OURTIN, pues no era otro el que Courte-Joie había designado con el epíteto de «el hombre de La Logerie», había entrado, en efecto, en la primera pieza de la taberna. A excepción del grito de alarma con que habían anunciado su llegada, grito tan bien imitado que cualquiera hubiera podido tomarlo por el de una perdiz mansa, su presencia no parecía haber hecho sensación alguna en la sala común. Los bebedores seguían hablando, sólo que la conversación, grave en un principio, había pasado a ser en extremo alegre y estrepitosa en cuando apareció Courtin. Este miró en torno suyo, y no encontrando en la pieza de entrada el rostro que buscaba, abrió resueltamente la vidriera y asomó su cara de garduña en la trastienda. Tampoco allí pareció que nadie hiciera caso de su llegada. Sólo María Juana, la sobrina de Aubin, ocupada en servir a los parroquianos, suspendió por un momento el afán con que cuidaba las tazas de sidra, y, enderezándose, preguntó a Courtin, como lo hubiera hecho con cualquier parroquiano del establecimiento de su tío:
—¿Qué queréis tomar, señor Courtin?
—Un café —repuso este, reconociendo sucesivamente el rostro de cuantos ocupaban los bancos y los rincones de la sala.
—Bien está; tomad asiento —respondió María Juana—, y voy a serviros al momento.
—¡Oh!, no vale la pena —respondió Courtin con la mayor ingenuidad—; servídmelo en seguida, y lo beberé junto al hogar con los amigos.
Nadie pareció ofenderse del nombre que se daba Courtin, o mejor, del que daba a los concurrentes; pero tampoco nadie se movió para hacerle sitio, de modo que se vio obligado a adelantar otro paso.
—¿Cómo va de salud, amigo Aubin? —preguntó dirigiéndose al tabernero.
—Ya podéis verlo —respondió este, sin volver siquiera la cabeza hacia el que le interpelaba.
Courtin podía conocer fácilmente que la reunión no le recibía con mucha benevolencia; pero como no era hombre que se desconcertase por tan poco:
—Vaya, María Juana —dijo—, dame un escabel para que me siente al lado de tu tío.
—No hay ninguno, señor Courtin —repuso la joven—; a Dios gracias, tenéis buenos ojos para verlo.
—Entonces, tu tío tendrá que darme el suyo —prosiguió Courtin con atrevida familiaridad, aun cuando en el fondo se sintiese realmente muy poco animado con la actitud del tabernero y de sus parroquianos.
—Si es absolutamente preciso os lo daré —murmuró de mala gana Aubin Courte-Joie—, pues soy el amo de la casa, y no quiero que se diga que en la «Rama de Acebos» se ha negado una silla al que ha querido sentarse.
—Dadme, pues, vuestra silla, como la llamáis, parlanchín, pues allí veo al que busco.
—¿A quién buscáis? —preguntó, levantándose Aubin, a quien ofrecieron acto seguido veinte escabeles.
—A Juan Oullier —respondió Courtin—, el cual me parece que está allí.
Al oír su nombre, Juan Oullier se levantó, y con acento casi amenazador:
—Veamos, ¿qué me queréis? —interrogó a Courtin.
—¡Vaya!, ¡vaya!, no hay que comerme por esto —respondió el corregidor de La Logerie—; lo que tengo que deciros os interesa más a vos que a mí.
—Señor Courtin —repuso Juan Oullier con voz grave—, a pesar de lo que ahora mismo habéis dicho, vos y yo no somos amigos; al contrario, ya sabéis que distamos demasiado el uno del otro para que hayáis venido aquí con buenas intenciones.
—En esto es en lo que os engañáis, querido Oullier.
—Señor Courtin —replicó Juan Oullier, sin hacer caso de las señas que Aubin Courte-Joie le hacía para recomendarle la mayor prudencia—, señor Courtin, desde que nos conocemos habéis sido azul, y poseéis bienes mal adquiridos.
—¿Bienes mal adquiridos? —repitió el Colono con su picaresca sonrisa.
