OCAS son las carreteras que actualmente existen en toda la Vendée, y aun estas han sido construidas después de 1832, es decir con posterioridad a la época en que tuvo lugar la historia que estamos refiriendo. Esta carencia de grandes vías de comunicación, es lo que constituyó principalmente la fuerza de los insurgentes de la gran guerra.
Digamos dos palabras de las que entonces existían, ocupándonos únicamente de las de la orilla izquierda, que son dos. La primera conduce de Nantes a La Rochela, pasando por Montaigu; la segunda de Nantes a Paimboeuf, por el Pélerin, siguiendo casi siempre las márgenes del Loire. Además de estos caminos principales, existen algunos secundarios o transversales en muy mal estado, los cuales van de Nantes a Beaupréau, por Vallet; a Mortagne, Cholet y Bressuire, por Clisson, de Olonne, por Legé, y a Challans, por Machecoul.
Para ir de Montaigu a Machecoul siguiendo estos caminos, era forzoso dar un rodeo considerable, pues debía irse hasta Legé, desembocar allí en el camino de Nantes en los Arenales de Olonne, seguirlo hasta donde se cruza con el de Challans, y subir en seguida hasta Machecoul. El general comprendió desde luego que todo el éxito de su expedición dependía de la rapidez con que la efectuase, para conformarse con una marcha tan larga. Por otra parte, aquellos caminos eran tan desfavorables para las operaciones militares como los atajos. Rodeados de fosos anchos y profundos o de matorrales y árboles, hundidos entre dos escarpas coronadas de setos, eran en casi toda su extensión muy favorables para las emboscadas, y como las pocas ventajas que ofrecían no compensaban en modo alguno sus inconvenientes, el general se decidió a seguir la trocha que conducía a Machecoul por Vicillevique y que ahorraba cerca de una legua y media de camino.
El sistema de acantonamiento adoptado por el general, había familiarizado a las tropas con el país, proporcionándoles un conocimiento exacto de los caminos peligrosos. Hasta el río Boloña, el capitán que mandaba el destacamento de infantería conocía el camino por haberlo explorado, y cuando llegasen a aquel paraje, como era evidente que Juan Oullier se negaría a indicarles el que debían seguir, encontrarían un guía enviado por Courtin, quien no se había atrevido a tomar parte ostensiblemente en la expedición.
Al decidirse a seguir el atajo, el general había tomado sus precauciones para no ser sorprendido. Dos cazadores marchaban pistola en mano precediendo la columna, que una docena de hombres protegía por ambos lados del camino, de manera que pudiesen reconocer los matorrales y las retamas que lo rodeaban siempre y que algunas veces lo dominaban. El general marchaba al frente de su pequeño destacamento, en el centro del cual había colocado a Juan Oullier. Este, que iba a la grupa de un cazador, tenía las manos ligadas, y para mayor seguridad, se hallaba sujeto con una correa atada con una hebilla sobre el pecho del jinete, de manera que, aun cuando hubiese logrado romper las ligaduras que le privaban del uso de las manos, no habría podido escaparse del soldado. Dos cazadores más marchaban a ambos lados del primero, con el encargo especial de vigilar al preso.
Eran poco más de las seis de la tarde cuando salieron de Montaigu; tenían que recorrer cinco leguas, y suponiendo que empleasen en ellas cinco horas, debían llegar al castillo de Souday a eso de las once. Esta hora parecía muy favorable al general para efectuar su golpe de mano. Si las noticias de Courtin eran exactas y sus presunciones no le habían engañado, los jefes de la sublevación vendeana debían encontrarse reunidos en Souday para conferenciar con la Princesa, y era posible que aún no se hubiesen retirado cuando la columna llegara al castillo. Si esto era realmente así, nada impediría que todos cayesen en la red al mismo tiempo.
Al cabo de media hora de marcha, es decir, a media legua de Montaigu y cuando la pequeña columna atravesaba la encrucijada de San Corentin, encontraron a una anciana andrajosa que estaba orando de rodillas delante de un calvario. Al ruido que hacían los soldados, volvió la cabeza y se levantó como impelida por la curiosidad, situándose a la orilla del camino para verlos desfilar y rezando entre dientes una de esas oraciones de que los mendigos se valen para pedir limosna; pero tanto los oficiales como los soldados, absorbidos en otros pensamientos y ensimismados a medida que iba oscureciendo, pasaron sin preocuparse de la vieja.
