XXIV

LLAMADO por el silbido que hemos dicho, Guérin llegó a donde estaba Juan Oullier, y encontró a este vacilando. He aquí la causa.

El Salto de Baugé es un pantano sobre el cual sube casi perpendicularmente el camino que conduce a Souday, que es uno de los tajos más escarpados de aquel montuoso bosque. La columna de soldados debía cruzar ante todo el pantano y subir después aquella rápida pendiente. Juan Oullier había llegado al punto en que el camino se extiende por medio de fajinas a través del pantano para subir luego a la colina. Ya hemos dicho que, al llegar allí, había silbado, y que Guérin le encontró meditando.

—¿En qué piensas? —le preguntó Guérin.

—Pienso —respondió Juan Oullier—, que quizás valdría más situarnos aquí que en la encrucijada de Ragots.

—Tanto más —observó aquel—, cuanto que hay una carreta detrás de la cual podríamos emboscarnos.

Juan Oullier, que no lo había visto o que no había fijado en él la atención, examinó el objeto que le indicaba su compañero. Era un pesado vehículo cargado de leña que sus conductores habían abandonado durante la noche al lado del pantano, sin duda porque, sorprendidos por la oscuridad, no habían osado aventurarse en el estrecho camino que atravesaba a manera de puente aquel cenagal.

—Tengo una idea —dijo Juan Oullier mirando alternativamente la carreta y la colina, que se alzaba como una sombría muralla al otro lado del pantano—, pero sería necesario que…

Y Juan Oullier miró en torno suyo.

—¿Qué sería menester?

—Que llegasen los nuestros.

—Helos aquí —repuso Guérin—. Mira, aquí está Patry, los dos hermanos Gambier, la gente de Vicillevique y José Picaut.

Juan Oullier volvió la cabeza para no ver a este último. Los chuanes llegaban, en efecto, de todos lados, saliendo uno de detrás de cada matorral. Pronto estuvieron reunidos todos.

—Amigos míos —les dijo Juan Oullier—, desde que la Vendée es Vendée, es decir, desde que está peleando, nunca se han visto sus hijos más obligados que hoy a demostrar su valor y su fe; creo que, si no detenemos a los soldados de Luis Felipe, va a sobrevenir una gran desgracia; una desgracia tal, hijos míos, que bastará para ofuscar toda la gloria de que se ha cubierto nuestro país. En cuanto a mí, estoy completamente decidido a perder la vida en el Salto de Baugé, antes que permitir que esta infernal columna vaya más lejos.

—¡Nosotros también, Juan Oullier! —exclamaron todos a una voz.

—¡Bien! No esperaba menos de los que me han seguido desde Montaigu para librarme, y que lo han logrado. Veamos, para empezar, ¿rehusaríais ayudarme a llevar esta carreta a lo alto de la cuesta?

—Probemos —dijeron los vendeanos.

Juan Oullier se puso a su cabeza, y el pesado carruaje, que unos empujaban por detrás, mientras ocho o diez lo tiraban por las varas, atravesó sin estorbo el pantano y fue subido, mejor que arrastrado, a lo alto de la escarpa. Cuando Juan Oullier lo hubo calzado con piedras, de modo que no volviese a bajar por sí solo y arrastrado por su propio peso aquella pendiente que tanto le había costado subir:

—Ahora —dijo—, vais a emboscaros a ambos lados del pantano, la mitad a la derecha y la otra mitad a la izquierda, y cuando llegue el momento, es decir, cuando yo grite: ¡Fuego! Dispararéis. Si los soldados se vuelven y os persiguen, batíos en retirada poco a poco hacia el lado de Grandlieu, siempre de modo que los llevéis en vuestra persecución y dejando libre a Souday, a donde quieren llegar. Si, por el contrario, continúan su camino a escape, entonces iremos a aguardarles, cada uno por nuestro lado, a la encrucijada de Ragots, y allí será donde necesitaremos mantenernos firmes y morir en nuestros puestos.

