechó el mal humor que mostraba el digno hidalgo para anunciarle cariñosamente la presencia del conde de Bonneville en el castillo de Souday, esperando así calmar el enojo que manifestaba el irascible anciano.
—¿Bonneville? —murmuró el marqués de Souday—, ¿quién es ese Bonneville?, algún hidalguillo o algún abogado; alguno de esos oficiales a quienes han dado la charretera sin saber cómo ni por qué, o algún valentón de los que todo lo matan con la lengua; quizás algún pisaverde que querrá probarnos que es menester esperar y dejar que Felipe pierda su popularidad, como si, dado caso que la popularidad sea precisa, no fuese mucho más sencillo y más fácil conquistársela a nuestro rey.
—Ya veo que el señor marqués está en favor de una pronta sublevación —dijo una voz dulce y débil junto al señor de Souday.
Volvióse este y vio a un joven de pocos años, vestido de aldeano, que, apoyado como él en la chimenea, se calentaba también los pies en el hogar. El desconocido había entrado, sin hacer el menor ruido, por una puerta lateral; y el marqués, que, por otra parte, le daba la espalda cuando entró, en el ardor de sus imprecaciones no había hecho caso alguno de las señas con que sus hijas trataban de avisarle la presencia de uno de sus huéspedes. Pedrito, pues no era otro el recién llegado, aparentaba de dieciséis a dieciocho años; pero era tan delgado y débil, que su aspecto no correspondía a aquella edad. Su rostro era pálido, y los largos bucles de cabellos negros que lo rodeaban, hacían resaltar más aún su blancura; sus grandes ojos azules acusaban una extraordinaria inteligencia; sus labios delgados y ligeramente hundidos en los ángulos, se animaban con una sonrisa maliciosa; su barba muy prominente indicaba una fuerza de voluntad poco común; por último, su nariz ligeramente aguileña completaba una fisonomía cuya distinción contrastaba notablemente con su traje.
—El señor Pedrito —dijo Berta tomando la mano del recién llegado y presentándole a su padre.
El marqués hizo una profunda reverencia, a lo cual correspondió el joven aldeano con uno de los más graciosos saludos. El traje y el nombre de Pedrito sólo llamaban medianamente la atención del antiguo emigrado, pues la gran guerra habíale acostumbrado a ver que las personas de ilustre cuna trataban de ocultar bajo un apodo y un disfraz cualquiera su nobleza y calidad; pero lo que le preocupaba sobre todo era la excesiva juventud de su huésped.
—Las señoritas de Souday me han dicho, caballero, que anoche tuvieron la dicha de poderos servir de alguna utilidad a vos y a vuestro amigo el señor conde de Bonneville; esto me hace lamentar doblemente el haberme hallado ausente de mi casa, pues a no ser por el desagradable viaje que esos señores me han hecho hacer, hubiera tenido el honor de abriros personalmente las puertas de mi pobre castillo; pero, en fin, confío en que esas bachilleras habrán comprendido que tenían el deber de reemplazarme convenientemente, y que no habrán perdonado ninguno de los medios que nuestra mediana posición nos ofrece para haceros soportable esta incómoda vivienda.
—Siendo ejercida por tan graciosas intermediarias, vuestra hospitalidad debía ser mejor por precisión —repuso galantemente Pedrito.
—¡Hum! —dijo el marqués sacando el labio superior—, en otros tiempos hubieran podido dedicarse a proporcionar alguna distracción a sus huéspedes, pues Berta sabe desviar como nadie un jabalí, y María, por su parte, no tiene quien le iguale a conocer los cercados que frecuentan las becadas; pero, dejando a parte cierta perfección en el whist, que me deben a mí, las considero absolutamente impropias para hacer los honores de un salón, lo que es tanto más de sentir en cuanto nos vemos obligados a permanecer algún tiempo frente a frente con los tizones —añadió el señor de Souday juntando los de su chimenea con un puntapié que demostraba que aún no le había abandonado su cólera.
—Creo que muy pocas damas de la Corte poseen tantas gracias y tanta distinción como estas señoritas, y os aseguro que ninguna reúne las cualidades a la nobleza de corazón y de sentimientos de que nos han dado pruebas vuestras hijas, señor marqués.
