EDIA hora después de la conferencia del subprefecto con Courtin, un gendarme recorría los grupos en busca del general, a quien halló hablando con la mayor intimidad con un mendigo cubierto de harapos.
El gendarme dijo algunas palabras al oído del general, y este volvió apresuradamente a la posada del Caballo Blanco. El subprefecto le aguardaba en la puerta.
—¿Y bien? —preguntó el general al ver el aire satisfecho del funcionario público.
—¡Ah!, general, tengo una gran noticia que comunicaros —repuso este.
—Sepámosla.
—El hombre con quien he conversado es una verdadera alhaja.
—¡Gran noticia!, aquí todos los son; el más torpe podría enseñar al señor de Talleyrand. ¿Qué os ha dicho vuestra alhaja?
—Que anteayer vio llegar al castillo de Souday al conde de Bonneville, disfrazado de aldeano y en compañía de un muchacho que le pareció una mujer.
—¿Y qué más?
—Pues bien, ya no cabe duda…
—Acabad, señor subprefecto; bien veis mi impaciencia —interrumpió con el acento más tranquilo el general.
—A mi juicio, no hay duda que esa mujer es la que buscamos, quiero decir la princesa.
—Que no haya duda para vos, corriente; pero para mí sí la hay.
—¿Por qué?
—Porque yo también he tenido confidencias.
—¿Voluntarias o involuntarias?
—¿Puede asegurarse esto, por ventura, tratándose de esas gentes?
—Pero, en fin, ¿qué os han dicho?
—Nada.
—Entonces…
—Cuando me dejasteis, seguí comprando avena.
—Sí; y ¿qué más?
—El aldeano a quien me he dirigido, me ha pedido que le diese arras, lo que era muy justo, y yo, por mi parte, le he exigido un recibo, lo cual era más aún. Para ello, quería entrar en una tienda cualquiera; pero yo le dije:
«¡Ca!, tomad este lápiz, supongo que tendréis un pedazo de papel inútil, y mi sombrero podrá serviros de mesa».
Entonces rasgó una carta y medio el recibo que aquí veis. Leed.
El subprefecto tomó el recibo y leyó:
«He recibido del señor Juan Luis Robier la cantidad de cincuenta francos, a cuenta de treinta sacos de avena, que me obligó a entregarle el día 28 de los corrientes.
»Montaigu, 14 de mayo de 1832.
F. TERRIEN
—No veo aquí ninguna luz —observó el subprefecto.
—Volved el papel, si gustáis.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó el funcionario público.
El papel que este tenía en la mano era parte de una carta rasgada por la mitad, en cuya vuelta leyó las líneas que siguen:
… arques:
… al instante la noticia
… aquella a quien aguardamos
… en Beaupays el 26 por la tarde
… oficiales de vuestra división
… presentados a madame
… vuestra gente sobre las ar…
… respetuoso.
… oux.
—¡Diablo! —exclamó el subprefecto—, lo que me enseñáis es nada menos que el aviso de una toma de armas, pues es fácil suplir lo que falta.
—No puede serlo más —repuso el general.
—Quizá lo sea demasiado. Pero ¿qué me decíais de la astucia de esas gentes? —dijo el funcionario público—; yo creo, por el contrario, que tienen una inocencia increíble.
—Esperad —dijo el general—, no es esto todo.
—¡Ah!
—Luego de haber dejado al que me ha vendido la avena, me he acercado a un mendigo que parecía un idiota; le he hablado de Dios, de la Virgen, de los santos, del alforfón, de la cosecha de las manzanas —observad que estas se hallan en flor—, y he acabado por preguntarle si nos quería servir de guía para acompañarnos a Lorveux, a donde recordaréis que hemos de ir a dar una vuelta.
»—No puedo —me ha contestado el idiota con aire malicioso.
»—¿Por qué? —le he dicho con el tono más indiferente que me ha sido posible.
»—Porque debo acompañar a una hermosa dama y dos caballeros como vos desde Puy-Laurent a la Flocetiére —me ha respondido».
—¡Canario!, me parece que la cosa se complica.
—Por el contrario, se va aclarando.
—Explicaos.