—¿No ha visto el general a esa mendiga? —preguntó Juan Oullier al cazador que iba a su derecha.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no le ha dado limosna. Que se ande con cuidado, pues quien rechaza la mano abierta debe temer la mano cerrada. ¡Va a sucederos alguna desgracia!
—Si lo dices por ti, creo que no te engañas, pues me parece que de todos nosotros tú eres quien corre más peligro.
—Sí; por esto quisiera conjurarlo.
—¿Cómo?
—Buscad en mi bolsillo y sacad de él algunas monedas.
—¿Para qué?
—Para dárselas a esa mujer, y repartiría sus oraciones entre yo, que le habré dado limosna, y vos que me habréis ayudado a dársela.
El cazador se encogió de hombros; pero la superstición se comunica muy fácilmente; sobre todo cuando se relaciona con las ideas de caridad. Así, pues, el soldado, aunque, aparentando no hacer caso de semejantes puerilidades, creyó que no debía negar a Juan Oullier el servicio que este solicitaba, sino que, por el contrario, debía atraer sobre ambos la bendición celeste.
En aquel instante la columna doblaba a la derecha para internarse en el camino hondo que conducía a Vicillevique. El general había detenido su caballo y miraba cómo desfilaban los soldados, para asegurarse por sí mismo de que se cumplían exactamente sus órdenes, con lo cual pudo observar que Juan Oullier conversaba con el soldado más inmediato, y ver el ademán de este.
—¿Por qué dejas comunicar al preso con los transeúntes? —preguntó al cazador.
Este le refirió lo que había sucedido.
—¡Alto! —gritó el general—; prended a esa mujer y registradla.
Obedeciéronle en seguida, encontrando sólo a la mendiga algunas monedas de calderilla, que el general examinó con la mayor atención; pero, por más vueltas que les dio, nada sospechoso pudo descubrir en ellas. Sin embargo, no por esto dejó de guardárselas en el bolsillo, dando, en cambio, a la anciana una moneda de cinco francos. Juan Oullier contemplaba al general con una sonrisa burlona.
—Ya lo veis —dijo a media voz, pero de modo que la mendiga no perdiese ninguna de sus palabras—: la pobre limosna del preso —y recargó el acento en esta palabra— os habrá dado suerte, buena mujer, y este es un motivo más para que no me olvidéis en vuestras oraciones. Una docena de Ave Marías que recéis por él, pueden serle muy provechosas.
Juan Oullier había levantado la voz al decir estas últimas palabras.
—Amigo mío —dijo el general dirigiéndose al vendeano cuando la columna se hubo puesto en marcha de nuevo—, en adelante os dirigiréis a mí cuando queráis hacer alguna limosna, y yo seré quien os recomiende a las oraciones de aquellos a quienes queráis socorrer; mi mediación no os perjudicará allá en lo alto, y puede evitaros muchos disgustos aquí abajo… Y vosotros —prosiguió con voz áspera el general dirigiéndose a los soldados—, no volváis a olvidar mis órdenes, porque sabríais lo que esto cuesta.
En Vicillevique hicieron alto para dar un cuarto de hora de descanso a los infantes. El vendeano fue colocado en medio del cuadro, de manera que quedase aislado del gentío que había acudido y rodeaba, lleno de curiosidad, a los soldados. El caballo en que iba Juan Oullier, estaba desherrado, y como se cansaba mucho con el doble peso que llevaba, el general designó para substituirle el que le pareció más robusto, que pertenecía a uno de los jinetes de la vanguardia. Este, que a pesar de los peligros que corría en su puesto de centinela avanzada, pareció ocupar de muy mala gana el de su compañero, era de baja estatura, rechoncho, robusto, de fisonomía agradable e inteligente, y no tenía el aire de calavera que distinguía a sus camaradas. Mientras se hacían los preparativos para este cambio, a la luz del farol que habían acercado para ver si las correas y las sogas estaban en buen estado, Juan Oullier pudo ver las facciones del que había de guardarle, observando que este se sonrojó el mirarle.
