O cabía duda de que en la Bretaña y la Vendée se preparaba un levantamiento.
No obstante la fermentación general, y tal vez a causa de ella, la feria de Montaigu prometía ser brillante. Aun cuando aquella feria no tenga, de ordinario, más que una mediana importancia, la afluencia de aldeanos era aquel día considerable; los naturales de las comarcas de Mangis y de Retz se codeaban con los habitantes del Bocage y de la Plaine, y como un indicio de las disposiciones belicosas de aquellas poblaciones, observábase que en medio de aquel bosque de sombreros de anchas alas, apenas se veía gorra alguna.
En efecto, las mujeres, que generalmente constituyen la mayoría en aquellas reuniones comerciales, no habían ido aquel día a la feria de Montaigu.
Además, y esto hubiera bastado para indicar a los menos perspicaces que se trataba de una especie de comicio revolucionario, si bien los chalanes[19] eran numerosos en la feria de Montaigu, en cambio faltaban por completo los caballos, las vacas, los carneros, la manteca y los granos con que de ordinario se comercia en ella.
Bien procediesen de Beaupréau o de Mortagne, bien de Bressuire, de Saint-Fulgens o de Machecoul, los aldeanos, en lugar de los géneros que acostumbran llevar al mercado, sólo habían traído sus garrotes de cornizo guarnecidos de cuero, y por el modo como los empuñaban no parecía probable que quisieran traficar con ellos.
La plaza y la grande y única calle de Montaigu, que servían de campo a la feria, presentaban un aspecto grave, solemne, casi amenazador, y completamente desacostumbrado en aquella clase de reuniones. Por más que algunos titiriteros, vendedores de drogas nocivas y sacamuelas armasen un ruido infernal con sus tambores, trompetas y platillos y espetasen sus más jocosos discursos, no lograban desarrugar el ceño a los aldeanos que pasaban por su lado con rostro inquieto, y que no se dignaban pararse a escuchar su música o su charla.
Generalmente, los vendeanos hablan poco, así como los bretones, con quienes confinan por el Norte; pero aquel día hablaban menos aún que de costumbre. La mayor parte de ellos estaban apoyados contra las casas, las tapias de los jardines y los travesaños de madera que rodeaban la plaza, permaneciendo inmóviles cual estatuas, con las piernas cruzadas, inclinada la cabeza bajo las anchas alas de sus sombreros, y las manos apoyadas en los garrotes. Otros habíanse reunido en pequeños grupos que parecían estar esperando y que, cosa extraña, guardaban también un profundo silencio.
En las tabernas la concurrencia era numerosa; la sidra, el aguardiente y el café se despachaban en ellas en cantidades prodigiosas; pero el temperamento de los aldeanos de la Vendée es tan robusto, que aquellas enormes cantidades de líquido no ejercían influencia sensible en su fisonomía ni en sus caracteres. La tez de los bebedores estaba algo más animada y sus ojos algo más brillantes que de costumbre; pero permanecían tanto más dueños de sí mismos, cuanto que, por lo general, desconfiaban de los dueños de las tabernas y de los vecinos de la ciudad a quienes podía encontrar en ellas.
Al ir a la feria de Montaigu, centro de población ocupado en aquel momento por una columna móvil de un centenar de hombres, los campesinos habían penetrado en medio de sus adversarios, y como lo comprendían perfectamente, conservaban bajo su pacífica actitud la reserva y la vigilancia que el soldado conserva sobre las armas.
Una sola de las tabernas de Montaigu pertenecía a un hombre con quien podían contar los vendeanos, y con el cual se dispensaban, por consiguiente, de toda reserva. Estaba situada en medio de la ciudad, en el campo mismo de la feria, en el ángulo de la plaza y haciendo esquina a un callejón que desembocaba en el río Maine, que rodea la ciudad por el Sudoeste. Aquella taberna carecía de muestra; una rama de boj seco, fijada horizontalmente en una hendidura de la pared, y algunas manzanas que se descubrían a través de unas vidrieras tan llenas de polvo que podían pasar muy bien sin visillos, indicaban al público la clase a que pertenecía el establecimiento. En cuanto a los parroquianos, no tenían necesidad de indicación alguna.
El propietario de aquella taberna se llamaba Aubin Courte-Joie. Aubin era su apellido, y Courte-Joie un apodo que debía a la chancera prodigalidad de sus amigos. He aquí en que ocasión se lo habían dado estos, pues por secundario que sea el papel que este nuevo personaje desempeña en esta historia, nos vemos obligados a decir dos palabras de sus antecedentes.
A los veinte años, Aubin era tan delicado, débil y enfermizo, que la quinta de 1812 le había desechado como indigno de pertenecer al ejército. No obstante, en 1814 aquella misma quinta se había vuelto menos exigente y reclamó a Aubin; pero este, a quien el desdén que en un principio se había mostrado por su persona predispuso contra el servicio militar, resolvió burlar al gobierno, y fugándose, fue a refugiarse en uno de los bandos refractarios que infectaban el país.