—Las confidencias que vienen sin buscarlas, en este país dónde es tan difícil obtenerlas cuando se buscan, me parecen lazos demasiado groseros para que pueda caer en ellos un zorro viejo como yo. La duquesa de Berry, si es que ha llegado, no puede estar a la vez en Souday, en Beaupays, y en Puy-Laurent; ¿qué opináis de esto, querido subprefecto?
—¡Diantre! —respondió este, rascándose la oreja—, creo que ha podido o podrá estar, sucesivamente, en las tres partes, y en cuanto a mí, sin preocuparme de los otros puntos, iría directamente a la Flocetiére, es decir, a donde vuestro idiota dice que estará hoy.
—Sois un mal sabueso, amigo mío —repuso el general—; la única noticia exacta que tenemos es la de ese buena pieza que nos ha dado la galleta y a quien habéis traído aquí.
—¿Y los otros?
—Apostaría mis charreteras de general contra la de un alférez, que los demás nos han sido enviados por algún lagarto que habrá visto que el corregidor conversaba con nosotros, y que tiene interés en chasquearnos. En marcha, pues, querido subprefecto, y ocupémonos de Souday, si no queremos que se nos escapen.
—¡Bien! —exclamó el subprefecto—; creía haber hecho una estupidez pero lo que decís me tranquiliza.
—¿Qué habéis hecho?
—Conozco el nombre de nuestro perillán[21]; se llama Courtin, y es corregidor de una pequeña aldea llamada La Logerie.
—Ya sé cuál es; poco faltó para que nos apoderásemos en ella de Charette, hace cerca de treinta y siete años.
—Pues bien, Courtin me ha indicado un individuo que puede servirnos de guía, y al cual de todos modos convenía arrestar para que no fuera al castillo a dar la señal de alarma.
—¿Y ese hombre?
Es el mayordomo del marqués, su guarda; aquí están sus señas.
El general tomó un papel y leyó lo que sigue:
«Cabellos grises y cortos; frente estrecha; ojos negros y vivos; cejas erizadas; una verruga en la nariz y algunos pelos en las ventanas de esta; patillas en forma de barboquejo; sombrero redondo chupa de terciopelo; chaleco y calzones de lo mismo polainas y cinturón de cuero. Señas particulares; un perro de muestra braco, de pelo rizado, que responde al nombre de Patou; un morral de red a la espalda; el segundo diente de la izquierda roto».
—¡Bravo! —exclamó el general—, es el mismo que me ha vendido la avena, ni más ni menos; el tío Terrien, que lo mismo se llama Terrien que yo Barrabás.
—Si queréis, podéis saberlo en seguida.
—¿Cómo?
—Estará aquí dentro de un momento…
—¿Aquí?
—Sin duda.
—¿Va a venir?
—Sí.
—¿Voluntariamente?
—Voluntariamente o a la fuerza.
—¿A la fuerza?
—Sí; he dado orden de prenderle, y deben haberlo hecho ya.
—¡Mil rayos! —exclamó el general, sacudiendo en la mesa un puñetazo tan fuerte, que el subprefecto dio un salto en su sillón—; ¡mil rayos!, ¡qué habéis hecho!
—Creo, general, que si era un hombre tan peligroso como han dicho, no había otro recurso que prenderle.
—¡Peligroso! ¡Ahora lo es mucho más que hace un cuarto de hora!
—¿Estando preso?
—No lo habrá sido bastante pronto para no dar el alerta, creedme; la princesa será avisada antes que nos encontremos a una legua de aquí, y no será poca nuestra dicha si no habéis conjurado a esta ruin población contra nosotros, siendo causa de que nos podamos distraer un solo hombre de la guarnición.
—Quizá sea tiempo aún de evitarlo —dijo el subprefecto, precipitándose hacia la puerta.
—Sí, corred… ¡Ah!, ¡mil rayos!, ya es tarde.
En efecto, oíase a lo lejos un rumor sordo, que fue aumentando paulatinamente, hasta convertirse en ese concierto terrible que forman las muchedumbres que se disponen al combate. El general abrió la ventana y vio a cien pasos de la posada a los gendarmes que llevaban a Juan Oullier agarrotado en medio de ellos. Rodeábales la multitud, alborotada y amenazadora, por manera que sólo podían avanzar lentamente y con dificultad. Sin embargo, aún no habían hecho uso de las armas; pero no había un momento que perder.