Los chuanes fueron a situarse a ambos lados del pantano, y Juan Oullier volvió a quedarse solo con Guérin. Entonces se tendió, aplicando el oído al suelo.

—Se acercan —dijo—; siguen el camino de Souday como si lo conocieran. ¿Quién diablos puede guiarles si Pascual Picaut ha muerto?

—Sin duda, hallarían en el cortijo algún aldeano a quien habrán obligado a que les acompañe.

—Entonces, será necesario privarles también de él cuando hayan llegado al interior del bosque de Machecoul. Sin guía, no volverá ni uno a Montaigu.

—¡Calla!, ¿no tienes armas, Juan Oullier?

—Tengo una —repuso el vendeano—, que hará caer más soldados que tu carabina; y si todo va como yo espero, dentro de diez minutos no faltarán fusiles en el Salto de Baugé.

Al terminar estas palabras, Juan Oullier púsose de pie, y subiendo la pendiente, que había bajado para hacer tomar a sus hombres la posición conveniente, se acercó a la carreta. Ya era tiempo, pues cuando acababa de llegar a lo alto, oyó en la pendiente opuesta el ruido de las piedras que rodaban bajo los cascos dé los caballos, y vio dos o tres chispas que estos hacían brotar de los guijarros con las herraduras.

—Ve en seguida a reunirte con nuestra gente —dijo Guérin—, yo me quedo aquí.

—¿Para qué?

—Pronto lo verás.

Guérin obedeció. Juan Oullier deslizóse bajo la carreta y esperó. Apenas Guérin había ocupado su puesto junto a sus compañeros, cuando les dos cazadores que iban de vanguardia estuvieron a orillas del pantano.

—¡Derecho siempre! —gritó una voz enérgica, aunque con acento femenino—. ¡Derecho siempre!

Los dos cazadores internáronse en el pantano, y gracias al camino trazado por las fajinas, lo atravesaron sin ningún percance, después de lo cual empezaron a subir la cuesta, acercándose cada vez más a la carreta y, por lo tanto, a Juan Oullier. Cuando sólo distaron veinte pasos de él, este se deslizó bajo la Carreta, y agarrándose con las manos al eje y con los pies a la barra delantera, permaneció completamente inmóvil. Pronto llegaron los dos cazadores de vanguardia a la altura del vehículo, que examinaron atentamente desde sus caballos; pero no viendo en él nada que pudiera despertar su desconfianza, siguieron su camino.

El cuerpo de la columna llegaba entonces al borde del pantano. La viuda pasó delante, precediendo al general y tras este los cazadores, en pos de los cuales pasaron los granaderos, atravesándolo en este orden; pero en el momento que llegaban al pie de la pendiente, un ruido semejante al estallido del trueno partió de lo alto de la cuesta que iban a subir los soldados, la tierra se estremeció bajo sus pies, y una especie de alud bajó la cumbre de la colina con la rapidez del rayo.

—¡Apartaos! —gritó el general con voz que dominó aquel espantoso ruido.

Y asiendo a la viuda por el brazo, clavó las espuelas en los ijares de su caballo, que dio un salto y se lanzó a los matorrales. El general había pensado ante todo en su guía, pues entonces era lo que más necesitaba. Él y su guía se habían salvado. Pero la mayor parte de los soldados no tuvieron tiempo de cumplir la orden de su jefe: sorprendidos por el ruido extraño que oían, no sabiendo con qué nuevo enemigo tenían que habérselas, cegados por la oscuridad y comprendiendo que estaban rodeados de peligros, permanecieron en medio del camino, y la carreta, pues era esta la que Juan Oullier había lanzado en el declive, cayó en medio de ellos y los dividió como hubiera podido hacerlo un enorme proyectil, matando a los que se encontraban bajo sus ruedas e hiriendo a cuantos alcanzaba con sus pedazos.

Un instante de estupor siguió a aquella catástrofe; pero esta nada pudo en el general, que gritó con voz firme:

—¡Adelante, soldados!, ¡adelante!, y salgamos de este atolladero.

Pero, simultáneamente, una voz, no menos firme que la del general, gritó también:

—¡Fuego!, muchachos.

