XIV

APENAS había recorrido Courtin doscientos pasos en el camino que conducía a su cortijo, cuando oyó que se movían los matorrales junto a los cuales pasaba.

—¿Quién va? —preguntó, pasando al otro lado, y poniéndose en guardia con el bastón que llevaba en la mano.

—Gente de paz —repuso una voz juvenil.

Y el que así contestaba apareció en la orilla del camino.

—¡Calle, es el señor barón! —exclamó el colono.

—El mismo, Courtin.

—¡Pero, Dios mío!, ¿a dónde os dirigís a esta hora?, ¿qué diría la señora baronesa si supiera que estabais en los campos en plena noche? —dijo el colono, aparentando sorpresa.

—Es cierto, Courtin.

—¡Diantre! —dijo este con aire picaresco, es de presumir que no os falten motivos para ello.

—Sí, ya lo sabrás cuando estemos en tu casa —repuso Michel.

—¡En mi casa!, ¡vais a venir a mi casa! —exclamó Courtin, admirado.

—¿Te niegas a recibirme? —interrogó el joven.

—¡Justo Cielo!, ¡yo negarme a recibiros en una casa que, al fin y al cabo, es vuestra!

—De ese modo, no perdamos tiempo, pues es tarde; echa a andar y te seguiré.

Courtin obedeció, algo inquieto por el tono imperativo que contra costumbre mostraba su amo, y luego de haber dado un centenar de pasos, subió una escalera, atravesó el huerto y se encontró a la puerta del cortijo. Cuando hubo entrado en la pieza baja, que servía a la vez de salón y de cocina, reunió algunos tizones esparcidos por el hogar, sopló uno de ellos que estaba ardiendo aún, y encendió una vela de cera amarilla, que pegó a la chimenea. Sólo entonces pudo ver, gracias a la luz de aquella vela, lo que no había podido observar al resplandor de la luna, esto es, que Michel estaba pálido como un cadáver.

—¡Dios mío! —exclamó Courtin—, ¿qué tenéis, señor barón?

—Courtin —dijo el joven, frunciendo las cejas—, he oído tu conversación con mi madre.

—¡Cómo! —exclamó el colono, algo sorprendido.

Pero reponiéndose en seguida:

—Bien, ¿y qué?

—¿Deseas mucho renovar tu arrendamiento el próximo año?

—¿Yo, señor barón?

—Sí, tú, Courtin; mucho más de lo que aparentas.

—¡Canario!, no me desagradaría, pero si no puede ser, no me moriré por esto.

—Yo soy el que he de renovártelo, pues cuando deba firmarse el contrato seré ya mayor de edad.

—Es cierto, señor barón.

—Pero ya comprendes —prosiguió el joven, al cual su deseo de salvar al conde de Bonneville y de estar cerca de María daba una resolución enteramente ajena a su carácter—, ya comprendes que si delatas a mis amigos no te lo renovaré.

—¡Oh!, ¡oh!

—Es tal como te lo digo; y una vez fuera del cortijo, Courtin, será necesario que te despidas de él para siempre, pues no volverás.

—Pero ¿y el Gobierno?, ¿y la señora baronesa?

—Nada tengo que ver con esto. Me llamo el barón Michel de La Logerie; la hacienda y el castillo me pertenecerán en virtud de donación de mi madre, en cuanto sea mayor de edad; dentro de once meses lo seré, y tu arrendamiento termina dentro de trece.

—¿Y si renuncio a mi proyecto? —preguntó el colono con aire malicioso.

—En este caso te lo renovaré.

—¿En idénticas condiciones que hasta aquí?

—En idénticas condiciones.

—Si no fuese por temor de comprometeros, señor barón… —dijo Courtin, yendo a buscar en el cofre una botellita llena de tinta, un pliego de papel y una pluma que dejó sobre la mesa.

—¿Qué quieres decir?

—Que tengáis la bondad de escribir lo que acabáis de decir; la vida y la muerte Dios la tiene en su mano, y yo, por mi parte, lo juraré sobre este crucifijo.

—No necesito de tus juramentos, Courtin, porque al salir de aquí volveré a Souday para avisar a Juan Oullier que esté alerta y a Bonneville que busque otro asilo.

—Razón de más —replicó Courtin, presentando la pluma a su amo.

Michel tomó la pluma de manos del colono y escribió:

«Yo, el abajo firmado, Augusto Francisco Michel, barón de La Logerie, me obligo a renovar el arrendamiento de Courtin en idénticas condiciones con que al presente lo tiene».

Y cuando iba a poner la fecha:

—No —dijo el colono—, no lo fechéis, si lo tenéis a bien; ya lo haremos al día siguiente de vuestra mayor edad.

