XXI

LA cabaña, cuya luz había visto brillar en las tinieblas el general, y que había enseñado al capitán, estaba habitada por dos familias, cuyos jefes eran hermanos y se llamaban el mayor José y el menor Pascual Picaut.

El padre de aquellos dos hermanos había formado parte, en 1792, de los primeros somatenes de la comarca de Retz, uniéndose el sanguinario Souchet como el piloto al gobernalle, como el chacal al león, y tomando una parte muy activa en los espantosos asesinatos que señalaron el principio de la insurrección en la margen derecha del Loire. Cuando Charette ejecutó a aquel Carrier realista, Picaut, cuyo apetito sanguinario se había desarrollado extraordinariamente, recibió de mal talante al nuevo jefe, que a sus ojos tenía el grave defecto de no querer sangre más que en el campo de batalla, abandonó su división y pasó a la que mandaba el terrible Jolly, antiguo cirujano de Machecoul, el cual se hallaba, por lo menos, a la altura que deseaba el exaltado Picaut. Pero Jolly, reconociendo cuan precisa era la unidad y adivinando el genio militar del jefe de la Baja Vendée, se acogió a las banderas de Charette, y Picaut, que no había sido consultado, no consideró oportuno consultar a su comandante para abandonar de nuevo a sus camaradas. Cansado, por otra parte, de aquellas continuas mutilaciones y profundamente convencido de que el tiempo nada podría contra el odio que profesaba a los asesinos de Souchet, buscó un general a quien no pudiesen seducir las hazañas de Charette, y no encontró ninguno mejor que Stofflet, cuyo antagonismo contra el héroe de la comarca de Retz se había mostrado ya en circunstancias frecuentes.

El 25 de febrero de 1796, Stofflet fue hecho prisionero en la granja de Poiteviniére con dos ayudantes de campo y dos cazadores que le acompañaban. El jefe vendeano y los dos oficiales fueron fusilados, enviándose a sus cabañas a los dos cazadores. Picaut, que era uno de estos, hacía dos años que no había visto su casa, y al llegar a ella divisó en el umbral de la puerta dos mozos robustos y bien formados, que se arrojaron a su cuello y le abrazaron. Eran sus hijos, el mayor de los cuales tenía diecisiete años y el otro dieciséis. Picaut dejó gustoso que le acariciaran, y en cuanto hubieron acabado, empezó a contemplar sus formas atléticas y a tentar sus musculosos miembros con visible satisfacción. Picaut había dejado en su casa dos niños y encontraba dos soldados, sólo que estos se hallaban completamente desarmados, lo mismo que él, pues la República habíale despojado de la carabina y el sable que debía a la munificencia inglesa.

Sin embargo, Picaut no sólo contaba que la República se los volvería, sino que pensaba que sería, además, bastante generosa para armar a sus dos hijos, con objeto de indemnizarle del perjuicio que le había causado. Bien es verdad que no pensaba consultarla para ello. En consecuencia, al día siguiente mismo mandó a los dos jóvenes que tomaran sus palos de manzano silvestre, y se puso en camino para Torfou, donde había media brigada de infantería.

Cuando Picaut, que andaba de noche y que, desdeñando los caminos abiertos, caminaba constantemente a través de los campos, descubrió a media legua de distancia un sin número de luces que le daba a conocer que se hallaba próximo a la ciudad y le indicaba que había llegado al término de su viaje, mandó a sus hijos que continuasen siguiéndole, pero imitando todos sus movimientos y permaneciendo inmóviles en el sitio donde se encontraban al oír el canto del mirlo despertado sobresaltadamente. No hay cazador alguno que no sepa que el mirlo a quien despiertan de improviso, se escapa lanzando tres o cuatro gritos rápidos y repetidos que ningún otro pájaro puede imitar.

Entonces, en lugar de seguir caminando como hasta allí, Picaut empezó a arrastrarse, siguiendo siempre la sombra de los setos, dando la vuelta a la ciudad y subiendo de veinte en veinte pasos con la mayor atención. Por último, llegó hasta él el rumor de una marcha lenta, acompasada y monótona, que por precisión debía ser de un hombre solo. Picaut se tendió en el suelo y continuó avanzando en dirección al punto de donde salía aquel ruido, levantándose sobre los codos y las rodillas. Imitáronle sus hijos. Al llegar al extremo del campo que seguía, Picaut apartó un poco las ramas del seto, miró a través de la abertura, y, satisfecho del resultado de su examen; agrandó aquella, pasó la cabeza, y sin cuidarse de los pinchos que su cuerpo encontraba, se deslizó como una serpiente por entre las ramas. Llegado al otro lado, imitó el grito del mirlo espantado, y sus hijos, oyendo la señal convenida, se detuvieron, incorporándose para observar por encima del vallado lo que hacía su padre.