—¡Oh!, ya me entiendo, y vos también me entendéis. Os habéis juntado con los patones de las ciudades; habéis perseguido a los habitantes de las villas y aldeas, que habían confesado su fe en Dios y en el rey. ¿Qué puede existir pues, de común, entre vos que habéis hecho esto, y yo, que he hecho lo contrario?
—Es cierto —replicó Courtin—, es cierto que no he seguido el mismo camino que vos, querido Oullier; pero, aun cuando pertenezca a otro partido, los vecinos no han de quererse mal unos a otros, y por consiguiente os he buscado y vengo a prestaros un servicio; os lo juro.
—Nada tengo que hacer de él —repuso desdeñosamente Juan Oullier.
—¿Por qué? —interrogó el colono.
—Porque estoy seguro de que vuestros servicios ocultarían una traición.
—¿Es decir, que os negáis a escucharme?
—Me niego —contestó brutalmente el guardabosque.
—Haces mal —dijo a media voz el tabernero, a quien parecía desacertada la rudeza franca y leal de su compañero.
—¡Pues bien!, siendo así —repuso lentamente Courtin—, si acontece alguna desgracia a los habitantes del castillo de Souday, no acuséis de ello a nadie más que a vos.
Era indudable que por el modo como Courtin había pronunciado la palabra «habitantes», había querido darle una significación más amplia que la ordinaria, comprendiendo a buen seguro en ella a los huéspedes. Juan Oullier no pudo equivocarse acerca de aquella intención, y a pesar de su habitual fuerza de ánimo, palideció visiblemente, sintiendo haberse adelantado tanto. Sin embargo, era peligroso abandonar su primera resolución, pues si Courtin abrigaba sospechas, aquel cambio debía precisamente confirmárselas. Juan Oullier se esforzó, pues, en ocultar su emoción, y se sentó otra vez, volviendo la espalda a Courtin, con el aire más indiferente del mundo. Su actitud era tan natural, que el colono no pudo menos de engañarse a pesar de su sutileza; así es que en vez de salir con la precipitación que naturalmente era de esperar después de sus últimas palabras, estuvo largo tiempo buscando en su bolso de cuero los cuartos con que debía pagar el café que había tomado. Courte-Joie comprendió la tardanza y aprovechó aquel instante para tomar la palabra.
—Querido Juan —dijo dirigiéndose a Oullier con la mayor bondad—; querido Juan, hace mucho tiempo que somos amigos y seguimos las mismas huellas, como lo prueban mis dos piernas de palo; pues bien, no vacilo en decirte delante del señor Courtin que haces mal en obrar como lo haces. Solo un loco pretendería saber lo que contiene una mano cuando está cerrada. Es cierto que el señor Courtin —continuó Aubin, insistiendo en el tratamiento que daba al corregidor de La Logerie—, es cierto que el señor Courtin no pertenece a los nuestros; pero, en cambio, tampoco ha sido nuestro enemigo, y lo único que en realidad puede echársele en cara, es que haya mirado algún tanto su provecho. Por otra parte, hoy que se han acabado ya las disensiones, hoy que ya no hay azules ni chuanes, hoy que, a Dios gracias, nos hallamos bajo el benéfico influjo de la paz, ¿qué te importa el color de su escarapela? ¡Vive Dios!, si el señor Courtin tiene algo útil que comunicarte, como dice, ¿por qué no le escuchas?
Juan Oullier se encogió de hombros con un gesto impaciente.
—¡Viejo zorro! —pensó Courtin, que conocía demasiado lo que estaba pasando para dejarse engañar por las flores retóricas con que Aubin adornaba su pacífico discurso—. Tanto más —añadió, sin embargo—, cuanto que, lo que quería decirle, no tiene que ver con la política.
—¡Lo ves! —dijo Courte-Joie—; nada impide que platiques con el señor corregidor. Vaya, vaya; hazle sitio a tu lado, y charlaréis a vuestras anchas.
Todo esto no decidió a Juan Oullier a poner mejor cara a Courtin, ni siquiera a volverse hacia él; pero no se levantó como era de temer, al sentir que el colono se sentaba junto a él.
—Querido Oullier —dijo Courtin, a manera de preámbulo—, me parece que si bebiésemos una botella, de vino, quizá facilitaría la conversación.
