A noche del día siguiente al que tuvieron lugar en el castillo de Vouillé los sucesos en el capítulo precedente, volvemos a encontrar a Berta y a Michel a la cabecera del pobre Tinguy, pues aun cuando con las visitas que el doctor Roger había prometido hacer al enfermo era completamente inútil la presencia de la joven en la cabaña, Berta, no obstante las observaciones de María, había querido seguir prodigando sus cuidados al vendeano. Quizás la caridad cristiana no era el único móvil que la llevaba a la choza de este; pero sea de ello lo que fuere, y por una coincidencia muy natural, Michel, abandonando sus temores, había precedido a la señorita de Souday, y se encontraba ya en la cabaña cuando Berta llegó a ella.
¿Era a Berta a quien esperaba Michel? No nos atrevemos a decirlo. Tal vez había pensado que María desempeñaría aquella noche el cargo de hermana de la caridad; quizás esperaba vagamente que aquella no dejaría escapar la ocasión que se le presentaba para acercársele, y su corazón palpitó con violencia cuando vio dibujarse sobre una de las hojas de la puerta una sombra vaga, pero que, según su elegancia, sólo podía ser de una de las hijas del marqués de Souday.
Al reconocer a Berta, el barón experimentó una leve contrariedad; pero Michel, que en fuerza de su amor se sentía lleno de ternura por el marqués de Souday, de simpatía por el áspero Juan Oullier, de afecto por los perros, ¿podía dejar de amar a la hermana de María? ¿La inclinación que experimentaba por esta, no debía acercarle a aquella? ¿No sería una dicha para él oír hablar de la que se hallaba ausente? El barón se mostró, pues, lleno de atenciones y cumplidos con Berta, la cual le correspondió con una satisfacción que no se tomó la molestia de disimular.
Por desgracia para Michel, era difícil ocuparse de otra cosa que del enfermo, cuya situación empeoraba por momentos. Tinguy había caído en el estado de torpeza e insensibilidad que los médicos califican con el nombre de modorra, y que en las enfermedades inflamatorias caracteriza el período que precede a la muerte. No veía ya nada de lo que pasaba a su alrededor, ni contestaba cuando le dirigían la palabra; su pupila, espantosamente dilatada, permanecía fija y estaba casi constantemente inmóvil, y sus manos probaban de cuando en cuando acercar la manta a su rostro o asir objetos imaginarios que creía ver sobre el lecho.
Berta, que a pesar de sus pocos años había asistido más de una vez a tan tristes escenas, no podía hacerse ilusiones sobre el estado del pobre aldeano; y queriendo evitar a Rosina el pesar de asistir a la agonía de su padre, que debía comenzar de un momento a otro, la mandó en busca del doctor Roger.
—Si queréis, señorita —dijo Michel—, yo puedo encargarme de avisarle, pues iré más de prisa que esa pobre niña, a la cual, por otra parte, no es muy prudente exponer a que transite de noche y sola por esos caminos.
—No, señor Michel; Rosina no corre ningún peligro, y tengo motivos para desear que os quedéis a mi lado. ¿Acaso os desagrada esto?
—Todo lo contrario, señorita; lejos de eso, me considero tan dichoso con poder seros útil, que no quiero perder ninguna ocasión para ello.
—Descuidad, tal vez dentro de poco tiempo necesite más de una vez poner a prueba vuestra adhesión.
Apenas haría diez minutos que se había marchado Rosina, cuando el enfermo pareció experimentar una mejoría sensible y del todo extraordinaria; sus ojos perdieron su fijeza, empezó a respirar con más facilidad, y habiéndose aflojado sus crispados dedos, se los pasó varias veces por la frente para enjugar el sudor que la bañaba.
—¿Cómo os sentís, Tinguy? —preguntó la joven al aldeano.
—Mejor —respondió este con voz débil—. ¿Querrá Dios que no deserte antes de la batalla? —añadió, tratando de sonreír.
—Puede que sí, pues también vais a combatir por él.
El aldeano movió tristemente la cabeza, dando Un profundo suspiro.
—Señor Michel —dijo Berta al joven, llevándole a un rincón del aposento, para que el enfermo no la oyera—; corred a casa del señor cura, decidle que venga y despertad a sus vecinos.
—¿No se encuentra mejor, señorita? Hace un momento que así os lo aseguraba.