—¿La Corte? —dijo este con sorpresa y examinando a Pedrito.
Pedrito se sonrojó, riendo como un actor que se pierde delante de un auditorio benévolo.
—Hablo por presunción, señor marqués —dijo con un embarazo excesivo para no ser ficticio—, y digo la Corte porque allí es donde por su nombre debieran estar vuestras hijas, y donde yo quisiera verlas.
El marqués de Souday avergonzóse de haber hecho sonrojar a su huésped, pues casi involuntariamente acababa de atentar al incógnito en que este quería permanecer, y su extremada cortesía se reprochaba amargamente aquella falta.
Pedrito se apresuró a tomar la palabra de nuevo.
—Cuando estas señoritas me han hecho el honor de presentarme a vos, os decía, señor marqués, que me parecíais ser de los que anhelan una pronta sublevación.
—Sí, ¡voto al chápiro!, bien, puedo confesároslo a vos que parecéis de los nuestros.
Pedrito inclinó la cabeza con un movimiento afirmativo.
—Sí, esta es mi opinión —continuó el marqués—; pero por más que diga y haga, no creerán al antiguo hidalgo cuyo cutis se ha abrasado con el terrible fuego que aniquiló este país desde mil setecientos noventa y tres a mil setecientos noventa y siete; se dará oídos a un hato de charlatanes, de abogados sin pleitos, de señoritos delicados que temen dormir al aire libre y desgarrarse el traje con las zarzas, de gallinas mojadas, de… —agregó el marqués volviendo a patalear de nuevo sobre los tizones, los cuales se vengaban lanzando millares de chispas sobre sus botas.
—Padre mío —dijo dulcemente María, que había reparado en la sonrisa que se escapaba a Pedrito—, padre mío, calmaos.
—No, no me calmaré —repuso el fogoso anciano—. Todo estaba dispuesto; Juan Oullier me había asegurado que mi división ardía en entusiasmo, y he aquí que del catorce de mayo se nos ha aplazado para las calendas griegas[23].
—Paciencia, señor marqués —repuso Pedrito—, ya llegará la hora.
—¡Paciencia!, ¡paciencia!, esto es fácil de decir para vos —exclamó suspirando el marqués—, pues sois joven y aún tenéis tiempo; pero ¿quién sabe si Dios me dará aún vida suficiente para ver desplegar la antigua bandera por la cual he combatido con tanta alegría?
La queja del anciano conmovió a Pedrito.
—Pero ¿acaso no habéis oído decir como yo, señor marqués —le preguntó—, que la insurrección sólo se había demorado por la incertidumbre en que se estaba de que hubiese llegado la princesa?
Estas palabras parecieron aumentar el mal humor del marqués.
—Dejadme en paz, joven —dijo este con acento profundamente irritado—. ¿Creéis que no conozco esta antigua farsa?, ¿acaso durante cinco años que he peleado en la Vendée, han cesado de prometernos la llegada de esa espada real que debía reunir en torno suyo todas las ambiciones?, ¿por ventura, no era yo de los que el dos de octubre aguardaban al conde de Artois en Ile-Dieu? En mil ochocientos treinta y dos no veremos a la princesa, como en mil setecientos noventa y seis no vimos al príncipe; pero esto no impedirá que me haga matar por ellos.
—Señor marqués de Souday —dijo Pedrito con voz singularmente conmovida—, os juro que aun cuando la duquesa de Berry no hubiese tenido a su disposición más que una cáscara de nuez, habría atravesado el mar para venir a vengarse a la sombra de la bandera que Charette llevaba con valiente y noble mano; os juro que vendrá, sino a triunfar, a lo menos a morir con los que se levantarán para defender los derechos de su hijo.
El acento de Pedrito tenía una energía tal, y era tan extraño que semejantes palabras saliesen de la boca de un aldeano de dieciséis años, que el marqués de Souday contempló a su interlocutor con profunda sorpresa.
—¿Quién sois, pues —le dijo cediendo a su admiración—, quién sois, pues, para hablar así de las resoluciones de Su Alteza Real y comprometeros por ella, joven, o mejor niño?