Brilló un relámpago en cada matorral del pantano, y una lluvia de balas fue a caer sobre la pequeña columna.

La voz que había mandado el fuego se había dejado oír delante de esta, y los disparos se efectuaron detrás; el general, tan astuto como Juan Oullier, comprendió la estratagema: tratábase de apartarle de su camino.

—¡Adelante! —gritó—; no perdáis tiempo en contestar. ¡Adelante!, ¡adelante siempre!

La tropa adelantó a la carrera, y a pesar de los disparos, llegó a lo alto de la colina. Al mismo tiempo que el general y los soldados ejecutaban esta operación, Juan Oullier, ocultándose detrás de los matorrales, descendía rápidamente la colina y se reunía con sus compañeros.

—¡Bravo! —le dijo Guérin—. ¡Ah!, si hubiésemos tenido tan sólo diez brazos como los tuyos y algunas carretas de leña como esta, a estas horas nos hallaríamos libres de esos malditos soldados.

—¡Bah! —respondió Juan Oullier—, yo no estoy tan satisfecho como tú, pues esperaba que retrocedieran, y me parece que siguen su camino. ¡A la encrucijada de Ragots, pues, tan de prisa como sea posible!

—¿Quién dice que los soldados continúan su marcha? —preguntó una voz.

Juan Oullier aproximóse al punto de donde había salido aquella voz, y reconoció a José Picaut que, con una rodilla en el suelo y la escopeta al lado, vaciaba escrupulosamente los bolsillos de tres soldados que el enorme proyectil de Juan Oullier había aniquilado. El guardabosque volvió la cabeza con repugnancia.

—Escucha a José —le dijo Guérin, habiéndole al oído— porque ve de noche como un gato, y sus consejos no son de despreciar.

—Yo digo —prosiguió José Picaut, guardando su botín en una alforja de cuero que llevaba siempre consigo—, yo digo que desde que han llegado a lo alto de la montaña no se han movido. ¿Acaso estáis sordo para no oír que patalean allá arriba como un rebaño de carneros en su coto? Si vosotros no lo oís, yo sí.

—Convendría asegurarse de ello —dijo Juan Oullier a Guérin, evitando de este modo contestar a José.

—Tienes razón —respondió Guérin—; yo mismo voy.

Y, al decir esto, atravesó el pantano, se metió en el cañaveral y subió la mitad de la cuesta; una vez allí, se tendió en el suelo, arrastrándose como una serpiente a lo largo de las rocas, y deslizándose con tanto tiento por entre los matorrales, que estos se movían apenas. De este modo llegó hasta las dos partes de la colina.

Cuando sólo distó unos treinta pasos de la cumbre, en lugar de permanecer en la posición en que había avanzado, volvió a levantarse, puso su sombrero en la punta de una rama y la agitó por encima de su cabeza. Acto seguido, una bala, salida de la altura, hizo volar el sombrero de Guérin a veinte pasos de este.

—Tienes razón —dijo Juan Oullier, que oyó desde abajo el tiro—; pero ¿por qué renuncian a su proyecto? ¿Acaso les hemos matado el guía?

—No se lo hemos matado —repuso José Picaut con aire siniestro.

—¿Le has visto? —preguntó una voz, pues Juan Oullier parecía decidido a no dirigir la palabra a Picaut.

—Sí —contestó el chuán.

—¿Has podido reconocerle?

—Sí.

—Entonces —murmuró Juan Oullier, hablando consigo mismo—, esto es que no les aguardan las honduras, y que el aire de los pantanos les parece poco saludable; detrás de estas rocas están al abrigo de nuestras balas, y sin duda van a permanecer allí hasta que amanezca.

En efecto, como para justificar la palabra del vendeano, viéronse brillar en lo alto de la colina algunas luces pálidas al principio, pero que fueron avivándose paulatinamente hasta convertirse en cuatro o cinco hogueras, cuyo sangriento fulgor iluminaba los secos matorrales que brotaban en los intersticios del peñasco.

