L estado de efervescencia en que estaban los ánimos en el oeste de Francia, no encontraba desprevenido al Gobierno. La fe política se había entibiado demasiado para que una insurrección que tenía por campo una extensión de territorio tan considerable, para que una conspiración en la que entraban tantos conjurados, permaneciese secreta largo tiempo. Mucho antes de que madame desembarcase en la costa de Marsella, se tenía conocimiento en París del movimiento que se preparaba, habiéndose, en su vista, tomado diferentes medidas de represión prontas y vigorosas; de modo que cuando se supo de un modo positivo que la princesa se había dirigido a las provincias del Oeste, sólo fue necesario ponerlas en planta, confiando su dirección a personas seguras e inteligentes.
Los departamentos en que era de temer la sublevación habían sido divididos en tantos distritos militares cuantas eran las subprefecturas que comprendían. Cada uno de aquellos distritos, mandados por otros tantos jefes de batallón, era el centro de varios cantones secundarios, puestos cada uno de ellos a las órdenes de un capitán y rodeados a su vez por otros destacamentos más insignificantes aún, que al mando de un teniente o subteniente, internábanse en el país tanto como lo permitía la facilidad de las comunicaciones. Montaigu, situada en el distrito de Clisson, tenía también su guarnición, compuesta de una compañía del 32 de línea.
El día en que habían tenido lugar los sucesos que acabamos de referir, esta guarnición fue reforzada con dos escuadras de gendarmes llegados de Nantes aquella misma mañana, y veinte cazadores de caballería, que habían servido de escolta al teniente general Dermoncourt, al salir de dicha ciudad para pasar revista a los destacamentos.
Terminada la revista de la guarnición de Montaigu, Dermoncourt, antiguo soldado, tan inteligente como enérgico, pensó que no sería desacertado revistar igualmente a los que él llamaba sus antiguos amigos los vendeanos, a los cuales había visto apiñados en la plaza y en las calles de Montaigu, por lo que, despojándose del uniforme, se puso un traje de paisano y bajó en medio de la muchedumbre, acompañado de un miembro de la administración civil, que se hallaba en Montaigu al mismo tiempo que él.
Aunque sombría siempre, la población presentaba una actitud sosegada. La multitud se separaba para abrir paso a aquellos dos personajes; y aun cuando el aire marcial de Dermoncourt, su poblado bigote negro, a pesar de los sesenta y cinco años que contaba, y su rostro acuchillado le señalasen a la penetrante curiosidad del gentío e hiciesen casi inútil su disfraz, ni un grito, ni una manifestación hostil le acompañaron en su paseo.
—Vaya, vaya —observó el general—; mis antiguos amigos los vendeanos no han cambiado mucho, y vuelvo a encontrarlos tan poco comunicativos como los dejé hace cerca de treinta y ocho años.
—Observo en ellos una indiferencia que es de buen agüero —repuso el subprefecto, con aire de importancia—. Los dos meses que acabo de pasar en París, durante los cuales hubo un motín cada día, me han dado alguna experiencia en la materia, y creo poder asegurar que no presenta este aspecto el pueblo que se prepara para una insurrección. Mirad, mi querido general, no hay casi ningún grupo, no se ve ni un orador al aire libre, no se observa animación alguna, ni se oye el menor ruido, antes al contrario, reina la mayor calma. No hay duda de que estas buenas gentes sólo se acuerdan de sus negocios, os respondo de ello.
—Tenéis razón, caballero; soy exactamente de vuestra opinión; estas buenas gentes, como vos las llamáis, no se acuerdan de nada absolutamente más de sus negocios; pero estos ofrecen el modo más favorable de enumerar las balas de plomo y las hojas de sable que al presente constituyen los enseres de su tienda y con los cuales cuentan obsequiarnos tan pronto como puedan.
—¿Lo creéis así?
—No lo creo, estoy seguro de ello. Sí, por fortuna para nosotros, no faltasen el elemento religioso para esa nueva empresa, haciéndome pensar que no puede ser general, os contestaría resueltamente que no hay ni uno de estos pacíficos aldeanos que aquí veis, con chupa de paño burdo, calzones de lienzo y zuecos, que no tenga su puesto, su fila y su número en uno de los batallones de la insurrección.
—¡Cómo!, ¿también estos mendigos?