La porción de terreno que se extendía al otro lado del seto, y a la cual había pasado Picaut, era un prado cuya hierba alta y espesa se mecía al soplo del viento. Al extremo del prado, es decir, a cincuenta pasos poco más o menos, se veía el camino, por el Cual se paseaba un centinela, situado a cien pasos de una casa que servía de cuerpo de guardia y en cuya puerta había otro. Cuando Picaut se halló sólo a dos pasos del camino, se detuvo detrás de un pequeño matorral. El soldado paseábase de arriba abajo, y siempre que volvía la espalda a la ciudad, su uniforme y sus armas rozaban las ramas del zarzal, no pudiendo menos de estremecerse los dos hermanos al pensar el peligro que corría su padre. De repente y cuando el viento se dejaba sentir con alguna mayor fuerza, percibieron un grito ahogado, y gracias a sus ojos acostumbrados a ver a través de la oscuridad de la noche, descubrieron sobre la línea blanca del camino, una masa negruzca que se agitaba. Eran Picaut y el soldado, al cual aquel estaba ahogando para rematarle, después de haberle herido de una puñalada.

Un momento después el vendeano volvía al lado de sus hijos, y a la manera que tras la carnicería la loba reparte el botín a sus hijuelos, Picaut repartía a aquellos el fusil, el sable y la cartuchera del soldado. De este modo pudieron procurarse el segundo equipo más fácilmente que el primero, y el tercero más que el segundo.

Pero a Picaut no le bastaba tener armas, sino que le era preciso además encontrar ocasión favorable para servirse de ellas; así, pues, miró a su alrededor, pero como en Autichamp, Scepeaux, Puisaye y Bourmont, que combatían aún, no encontró ningún jefe que se pareciera ni con mucho a Souchet, que era el tipo que Picaut buscaba, antes que verse mandado a disgusto, prefirió erigirse en capitán y mandar a los demás. En consecuencia, reclutó algunos descontentos como él y se constituyó jefe de una partida que, aun cuando poco numerosa, no por esto dejó de acreditar el odio profundo que profesaba a la República.

La táctica de Picaut era de las más sencillas. Casi siempre habitaba en los bosques; durante el día dejaba descansar a sus soldados, y al llegar la noche salía de su escondite, emboscaba a su pequeño ejército a lo largo de los setos, y cuando pasaba algún convoy o alguna diligencia, los atacaba o se apoderaba de ellos. Cuando los convoyes eran raros o las diligencias llevaban una escolta demasiado fuerte, Picaut se desquitaba fusilando las avanzadas e incendiando los cortijos de los patriotas. Después de una o dos expediciones, sus compañeros le habían dado el sobrenombre de Sin Cuartel, y Picaut, que anhelaba merecer con justicia aquel título, no dejaba nunca de hacer prender, fusilar o descuartizar a todos los republicanos, varones o hembras, paisanos o militares, ancianos o niños, que caían en sus manos.

Picaut siguió operando de este modo hasta el año 1800, pero, como en esta época la Europa concedió algún descanso al primer cónsul, o mejor, lo concedió a la Europa, Bonaparte, que, sin duda, había oído ponderar las hazañas del terrible Sin Cuartel, decidió consagrarle sus ratos de ocio y envió contra él, no un cuerpo de ejército, sino dos chuanes reclutados en la calle de Jerusalén, y dos compañías de gendarmes. Picaut recibió sin desconfianza en su cuadrilla a los dos falsos adeptos, y pocos días después cayó en un lazo. Él y la mayor parte de su gente fueron presos. Picaut pagó con la vida el sangriento renombre que había adquirido, y como más que un soldado era un bandolero, en lugar de ser fusilado le condenaron a la guillotina, a la cual subió con el mayor valor y sin pedir misericordia.

José, su hijo mayor, fue enviado a presidio con los demás presos, y Pascual, que se había librado de la emboscada, volvió a los bosques y continuó salteando con el resto de las facciones. Pero aquella vida salvaje no tardó en hacérsele odiosa; así es que fue acercándose a las ciudades, hasta que un día entró en Beaupréau, entregó su sable y su fusil al primer soldado con que tropezó, y se hizo acompañar a casa del comandante de la ciudad, al cual contó su historia. El comandante, que era jefe de un regimiento de dragones, se interesó por aquel pobre diablo, y por consideración a su juventud y a la confiada sencillez con que había obrado respecto de él, le ofreció admitirle en su regimiento. Caso que se negase a aceptarlo, el comandante se veía obligado a entregarle a la autoridad judicial. En vista de esta alternativa, Pascual Picaut, que, habiendo sabido la suerte de su padre y de su hermano, no tenía el menor deseo de volver a su país, Pascual Picaut, decimos, no podía vacilar y no vaciló, vistiendo en consecuencia el uniforme.