—¡Qué niño sois! ¿No habéis visto nunca apagarse una lámpara? Su última llama es siempre la más viva, y lo mismo sucede con nuestro miserable cuerpo. Corred pronto, pues ese desgraciado morirá sin agonía; la fiebre ha agotado sus fuerzas, y su alma le abandonará sin lucha.
—¿Y vais a quedaros sola a su lado?
—Id en seguida, y no os preocupéis de mí.
Michel salió de la cabaña, y Berta se acercó a Tinguy que le alargó la mano.
—Gracias, buena señorita —le dijo.
—¿De qué, Tinguy?
—En primer lugar, por vuestros cuidados, y luego por la idea de mandar en busca del señor cura.
—¿Lo habéis oído?
Tinguy se sonrió.
—Sí —dijo—, aunque habéis hablado muy bajo.
—Sin embargo, la presencia del sacerdote no nos debe hacer creer que vais a morir, mi buen Tinguy; es preciso no amedrentaros.
—¡Amedrentarme! —exclamó el aldeano, tratando de incorporarse—, ¡amedrentarme! ¿Y por qué? He respetado a los ancianos y querido a los niños; he sufrido sin murmurar, he trabajado sin quejarme, loando a Dios cuando el granizo ha asolado mi pequeño campo, y bendiciéndole cuando la cosecha era abundante. Nunca he echado de mi casa a los mendigos, a quienes Santa Ana enviaba a ella, y he cumplido siempre los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia. ¡Oh, no, señorita! Para nosotros los pobres cristianos no hay día más venturoso que el de la muerte, pues, a pesar de mi ignorancia, conozco que es el que nos iguala con los grandes de la tierra. Si ha llegado para mí este día, si Dios me llama a sí, estoy pronto y compareceré ante su tribunal, lleno de esperanza en su infinita misericordia.
El semblante de Tinguy se había iluminado al pronunciar estas palabras; pero como el entusiasmo religioso del pobre aldeano acabó de agotar sus fuerzas, volvió a caer pesadamente sobre el lecho, balbuceando sólo algunas expresiones ininteligibles, entre las cuales se distinguían aún el nombre de Dios y el de la Virgen.
En aquel momento entró el cura, y, habiéndole Berta señalado al enfermo, comprendió al momento lo que aquella deseaba y empezó la oración de los agonizantes.
Michel rogó a Berta que se retirara, y, accediendo a ello la joven, salieron ambos, después de haber orado por vez postrera junto al lecho del pobre Tinguy.
A medida que iban llegando los vecinos, se arrodillaban y repetían las letanías que rezaba el sacerdote.
Dos delgadas velas de cera amarilla, puestas junto a un crucifijo de latón, iluminaban aquella lúgubre escena. De pronto, y en el momento en que el sacerdote y los concurrentes recitaban, mentalmente, el Ave María, un grito de lechuza, partido de las inmediaciones de la cabaña, dominó el monótono murmullo que se oía en el interior de esta.
Al oír aquel grito, todos los aldeanos se estremecieron, y el moribundo, que hacía algunos momentos tenía los ojos velados y la respiración entrecortada, levantó la cabeza.
—¡Aquí estoy! —exclamó—, ¡aquí estoy!… ¡Yo soy el guía!
Luego trato de imitar el canto del mochuelo, para contestar al grito que había oído; mas no lo pudo conseguir. Su apagada respiración no produjo más que una especie de sollozo; la cabeza se le dobló hacia atrás, y los ojos se le abrieron desmesuradamente. ¡Había muerto!
Entonces penetró en la cabaña un joven desconocido. Era un aldeano bretón, con sombrero de anchas alas, chaleco rojo con botones plateados, chupa azul bordada del mismo color que el chaleco y altas polainas de cuero, el cual llevaba en la mano un bastón herrado de los que se sirven los campesinos cuando van de viaje. Aunque pareció sorprenderse del espectáculo que se presentaba a su vista, nada preguntó; y después de arrodillarse y orar como los demás, se aproximó al lecho, contempló atentamente el rostro pálido y descolorido del pobre Tinguy, enjugó dos lágrimas que corrieron por sus mejillas, y salió tan silenciosamente como había entrado.