—Como queráis —respondió Juan Oullier, el cual, aunque sentía una profunda repugnancia en tener que brindar con Courtin, consideraba, no obstante, que aquel sacrificio era necesario a la causa a cuyo servicio se había consagrado.
—¿Tenéis vino? —preguntó Courtin a María Juana.
—¡Toma!, ¡que si tenemos vino! —repuso esta—; vaya una pregunta.
—Pero del bueno, quiero decir vino lacrado.
—También lo tenemos —dijo María Juana con un gesto de orgullo—; pero cada botella vale cuarenta sueldos.
—¡Bah! —repuso Aubin, que había tomado asiento al otro lado de la chimenea por si podía coger al vuelo alguna palabra de lo que Courtin iba a decir al guarda—; el señor corregidor es persona acomodada, y cuarenta sueldos más o menos no le impedirán pagar su renta a la baronesa Michel.
Courtin sintió haberse adelantado tanto, pues si por desgracia volvían los tiempos de la gran guerra, acaso sería peligroso pasar plaza de hombre muy rico.
—¡Persona acomodada! —replicó—; ¡cómo lo decís, querido Aubin! Es cierto que puedo pagar mi arrendamiento; pero creed que cuando lo he hecho me tengo por muy dichoso si logro quedar en paz. Esta es toda mi riqueza.
—Que seáis rico o pobre nada nos importa —repuso Juan Oullier—. Veamos lo que tenéis que decirme y despachemos.
Courtin tomó entonces la botella que le presentaba María Juana, limpió cuidadosamente el cuello con la manga de su blusa, vertió algunas gotas de vino en su vaso, llenó el de Juan Oullier y después el suyo, hizo chocar el uno con el otro, y saboreando lentamente el licor:
—No son muy dignos de lástima —dijo, haciendo castañetear la lengua contra el paladar—, no son muy dignos de lástima los que lo beben igual todos los días.
—Sobre todo si lo hacen con la conciencia tranquila —respondió el guarda—; porque, a mi entender, esto es lo que hace bueno el vino.
—Juan Oullier —siguió diciendo Courtin, sin hacer caso de la reflexión filosófica de su interlocutor, e inclinándose hacia el hogar, de manera que sólo pudiese oírle aquel a quien se dirigía—; Juan Oullier, me guardáis rencor y hacéis mal, ¡palabra de honor!
—Probadlo y os creeré; tal es la confianza que tengo en vuestra palabra.
—Pues bien, querido Oullier, en ese caso, os diré que el señor marqués es una persona a quien venero, y que siento mucho, muchísimo verle eclipsado por un hato de ricachos, siendo así que en otro tiempo él era el primero de la provincia.
—¿Qué os importa, si está contento con su suerte? —replicó Juan Oullier—: Supongo que no le habéis oído quejar y que no os ha pedido dinero prestado.
—¿Qué diríais del que propusiera restituir al castillo de Souday toda la fortuna y todas las riquezas que tuvo en otra época? Veamos —añadió Courtin, sin hacer caso de la aspereza de su interlocutor—, ¿creéis que quién lo hiciera sería vuestro enemigo?, ¿no os parece que el señor marqués debería estarle altamente agradecido? Responded con la misma franqueza que os estoy hablando.
—Seguramente que sí, si quería hacerlo valiéndose de medios honrosos; pero esto es lo que dudo.
—¡Valiéndose de medios honrosos!, ¿acaso me atrevería a proponeros alguno que no lo fuese, Juan Oullier? Mirad, amigo mío, soy franco a más no poder y no me gusta andar con ambages; si quiero, puedo hacer que dentro de poco tiempo haya en el castillo de Souday más talegas que escudos de cinco libras tiene en la actualidad el marqués; pero…
—Pero… ¿qué?, veamos. Aquí está el busilis[20], ¿no es cierto?
—Pero sería preciso que por mi parte reportase de ello alguna utilidad.
—Si el negocio es bueno, nada hay más justo, y se os recompensará.
—Conforme. Lo que pido no es gran cosa.
