EJAMOS al barón Michel a punto de tomar una gran resolución, añadiendo que, cuando iba a tomarla, había oído ruido de pasos en el corredor, y que entonces se había echado en la cama con los ojos cerrados, pero con el oído atento. Aquellos pasos se habían alejado, volviendo a oírse un momento después delante de la puerta, sin detenerse. Así, pues, no eran los pasos de su madre, ni le buscaban a él. El Barón abrió de nuevo los ojos, y tomando una posición semivertical, se puso a reflexionar, sentado en la cama.
Sus reflexiones eran graves.
Era preciso romper con su madre, cuyos menores deseos eran leyes para él; renunciar a las ideas ambiciosas que aquella alimentaba para su hijo, y que, en algunas ocasiones, no habían dejado de seducir la vacilante imaginación de este; prescindir de los honores que la Monarquía de Julio prometía prodigar al joven millonario; lanzarse en un desatino que, indudablemente, debía de ser sangriento, en pos del cual vendría el destierro, la confiscación y la muerte, y que, no obstante, Michel conocía en su recto juicio que ningún resultado podría dar; era preciso todo esto a resignarse a olvidar a María. Preciso es decirlo: Michel reflexionó un momento, pero no vaciló. La obstinación es la primera consecuencia de la debilidad, que algunas veces la lleva hasta la fiereza. Por otra parte, las razones que aguijoneaban al barón, eran demasiado poderosas para que resistiese a ellas, pues el honor le obligaba a avisar al conde de Bonneville los peligros que podían correr él y la persona a quien acompañaba, echándose en cara el haber tardado tanto en hacerlo. En consecuencia, luego de reflexionar algunos momentos, nuestro joven tomó su partido.
No obstante las precauciones de su madre, el barón Michel había leído bastantes novelas para saber que en caso de necesidad un par de sábanas pueden servir muy bien de escalera de mano, y esto fue, naturalmente, lo primero en que pensó; pero las ventanas de su aposento se hallaban encima de las de la repostería, desde donde debían por precisión verle suspendido en el aire cuando acabara su descenso, aunque, como ya hemos dicho, empezaba a anochecer. Además, el barón temía caerse, y su ventana distaba tanto del suelo, que, a pesar de su resolución de conquistar, aun a costa de mil peligros, el corazón de la mujer que amaba, nuestro héroe sentía que un sudor frío bañaba todo su cuerpo a la sola idea de encontrarse suspendido por un objeto tan frágil sobre aquel abismo.
Enfrente de sus ventanas había un enorme álamo del Canadá, cuyas ramas avanzaban hasta cuatro o cinco pies del balcón. Parecíale a Michel cosa fácil bajar por el tronco de aquel árbol, a pesar de lo poco acostumbrado que estaba a los ejercicios corporales; pero para ello era preciso alcanzar las ramas, y el joven no contaba bastante con la elasticidad de sus jarretes para probarlo. La necesidad despertó su inventiva. Registrando el aposento encontró todos los arreos de pescar, que en otra época le habían servido para ensayarse contra las carpas y los gobios del lago de Grandlieu, placer inocente que el afán maternal, por exagerado que fuese, había creído deber autorizar. Michel tomó una de las cañas de pescar, puso en uno de sus extremos un anzuelo, y dejándolo junto a una ventana, tomó una sábana de su cama, ató al extremo de ella un candelero, primer objeto pesado qué le vino a mano, lo arrojó de modo que cayese al otro lado de una de las ramas mayores del álamo, cogió con la caña la punta de la sábana que quedaba colgando, la atrajo hacia sí y la ató fuertemente junto con la otra en la barandilla del balcón. De esta manera logró tener Michel una especie de puente colgante, sobre el cual se puso a horcajadas, como los marineros sobre las vergas, y avanzando poco a poco, llegó en breve a la rama, luego al tronco y por último al suelo. Entonces, sin cuidarse de si le veían o no, atravesó corriendo el prado y se dirigió al castillo de Souday, cuyo camino conocía mejor que nadie.
Cuando llegó a la altura de la Roche-Serviére, oyó un fusilero que le pareció salir de entre Montaigu y el lago Grandlieu. La emoción que experimentó fue viva y profunda. Cada detonación que llegaba hasta él en alas de la brisa, producía en su corazón una conmoción dolorosa al pensar que acaso indicaba el peligro o quizás la agonía de aquellos a quienes amaba. Este pensamiento le helaba de terror, y cuando pensaba que María podía acusarle y atribuirle las desgracias de que no habría sabido librar a ella, a su padre, a su hermana y a sus amigos, se le inundaban de lágrimas los ojos. Así fue que, en vez de detenerse a oír aquellos disparos, sólo pensó en redoblar la velocidad de su marcha, y dejando de andar para correr, llegó en breve a los primeros árboles del bosque de Machecoul. Una vez allí, en lugar de seguir el camino, lo cual le hubiera hecho llegar al castillo algunos minutos más tarde, tomó una vereda que más de una vez había seguido ya con el mismo propósito de economizar tiempo.