—Es muy extraño, si aún tienen el guía —dijo Juan Oullier—. En fin, puede ser, y como si cambian de idea deben pasar de todos modos por la encrucijada de Ragots…

Juan Oullier miró en torno suyo, y viendo a Guérin que había vuelto a su lado:

—Irás allí con tu gente, Guérin —añadió.

—Está bien —dijo este.

—Si siguen su camino, ya sabes lo que has de hacer; pero, si por el contrario han establecido decididamente su campamento en el Salto de Baugé, dentro de una hora podrás dejarles tiritar tranquilamente alrededor de sus hogueras, pues será inútil atacarles.

—¿Por qué? —interrogó José Picaut.

Interpelado directamente como jefe, y sobre una orden que él había dado, Juan Oullier se vio en la precisión de contestar.

—Porque es un crimen exponer inútilmente la vida de los valientes.

—Decid sencillamente, Juan Oullier…

—¿Qué? —interrogó el guarda, interrumpiendo con viveza a José Picaut.

—Decid porque vuestros señores, los nobles a quienes servís, no tienen ya necesidad de ella, y así diréis la verdad.

—¿Quién dice que Juan Oullier ha mentido alguna vez? —preguntó el guardabosque, frunciendo el ceño.

—Yo —repuso José Picaut.

Juan Oullier apretó los dientes; pero se contuvo; parecía resuelto a no tener amistad ni pendencia con el presidiario.

—Yo —repitió este—; y que pretendo que no es por el cuidado de nuestras vidas por lo que queréis privarnos de aprovechar la victoria, sino porque sólo nos habéis hecho batir para impedir que los soldados saquearan el castillo de Souday.

—José Picaut —replicó con calma Juan Oullier—, aunque llevamos la misma divisa, ni seguimos igual camino ni nos proponemos el mismo fin. Yo siempre he pensado que, cualesquiera que fuesen sus opiniones, los hombres eran hermanos, y no me agrada ver derramar inútilmente la sangre de estos. En cuanto a mis relaciones con mis señores, siempre he mirado la humildad como la primera ley del cristiano, sobre todo cuando este es un pobre aldeano como vos y yo; por último, siempre he considerado la obediencia como el primer deber del soldado. Sé que no pensáis así; pero tanto peor para vos. En otras circunstancias quizás os hubiera hecho arrepentir de lo que acabáis de decir; pero en este instante no me pertenezco… ¡Dadle gracias a Dios!

—Pues bien —dijo burlándose José Picaut—, cuando volváis a perteneceros, ya sabéis dónde encontrarme, ¿no es cierto, Juan Oullier? No tendréis que buscarme mucho tiempo.

Luego, volviéndose a los aldeanos:

—Ahora, dijo —si alguno de vosotros piensa que es una locura esperar la liebre al paso, cuando puede agarrarse en la cama, que venga conmigo.

Y, hablando así, hizo un movimiento para alejarse.

Nadie se movió ni respondió siquiera. José Picaut, viendo el silencio general que acogía su proposición, hizo un gesto de cólera y se internó en la maleza. Juan Oullier tomó sus palabras por una fanfarronada y se contentó con encogerse de hombros.

—¡Vaya!, ¡vaya!, vosotros —dijo a los chuanes—, a la encrucijada de Ragots. ¡Vivo! Seguid el cauce del arroyo hasta el tallar de los Cuatro Vientos, y dentro de un cuarto de hora habréis llegado.

—¿Y tú, Juan Oullier? —interrogó Guérin.

—Yo corro a Souday —respondió el guarda—; quiero asegurarme de que Michel ha cumplido su encargo.

Los chuanes se alejaron obedientes, siguiendo, como les había indicado Juan Oullier, el cauce del arroyo. El guardabosque quedó solo. Durante algunos minutos escuchó el ruido del agua que los chuanes agitaban en su marcha; pero este ruido no tardó en confundirse con el de las pequeñas cascadas que formaban el arroyo. Juan Oullier volvió entonces la cabeza del lado de los soldados.