La columna se puso en marcha de nuevo, redoblando las precauciones, pues a medida que iba adelantando, el camino se presentaba más favorable para una emboscada. La idea del peligro que podían correr y el cansancio consiguiente a tener que recorrer caminos que la mayor parte de las veces no eran más que torrenteras cubiertas de piedras enormes, no alteraba en lo más mínimo la alegría de los soldados, que comenzaron a considerar el peligro como una diversión, y que después de haber guardado un momento de silencio a la entrada de la noche, una vez llegada esta se pusieron a hablar nuevamente con la indiferencia peculiar del carácter francés. Sólo el cazador a cuya grupa iba Juan Oullier, permanecía extraordinariamente sombrío y silencioso.
—¡Voto a sanes! Tomás —le dijo el que iba a su derecha—, nunca estás muy alegre que digamos, pero hoy parece que te lleve el diablo.
—¡Caramba! —observó el cazador de la izquierda—, es que, si el diablo no le lleva a él, me parece que él lo lleva a la grupa.
—Hazte cargo que es una paisana y no un paisano.
—Es cierto —dijo el segundo—; ¿sabes que eres medio chuán, Tomás?
—Di que es un chuán de cuerpo entero, ¿acaso no va a misa todos los domingos?
El cazador a quien se dirigían estas pullas no tuvo tiempo de contestar, pues el general ordenó romper filas y marchar por hilera. El camino era tan estrecho y las escarpas tan cercanas una de otra, que era imposible que marchasen de frente dos caballos.
Durante el instante de confusión que aquella evolución produjo, Juan Oullier se puso a silbar por lo bajo una canción bretona cuya letra empezaba de este modo:
Los chuanes son hombres de bien…
Al oír la primera nota, el jinete no pudo menos de estremecerse. Entonces Juan Oullier, libre de la vigilancia de los otros dos cazadores, uno de los cuales marchaba delante y el otro detrás, se acercó al oído del jinete silencioso:
—Aunque te calles —le dijo—, te he reconocido desde luego, Tomás Tinguy, como me has reconocido tú igualmente.
El soldado dio un suspiro e hizo con los hombros un movimiento como indicando que obraba contra su voluntad, pero nada contestó.
—¿Sabes a dónde vas, Tomás Tinguy? —prosiguió Juan Oullier—; ¿sabes a dónde llevas al antiguo amigo de tu padre? Al saqueo y destrucción del castillo de Souday, cuyos dueños han sido siempre los bienhechores de tu familia.
Tomás Tinguy suspiró de nuevo.
—Tu padre ha muerto —continuó Juan Oullier.
Tomás no contestó, pero se estremeció en su silla, pronunciando únicamente este monosílabo, que sólo Juan Oullier pudo oír:
—¡Muerto!
—Sí, muerto —murmuró el guardabosque—; y cuando el pobre anciano exhaló el último suspiro, se encontraban a su lado en compañía de tu hermana Rosina las dos señoritas de Souday, a quienes conoces perfectamente: Berta y María, que no pudiendo prolongar la existencia de tu padre, endulzaron su agonía, como dos ángeles, con peligro de su propia vida, pues aquel murió de una fiebre contagiosa. ¿Y dónde está ahora tu hermana, que carecía de asilo? En el castillo de Souday. ¡Ah! Tomás Tinguy, prefiero ser el pobre Juan Oullier a quien quizás van a fusilar en un rincón, que el que le lleva agarrotado al suplicio.
—Cállate, Juan, cállate, por Dios —dijo Tomás Tinguy, con voz entrecortada por los sollozos—, todavía no hemos llegado… y veremos.
En tanto tenía lugar este diálogo entre Juan Oullier y el hijo de Tinguy, la pequeña columna había llegado a un punto en que la torrentera que seguían tenía una pendiente rápida, por la cual se bajaba a uno de los vados del Boloña. La noche, que había cerrado por completo, era sombría y oscura, no viéndose una sola estrella en el firmamento; y aquella oscuridad, que podía contribuir al éxito de la expedición, podía, por otra parte, originar graves inconvenientes para la marcha, en aquel país agreste y desconocido.
Al llegar a la orilla del río, la columna encontró allí a los dos cazadores que formaban la vanguardia, y que, pistola en mano siempre, se habían parado recelosos, pues en lugar de hallar el agua pura y cristalina saltando sobre los guijarros, como se ve comúnmente en los sitios vadeables, la habían encontrado cenagosa y estancada, azotando suavemente las rocas entre las cuales corre el Boloña. Aunque miraron a todos lados, no vieron al guía que Courtin había prometido enviar. El general dio un grito.