Cuanto más escasos se hacían los hombres, más crueles se mostraban con los reacios los agentes de la autoridad. Aubin, a quien la Naturaleza no había dotado de gran fatuidad, nunca se hubiera creído tan necesario al gobierno, si no hubiese visto con sus propios ojos el trabajo que este se tomaba de irle a buscar hasta en medio de los bosques de Bretaña y de los pantanos de la Vendée, pues los gendarmes perseguían activamente a los refractarios.
En uno de los encuentros a que daba lugar aquella encarnizada persecución, Aubin había combatido con un valor y una tenacidad que probaban que la quinta de 1814 no iba muy desacertada al quererle contar en el número de sus elegidos; pero una bala le había herido, dejándole por muerto en medio del camino.
Entre ocho y nueve de la noche, es decir, cuando esta había cerrado ya por completo, una mujer de Ancenis pasó en un calesín por aquel camino, dirigiéndose a Nantes. Al llegar delante del cadáver, el caballo se estremeció, negándose a adelantar. La mujer zurriagó su caballo, pero este se encabritó; insistió aquella, y el animal volvió grupas, obstinándose en volver a Ancenis. La mujer, que no estaba acostumbrada a que su caballo obrara de aquel modo, se apeó del calesín, y todo se le explicó al ver el cuerpo de Aubin que obstruía el camino. Entonces, sin amedrentarse lo más mínimo, ató su caballo a un árbol y se dispuso a arrastrar a Aubin hasta una zanja, a fin de dejar libre el paso, no sólo a su calesín, sino también a los que podían venir detrás; pero, al tocar el cuerpo de aquel desgraciado, observó que palpitaba aún. El movimiento que le imprimió o quizás el dolor que él mismo le ocasionaba, hizo volver en sí a Aubin, que exhaló un suspiro y movió los brazos, de lo cual resultó que, en vez de arrojarle en la zanja, la mujer le colocó en su calesín, y en vez de seguir su camino hacia Nantes, regresó a Ancenis.
Como aquella buena mujer era realista y devota, la causa en cuya defensa había sido herido Aubin y el escapulario que encontró en el pecho de este, no pudieron menos de interesarla profundamente, y mandó a buscar al cirujano. El infeliz tenía las piernas rotas por una bala, y fue preciso amputárselas. La mujer cuidó a Aubin, le veló con el desinterés propio de una hermana de caridad, y su buena obra la aficionó al que era objeto de ella, como sucede casi siempre; de modo que cuando Aubin estuvo restablecido, oyó con profundo asombro que su enfermera le ofrecía la mano y el corazón. Consideramos inútil decir que el vendeano aceptó gustoso el ofrecimiento.
Desde entonces, con asombro de sus amigos, Aubin fue uno de los modestos propietarios de la comarca; pero su felicidad duró poco. Al cabo de un año falleció su esposa, y aunque esta le dejaba todos sus bienes en el testamento que había tenido la precaución de hacer, sus herederos legítimos lo atacaron por vicioso en la forma, y habiendo fallado a su favor el tribunal de Nantes, el desventurado refractario se encontró tan pobre como antes de casarse. Nos equivocamos; tenía las dos piernas menos.
A causa, pues, del poco tiempo que duró la opulencia de Aubin, los habitantes de Montaigu, que, como se comprenderá, no había dejado de envidiarle su buena suerte y de alegrarse del infortunio que tan pronto le había sucedido; a causa de esto, decimos, fue que los habitantes de Montaigu bautizaron ingeniosamente a Aubin con el apodo de Courte-Joie.
Como los herederos que habían solicitado la declaración de nulidad del testamento pertenecían al partido liberal, Aubin no pudo menos de hacer recaer sobre este la ira que despertaba en él el haber perdido el pleito. Irritado por su achaque y enconado por lo que le parecía una horrible injusticia, profesaba a cuantos acusaba de su desgracia, adversarios, jueces y patriotas, un odio feroz que los acontecimientos habían mantenido, y que solamente esperaba un momento favorable para mostrarse exteriormente de un modo que su carácter sombrío y vengativo prometía ser terrible. Como a causa de su desgracia en la refriega, era imposible que Aubin pensase en dedicarse de nuevo a las labores del campo, arrendando algún cortijo, como lo habían hecho su padre y su abuelo, no tuvo más recurso que ir a vivir entre aquellos mismos a quienes aborrecía, estableciendo con los restos de su pasajera opulencia la taberna en que le encontramos dieciocho años después de los acontecimientos que acabamos de referir. El partido realista no tenía en 1832 un satélite más entusiasta que Aubin Courte-Joie; bien es verdad que, sirviéndoles, no hacía más que satisfacer una venganza personal.