—¡Vaya!, estamos en el baile y es necesario bailar —dijo el general, quitándose el redingote y poniéndose apresuradamente el uniforme.
En seguida, llamando a su ayudante:
—¡Rusconi, mi caballo! —ordenó—. Vos, subprefecto, procurad reunir a los guardias nacionales, si los hay en la población; pero que no se dispare un tiro sin orden mía.
En aquel momento entró un capitán, enviado por el ayudante.
—Vos, capitán —continuó el general—, reunid a vuestros soldados en él patio; haced que monten a caballo unos veinte cazadores, dándoles provisiones para dos días, y veinticinco cartuchos por hombre, y estad pronto para salir a la primera señal que haga.
El anciano general, que había recobrado todo el fuego de la juventud, bajó al patio, y mandando a los infiernos a todos los paisanos, dispuso que abrieran la puerta cochera que daba a la calle.
—¡Cómo! —exclamó el subprefecto—, ¿vais a presentaros solo ante esos furiosos?, es imposible que penséis tal cosa, general.
—Al contrario, esto es lo que quiero hacer, ¡voto a bríos! ¿Acaso no es forzoso que liberte a mis soldados? ¡Vaya!, ¡paso!, ¡paso!, no es el momento para ponerse sentimental.
Así que se hubieron abierto las dos hojas, y la puerta, girando sobre sus goznes, le hubo dado paso, el general, lanzando vigorosamente el caballo con dos espolazos, se halló en medio de la calle y en lo más fuerte de la reyerta. Aquella súbita aparición de un anciano soldado de semblante enérgico y elevada estatura, con el uniforme bordado y cubierto de condecoraciones, al propio tiempo que la admirable audacia que mostraba, produjeron en la multitud el efecto de una conmoción eléctrica. Los clamores cesaron como por encanto, bajáronse los palos levantados, los aldeanos más próximos al general llevaron la mano al sombrero, abriéronse las filas compactas, y el soldado de Rívoli y de los Pirineos pudo avanzar veinte pasos en dirección a los gendarmes.
—¿Qué tenéis, amigos míos? —exclamó con voz tan vibrante y poderosa, que se le oyó hasta en las calles que desembocaban en la plaza.
—Que acaban de prender a Juan Oullier —dijo una voz.
—Y que Juan Oullier es un hombre de bien —agregó otra voz.
—A los malhechores es a quienes se prende, y no a las personas honradas —dijo un tercero.
—Por cuyo motivo no permitiremos que prendan a Juan Oullier —replicó otro.
—¡Silencio! —ordenó el general con un tono de mando tan imperioso que todos se callaron.
Y dijo al cabo de un momento:
—Si Juan Oullier es un hombre de bien, como no lo dudo, se le soltará; pero, si es uno de los que tratan de engañaros, abusando de vuestros buenos y leales sentimientos, será castigado. ¿Creéis que sea injusto castigar a los que tratan de sumir de nuevo el país en los espantosos desastres de que los ancianos no puedan hablar a los jóvenes sin las lágrimas en los ojos?
—Juan Oullier es un hombre pacífico, que no quiere mal a nadie —observó una voz.
—¿Qué os falta, pues? —repuso el general, sin hacer caso de la interrupción—. Vuestros sacerdotes son respetados y vuestra religión es la nuestra. ¿Acaso hemos matado al rey, como en mil setecientos noventa y tres, o abolido a Dios, como en mil setecientos noventa y cuatro? No, estos se encuentran bajo el amparo de la ley común, y jamás vuestra municipalidad ha estado más floreciente.
—Es cierto —dijo un aldeano joven.
—No deis, pues, oídos, a los malos franceses que para satisfacer sus pasiones egoístas no vacilan en atraer sobre el país todos los horrores de la guerra civil. ¿No os acordáis ya de lo que es esta?, ¿necesitaré traéroslo a la memoria? ¿Es preciso que os recuerde vuestros ancianos padres, vuestras esposas y vuestros hijos asesinados, vuestras mieses destruidas, vuestras cabañas incendiadas, la muerte y la ruina en vuestros hogares?
—¡Todo esto lo han hecho los azules!
—¡No, no han sido los azules! —replicó el general—, sino los que os han inducido a esta lucha insensata entonces, que hoy sería impía, porque, si en otro tiempo tenía un pretexto, no puede tenerlo hoy.