—Pero, en fin, ¿qué es lo que pedís? —replicó Juan Oullier, que tenía ya curiosidad de saber lo que pensaba Courtin.
—¡Ah! ¡Dios mío!, es una cosa sencillísima: en primer lugar, quisiera que se arreglaran las cosas de modo que no debiese renovar mi arrendamiento, ni pagar cosa alguna por el cortijo que debo ocupar todavía por espacio de doce años.
—Es decir, que os lo regalaran.
—Si tal fuese la voluntad del señor marqués, ya comprendéis que no podría oponerme a ello, pues no estoy tan reñido conmigo mismo.
—Pero ¿cómo podría arreglarse esto? El cortijo que tenéis arrendado pertenece al señor Michel o a su madre, y no he oído decir a nadie que quieran venderlo. ¿Cómo podríamos daros lo que no nos pertenece?
—¡Bien! —repuso Courtin—; es el caso que si yo tomase parte en el negocio que os propongo, quizás no tardaría mucho tiempo en perteneceros aquel cortijo, y entonces sería fácil dármelo. ¿Qué respondéis a esto?
—Digo que no os comprendo.
—¡Truhán! Es un gran partido nuestro joven. ¿Sabéis que además de La Logerie posee la hacienda de Coudraie, los molinos de la Ferronnerie y los bosques de Gervaise, lo cual un año con otro produce ocho mil pistolas?… ¿Sabéis que heredera otro tanto, cuando muera la baronesa?
—¿Qué tiene que ver el barón Michel con el marqués de Souday —dijo Oullier—, ni qué interés puede tener para mi amo la fortuna del vuestro?
—Vaya, vaya, juguemos limpio, querido Oullier. ¡Voto a…!, es imposible que no os hayáis dado cuenta de que el señor Michel está enamorado perdido de una de vuestras señoritas. Ignoro cuál sea esta; pero que hable una palabra el señor marqués, que me ponga en la mano un papelito concerniente a mi cortijo, y todo se arreglará. Las mujeres son muy ladinas, y cuando la niña se haya casado, obtendrá cuanto desee de su marido, que, por su parte, no querrá negarle algunas miserables fanegas de tierra para el hombre a quien tan reconocido estará, y entonces haremos vuestro negocio y el mío. Sólo tenemos un obstáculo, la madre; pero yo me encargo de removerlo —añadió Courtin, inclinándose hacia Juan Oullier.
Este no contestó; pero miró fijamente a su interlocutor.
—Sí —añadió el corregidor de La Logerie—; cuando todos lo queramos, la señora baronesa no podrá negarse a ello. ¡Ah!, mi querido Oullier —prosiguió, golpeando amistosamente la pierna de su interlocutor—, sé muchas cosas relativas al difunto señor Michel.
—Siendo así, ¿para qué necesitáis de nosotros? ¿Quién os impide pedirle a ella inmediatamente lo que ambicionáis?
—¿Quién me lo impide?, es que al dicho de un niño que guardando sus ovejas oyó cerrar el trato, es preciso que pueda añadir el testimonio del que vio recibir el precio de la sangre en el bosque de la Chabotière; y este testimonio tú sabes perfectamente quién puede dármelo, querido Oullier. El día que nos juntemos, la baronesa se pondrá mansa como un cordero; aunque sea avara, es también orgullosa, y el temor de la deshonra pública y de las habladurías de la gente, la harán acceder a todo, pensado que al fin y al cabo la señorita de Souday, por pobre que sea, es muy digna de un barón Michel, cuyo abuelo era un aldeano y el padre un… basta. Vuestra señorita será rica, mi amo dichoso, y yo estaré acomodado. ¿Qué hay que oponer a esto? Sin contar que seremos amigos, querido Oullier, y sin alabarme de ello, aun cuando ambicione tu amistad, la mía vale también algo.
—¡Vuestra amistad!… —respondió Juan Oullier, a quien costaba trabajo contener la indignación que excitaba en él la singular proposición que Courtin acababa de hacerle.