A pesar de sus piernas de palo, Aubin se había convertido, pues, en el agente más activo de la sublevación que se preparaba. Centinela avanzada en medio del campo enemigo, instruía a los vendeanos de cuanto disponía el gobierno para defenderse, no tan sólo en el distrito de Montaigu, sino también en sus alrededores. Los mendigos nómadas, esos huéspedes de un día de los cuales nadie desconfía ni se preocupa, eran en sus manos prodigiosos auxiliares que movía diez leguas a la redonda, y que le servían a la vez de espías y de intermediarios con los campesinos. Su taberna era, naturalmente, el lugar a que concurrían los llamados chuanes, y el único donde no se creían obligados a reprimir su entusiasmo realista.
El día de la feria de Montaigu, la taberna de Aubin Courte-Joie no parecía a primera vista tan concurrida como hubiera podido suponerse, teniéndose en cuenta la afluencia considerable de gentes del campo. En la primera de las dos piezas de que se componía, pieza sombría y negra, cuyos únicos muebles consistían en un tosco mostrador, algunos bancos y otros tantos escabeles, se veían sentados en torno de las mesas una docena de aldeanos cuando más, que, por sus trajes aseados y casi elegantes, se conocía pertenecer a la clase acomodada de los colonos.
Una ancha vidriera adornada con visillos de algodón con grandes cuadros encarnados y blancos, separaba aquella primera pieza de la segunda, la cual servía, al mismo tiempo, de cocina, comedor, alcoba y gabinete de Aubin, convirtiéndose además, en las circunstancias extraordinarias, en una dependencia de la sala común, en cuyo caso se recibía en ella a los amigos. El mobiliario de aquel aposento se resentía naturalmente del quíntuple objeto a que estaba destinado. En el fondo había una cama muy baja, con pabellón y cortina de jerga verde, que, a no dudarlo, era la del propietario. A su lado se veían dos enormes toneles, de los que sacaba la sidra y el aguardiente necesario para servir a los parroquianos. A la derecha conforme se entraba, hallábase la chimenea, alta y ancha cual las de las cabañas. En medio del aposento había una mesa de roble, con un banco de madera a cada lado, y frente la chimenea un aparador con sus platos y vasijas de estaño. Un crucifijo rodeado de una rama de boj bendito, algunos santos de cera y tres o cuatro estampas groseramente iluminadas, constituían todo el adorno del aposento.
El día de la feria de Montaigu, Aubin Courte-Joie había abierto a numerosos amigos lo que podía considerarse como su santuario. Si en la sala común tan sólo se veían diez o doce concurrentes, en cambio podían contarse más de veinte personas en la trastienda. La mayor parte de estas se hallaban sentadas alrededor de la mesa, y bebían hablando con la mayor animación, en tanto que tres o cuatro vaciaban unos grandes sacos de galletas, amontonados en un ángulo de la estancia, contándolas y colocándolas en cestas, que entregaban ora a mendigos, ora a mujeres que aparecían en una puerta situada en otro ángulo del lado de los toneles. Aquella puerta se abría en un pequeño patio, el cual daba al callejón de que ya hemos hablado.
Aubin Courte-Joie estaba sentado en una especie de sillón de madera debajo de la campana de la chimenea; y a su lado veíase un hombre con un sayo de piel de cabra y gorro de lana negra, en el cual volvemos a encontrar a nuestro antiguo conocido Juan Oullier, con su perro sentado entre las piernas. Detrás de ellos, la sobrina de Courte-Joie, joven y agraciada aldeana quien este tenía en su compañía para ocuparla en los quehaceres domésticos, soplaba la lumbre y cuidaba de una docena de tazas negras, en las cuales se cocía lentamente al calor del hogar una bebida propia de los aldeanos de la Vendée. Aubin hablaba animadamente, aunque en voz baja, a Juan Oullier, cuando ligero silbido que imitaba el grito de alarma o de reunión de las perdices, partió de la sala de la taberna.
—¿Quién llega? —preguntó Courte-Joie, inclinándose para mirar a través de una abertura que previamente había practicado en las cortinillas—. El hombre de La Logerie, ¡cuidado!
Antes que esta advertencia hubiese llegado a aquellos a quienes iba dirigida, todo había entrado en su orden habitual en el aposento de Aubin. La puerta que daba al patio habíase cerrado cuidadosamente; las mujeres y los mendigos habían desaparecido; los hombres que contaban las galletas habían atado los sacos, sentándose sobre ellos y fumando sus pipas con la mayor indiferencia; los bebedores se habían callado todos, durmiéndose tres o cuatro de ellos como por encanto, y finalmente, Juan Oullier se había vuelto de cara al hogar, de manera que a primera vista pudiese ocultar sus facciones a los que entrasen.