OS soldados, obedeciendo con una rapidez que probaba cuan persuadidos se hallaban de la gravedad de la situación, se habían lanzado, en efecto, a lo largo del río para seguir su corriente. Una docena de antorchas encendidas en ambas orillas del Boloña, proyectaban sobre las aguas su sangriento resplandor.
Juan Oullier, libre de su principal ligadura desde el instante en que Tomás Tinguy había consentido en soltar la correa que le sujetaba, se había dejado deslizar del caballo, sumergiéndose en el río y pasando por entre las piernas de la cabalgadura del jinete de la derecha.
Acaso se pregunten nuestros lectores cómo se arreglaba Juan Oullier para nadar con las manos atadas; pero a esto contestaremos que fiaba tanto en la influencia que sus palabras habían de ejercer en el hijo de su antiguo camarada, que, apenas hubo anochecido, empleó en roer la cuerda que le sujetaba todo el tiempo que no dedicó en convencer a Tomás Tinguy, y como tenía buenos dientes, al llegar al Boloña la cuerda estaba convertida en un hilo, por manera que le bastó un pequeño esfuerzo para librarse de ella completamente.
Al cabo de algunos segundos, Juan Oullier necesitó respirar, viéndose obligado para ello a subir a la superficie del agua; pero en seguida se dejaron oír diez disparos en ambas orillas, y otras tantas balas fueron a cubrir de espuma al fugitivo. Por milagro, ninguna le alcanzó; pero, como había sentido junto a él el silbido de los proyectiles, le pareció que no era prudente exponerse, por segunda vez, y volvió a sumergirse. Habiendo entonces encontrado fondo, en vez de seguir bajando el río, como había empezado a hacerlo, lo subió, conteniendo la respiración cuanto le era posible y evitando, siempre que debía subir a la superficie, penetrar en las líneas luminosas que las antorchas proyectaban a los dos lados del río. La estratagema engañó efectivamente a sus enemigos, pues, no presumiendo que añadiese una nueva dificultad a las que le ofrecía ya su fuga, los soldados continuaron buscándole río abajo, teniendo los fusiles preparados para hacerle fuego en cuanto pareciera.
Cinco o seis granaderos solamente recorrieron la orilla superior del Boloña, llevando una sola antorcha. Ahogando cuanto le era posible el ruido de su respiración, Juan Oullier logró llegar a un sauce cuyas ramas descendían a flor de agua. El vendeano cogió una de aquellas ramas, la pasó entre sus dientes y mantuvo la cabeza echada hacia atrás, de modo que sólo le quedasen fuera del agua la boca y las narices. Apenas acababa de recobrar la respiración, cuando oyó un aullido lastimero que salía del punto en que la columna había hecho alto y él había entrado en el río. Juan Oullier reconoció en seguida aquel aullido.
—¡Patou! —murmuró—, ¡Patou aquí, y yo le había mandado al castillo de Souday! Sin duda, le habrá sucedido alguna desgracia cuando no ha llegado allá. ¡Dios mío! —agregó con un increíble fervor y una fe suprema—, ¡ahora es más necesario que nunca que no vuelvan a apoderarse de mí!
Los soldados, que habían visto el perro de Juan Oullier en el patio de la posada, lo reconocieron igualmente.
—¡Aquí está su perro!, ¡aquí está su perro! —exclamaron.
—¡Bravo! —dijo un sargento—; el perro nos ayudará a encontrar a su amo.
Y trató de apoderarse de Patou; pero aun cuando este parecía andar con bastante dificultad, se le escapó, arrojándose al río de haber husmeado en dirección a la corriente.
—Por aquí, camaradas, por aquí —gritó el sargento a los soldados que exploraban las márgenes del río alargando el brazo en la dirección que había tomado el perro—. Poco a poco, Patou, poco a poco.
En cuanto Juan Oullier reconoció el ladrido de Patou, sacó la cabeza fuera del agua sin preocuparse del peligro a que se exponía, y viendo que aquel atravesaba diagonalmente el río dirigiéndose hacia él en derechura, comprendió que estaba perdido si no tomaba una resolución suprema; tal era para Juan Oullier sacrificar a su perro. Si solamente se hubiese tratado de su vida, el vendeano se habría perdido o salvado con Patou, o cuando menos hubiera vacilado en salvarse a costa de este; pero se trataba de la existencia de otras personas demasiado queridas para que pudiese titubear. Así, pues, se sacó con tiento el sayo de piel de cabra que cubría su chaleco, y le puso a flor de agua, empujándole hacia el medio de la corriente. Patou estaba sólo a cinco o seis pasos de él.
—Busca, Patou, busca —le dijo por lo bajo Juan Oullier, mostrándole la dirección que debía seguir.
El perro sentía que le iban faltando las fuerzas y vacilaba en obedecer.
—Busca, Patou, busca —repitió el vendeano con voz imperiosa.
Patou se lanzó en dirección al sayo de pelo, que se había alejado ya unos veinte pasos.
Viendo que su ardid tenía éxito, Juan Oullier respiró con todas sus fuerzas y se sumergió otra vez en el mismo instante en qué los soldados llegaban al pie del sauce. Uno de ellos se encaramó rápidamente en el árbol, y, alargando la antorcha, iluminó todo el cauce del Boloña. Entonces pudieron ver el sayo arrastrado con velocidad por la corriente, y a Patou que nadaba junto a él, aullando tristemente cual si se lamentara de que sus agotadas fuerzas no le permitieran cumplir la orden de su amo. Los soldados, que seguían los movimientos del perro, bajaron de nuevo por la orilla del río, alejándose de Juan Oullier, y viendo uno de ellos el sayo que flotaba a flor de agua, exclamó:
—Aquí, amigos míos, aquí está el bandido.