—Creí, señor marqués, que al presentarme a vos las señoritas de Souday me habían hecho el honor de deciros mi nombre.
—Es cierto, señor Pedrito —dijo confuso el marqués—; os pido mil perdones. Pero —continuó, dirigiéndose con mayor interés a su interlocutor, al cual suponía hijo de algún personaje—, ¿sería indiscreto preguntaros vuestra opinión acerca de la oportunidad de la toma de armas? A pesar de ser muy joven, habláis tan razonablemente, que no os ocultaré mi deseo de conocerla.
—Os comunicaré con tanto mayor gusto mi opinión, en cuanto se parece mucho a la vuestra.
—¡De veras!
—Mi parecer, si puedo permitirme manifestarlo…
—¿Y por qué no? Comparado con esos necios señores a quienes he oído hablar esta noche, me parecéis uno de los siete sabios de Grecia.
—Sois demasiado indulgente, señor marqués. Opino, pues, que es muy sensible que no hayamos podido salir de nuestros chiribitiles[24] la noche del trece al catorce de mayo, como estaba convenido.
—Lo veis… ¿Qué les decía yo? ¿Cuáles son las razones en que os apoyáis?
—Helas aquí. Los soldados estaban acantonados en la aldea, alojados en las casas de los habitantes, dispersados, apartados unos de otros, sin dirección y sin bandera; nada era más fácil que sorprenderles y desarmarles en el primer momento de la sorpresa.
—Es muy cierto; pero ¿ahora?
—Hace dos días que se ha dado orden de evacuar los pequeños cantones, de estrechar la red militar que cubre el país, y de agruparse, no ya por compañías, sino por batallones y regimientos. Al presente necesitamos una batalla campal para alcanzar el resultado que antes hubiéramos logrado con una noche de sueño.
—Estas razones son concluyentes —exclamó con entusiasmo el marqués—; ¡lo que me aflije es que entre las treinta y seis razones que he dado a mis adversarios no he pensado en esta! Pero —prosiguió—, ¿estáis seguro de que se ha dado a las tropas la orden que decís?
—Segurísimo, caballero —repuso Pedrito con la expresión más modesta que pudo dar a su fisonomía.
El marqués miró estupefacto a su huésped.
—Es sensible —dijo—, muy sensible; en fin, como decíais, mi joven amigo —permitidme que os dé este título—, lo mejor es tener paciencia y esperar que la nueva María Teresa venga a rodearse de sus nuevos húngaros, bebiendo entretanto a la salud de su real hijo y de la bandera inmaculada. Para esto sería preciso que estas señoritas se ocupasen de nuestro desayuno, toda vez que Juan Oullier se halla ausente por no haber faltado quien se haya permitido enviarle a Montaigu sin orden mía —agregó dirigiendo una mirada algo colérica a sus hijas.
—Yo soy quien le he enviado —dijo Pedrito con un acento cuya cortesía no carecía de firmeza—, y os pido que me dispenséis el que haya dispuesto así de uno de vuestros servidores; pero urgía saber a qué atenernos acerca de los aldeanos reunidos en la feria de Montaigu.
La voz dulce y suave del joven tenía un acento de seguridad natural tan grande y vibraba en ella una conciencia tal de la superioridad del que hablaba, que el marqués quedó cortado; y recordando interiormente todos los personajes ilustres a quienes había conocido en otra época, para adivinar de cuál sería hijo aquel joven, sólo pudo balbucear algunas palabras manifestando su conformidad.
En aquel momento entró en el salón el conde de Bonneville. Pedrito, en su calidad de conocido antiguo del marqués, reclamó la honra de presentar él mismo su amigo a su huésped. La fisonomía abierta, franca y alegre del conde sedujo en seguida al marqués de Souday, encantado ya de su joven compañero. Así es que, abandonando su mal humor, juró no pensar más en la cobardía de sus futuros compañeros de armas, y al invitar a sus huéspedes a que pasaran al comedor, se prometió hacer uso de toda su habilidad para obtener del conde de Bonneville que vendiera el incógnito de Pedrito.
En esto, volvió a entrar María y anunció a su padre que el almuerzo estaba servido.