—¿Quién vive? —preguntaron desde la otra orilla.
—Souday —contestó el general.
—Vosotros sois los que estoy esperando.
—¿Estamos en el vado del Boloña?
—Sí.
—¿Cómo están tan altas las aguas?
—Ha habido mucha creciente a causa de las últimas lluvias.
—Pero ¿podremos pasar?
—¡Caramba!, nunca he visto tan alto el río, y creo que sería más prudente…
El guía se calló de pronto y pareció que su voz se perdía en un doloroso gemido, oyéndose luego el ruido de una lucha sorda.
—¡Rayos! —exclamó el general—, están asesinando a nuestro guía.
Un gritó de agonía respondió a esta exclamación del general, viniendo a confirmar sus palabras.
—Que monte un granadero a la grupa de cada jinete —ordenó el general—; el capitán conmigo; los dos tenientes con el resto de la tropa, el preso y sus tres guardas que no se muevan de aquí. ¡Vivo!
En un momento los diecisiete cazadores, uno de los cuales era Tinguy, quedaban en la orilla derecha del Boloña. La orden se ejecutó con la rapidez del pensamiento; el general entró en el cauce del río, seguido de sus cazadores con otros tantos granaderos en la grupa. Al llegar a veinte pasos de la orilla los caballos perdieron el pie, pero nadaron durante algunos momentos, llegando a la orilla opuesta sin el menor percance. Los granaderos apeáronse acto continuo.
—¿Veis algo? —interrogó el general, tratando de penetrar la oscuridad que le rodeaba.
—Nada, mi general —contestaron a una los soldados.
—Sin embargo, aquí debe ser donde ha respondido el guía —dijo aquel, como hablando consigo mismo—; registrad los matorrales; pero sin separaros los unos de los otros, y tal vez encontréis su cadáver.
Los soldados obedecieron, buscando en un radio de unos cincuenta metros alrededor del general; pero al cabo de un cuarto de hora volvieron sin haber descubierto nada y un tanto acobardados por la repentina desaparición de su guía.
—¿No habéis encontrado nada?… —preguntó el general.
Un sólo granadero se adelantó con un gorro de algodón en la mano.
—He hallado este gorro de algodón —dijo.
—¿Dónde?
—Colgado de los pinchos de un matorral.
—Es el gorro de nuestro guía —observó el general.
—¿Por qué? —preguntó el capitán.
—Porque los que le han atacado debían llevar sombrero —respondió aquel sin titubear.
El capitán guardó silencio, no atreviéndose a preguntar más; pero era evidente que la explicación del general no le había satisfecho. El general se dio cuenta de ello.
—Es muy sencillo —dijo—; los que acaban de asesinar a nuestro guía nos siguen indudablemente desde que hemos salido de Montaigu, con el objeto de apoderarse de nuestro preso; parece que la plegaria de aquella vieja tiene más importancia de la que en un principio creí. Los que nos siguen estaban en la feria, y debían llevar sombrero, como sucede siempre que van a la ciudad, mientras que, por el contrario, el guía a quien el hombre que debía enviárnoslo habrá hecho levantar de la cama de improviso, debe haberse puesto lo primero que habrá tenido a mano, o mejor conservar el gorro que llevaba para dormir; he aquí explicado el misterio del gorro de algodón.
—¿Y creéis, general —preguntó el capitán—, que los chuanes se hayan atrevido a aventurarse tan cerca de nuestra columna?
—Van de guardia con nosotros desde Montaigu y no nos han perdido de vista un solo momento. ¡Voto a…!, todo el mundo se queja de lo inhumano de esta guerra, y a cada paso puede uno convencerse a su costa de que no lo es lo bastante. ¡Soy un necio!
—Cada vez os comprendo menos, general —dijo riendo el capitán.
—¿Os acordáis de la mendiga que se nos aproximó al salir de Montaigu?
—Sí, mi general.
—Pues ella es quien ha puesto a esos pícaros sobre nuestras huellas. Quise enviarla con una escolta a la ciudad, y he hecho mal en no seguir mi inspiración, pues con ello hubiera salvado la vida a ese pobre diablo.