E hizo fuego contra el sayo.
Granaderos y cazadores corrieron en tropel a lo largo de las dos orillas, alejándose cada vez más del sitio en que se había puesto a salvo Juan Oullier, y acribillando con sus balas la piel de cabra hacia la cual nadaba constantemente Patou, a pesar de sentir que sus fuerzas iban agotándose cada vez más. Durante algunos minutos los soldados sostuvieron el fuego con tanta viveza, que para nada se necesitaban las antorchas, pues el resplandor de la pólvora inflamada que brotaba de los fusiles iluminaba el agreste paraje de donde corre el Boloña, en tanto que las rocas, reproduciendo las detonaciones, aumentaban el estruendo de la fusilería. El general fue el primero que advirtió la equivocación de los soldados.
—Mandad que pare el fuego —dijo al capitán que iba a su lado—; esos imbéciles han dejado la presa para correr tras la sombra.
En aquel momento brilló un relámpago en la punta de una roca inmediata al río, dejóse oír un agudo silbido por encima de la cabeza de los dos oficiales, y una bala fue a clavarse a pocos pasos de ellos en el tronco de un árbol.
—¡Hola!, ¡hola! —exclamó el general con la mayor sangre fría—, nuestro perillán había pedido una docena de Ave-Marías, pero creo que sus amigos van a darle algo más.
En efecto, oyéronse tres o cuatro detonaciones más, y algunas balas rebotaron en la margen del río. Oyóse el grito de un hombre.
—Cornetas —gritó el general—, tocad a reunirse, y vosotros apagad las luces.
Luego, dirigiéndose al capitán:
—Haced pasar el vado a los cuarenta hombres que han quedado en la otra orilla —añadió en voz baja—, pues es probable que muy pronto necesitemos toda nuestra gente.
Los soldados, alarmados por aquel ataque nocturno, estuvieron agrupados en un instante en torno de su jefe. Cinco o seis relámpagos, salidos de puntos apartados entre sí, brillaron aun en la cresta de la quebrada colina, iluminando la sombría bóveda del cielo. Un granadero cayó examine; el caballo de un cazador se encabritó derribando a su jinete; una bala le había herido en mitad del pecho.
—¡Adelante con mil demonios! —gritó el general—, y veamos si esas aves nocturnas se atreven a espetarnos.
Y poniéndose a la cabeza de sus soldados, empezó a subir la quebrada con tanto ardor, que, a pesar de la oscuridad, que hacía más difícil la subida, y de las balas que rebotaban en medio de los soldados e hirieron a dos más, la pequeña columna llegó a lo alto en un memento. Entonces, se apagó como por encanto el fuego de los enemigos, y si algunas matas de retama que se movían aún no hubiesen atestiguado la reciente presencia de los chuanes, hubiera podido creerse que estos se habían hundido bajo tierra.
—¡Triste guerra! —murmuró el general—. No hay remedio, nuestra expedición ha de ahorrar ya forzosamente; pero no importa, probemos. Además, Souday se halla en el camino de Machecoul, y sólo en Machecoul podemos hacer descansar a nuestras tropas.
—Pero ¿dónde hallaremos un guía? —preguntó el capitán.
—¿Veis aquella luz a quinientos pasos de aquí?
—¿Una luz?
—Sí, allí.
—No, mi general.
—Yo sí la veo. Aquella luz supone una cabaña, y hombre, mujer o niño, será necesario que quien la habite nos guíe a través del bosque.
Y con un tono que era de mal agüero para el habitante de la cabaña, el general mandó reanudar la marcha, después de haber procurado colocar las avanzadas tan lejos como le permitía la seguridad individual de sus soldados.
Aún no habían abandonado la altura, cuando salió del agua un hombre que, después de haberse detenido un instante para escuchar detrás del tronco de un sauce, se deslizó a lo largo de los matorrales con la intención evidente de seguir el mismo camino que habían tomado los soldados. Al agarrar con la mano un matorral para trepar más fácilmente a lo alto del peñasco, dejóse oír un débil gemido a pocos pasos de él. Juan Oullier, pues aquel hombre no era otro que nuestro fugitivo, se dirigió al sitio de donde había salido el gemido, que se reproducía más dolorosamente a medida que aquel iba aproximándose. Bajóse, alargó la mano, y sintió que una lengua suave y caliente se la lamía.
—¡Patou!, ¡mi pobre Patou! —dijo el vendeano.
Era, en efecto, Patou, que, gastando las pocas fuerzas que le quedaban, había llevado a la orilla la piel de cabra de su amo, tendiéndole encima de ella para morir allí. Juan Oullier sacó el sayo de debajo del perro y llamó a este. El pobre animal lanzó un prolongado quejido, pero no se movió. El guardabosque le tomó en brazos para llevárselo, pero el perro no se movió. La mano con que el vendeano le sostenía, se mojaba de un líquido tibio y viscoso. Juan Oullier llevóse la mano a la boca y reconoció el gusto empalagoso de la sangre. Entonces trató de separar los dientes del perro y no pudo lograrlo. Patou había muerto salvando a su amo, a quien el azar llevaba allí para recibir su última caricia. Pero ¿había sido herido por una de las balas de los soldados, o lo estaba ya cuando se arrojó al río para reunirse con Juan Oullier? El haberse detenido Patou junto al río y las pocas fuerzas con que nadaba, todo hacía suponer al vendeano que lo último era lo más probable.
—¡Está bien! —dijo—, mañana lo sabré, y ¡ay, del que haya muerto a mi pobre Patou!
Y, hablando de este modo, dejó el cadáver entre los arbustos, y lanzándose hacia la colina, desapareció entre los matorrales.