Las rocas en que se había detenido la columna formaban una pequeña cadena que iba de Oriente a Occidente, en dirección al castillo de Souday. Al Este, a unos doscientos pasos del paraje en que había tenido lugar lo que acabamos de referir, terminaba por una pendiente suave que iba a parar al arroyo, cuyo curso seguían los chuanes para dar la vuelta al campamento de los soldados; y por el Oeste se prolongaba como una media legua, siendo más escarpada, más alta y más árida a medida que avanzaba por la parte de Souday. Por este lado terminaba en un verdadero precipicio formado de enormes rocas perpendiculares, que avanzaban sobre el arroyo que corría por su pie.

Sólo una o dos veces en su vida, Juan Oullier se había atrevido a bajar el precipicio para ganar en velocidad al jabalí que los perros perseguían, lo cual había efectuado por un sendero perdido entre las matas de retama, que tenía escasamente un pie de ancho, conocido con el nombre de Camino de las Cabras. Sólo algunos cazadores conocían aquel sendero, y el mismo Juan Oullier lo había bajado con tantas dificultades y arrostrando tales peligros, que le parecía imposible que nadie pensara en pasar por allí de noche. Si el jefe de la columna enemiga quería continuar su movimiento agresivo contra Souday, debía, pues, seguir aquel camino y hallar por consiguiente a los chuanes por la encrucijada de Ragots, o tomar la pendiente practicable, es decir, retroceder y seguir el arroyo que los vendeanos acababan de subir. Pero el arroyo recibía a pocos pasos de distancia un aumento considerable, transformándose en un torrente rápido y profundo, cuyas orillas estaban llenas de zarzas que las hacían impenetrables. Así, pues, tampoco había ningún peligro que temer por aquel lado; no obstante, por una especie de presentimiento, Juan Oullier no estaba tranquilo, pues le parecía muy extraño que el general hubiese renunciado tan pronto a su propósito de ir a Souday.

En vez de alejarse, como había dicho, Juan Oullier miraba, pues, las alturas, con aire pensativo e inquieto, cuando le pareció que las hogueras se amortiguaban y que el fulgor que proyectaban en las rocas que les servían de abrigo, iba palideciendo gradualmente. No tardó en tomar su partido, lanzándose por el mismo camino que había seguido Guérin, y observando la misma táctica que este; sólo que en lugar de detenerse como él, al llegar a las dos terceras partes de la pendiente, continuó arrastrándose hasta que llegó al pie de los peñascos que coronaban la altura. Una vez allí, escuchó atentamente, pero nada oyó; levantóse entonces con tiento y miró por el intervalo que dejaban entre sí dos enormes rocas, pero nada vio. El paraje estaba desierto, las hogueras abandonadas, y las ramas de retama que habían servido para alimentarlas chisporroteaban solas, apagándose en medio del silencio. Juan Oullier trepó por un lado de las rocas, dejóse deslizar por el otro y llegó al sitio en que suponía a los soldados. Estos habían desaparecido. Entonces lanzó un grito terrible, grito de rabia llamando a sus compañeros, y con la ligereza del gamo perseguido por el cazador, se lanzó a lo largo de la cadena de rocas que iba en dirección a Souday. Ya era imposible dudar: el guía desconocido de José Picaut, había dirigido a los soldados por el lado del Camino de las Cabras.

Juan Oullier resbalaba sobre los peñascos medio ocultos por el musgo como otras tantas lápidas funerarias, tropezaba con las rocas de granito que se alzaban entre los matorrales a manera de centinelas avanzadas, y se enredaba los pies en las zarzas que le desgarraban las carnes; pero, por muchas que fuesen las dificultades que la naturaleza del terreno oponía a su marcha, en menos de diez minutos recorrió la colina en toda su extensión. Cuando hubo llegado a su extremo, subió un último montecillo que dominaba el valle, y descubrió a los soldados. Estos acababan de salvar el declive de la colina; contra lo que era de esperar, se habían aventurado en el Camino de las Cabras, y a la luz de las antorchas que habían encendido para alumbrarse, se les veía serpentear a lo largo del abismo. Juan Oullier asióse de la enorme piedra sobre la cual había subido, y la sacudió esperando removerla y hacerla rodar sobre sus cabezas; pero los esfuerzos de su loca rabia fueron impotentes, y una risa sarcástica contestó a las imprecaciones con que los acompañó. El vendeano volvió la cabeza, pensando que sólo Satanás podía reír de aquel modo, y vio a José Picaut.