—¡Ah!, ya lo comprendo; estos son los Ave Marías que el preso pedía para su salvación antes de llegar al castillo de Souday. Pero ¿creéis que se atreverán a atacarnos?
—Si fuesen en número bastante para ello ya lo habrían hecho, pero son cinco o seis cuando más.
—¿Queréis que haga pasar los soldados que han quedado en la otra orilla, general?
—Aguardad; nuestros caballos han perdido pie, y los infantes se ahogarían. Por aquí cerca debe haber otro vado más practicable.
—¿Lo creéis así, mi general?
—Estoy convencido de ello.
—¿Es que conocéis el río?
—No.
—¿En qué os fundáis entonces?
—¡Ah!, capitán, bien se conoce que no tomasteis parte en la gran guerra, como yo, en aquella guerra de salvajes, en la cual era necesario proceder siempre por inducción. Cuando hemos llegado a la otra orilla, es indudable que esos hombres no estaban emboscados en esta.
—Para vos no, general.
—Para nadie, pues si hubiesen estado aquí, habrían oído llegar al guía, que venía sin la menor desconfianza, y no hubieran aguardado a que llegáramos nosotros para apoderarse de él o matarle. De aquí deduzco que marchaban a nuestro lado.
—Efectivamente, es probable que así fuese.
—Han debido llegar a la orilla del Boloña momentos antes que nosotros, y el intervalo que ha mediado entre nuestra llegada y el ataque del guía, ha sido demasiado corto para que hayan podido dar un largo rodeo en busca de otro vado.
—¿Por qué no pueden haber pasado por el mismo que nosotros?
—Porque la mayor parte de los aldeanos no saben nadar, sobre todo los que son del interior. Por fuerza ha de estar aquí cerca el otro vado. Que suban el río cuatro hombres y lo bajen otros cuatro hasta una distancia de quinientos pasos. ¡Vaya!, pronto, si no vamos a morir aquí… ¡Estamos hechos una sopa!…
Al cabo de diez minutos el oficial se hallaba de vuelta.
—Tenéis razón, mi general —dijo—; a trescientos pasos de aquí y en medio del río hay un islote unido con ambas orillas por medio de dos árboles.
—¡Bravo! —exclamó el general—, el resto de nuestra tropa podrá pasar sin mojar un cartucho siquiera.
Luego, dirigiéndose a los soldados que se habían quedado en la otra orilla:
—¡Eh!, teniente —gritó—, subid el Boloña, hasta que halléis un árbol echado a través el río, y vigilad al preso.
Durante cinco minutos, poco más o menos, los dos grupos subieron paralelamente las dos orillas del río, hasta que, llegados al punto indicado por el capitán, el general dio la voz de alto.
—Adelante un teniente y cuarenta hombres —dijo.
Cuarenta hombres y un teniente bajaron al río y lo atravesaron con agua hasta los hombros; pero pudiendo sostener en lo alto sus fusiles y municiones, que no se mojaron. Llegados a la orilla opuesta, se formaron en batalla.
—Ahora —ordenó el general—, haced pasar al preso.
Tomás Tinguy entró en el río, llevando siempre un cazador a cada lado.
—A la verdad, Tomás —le dijo Juan Oullier con voz baja y penetrante—, si yo me hallara en tu puesto, temería que el espectro de mi padre se levantase ante mí por haber vacilado entre salvar la vida de su mejor amigo y desatar una mala hebilla.
El cazador se pasó la mano por la frente sudorosa e hizo la señal de la cruz. En aquel instante los tres jinetes estaban en medio del río, separados algún tanto por la corriente.
De repente, un gran ruido como el que produce un cuerpo pesado al hundirse en el agua, probó que Juan Oullier no había evocado en balde para el pobre Tomás, la venerada imagen del que le diera el ser. El general no se engañó ni un momento acerca de la causa que producía aquel ruido.
—¡El preso se escapa! —gritó con voz de trueno—. Encended las antorchas, dispersaos sobre la orilla y disparad si le veis. En cuanto a ti —añadió dirigiéndose a Tomás, que sin tratar siquiera de huir tomaba tierra a dos pasos de él—, en cuanto a ti, no irás más lejos.
Y sacando de las fundas una de sus pistolas:
—Mueran así todos los traidores —dijo.
Y disparó.
Tomás Tinguy cayó mortalmente herido.