—Conforme —dijo Michel.

Y se limitó a firmar, dejando espacio suficiente para poner la fecha.

—Si queréis descansar más cómodamente que en este escabel y no os precisa volver al castillo antes que amanezca —dijo Courtin—, tengo arriba, a vuestra disposición, una cama que no es del todo mala.

—No —repuso Michel—, ¿no has oído que quiero volver a Souday?

—¿Para qué?, pues he prometido que nada diría, tenéis tiempo sobrado.

—Lo que tú has visto pudo verlo otro; y si tú nada dices porque lo has prometido, otro no tendrá la misma razón para guardar silencio. Hasta la vista, Courtin.

—Como os plazca —dijo este—; pero hacéis mal, muy mal, de volver a aquella ratonera.

—Bien está; agradezco tus consejos, pero debes saber que ya tengo edad para hacer lo que quiero.

Y levantándose luego de haber pronunciado estas palabras, con una energía de que el colono no le hubiera creído capaz, se dirigió a la puerta y salió. Courtin le acompañó con la vista hasta que se hubo cerrado la puerta, y tomando después vivamente la promesa de arrendamiento que acababa de firmarle, volvió a leerla, la dobló cuidadosamente y la guardó en su cartera. En seguida, pareciéndole oír hablar en las inmediaciones del cortijo, se dirigió a la ventana, cuya cortina entreabrió, viendo al barón cara a cara con su madre.

—¡Hola! ¡Hola!, señor mío —murmuró—. Conmigo hablabais muy alto; pero parece que ya habéis encontrado la horma de vuestro zapato.

En efecto, la baronesa, viendo que su hijo no volvía, había pensado que podía ser cierto lo que le dijo Courtin, y que no sería extraño que estuviese en casa de este. Por un momento había vacilado, mitad por orgullo, mitad por temor de salir de noche; pero al fin triunfo la impaciencia maternal, y se dirigió al cortijo, del cual vio salir a Michel, cuando estaba a pocos pasos de la puerta. Entonces, libre ya de todo temor, al ver al joven sano y salvo, había recobrado su imperioso carácter, mientras que Michel, por su parte, aterrado a la vista de su madre, no pudo menos de retroceder un paso.

—Seguidme, caballerito —le ordenó aquella—; me parece que estas no son horas de volver al castillo.

Michel no pensó siquiera en discutir ni en huir, sino que siguió a su madre como hubiera podido hacerlo un niño. Durante el camino, la baronesa y su hijo no cambiaron ni una palabra, prefiriendo Michel aquel silencio a una discusión en que su obediencia filial, o mejor su carácter débil, hubiera hecho que toda la desventaja estuviera de su parte. Cuando llegaron ambos al castillo, comenzaba a despuntar el día. La baronesa, guardando siempre el mayor silencio, acompañó al joven a su cuarto, donde aquel encontró puesta la mesa.

—Debes tener hambre y estar cansado —le dijo su madre.

Y señalándole sucesivamente la mesa y la cama:

—Come y duerme —añadió.

Y se marchó, cerrando la puerta.

El joven se estremeció, al oír que la llave daba dos vueltas en la cerradura, y al considerar que estaba prisionero cayó anonadado sobre un sillón.

Los acontecimientos se precipitaban como un alud y hubieran vencido una organización más vigorosa que la de Michel, quien, por otra parte, tenía muy poca energía y acababa de gastarla con Courtin. Tal vez había contado demasiado con sus fuerzas al decir a este que iba a volver al castillo de Souday.

Como había dicho la baronesa, Michel estaba cansado y tenía hambre; a su edad, la Naturaleza es una madre imperiosa que también reclama sus derechos. Además, nuestro joven se había tranquilizado algún tanto, pues las palabras de su madre al mostrarle la mesa y la cama daban a entender que no contaba volver al aposento de su hijo hasta que este hubiese comido y dormido, lo cual suponía algunas horas de tranquilidad, antes que tuviese lugar ninguna explicación.

Michel comió apresuradamente, y, después de haber ido a la puerta para asegurarse de que estaba, realmente, prisionero, se acostó, durmiéndose en seguida.

Serían las diez de la mañana, cuando se despertó. Los rayos de un hermoso sol de mayo entraban alegremente en la habitación a través de los cristales. El barón abrió las ventanas, y llegó hasta él el dulce calor del astro de la mañana. Los pajarillos cantaban en las ramas cubiertas de verdes y tiernas hojas, las primeras flores se abrían, y las primeras mariposas revoloteaban en el espacio. Parecía que en un día tan hermoso nadie podía ser desgraciado.

El joven encontró alguna fuerza en aquel nuevo vigor de la Naturaleza, y esperó más tranquilamente a su madre; pero en vano pasaron las horas, pues llegó el mediodía sin que la baronesa se presentara.

