XXII

LA presencia de su cuñado, a quien Mariana Picaut no esperaba ciertamente en aquel momento y un vago presentimiento que se apoderó de ella al verle, produjeron en la pobre mujer una impresión tan violenta, que cayó aterrorizada en una silla. Entretanto, José adelantaba lentamente y sin proferir una palabra, hacia la esposa de su hermano, que le miraba como hubiese podido hacerlo con una aparición. Llegado junto a la chimenea, José, silencioso siempre, tomó una silla, se sentó y se puso a remover la ceniza del hogar con el garrote que llevaba en la mano. Como había entrado en el círculo luminoso que proyectaba el hogar, Mariana pudo observar su extrema palidez.

—¡Dios mío! José —preguntóle—: ¿Qué tenéis?

—¿Quién ha venido a vuestra casa esta tarde, Mariana? —dijo el chuán, contestando con una pregunta a la de su cuñada.

—Nadie ha venido —respondió esta moviendo la cabeza para dar más fuerza a su contestación.

Y al cabo de un momento:

—José —preguntó a su vez—, ¿no habéis encontrado a vuestro hermano?

—¿Quién le había hecho salir, pues, de casa? —le preguntó el chuán, que parecía haber tomado el partido de preguntar sin querer responder nunca.

—Nadie tampoco; a las cuatro de la tarde se marchó para ir a pagar al corregidor de La Logerie el alforfón que le compró para vos la semana pasada.

—¿El corregidor de La Logerie? —replicó José Picaut frunciendo el ceño—. ¡Ah!, ¡sí, Courtin, otro pícaro! Sin embargo, hace mucho tiempo que decía a Pascual, y esta misma mañana se lo he repetido: No tientes al Dios de quien reniegas, pues te acontecerá alguna desgracia.

—¡José! ¡José! —exclamó Mariana—, ¿os atrevéis a mezclar el nombre de Dios con estas palabras de odio a vuestro hermano que os quiere tanto a vos y a vuestra familia que se quitaría el pan de la boca para dárselo a sus sobrinos? Si la desgracia quiere que haya luchas en nuestra desventurada patria, ¿es esta una razón para que las introduzcáis en nuestra cabaña? Tened vuestras ideas y dejad a él con las suyas; estas son inofensivas y las vuestras no; su escopeta permanece colgada en la chimenea, no toma parte en ninguna conspiración ni amenaza a ningún partido, en tanto que hace seis meses salís todos los días armado hasta los dientes y no hay amenaza que no hayáis proferido contra las gentes de las ciudades, donde vive mi familia, o contra nosotros mismos.

—Vale más salir con la escopeta en la mano y atacar frente a frente a los enemigos, como yo lo hago, que vender cobardemente a aquellos con quienes se vive, que traer en medio de nosotros a los nuevos azules, y que servirles de guía cuando invaden nuestros campos para ir a saquear los castillos de los que han conservado la fe.

—¿Quién ha servido de guía a los soldados?

—Pascual.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Esta tarde, en el vado de Pontfarcy.

—¡Dios mío! ¡De aquel lado venían los disparos! —exclamó Mariana.

De pronto, la mirada de la pobre mujer se volvió inmóvil y esquiva; acababa de fijarse e las manos de José.

—¡Tenéis las manos ensangrentadas! —exclamó—. ¿De quién es esa sangre, José? Decidme, ¿de quién es esa sangre?

El primer movimiento del chuán fue ocultar las manos; pero, llevando luego su audacia al colmo, repuso con el rostro rojo de ira:

—Esta sangre es la de un traidor a su Dios, a su patria y a su Rey; es la sangre de un hombre que, olvidando que los azules llevaron a su padre al patíbulo y a su hermano a presidio, no ha vacilado en servirles hoy.

—¡Habéis matado a mi marido! ¡Habéis asesinado a vuestro hermano! —exclamó Mariana, incorporándose delante de José con una violencia increíble:

—No, yo no he sido —contestó José.

—Mientes.

—Os juro que no he sido yo.

—¡Pues bien, si es así, júrame igualmente que me ayudarás a vengarle!

—¡Ayudaros a vengarle yo! ¡Yo, José Picaut! No, no —repuso el chuán con voz sombría—, porque, aun cuando no le he puesto la mano encima, los que le han herido merecen mi aprobación, y si me hubiese encontrado en su lugar, juro a Dios que le hubiera matado también a pesar de ser mi hermano.

—¡Repite lo que acabas de decir! —exclamó Mariana—, porque creo haberlo oído mal.

El chuán repitió una por una las mismas palabras.

—¡Maldito seas, pues, como los maldigo a ellos! —exclamó Mariana levantando la mano con un ademán terrible, por encima de la cabeza de su cuñado—; esta venganza que rehúsas y en la cual te comprendo, fratricida de intención si no de hecho, seremos dos para cumplirla. Dios y yo; y si Dios me falta, no importa, yo sola bastaré.