Caminando bajo la sombría bóveda que formaban los árboles, cayendo de vez en cuando en alguna zanja, tropezando con las piedras y enganchándose en los zarzales, tan grande era la oscuridad y tan estrecha la vereda, el barón logró llegar al llamado Valle del Diablo. Vadeaba el arroyo que corre por su fondo, cuando, saliendo de sopetón un hombre de detrás de una mata de retama, se arrojó sobre él y le agarró tan precipitadamente, que le hizo caer de espaldas en el cauce fangoso del arroyo.
—Silencio o vas a morir —le dijo, apoyando en su frente el cañón de una pistola.
Aquella posición tan horrible para el joven, prolongóse durante un minuto, que le pareció un siglo. El desconocido, que le había apoyado una rodilla contra el pecho, le conservaba en el suelo, permaneciendo por su parte inmóvil, como si esperase a alguien, hasta que por último, viendo que no llegaba el que estaba aguardando, dio un grito como el de una lechuza. Respondióle un grito idéntico, salido del interior del bosque, dejóse oír el paso precipitado de un hombre, y llegó al lugar de la escena un nuevo personaje.
—¿Eres tú, Guérin? —interrogó el que tenía bajo su rodilla al Barón.
—No, no soy Guérin —respondió el otro—; soy yo.
—¿Quién eres tú?
—Yo, Juan Oullier —contestó el recién llegado.
—¡Juan Oullier! —exclamó el primero con tanta alegría, que se incorporó algún tanto, dejando casi en libertad a Michel—; ¿verdaderamente eres tú? ¿Te has podido librar, al fin, de los soldados?
—Sí, gracias a vosotros, amigos míos —respondió el guardabosque—; pero no tenemos un minuto que perder, si queremos evitar desgracias sin número.
—¿Qué debemos hacer? Ahora que estás libre y con nosotros todo irá bien.
—¿Cuántos hombres tienes contigo?
—Cuando salimos de Montaigu éramos ocho; pero como por el camino se nos han reunido los de Vicillevique, debemos ser de quince a dieciocho.
—¿Cómo están de escopetas?
—Todos tienen.
—Bien, ¿dónde les has dejado?
—A la entrada del bosque.
—Es necesario reunirles a todos.
—Corriente.
—¿Sabes la encrucijada de Ragots?
—Sí.
—Pues bien, aguardaréis en ella a los soldados, no emboscados, sino a descubierto; cuando se hallen a veinte pasos de vosotros, mandarás hacer fuego; matad cuantos podáis, pues toda esa gentuza habrá menos.
—¿Y luego?
—Cuando hayáis descargado las armas, os dividiréis en dos partidas: una huirá por el sendero de la Cloutière y la otra por el camino de Bourgineux; por supuesto, iréis disparando mientras huyáis, pues es preciso hacer de modo que os persigan.
—Para desviarles de su camino, ¿no es cierto?
—Precisamente.
—Sí, pero ¿y tú?
—Yo corro a Souday, donde es preciso que esté dentro de diez minutos.
—¡Oh!, ¡oh! Juan Oullier —dijo el aldeano con acento de duda.
—¿Qué? ¿Por ventura se desconfía de mí?
—No digo que desconfíen da ti, sino que, por el contrario, no se fían de nadie más.
—Te repito que es forzoso que dentro de diez minutos esté en Souday, y cuando yo lo digo, es así. Lo único que te pido es que entretengas media hora a los soldados.
—¡Juan Oullier! ¡Juan Oullier!
—¿Qué?
—¿Y si nuestra gente rehúsa esperarles a descubierto?
—Sé lo mandarás en nombre de Dios.
—Si fueses tú quien se lo mandaras, obedecerían; pero yo… sobre todo encontrándose entre nosotros José Picaut, que ya sabes obra siempre a su antojo.
—Pero, si no voy a Souday, ¿quién irá por mí?
—Yo, si queréis, señor Juan Oullier —dijo una voz que parecía salir de la tierra.
—¿Quién es el que habla? —interrogó el guardabosque.
—Un prisionero que acabo de hacer —respondió el chuán.
—¿Cómo se llama?
—No se lo he preguntado.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó con aspereza Juan Oullier.
—Soy el barón de La Logerie —respondió el joven logrando sentarse, pues el vendeano le había soltado.
—¡Ah! ¡Michel! ¿Vos aquí? —murmuró Juan Oullier a media voz y en tono rudo.
—Sí; cuando este aldeano me ha detenido, iba cabalmente a Souday para avisar a mi amigo Bonneville y a Pedrito que habían descubierto su asilo.
—¿Cómo lo sabíais?
—Lo supe ayer tarde escuchando una conversación habida entre mi madre y Courtin.
—Siendo así, ¿cómo habéis tardado tanto en avisar a vuestro amigo? —observó Juan Oullier con acento de duda y de ironía a la vez.