Michel observó con alguna inquietud que la mesa estaba servida con bastante abundancia no sólo para poder comer la víspera, sino también para almorzar y hasta comer aquel día. Entonces comenzó a temer que su cautiverio durase más de lo que había creído, temor que se confirmó a medida que fueron dando las dos y las tres de la tarde.

Al llegar a aquella hora, Michel, que estaba atento al menor ruido, creyó oír algunas detonaciones hacia la parte de Montaigu; pero, aun cuando aquellas tenían la regularidad de los disparos hechos por pelotón, era imposible, no obstante, conocer exactamente si eran fusilazos.

Montaigu distaba dos leguas poco más o menos de La Logerie, y una tormenta lejana podía producir un ruido casi igual. Sin embargo, el cielo era puro. Aquellas detonaciones duraron aproximadamente una hora y después todo volvió a quedar en silencio.

La zozobra del barón era tan grande, que desde que almorzó por la mañana se había olvidado completamente de comer. Al fin, tomó una resolución: llegada la noche y cuando en el castillo estuvieran durmiendo todos, debía descerrajar con un cuchillo la puerta de su aposento y salir, no por la puerta que daba al parque y que probablemente estaría cerrada también, sino por una ventana cualquiera. Esta probabilidad de huir volvió el apetito al prisionero, el cual comió a la manera del que piensa que ha de pasar una noche borrascosa y cobra fuerzas para hacer frente a todos los percances que puedan sobrevenir.

Serían las siete cuando Michel acabó de comer, y como debía anochecer dentro de media hora, se tendió en la cama para esperar. Mucho hubiera deseado dormir, pues el sueño le habría hecho parecer más corto el tiempo; pero su inquietud era tan grande que por más que cerrase los ojos, su oído, siempre atento, percibía el ruido más ligero.

Admirábale en gran manera no haber visto a su madre en todo el día, pues la baronesa, por su parte, debía suponer que, llegada la noche, el prisionero haría cuanto estuviese en su mano para escaparse. Indudablemente, meditaba alguna cosa; pero ¿qué podía meditar?

De pronto, el barón creyó oír el ruido de los cascabeles que se ponen en las colleras de los caballos de posta. Corrió a la ventana y le pareció distinguir en el camino de Montaigu una especie de grupo, que se movía con bastante rapidez en la sombra con dirección al castillo de La Logerie. Al ruido de las campanillas se mezclaba el del trote de dos caballos. En aquel instante el postillón que montaba uno de estos hizo chasquear el látigo, probablemente para anunciar su llegada. Ya no podía quedar la menor duda: era un postillón que llegaba con dos caballos de posta. Al mismo tiempo, obedeciendo a un movimiento instintivo, el barón dirigió la vista al patio y vio a los criados, que sacaban de la cochera la calesa de viaje de su madre. Un rayo de luz iluminó su cerebro.

Aquellos caballos de posta que venían de Montaigu, aquel postillón que hacía chasquear su látigo, aquella calesa de viaje que sacaban de la cochera, indicaban claramente que su madre iba a marchar y que se lo llevaba con ella. He aquí por qué le había encerrado y le tenía prisionero. Llegado el momento oportuno, iría a buscarle, le haría subir al carruaje y echarían a andar, pues la baronesa conocía demasiado el ascendiente que tenía sobre su hijo para estar segura de que este no se atrevería a oponérsele.

Esta idea de dependencia, de que su madre tenía una convicción tan profunda, exasperó tanto más a nuestro joven en cuanto este conoció toda su realidad, pues él mismo no dudaba que cuando se hallase frente a la baronesa, no se atrevería a chocar de frente con ella. Pero le parecía imposible y sobre todo deshonroso abandonar a María, renunciar a la vida llena de emociones en que le habían iniciado las dos hermanas, y no tomar parte en el drama que iban a representar en la Vendée el conde de Bonneville y su compañero desconocido. ¿Qué concepto formarían de él las dos jóvenes?

Michel resolvió arriesgarlo todo antes que sufrir semejante humillación. Acercóse a la ventana y midió su altura: era de treinta pies poco más o menos. El barón permaneció pensativo un instante; era indudable que en su interior se libraba una lucha violenta. Al fin, pareció tomar su partido; fue a su papelera, sacó una cantidad de oro bastante considerable y llenó con ella sus bolsillos. En aquel momento le pareció oír ruido de pasos en el corredor, y volviendo a cerrar rápidamente la papelera, se tendió sobre su cama y esperó, pudiendo conocerse por la contracción poco habitual de los músculos de su cara, que había tomado una resolución.

¿Cuál era esta?

No tardaremos en conocerla.