Hablando de este modo, el general adelantaba su caballo en dirección a los gendarmes, los cuales hacían, por su parte, todos los esfuerzos posibles para llegar hasta el general, lo que les era tanto más fácil cuanto que el discurso de este, a pesar de lo soldadesco de sus formas, causaba una visible impresión en algunos aldeanos. De estos, unos bajaban la cabeza y guardaban silencio, mientras que otros comunicaban a los que tenían al lado algunas reflexiones que, a juzgar por el modo como las hacían, debían ser de aprobación, pero, a medida que el general avanzaba en el círculo que rodeaba a los gendarmes y al preso, encontraba rostros cuya actitud denotaba disposiciones menos favorables, no pudiendo dudarse que aquellos eran los jefes de la facción. Con ellos era inútil toda elocuencia, pues estaban decididos a no escuchar ni dejar que lo hicieran los demás, pudiendo decirse que no gritaban, sino que estaban aullando.
El general diose cuenta de la situación y resolvió imponer a aquellos hombres por uno de esos actos de energía Corporal que tanto poder ejercen sobre las masas.
Aubin Courte-Joie se hallaba en la primera fila de los revoltosos, y aun cuando esto parezca extraño a primera vista, se explica, no obstante, fácilmente sabiendo que había reemplazado sus piernas de palo por otras dos de carne y hueso, haciendo servir de cabalgadura a un mendigo de talla colosal. En efecto, Courte-Joie estaba sentado a horcajadas en los hombros de aquel mendigo, que, mediante las correas que sujetaban las piernas postizas del tabernero, le conservaba en aquella posición tan afianzado como el general en la silla de su caballo. Encaramado de aquel modo, Aubin llegaba a la altura de la charretera del general, a quien perseguía con sus gritos frenéticos y sus ademanes amenazadores, hasta que alargando la mano hacía él, el general le cogió por el cuello de la chupa; lo levantó, al aire y lo tuvo algún tiempo suspendido sobre la muchedumbre, arrojándolo, por fin a un gendarme.
—Ponedme a buen recaudo a este polichinela —dijo—, pues acabaría por darme dolor de cabeza.
El mendigo, desembarazado de su jinete, alzó la cabeza, y el general pudo reconocer al idiota con quien había estado hablando aquella mañana, y que en aquel momento parecía más vivo que otro alguno. La acción del general provocó la hilaridad de la muchedumbre, pero esta no duró mucho tiempo. En efecto, Courte-Joie se hallaba entre los brazos de un gendarme, a cuya izquierda se hallaba Juan Oullier, y, sacando con tiento del bolsillo su cuchillo abierto, lo hundió hasta el mango en el pecho de aquel, gritando:
—¡Viva Enrique V! Escápate, Juan Oullier.
Al mismo tiempo el mendigo, que, por un legítimo sentimiento de emulación, quería sin duda corresponder dignamente a la acción hercúlea del general, se deslizaba debajo del caballo de este y agarrando la bota a Dermoncourt le arrojaba al otro lado con un brusco y vigoroso movimiento. El general y el gendarme cayeron al mismo tiempo, y aun cuando hubiera podido creerse que ambos estaban muertos, aquel volvió a levantarse en seguida, montando otra vez a caballo con la mayor destreza, y sacudiendo al propio tiempo un puñetazo tan fuerte en la cabeza del mendigo, que este cayó de espaldas cual si tuviese el cráneo partido y sin lanzar un grito. Ni el gendarme ni el mendigo volvieron a levantarse: este estaba desvanecido, aquel había muerto. Por su parte, Juan Oullier, aun cuando tenía las manos atadas, dio un golpe tan violento al segundo gendarme, que este se tambaleó; y saltando por encima del cadáver del otro, se arrojó entre la muchedumbre. Pero el general, que miraba a todos lados, veía hasta lo que pasaba detrás de él, y revolviendo su caballo, que saltó en medio de aquella marea humana, asió a Juan Oullier como lo había hecho con Courte-Joie, y le puso atravesado en el caballo. Entonces comenzaron a llover piedras y a recobrar sus posiciones ofensivas los aldeanos. Los gendarmes se mantuvieron firmes; rodearon al general y formaron a su alrededor una muralla, presentando las bayonetas a la multitud, que, no atreviéndose a atacarles cuerpo a cuerpo, se contentó con hacerlo a pedradas. De este modo, avanzaron hasta llegar a veinte pasos de la posada. Una vez allí, la situación del general y de los suyos se hacía crítica. Los aldeanos, que parecían decididos a no dejar a Juan Oullier en poder de sus enemigos, se mostraban cada vez más audaces; algunas bayonetas se habían teñido ya de sangre, y sin embargo, el ardor de los amotinados iba siempre en aumento. Por fortuna, los soldados se encontraban bastante cerca para poder oír la voz del general.