—Sí, estos mendigos más que nadie. Lo que caracteriza esta guerra, amigo mío, es que tenemos que habérnoslas con un enemigo que está en todas partes y no está en ninguna. Le buscáis, y no veis más que un aldeano que os saluda, un mendigo que os tiende la mano, un buhonero que os ofrece sus mercaderías, un músico que os echa a perder el tímpano con su trompeta, un charlatán que vende sus drogas, un pastorcillo que os sonríe, una mujer que amamanta a su hijo en el umbral de su cabaña, o un matorral inofensivo que se inclina hacia el camino. Pues bien, pasáis sin la menor desconfianza, y aldeano, pastor, mendigo, músico, charlatán y buhonero, son otros tantos adversarios. Hasta el matorral lo es. Unos, os seguirán, como si fueran vuestra sombra, ocultos en las retamas, llenarán su cometido de espías infatigables, y al menor movimiento sospechoso que hagáis, avisarán a los que perseguís antes que pongáis sorprenderles; otros, habrán tomado en una zanja, debajo de los espinos, en un surco, o de entre la hierba de un erial, una escopeta enmohecida, y, si valéis la pena de que lo hagan, os seguirán como los primeros hasta que hallen una ocasión favorable, pues son muy avaros de su pólvora. El matorral os enviará un escopetazo, y si tenéis la suerte de que yerre el tiro, cuando lo registréis no encontraréis más que un zarzal, es decir, ramas, pinchos y hojas. Ved, pues, cuan inofensivos son los naturales de este país, amigo mío.
—¿No exageráis algún tanto? —preguntó el empleado con una sonrisa de duda.
—¡Diantre!, podemos hacer la prueba, señor subprefecto. Nos hallamos en medio de un gentío completamente pacífico, y sólo tenemos a nuestro alrededor amigos, franceses, compatriotas; pues bien, haced prender tan sólo a uno de esos hombres.
—¿Qué sucedería si lo hiciera?
—Sucedería que uno de ellos a quien no conocemos, quizás este de la chupa blanca, tal vez aquel mendigo que está comiendo con tanto apetito en el umbral de aquella puerta, y que resultaría ser Pies de Plata, Brazo de Hierro, o cualquier otro jefe de banda, se levantaría y haría una seña; al verla, los mil o mil quinientos garrotes que ahora están quietos, se alzarían sobre nuestras cabezas, y antes que mi escolta hubiese podido venir en nuestra ayuda, estaríamos molidos como dos gavillas de trigo bajo el trillo. ¡Parece que no estáis convencido! Venid a hacer la prueba.
—Sí, por cierto, general, os creo —exclamó vivamente el subprefecto—; ¡fuera majaderías, demonio! Desde que me habéis desengañado acerca de sus intenciones, todas esas caras me parecen más sombrías, y les encuentro el aspecto de verdaderos bribones.
—¡Vaya, pues!, son muy buenas gentes, sólo que es preciso saberlo entender, y, desgraciadamente, esto no es fácil a todos los que envían aquí —dijo el general, con picaresca sonrisa—. ¿Queréis tener una muestra de su conversación? Vos sois o habéis debido ser abogado; pues bien, apostaría a que nunca habéis encontrado entre vuestros colegas ninguno que fuese tan hábil como esas gentes para hablar sin decir nada. ¡Eh!, ¡mozo! —continuó el general, dirigiéndose a un aldeano de treinta y cinco a cuarenta años, que estaba inmediato a ellos, examinando curiosamente una galleta que tenía en la mano—; decidme dónde venden esas hermosas tortas, cuya sola vista me da ganas de comerlas.
—No las venden, caballeros, las dan.
—¡Pse!, eso basta para decidirme; quiero una.
—Pues no deja de ser raro —dijo el subprefecto—, que regalen estas ricas tortas de trigo blanco, que podían vender a muy buen precio.
—Sí, es muy extraño; pero no lo es menos que el primer individuo a quien nos hemos dirigido, no sólo responda a nuestras preguntas, sino que se anticipe, además, a las que podríamos dirigirle. Enseñadme vuestra galleta, buen hombre.
El general examinó, a su vez, el objeto que le entregó el aldeano. Era una torta común, de harina y leche, sólo que, antes de cocerla, habían dibujado con un cuchillo una cruz y cuatro barras paralelas en la corteza.