Los aldeanos, habituados a aquella práctica religiosa, según la cual nadie pasa por delante de una casa en que haya algún difunto, sin rezar una oración por su alma y dar una bendición a su cuerpo, no extrañaron la presencia del desconocido, ni fijaron atención en su salida. A pocos pasos de allí, el joven bretón encontró a otro aldeano de más baja estatura y más joven que él, el cual parecía su hermano e iba montado en un caballo enjaezado al estilo del país.
—Y bien, Ramo de Oro —preguntó el nuevo personaje—, ¿qué tenemos?
—Tenemos que no hay lugar para nosotros en la casa, pues ha entrado en ella un huésped que la ocupa toda.
—¿Qué huésped es ese?
—La muerte.
—¿Quién ha muerto?
—Aquel a quien íbamos a pedir hospitalidad. Yo os propondría que nos amparáramos a la sombra de esa misma muerte, que nos ocultáramos bajo la mortaja que nadie irá a levantar; pero he oído decir que Tinguy ha muerto de una fiebre tifoidea, y aunque los médicos digan que no es contagiosa, no quiero exponeros a semejante peligro.
—¿Estáis seguro de que no os han visto y reconocido?
—Es imposible. Alrededor del lecho estaban orando ocho o diez personas de ambos sexos; he entrado, y arrodillándome, he orado también, como lo hubiera hecho en este caso cualquier aldeano bretón o vendeano.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —interrogó el más joven de los dos compañeros.
—Ya os dije que podíamos elegir entre el castillo de mi camarada y la cabaña de un pobre aldeano que debía servirnos de guía; entre los atractivos del lujo y de una morada digna de un príncipe, con mediana seguridad, y la pobre choza, el lecho incómodo y el pan de alforjón, con una seguridad completa. Dios ha resuelto la cuestión, y pues no podemos elegir, forzoso es que nos contentemos con lo primero.
—Pero ¿no me habéis dicho que no estaríamos seguros en el castillo?
—Sí; este es propiedad de uno de mis amigos de la infancia, cuyo padre, hoy difunto, fue hecho Barón en tiempo del Imperio. Nada temería si aquel estuviese solo, pues, aunque débil, tiene buen corazón; pero vive allí con su madre, a la cual creo egoísta y ambiciosa, y esto me produce alguna inquietud.
—¡Bah!, por una noche… Veo que no sois atrevido, Ramo de Oro.
—Sí, por cierto, cuando solamente se trata de mí; pero respondo a la Francia, o cuando menos, a mi partido, de la vida de…
—¿De Pedrito, queréis decir? ¡Ah! Ramo de Oro, en dos horas que llevamos de marcha, esta es la décima apuesta que me debéis.
—Será la última, seño… Pedrito, quiero decir; en lo sucesivo no os daré otro nombre que este, ni os consideraré más que como mi hermano.
—¡Ea!, vamos al castillo, pues estoy tan cansado, que me acogería en cualquier parte.
—Seguiremos un atajo, que nos llevará allí en diez minutos —dijo el joven—; acomodaos lo mejor que podáis sobre la silla, yo iré a pie, y no tendréis que hacer más que seguirme, pues de otra manera podríamos extraviarnos.
—Aguardad —dijo Pedrito.
Y se dejó deslizar del caballo.
—¿A dónde vais? —le preguntó Ramo de Oro, con inquietud.
—Habéis orado junto al lecho de ese humilde aldeano —dijo—, y yo debo hacer lo que vos.
—¿Pensáis en esto?
—Era un corazón valiente y honrado —insistió Pedrito—; y puesto que, si hubiese vivido, habría arriesgado su vida por nosotros, bien debo una oración a su pobre cadáver.
Ramo de Oro se descubrió, apartándose para dejar pasar a su compañero, quien, como lo había hecho aquel, entró en la cabaña, tomó una rama de boj, la mojó en agua bendita y la sacudió sobre el cadáver, después de lo cual se arrodillo al pie del lecho, oró un momento, volvió a salir sin que nadie reparara tampoco en su presencia, y fue a reunirse con su compañero.
Este le ayudó a montar a caballo, y precediéndole a pie, siguieron ambos a través de los campos el sendero casi invisible, que, como hemos dicho, era el camino más corto para ir al castillo de La Logerie.
Apenas habían andado quinientos pasos, Ramo de Oro se paró y detuvo al caballo de Pedrito.