—Porque la baronesa me había encerrado en mi aposento, que se encuentra en el segundo piso, y del cual sólo he podido salir esta noche, y aun por la ventana a riesgo de matarme.
Juan Oullier reflexionó algunos segundos. Su prevención contra cuanto salía de La Logerie era tan grande, y tan profundo su odio contra todos los que llevaban el nombre de Michel, que le repugnaba aceptar el más insignificante servicio del joven, pues, no obstante su acento de ingenua franqueza, el desconfiado vendeano se preguntaba todavía si su buena voluntad no ocultaba alguna traición. No obstante, comprendía que Guérin tenía razón, que sólo él sabría en un caso extremo infundir a los chuanes bastante confianza en sí mismos para dejarse atacar por sus enemigos, y que sólo él también podría tomar las medidas convenientes para entorpecer la marcha de estos. Por otra parte, se decía interiormente que Michel sabría explicar al conde de Bonneville, mejor que ninguno de los aldeanos, el peligro que le amenazaba; y, por último, se resignó, no sin pesar, a deber un favor al hijo de Michel, murmurando entre, dientes:
—¡Ah!, ¡cachorro! Bien se conoce que no tengo otro recurso… En fin, id —dijo—; pero ¿correréis mucho al menos?
—Volaré.
—¡Hum! —dijo Juan Oullier.
—Si la señorita Berta estuviese aquí, os respondería de ello.
—¿La señorita Berta? —repitió Juan Oullier, cuyo entrecejo se frunció.
—Sí; yo soy quien fui a buscar al médico a Legé para el pobre Tinguy, y sólo empleé cincuenta minutos para andar dos leguas y media.
Juan Oullier movió la cabeza con un gesto de duda.
—Ocupaos de vuestros enemigos —observó Michel—, y contad conmigo; necesitabais diez minutos para ir a Souday y yo estaré allí dentro de cinco, os respondo de ello.
El joven sacudió el lodo de que estaba cubierto y se dispuso a partir.
—¿Conocéis el camino? —le preguntó Juan Oullier.
—¿Que si lo conozco? Como los del parque de La Logerie.
Y lanzándose en dirección al castillo de Souday:
—¡Buena suerte, señor Juan Oullier! —gritó el vendeano.
Juan Oullier quedó un instante pensativo; el conocimiento que el Barón tenía de los alrededores del castillo de su amo le contrariaba evidentemente.
—¡Bien!, ¡bien! —dijo, al fin, refunfuñando—, ya arreglaremos todo esto cuando haya tiempo para ello.
Después, dirigiéndose a Guérin:
—¡Ea! —dijo—, llama a tu gente.
El chuán se quitó uno de sus zuecos, y llevándoselo a la boca, sopló de modo que imitase el aullido de un lobo.
—¿Crees que te oirán? —preguntó Juan Oullier.
—Seguramente; me he puesto a barlovento para reunirles, si era preciso.
—Entonces es inútil que los aguardemos aquí; vámonos a la encrucijada de Ragots, mientras marchamos podrás llamarlos, y mientras adelantaremos todo este tiempo.
—¿Qué ventaja llevas a los soldados? —preguntó Guérin internándose en las malezas detrás de Juan Oullier.
—Media hora larga, pues han hecho alto en el cortijo de la Pichardiere.
—¿En la Pichardiere? —preguntó Guérin pensativo.
—Sí; Pascual Picaut, a quien habrán despertado, les habrá servido de guía; ¿no es capaz de esto, por ventura?
—Pascual Picaut no servirá ya de guía a nadie ni volverá a despertarse —dijo Guérin con voz sombría.
—¡Ah! —exclamó Juan Oullier—, ¿conque era él quien hace poco?…
—Sí; él era.
—¿Y le has matado?
—Se resistía y pedía socorro, los soldados estaban a medio tiro de fusil de nosotros, y ha sido preciso.
—¡Pobre Pascual! —dijo Juan Oullier.
—Sí —repuso Guérin—; aunque pataud, era un hombre de bien.
—¿Y su hermano? —interrogó Juan Oullier.
—¿Su hermano?
—Sí, José.
—Estaba presente.
Juan Oullier se agitó como un lobo que recibe en los ijares una descarga de postas; aquella naturaleza vigorosa había aceptado todas las consecuencias de una lucha espantosa, como lo son de ordinario las guerras civiles, pero no había previsto aquella, que le hacía estremecer de horror. Para ocultar su emoción a Guérin, apresuró el paso, intentando penetrar en la oscuridad y salvando los arbustos vides con la misma rapidez con que lo hacía cuando apoyaba los perros. Guérin, que, por otra parte, se detenía de vez en cuando para imitar el aullido del lobo por medio de uno de sus zuecos, le seguía difícilmente. De pronto, oyó que silbaba por lo bajo para que se detuviera.
Acababan de llegar a un paraje del bosque conocido con el nombre de el Salto de Baugé, y, por consiguiente, se hallaban a corta distancia de la encrucijada de Ragots.