—¡Diablo!, es tanto más grato recibir un regalo como este, en cuanto reúne lo útil a lo agradable. Este dibujo debe ser algún jeroglífico. Decidme, buen hombre, ¿quién os ha dado este pastel?
—No me lo han dado, pues desconfían de mí.
—¡Ah!, ¿sois patriota?
—Soy corregidor de mi lugar y estoy a favor del Gobierno. He visto que una mujer las daba a algunos vecinos de Machecoul, sin que se las pidiesen ni le ofrecieran nada en cambio, y, habiéndole pedido entonces que me vendiese algunas, no se ha atrevido a negármelo. He tomado dos, me he comido una delante de ella, y me he guardado esta en el bolsillo.
—¿Queréis cedérmela, amigo mío? Estoy formando una colección de jeroglíficos y este me interesa.
—Puedo darla o venderla, como os plazca.
—¡Hola, hola! —dijo el general, mirando a su interlocutor con más atención de lo que lo había hecho hasta entonces—; creo comprenderlo; ¿puedes, acaso, explicarme estos jeroglíficos?
—Tal vez; pero, de todos modos, puedo proporcionaros otras noticias que no son de desdeñar.
—Pero ¿quieres que te las paguen?
—Sin duda —respondió descaradamente el aldeano.
—¿Esta es la manera que tienes de servir al Gobierno que te ha nombrado corregidor?
—¡Diantre!, el Gobierno no ha puesto un techo de tejas a mi cortijo, ni ha cambiado sus tapias en paredes de piedra, sino que, por el contrario aquella está cubierta de paja y construida con madera y tierra, y esto arde en seguida, sin dejar más que cenizas. Quien mucho arriesga, mucho ha de ganar; y toda mi fortuna puede perderse en una noche.
—Tienes razón. Vaya, señor subprefecto, esto atañe a vuestras atribuciones. A Dios gracias, no soy más que un soldado, y la mercadería debe estar pagada cuando me la entreguen. Pagad, pues, y entregádmela.
—Despachaos —repuso el colono—, pues nos están observando por todas partes.
Los aldeanos, en efecto, se habían ido acercando poco a poco al grupo formado por nuestros tres personajes, sin otro motivo aparente que la curiosidad que excitan siempre los forasteros, acabando por formar un círculo bastante compacto en torno suyo.
Observólo el general.
—Amigo mío —dijo en voz alta, dirigiéndose al subprefecto—. No os aconsejo que os fieis de la palabra de este hombre. Os vende doscientos sacos de avena a diecinueve francos el saco; pero aún falta saber si os los entregará. Dadle arras y que os firme un compromiso.
—No tengo papel ni lápiz —repuso el subprefecto, que comprendió la intención del general.
—¡Idos a la posada, voto a bríos! Veamos —continuó el general—, ¿hay aquí alguien más que tenga avena para vender?
Un aldeano contestó afirmativamente, y mientras el general regateaba el precio, el subprefecto y el hombre de la galleta pudieron alejarse sin llamar la atención. Nuestros lectores habrán comprendido ya que aquel hombre no era otro que Courtin.
He aquí los enredos que había fraguado este desde por la mañana. Después de la conversación tenida con su amo, el colono había reflexionado detenidamente, pensando que una denuncia lisa y llana no era lo más conveniente para sus intereses, pues podía acontecer muy bien que el Gobierno dejase sin recompensa aquel servicio de uno de sus subalternos, y entonces aquel paso resultaba peligroso, sin provecho, pues Courtin atraía sobre sí la enemistad de los realistas, que tan numerosos eran en la comarca. Entonces fue cuando combinó el plan que hemos visto comunicar a Juan Oullier, creyendo que, sirviendo los amores del joven barón, y obteniendo un lucro razonable, se atraería el afecto del marqués de Souday, de quien suponía que no podía menos de ambicionar un casamiento semejante, y que por medio de aquel afecto lograría hacerse pagar muy caro un silencio que salvaría la vida que tan preciosa debía ser al partido realista, si él no se había equivocado.
Ya hemos visto el modo cómo Juan Oullier había recibido los ofrecimientos de Courtin, por cuyo motivo este, no pudiendo hacer lo que le parecía un excelente negocio, había decidido contentarse con otro mediano, poniéndose de parte del Gobierno.