—¿Qué sucede? —interrogó este.
—Oigo ruido de pasos —respondió el joven—; arrimaos a ese zarzal, yo me quedaré detrás de este árbol, y, de esta manera, el que se acerca pasará sin vernos.
Practicáronlo así con la rapidez propia de una maniobra estratégica y tan a tiempo, que apenas acababan de ocupar sus respectivos puestos, pudieron ver a un joven de veinte años que seguía, o mejor dicho, corría en la misma dirección que ellos. Como llevaba el sombrero en la mano y sus cabellos, flotando a merced del viento, le dejaban completamente descubierto el rostro, Ramo de Oro, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad, le reconoció y dejó escapar un grito de sorpresa; pero como si, dudando aún, temiese engañarse en su deseo, dejó que el joven avanzara algunos pasos más, y cuando este le hubo vuelto la espalda por completo, gritó:
—¡Michel!
El joven, que no esperaba oír pronunciar su nombre en medio de las tinieblas y en aquel paraje desierto, dio un grito de sorpresa, y con voz conmovida por el miedo:
—¿Quién me llama? —preguntó.
—Yo —dijo Ramo de Oro, quitándose el sombrero y una peluca que arrojó al pie del árbol, y adelantándose hacia su amigo sin otro disfraz que el resto de su traje bretón, que, por otra parte, no cambiaba en lo más mínimo su aspecto.
—¡Enrique de Bonneville! —exclamó el barón Michel en el colmo de la admiración.
—El mismo; pero no pronuncies mi nombre en voz tan alta, pues nos hallamos en un país y en una ocasión en que los zarzales, las zanjas y los árboles comparten con las paredes el privilegio de tener oídos.
—¡Ah!, sí —exclamó asustado Michel—, y además…
—Sí, además… —dijo el Conde.
—¿Vienes, pues, con motivo de la sublevación de que se habla?
—Precisamente. Vamos a ver, ¿a qué partido perteneces?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Amigo mío —respondió Michel—, aún no tengo bien fijada mi opinión, pero te confesaré por lo bajo…
—Tan bajo como quieras, pero apresúrate.
—Pues bien, te confesaré que me inclino a Enrique V.
—Si es así, querido Michel —repuso alegremente el Conde—, esto es todo lo que necesito.
—Es que aún no me he decidido completamente.
—Tanto mejor, pues así tendré el placer de acabar tu conversión; y a fin de que pueda comenzarla con mayores probabilidades de buen éxito, vas a albergarnos en tu castillo a mí y a uno de mis amigos que me acompaña.
—¿Dónde está tu amigo?
—¡Hele aquí! —dijo Pedrito, avanzando y saludando al joven con una soltura y una gracia que contrastaban singularmente con su traje.
Michel examinó durante algunos momentos al aldeano, y acercándose a Ramo de Oro, o mejor dicho al conde de Bonneville:
—Enrique —le preguntó—, ¿cómo se llama tu amigo?
—Michel, faltas a las tradiciones de la hospitalidad antigua. Veo que te has olvidado de la Odisea, amigo mío, y lo deploro. ¿Qué te importa el nombre de mi amigo? ¿No te basta saber que es un hombre bien nacido?
—¿Estás seguro de que es un hombre?
El Conde y Pedrito se echaron a reír a carcajadas.
—¿Deseas decididamente saber a quién vas a recibir en tu casa? —dijo el primero.
—No por mí, Enrique; pero en el castillo de La Logerie…
—¿Qué?
—Yo no soy el amo.
—Sí, ya sé que la baronesa es la dueña y así se lo he dicho a Pedrito; pero en lugar de quedarnos en el castillo, solamente pasaremos en él una noche. Nos llevarás a tu habitación, yo haré una visita a la bodega y a la despensa, que supongo estarán aún en el mismo sitio; mi compañero se acostará en tu cama, donde dormirá lo mejor que pueda; mañana, al despuntar la aurora, me pondré en busca de un asilo, y una vez hallado este, lo que espero no será difícil, te libraremos de nuestra presencia.
—Es imposible, Enrique; no creas que tema a mi madre por mí, pero si te dejase entrar en el castillo, comprometería tu seguridad.
—¿Por qué?