Luego, con una energía que dominó completamente al chuán:

—¿Dónde está? —añadió Mariana—, ¿qué han hecho de su cuerpo los asesinos? ¡Habla, habla de una vez! Me darás su cadáver, ¿no es cierto?

—Cuando he llegado al oír los disparos —dijo José—, aún respiraba, y le he tomado en brazos para traerlo aquí; pero ha muerto por el camino.

—Y entonces lo has arrojado a una zanja como un perro, ¿no es cierto, Caín? ¡Oh!, yo que, cuando lo leía en la Biblia, no quería creer que este hubiese existido…

—No —dijo José—, lo he dejado en el huerto.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó la pobre mujer, cuyo cuerpo se agitó con un temblor convulsivo—. Acaso te has engañado, José; quizás respira aún, quizás podríamos salvarle. Ven conmigo, José, ven; y si le encontramos vivo, te perdonaré el que seas amigo de los asesinos de tu hermano.

Diciendo esto, descolgó la lámpara y se lanzó hacia la puerta; pero, en lugar de seguirla, José Picaut, que hacía algunos momentos escuchaba atentamente los rumores que se oían a lo lejos, conociendo que eran producidos por una partida de soldados que iban aproximándose, esperó a que el reflejo de la lámpara que llevaba su cuñada no iluminase la puerta, y saliendo de la habitación, dio la vuelta a la choza, transpuso el seto que la separaba de los campos, y se lanzó en dirección al bosque de Machecoul, cuya sombría masa dibujábase sobre él horizonte a cincuenta pasos de distancia. La pobre Mariana por su parte recorrió el huerto en todas direcciones; desatinada, como loca, movía la lámpara a su alrededor, y sin acordarse de fijar sus miradas en el círculo luminoso que proyectaba sobre el césped, le parecía que para encontrar el cadáver de su marido sus ojos penetrarían las tinieblas. De repente, y al pasar por un sitio por donde había cruzado ya dos o tres veces, tropezó, faltándole poco para caerse, y al dirigirse sus manos hacia el suelo, encontraron un cadáver arrimado a la cerca. Entonces arrojó un grito espantoso, se precipitó sobre el cadáver, le abrazó estrechamente, y tomándole en brazos como en otras circunstancias hubiera podido hacerlo con un niño, lo llevó a la cabaña y lo dejó sobre el lecho.

Por grande que fuese la desavenencia que remaba entre ambos hermanos, la esposa de José se levantó y corrió a casa de Pascual. Al ver el cadáver de su cuñado, cayó de rodillas al pie de la cama, prorrumpiendo en sollozos. Mariana tomó la luz que su cuñada había traído, pues la suya había quedado en el sitio donde halló a Pascual, y contempló el rostro de su marido. Este tenía la boca y los ojos abiertos como si viviese aún, y al verlo, Mariana le puso vivamente la mano sobre el corazón; pero este no latía ya.

Entonces, volviéndose hacia su cuñada, que seguía orando deshecha en lágrimas, la viuda de Pascual Picaut, cuyos ojos se habían puesto encendidos y chispeantes como los tizones del hogar, exclamó:

—He aquí lo que han hecho de mi marido los chuanes; he aquí lo que José ha hecho de su hermano. Pues bien, sobre este cadáver juro no descansar hasta haber hecho pagar a los asesinos la sangre que han derramado.

—Y no tendréis que aguardar mucho tiempo, buena mujer, o perderé mi nombre —dijo una voz varonil, detrás de las dos mujeres.

Estas volvieron la cabeza, y vieron a un oficial embozado en una capa, que había entrado sin que ellas le oyesen. Veíanse brillar las bayonetas en la sombra, junto a la puerta, y se oía relinchar los caballos, que aspiraban en la brisa el olor de la sangre.

—¿Quién sois? —preguntó Mariana.

—Un soldado viejo, como vuestro marido; un hombre que ha peleado lo bastante para tener el derecho de deciros que a los que como él mueren por la patria, no hay que llorarlos, sino vengarles.

—No lloro, caballero —replicó la viuda, levantando la cabeza y sacudiendo sus cabellos sueltos—; ¿quién os trae a nuestra cabaña al mismo tiempo que la muerte?

—Vuestro esposo debía servirnos de guía en una expedición muy importante para nuestra desventurada patria, y que impedirá que la sangre corra a mares, por una causa perdida, ¿no podríais proporcionarme quién le reemplazara?

—¿Encontraréis chuanes en vuestra expedición? —preguntó Mariana.

—Es probable —repuso el oficial.

—Pues bien, siendo así, yo misma os serviré de guía —exclamó la viuda, descolgando la escopeta de su esposo, colocada en la campana de la chimenea—. ¿Adónde queréis ir? Yo os acompañaré y vos me pagaréis con cartuchos.

—Debemos ir al castillo de Souday.

—Está bien; conozco el camino y os guiaré.

Y, mirando por última vez el cadáver de su marido, la viuda de Pascual Picaut salió de la cabaña seguida por el general. La esposa de José quedó orando junto a su cuñado.