—¡Y bien, Juan! —exclamó este, saliendo de una mata de retama—, me parece que mi escondite era mejor que el vuestro; sólo que me habéis hecho perder el tiempo, y he llegado demasiado tarde, lo cual podrá pesar a vuestros amigos.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Juan Oullier, mesándose los cabellos—; ¿quién ha podido llevarles por el Camino de las Cabras?

—La que les ha llevado —dijo José Picaut— no volverá a hacerlo ni por esté camino ni por ningún otro. Mírala bien ahora, Juan Oullier, si es que quieres verla viva.

Juan Oullier inclinóse de nuevo. Los soldados habían atravesado el arroyo y se reunían alrededor del general: en medio de ellos, a cien pasos apenas, pero separada de los dos hombres por un abismo, veíase una mujer con los cabellos desgreñados, que con el dedo indicaba al general el camino que debía seguir.

—¡Mariana Picaut! —exclamó Juan Oullier.

El chuán nada respondió, pero apoyó la culata de la escopeta en su espalda y tomó pausadamente la puntería. Juan Oullier se había vuelto al oír el ruido que hizo el gatillo al levantarse, y en el instante en que José Picaut iba a disparar, apartó bruscamente el cañón de la escopeta.

—¡Desgraciado! —le dijo—, a lo menos, déjale tiempo para sepultar a tu hermano.

El tiro salió y la bala fue a perderse en el espacio.

—¡Toma! —gritó furioso José Picaut, tomando la escopeta por el cañón y descargando con la culata un golpe terrible en la cabeza de Juan Oullier, que no esperaba semejante ataque—; ¡toma!, a los blancos como tú, les trato como si fueran azules.

A pesar de su fuerza hercúlea, el vendeano cayó primero sobre sus rodillas y después, no pudiendo siquiera mantenerse en aquella posición, rodó a lo largo del peñasco. En su caída trató de sostenerse con una mata de brezo que su mano había cogido instintivamente; pero, poco a poco, sintió que cedía bajo el peso de su cuerpo. Aun cuando se hallaba aturdido, Juan Oullier no había perdido por completo el conocimiento, y esperando que de un momento a otro se rompieran entre sus dedos las frágiles ramas que le sostenían sobre el abismo, encomendaba su alma a Dios, seguro de que iba a perecer. En aquel instante, oyó algunas detonaciones en el espacio, y a través de su mal cerrados párpados vio brillar algunas chispas. Creyendo que eran los chuanes que llegaban guiados por Guérin trató de gritar; mas le pareció que tenía la voz encerrada en el pecho y que no podía levantar la mano de hierro que contenía su respiración. Hallábase como preso de una espantosa pesadilla, y el dolor que le causaba la ansiedad que sentía era tan violento, que, olvidando el golpe que había recibido, le parecía que desde la frente le caía sobre el pecho un sudor sangriento. Poco a poco, las fuerzas le abandonaron, soltáronsele los dedos, aflojáronsele los músculos, y la angustia que experimentaba fue tanto más terrible, cuanto que le pareció que abandonaba las ramas que le sostenían en el espacio. Pronto se le figuró que una fuerza irresistible le atraía hacia el abismo, y sus manos abandonaron su último apoyo; pero en el instante mismo que esperaba oír el aire arremolinarse y silbar a su paso, cuando iba a sentir su cuerpo desgarrado por las agudas puntas de las rocas, un brazo vigoroso le agarró, transportándole a una pequeña plataforma que se extendía a pocos pasos del precipicio. ¡Se había salvado! Pero aquel brazo le sacudía demasiado brutalmente para ser de un amigo.