—Estoy seguro de que todavía no se ha acostado y que me espera, y, por consiguiente, nos verá entrar; creo que podremos explicar tu disfraz, pero ¿cómo hacer otro tanto con el de tu compañero?
—Tiene razón —dijo Pedrito.
—Pero entonces, ¿qué haremos?
—Espera —dijo el joven mirando con inquietud en torno suyo—; alejémonos de este seto y de ese zarzal.
—¡Diablo!
—Se trata de Courtin.
—¿Quién es Courtin?
—¿No te acuerdas de Courtin, el colono?
—¡Ah!, sí, ¿un buen muchacho, que siempre era de tu opinión contra todo el mundo, incluso tu madre?
—El mismo. Pues bien, Courtin es corregidor y, además, felipista acérrimo, y si te viese correr por los campos de noche y con este traje, te haría prender sin vacilar un momento.
—Esto ya merece más atención —dijo Enrique, que empezaba a mostrar cierta gravedad—; ¿qué pensáis de ello, Pedrito?
—Nada, querido Ramo de Oro, dejo que vos lo hagáis por mí.
—El resultado de todo esto es que nos cierras la puerta de tu casa —observó Bonneville.
—¿Qué os importa —respondió el barón Michel, cuyos ojos acababan de iluminarse con la luz de la esperanza—, qué os importa si os abro más segura que la del castillo de La Logerie?
—¡Cómo que qué nos importa! Al contrario, tiene mucho interés para nosotros, ¿no es cierto, Pedrito?
—En cuanto a mí, lo único que me interesa es encontrar dónde acogerme, pues debo confesar que estoy rendido de cansancio.
—Entonces, seguidme —repuso el Barón.
—Espera; ¿hemos de ir muy lejos?
—Cinco cuartos de legua escasamente.
—¿Tendréis fuerzas para ello? —preguntó Enrique al aldeano.
—Lo probaremos —respondió este sonriendo—. Sigamos al barón Michel.
—Sigámosle —dijo Bonneville—. En marcha, Barón.
El pequeño grupo salió de la inmovilidad en que estaba hacía diez minutos, y se puso en marcha guiado por Michel; pero apenas había andado cincuenta pasos, su amigo le detuvo poniéndole la mano sobre el hombro.
—¿A dónde nos llevas? —le preguntó.
—Nada temas.
—Te sigo, a condición de que me prometas que Pedrito, que, como ves, es algo delicado, encontrará buena cena y mejor lecho.
—Tendrá lo que yo quisiera poderle ofrecer: el mejor plato de la despensa, el mejor vino de la bodega y el mejor lecho del castillo.
Pusiéronse en marcha de nuevo.
—Me adelanto para que no tengáis que esperar —dijo el barón Michel.
—Un instante —dijo Enrique—, ¿a dónde vas?
—Al castillo de Souday.
—¿Al castillo de Souday?
—Sí; debes conocerle perfectamente, con sus torrecillas puntiagudas, con techos de pizarra, a la izquierda del camino, delante del bosque de Machecoul.
—¿El castillo de las Lobas?
—De las Lobas, si te place llamarle así.
—¿Y es allí a donde nos llevas?
—Sí.
—¿Has pensado bien lo que haces, Michel?
—Respondo de todo.
Y en la seguridad de que su amigo no necesitaba más explicaciones, Michel echó a correr en dirección al castillo de Souday con la velocidad de que había dado una irrecusable prueba el día, o mejor dicho, la noche que fue a buscar al médico de Legé.
—¡Y bien! —interrogó Pedrito—, ¿qué hacemos?
—Como no podemos escoger, es preciso seguirle.
—¿Al castillo de las Lobas?
—Sí.
—En este caso, querido Ramo de Oro —dijo el aldeano—, para que el camino me parezca más corto, decidme qué es eso de las Lobas.
—Os diré cuanto sé a ese respecto.
—No puedo exigir más.
Entonces el conde de Bonneville, con la mano apoyada en el arzón de la silla, refirió a Pedrito la especie de leyenda que en el departamento del Loire Inferior y en los inmediatos se refería sobre las dos herederas del marqués de Souday, las cacerías que hacían de día, sus correrías de noche, y las jaurías y ladridos fantásticos con que perseguían a los lobos y jabalíes en medio de los bosques.