—Sí, mi amistad —repitió este—, por más que menees la cabeza. Ya te he dicho que estaba más informado que nadie de la vida del difunto barón Michel, y hubiera podido añadir que también lo estoy de lo relativo a su muerte, pues yo era uno de los ojeadores de la batida en que fue muerto, y precisamente estaba colocado frente a frente de él… Yo era muy joven entonces, pero ya tenía la costumbre, que Dios me conserve, de no hablar más que cuando me convenía. Y ahora, ¿crees que serían inútiles los servicios que tu partido podría esperar de mí cuando mi interés me pusiera de tu parte?
—Courtin —repuso Juan Oullier, arrugando el entrecejo—, no tengo ninguna influencia en las resoluciones del señor marqués de Souday; pero si la tuviera, por pequeña que fuese, nunca ese cortijo formaría parte de los bienes de su familia, y, aunque así fuese, jamás serviría para pagar una traición.
—Todo eso no son más que palabras —observó Courtin.
—No, por pobres que sean las señoritas de Souday, jamás querré que ninguna de ellas se case con el joven de quien me habláis; y por rico que este sea, aun cuando tuviera otro nombre que el que tiene, nunca se prestaría la señorita de Souday a comprar su alianza.
—¿Llamas a esto una bajeza?, yo sólo veo en ello un buen negocio.
—Puede que para vos no sea otra cosa; pero para mis señoritas, comprar la alianza del señor Michel por medio de un convenio con vos, sería peor que una bajeza, sería una infamia.
—Vete con cuidado, Juan Oullier; no quiero hacer caso de tus palabras, pues he venido a verte con las mejores intenciones del mundo; pero procura que no cambie de modo de pensar cuando salga de aquí.
—El mismo caso hago de vuestras amenazas que de vuestros ofrecimientos; tenedlo entendido, Courtin.
—Por última vez te digo que me escuches, Juan Oullier; ya te he manifestado antes que deseo ser rico; este es mi tema, como es el tuyo ser fiel como un perro a gentes que ningún caso hacen de ti. Había pensado que podría ser útil a tu amo, esperando al mismo tiempo que este no dejaría de recompensar dignamente semejante servicio; pero ya que me dices que es imposible, no hablemos más de ello. No obstante, si los nobles a quienes sirves quisieran mostrarse agradecidos a mi modo de cobrar, preferiría servirles a ellos antes que a los otros.
—Porque creéis que os pagarían mejor, ¿no es cierto?
—Sin duda, mi pobre Oullier; contigo no me hago el generoso; lo has acertado completamente.
—No sirvo de intermediario en tales negocios, Courtin; y, además, sería tan insignificante la recompensa que os ofrecería, si debía ser proporcionada a lo que de vos podría esperarse, que no vale la pena de hablar de ello.
—¡Oh!, ¡oh!, ¿quién sabe? —repuso Courtin—. Tú no pensabas que yo supiera lo de la Chabotière, y quizás te admiraría mucho si te dijera todo lo que sé.
Juan Oullier temió dejar ver que se asustaba.
—Basta ya, Courtin si queréis venderos, dirigíos a otros, pues semejantes negocios me repugnarían aun cuando me encontrase en situación de hacerlos. A Dios gracias, nada tienen que ver conmigo.
—¿Es esta tu última resolución, Juan Oullier?
—La primera y la última; seguid vuestro camino, Courtin, y dejad que sigamos el nuestro.
—Pues bien, tanto peor —concluyó el colono—, pues a fe mía me hubiera gustado mucho que marcháramos de acuerdo.
Al terminar estas palabras, levantóse Courtin, hizo una seña con la cabeza a Juan Oullier y salió.
Apenas hubo pasado el umbral de la puerta, Aubin Courte-Joie se acercó al guarda.
—Has hecho una tontería —le dijo en voz baja.
—¿Por qué?
—Ese hombre puede perjudicarte; de otro modo, no habría venido a verte con tanta confianza.
—¿Qué debía hacer?
—Llevarle a Luis Renaud o a Gaspar, que lo habrían comprado.
—El mal está hecho, ¿qué me aconsejas ahora?
—Que le sigas y le vigiles.
Juan Oullier meditó un instante, y levantándose después:
—A fe mía —dijo—, puede que tengas razón.
—Y, lleno de inquietud, salió de la taberna.