—¡A mí los granaderos del 32! —gritó este.
Inmediatamente las puertas de la posada se abrieron, y los soldados se precipitaron en la calle con la bayoneta calada, rechazando a los aldeanos. El general y su escolta pudieron penetrar entonces en el patio, donde aquel encontró al subprefecto, que le estaba esperando.
—Aquí tenéis a vuestro hombre —le dijo arrojándole a Juan Oullier como si fuera un lío—; caro nos ha costado, pero quiera Dios que nos aproveche.
En aquel instante se oyó una nutrida descarga en el extremo de la plaza.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el general.
Indudablemente será la guardia nacional, que he mandado reunir —respondió el subprefecto—, y que, conforme a mis instrucciones, ha debido rodear a los insurgentes.
—¿Y quién les ha dicho que hicieran fuego?
—Yo, general; era preciso libertaros.
—¡Mal rayo!, bien veis que he sabido hacerlo yo solo.
Y meneando después la cabeza:
—No olvidéis nunca que en las guerras civiles —dijo—, derramar sangre inútilmente es más que un crimen, es una falta.
Un ordenanza entró al galope en el patio.
—Mi general —dijo—, los cazadores llegan, y los insurrectos huyen en todas direcciones; ¿es necesario perseguirlos?
—Que nadie se mueva —ordenó Dermoncourt—; dejad obrar a la guardia nacional; son amigos y se arreglarán.
Efectivamente, una segunda descarga anunció que los aldeanos y los guardias nacionales se arreglaban. Aquellas dos detonaciones eran las que el barón Michel había oído desde La Logerie.
—¡Ah! —dijo el general—, ahora sólo se trata de aprovechar esta triste jornada.
Luego señalando a Juan Oullier:
—Sólo una cosa puede salvarnos —añadió—, y es que este hombre sea el único que estuviese enterado del secreto. ¿Se ha comunicado con alguien desde que le arrestasteis gendarme?
—No, mi general, ni siquiera por señas, pues tiene las manos atadas.
—¿Le visteis hacer algún movimiento con la cabeza o decir alguna palabra? Ya sabéis que a esos perillanes les basta un gesto, para ellos una palabra lo dice todo.
—No, mi general.
—Pues bien; siendo así, probemos fortuna; haced que coman vuestros soldados, capitán; dentro de un cuarto de hora nos pondremos en marcha: los gendarmes y la guardia nacional bastarán para defender la ciudad, y me llevaré mis veinte cazadores para despejar el camino.
El general penetró en la posada, y los soldados hicieron sus preparativos para la marcha.
Durante este tiempo, Juan Oullier permanecía sentado en una piedra en medio del patio, guardado de vista por dos gendarmes. Su rostro conservaba su impasibilidad acostumbrada, y con las manos atadas acariciaba a su perro, que le había seguido y apoyaba la cabeza en las rodillas de su amo, lamiendo de vez en cuando sus manos, como para recordar al preso que en medio de su infortunio todavía conservaba un amigo. Juan Oullier le acariciaba suavemente con la pluma de pato silvestre que había encontrado en el patio, hasta que, aprovechando un instante en que sus dos guardias habían cesado de mirarle, la deslizó entre los dientes del perro, hizo una señal de inteligencia a este, y se levantó, diciendo en voz baja:
—Anda, Patou.
El perro se alejó poco a poco y, mirando de vez en cuando a su amo, atravesó la puerta sin que nadie le viera y desapareció.
—¡Bueno! —dijo Juan Oullier—, este llegará antes que nosotros.
Por desgracia, los gendarmes no eran los únicos que observaban al preso.