Catorce años más tarde, los dos hijos de Sin Cuartel volvieron a encontrarse al ir a tomar posesión de la pequeña herencia que les había dejado su padre.

La vuelta de los Borbones había abierto a José las puertas del presidio y licenciado a Pascual, que de bandido de la Vendée había pasado a bandido del Loire. José, al salir del presidio, volvía a su cabaña más exaltado que jamás lo había sido su padre, y ardiendo en deseos de vengar en los patriotas la muerte de este y los tormentos que él había padecido. Pascual, por el contrario, volvía con ideas completamente distintas de las que tenía en un principio, cambiadas por el mundo nuevo que había visto, y sobre todo por el contacto con gentes para quienes el odio a los Borbones era un deber, la caída de Napoleón un dolor y la entrada de los aliados una humillación, sentimientos que conservaba en su corazón la vista de la cruz que adornaba su pecho.

Sin embargo, a pesar de la disidencia de opiniones que producía constantes disputas, y de la mala inteligencia habitual que reinaba entre ellos, los dos hermanos no se habían separado, habitando juntos la casa que su padre les dejara, y cultivando por mitad los campos que la rodeaban. Ambos se habían casado, José con la hija de un pobre aldeano, y Pascual, a quien su cruz y su pensión, por pequeña que fuese, hacían gozar de cierta consideración en la comarca, con la hija de un vecino acomodado de San Filiberto, patriota como él.

La presencia de las dos mujeres en la casa común, mujeres que, una por envidia y la otra por odio, exageraban los sentimientos de sus maridos, no pudo menos de aumentar las malas disposiciones de estos; no obstante, los dos hermanos siguieron viviendo juntos hasta 1830.

La revolución de julio, en favor de la que se declaró Pascual, despertó la fanática exaltación de José, y como, por otra parte, el suegro de su hermano fue nombrado corregidor de San Filiberto, el vendeano y su mujer desahogáronse en injurias contra los patauds[22], hasta el extremo de que la esposa de Pascual declarase a este que no quería vivir más con dos desalmados como aquellos, en medio de los cuales no se creía segura. Pascual, que no tenía hijos, se había aficionado extraordinariamente a los de su hermano, sobre todo a un niño rubio y colorado como un madroño, del cual no podía prescindir, pues su mayor, su única distracción, consistía en hacerle saltar sobre sus rodillas durante horas enteras. Pascual sintió que el corazón se le oprimía a la sola idea de alejarse de su hijo adoptivo; a pesar de los agravios que recibiera de su hermano, no había dejado de quererle; veía que este se había empobrecido con los gastos que le había ocasionado la manutención de su numerosa familia; finalmente, temía que su marcha le sumiese en la miseria, y se negó a lo que le pedía su mujer. En consecuencia, cesaron únicamente de comer juntos, y como la casa se componía de tres piezas, Pascual dejó dos a su hermano y se retiró a la otra después de haber hecho tapiar la puerta de comunicación.

La noche del día en que Juan Oullier había sido hecho prisionero, la mujer de Pascual Picaut estaba muy inquieta. Su esposo había salido de casa a eso de las cuatro, es decir, a la misma hora en que la columna del general salía de Montaigu, diciendo que iba a ajustar una cuenta con Courtin de La Logerie, y aún no había regresado a pesar de ser cerca de las ocho. Su inquietud se había aumentado al oír algunos disparos en las orillas del Borgoña, a unos trescientos pasos de la casa; así es que le aguardaba presa de la mayor zozobra, dejando de tiempo en tiempo su torno colocado junto a la chimenea, para ir a escuchar a la puerta; pero, cuando hubieron cesado las detonaciones, sólo oyó el rumor del viento que agitaba las copas de los árboles y los aullidos de un perro que se quejaba lastimosamente a lo lejos.

Al oír los disparos, Periquillo, el niño a quien tanto quería Pascual, fue a preguntar si su tío había vuelto; pero apenas asomó en la puerta su cabecita rubia y sonrosada, cuando la voz de su madre, que le llamaba ásperamente, le hizo desaparecer.

Hacía algunos días que José se había vuelto más altivo y amenazador, y aquella misma mañana, antes de partir para la feria de Montaigu, había tenido con su hermano una escena que, a no ser por la paciencia de este, hubiera terminado con una pendencia; así es que la esposa de Pascual no se atrevió a ir a comunicar sus cuidados a su cuñada. De súbito, oyó un rumor de voces que cuchicheaban misteriosamente en el huerto que precedía la cabaña, y levantándose tan precipitadamente que derribó el torno, se encaminó hacia la puerta. Esta se abrió al mismo tiempo, apareciendo José Picaut en el umbral.