Estaba el conde en lo más dramático de la leyenda cuando descubrió las torrecillas del castillo de Souday, e interrumpiendo de improviso su relato, anunció a su compañero que habían llegado al término de su viaje. Pedrito, convencido de que iba a ver algo semejante a las brujas de Macbeth, procuraba revestirse de valor para llegar al terrible castillo, cuando al revolver el camino se encontró delante de la puerta abierta, viendo junto a ella dos sombras blancas que parecían esperarles, alumbradas por una antorcha que sostenía detrás de ellas un hombre de semblante tosco y traje del campo. Pedrito, dirigió una tímida mirada a Berta y a María, pues no eran otras las que, avisadas por el joven barón, habían salido a recibir a los dos viajeros; y no fue escasa su sorpresa al ver dos encantadoras jóvenes, rubia una, con los ojos azules y el rostro angelical, morena la otra, con los ojos y cabellos negros, y el rostro arrogante y resuelto; pero sonriendo ambas y retratándose en su cara la lealtad más absoluta.
Ramo de Oro y su compañero, que se apeó del caballo, se adelantaron hacia las jóvenes.
—Señoritas —dijo aquel—, mi amigo el barón Michel me ha hecho esperar que el señor marqués de Souday, vuestro padre, tendría a bien concedernos hospitalidad en su castillo.
—Mi padre se halla ausente, caballero —respondió Berta—, y sentirá mucho haber perdido esta ocasión de practicar una virtud que en nuestros días no puede ejercer con mucha frecuencia.
—No sé si Michel os habrá dicho, señorita, que esta hospitalidad puede seros peligrosa, pues mi compañero y yo estamos casi proscritos, y tal vez la persecución será el solo premio del asilo que nos ofrecéis.
—Venís en nombre de una causa que es la nuestra, caballero; si hubieseis sido extranjeros, os habríamos acogido; siendo proscritos y realistas, os recibimos con placer, aun cuando la muerte y la ruina de nuestro pobre hogar deban venir en pos de vosotros. Si mi padre estuviese aquí, os hablaría como yo lo hago.
—Como, sin duda, el barón Michel os ha manifestado mi nombre, sólo me falta deciros el de mi compañero.
—No os lo preguntamos, caballero; vuestra calidad vale para nosotros más que vuestro nombre, cualquiera que este sea, pues sois realistas y os halláis proscritos por una causa por la cual, a pesar de ser mujeres, quisiéramos dar toda nuestra sangre. Entrad en esta casa; si no es rica ni suntuosa, a lo menos la encontrareis discreta y fiel.
Y con un gesto de suprema nobleza, Berta señaló la puerta a los jóvenes, invitándoles a entrar.
—Bendito sea San Julián —dijo Pedrito al oído del conde de Bonneville—; he aquí reunidos el castillo y la cabaña, entre los cuales queríais que escogiese. Mucho me agradan vuestras Lobas.
Y atravesó la puerta, haciendo con la cabeza un ligero y gracioso saludo a las dos gemelas. El conde de Bonneville le siguió. Berta y María hicieron a Michel una amistosa señal de despedida, y la primera le alargó la mano; pero Juan Oullier empujó tan bruscamente la puerta, que el pobre joven no tuvo tiempo de tomársela.
Durante algunos instantes, el joven estuvo mirando las sombrías torrecillas del castillo, que se dibujaban sobre el fondo oscuro del cielo, y las ventanas que se iluminaban sucesivamente, hasta que, por último, se alejó.
Cuando hubo desaparecido, los matorrales se separaron, dando paso a un personaje que había asistido a aquella escena con un interés bien distinto del de los otros actores. Aquel personaje era Courtin, quien, luego de haberse asegurado de que estaba solo, tomó el camino por el cual su amo había desaparecido en dirección a La Logerie.
Eran las dos de la madrugada poco más o menos cuando el barón Michel llegó al final de la calle de árboles que conducía al castillo de su madre. La atmósfera estaba tranquila, y al majestuoso silencio de la noche, turbado sólo por el rumor de las hojas de los álamos, le había sumido en una profunda meditación. Inútil creemos decir que las dos gemelas y, en especial, María, eran el objeto que preocupaba a Michel.
Pero cuando a quinientos pasos de él y al final de la sombría calle de árboles que seguía, descubrió las ventanas del castillo, cuyos cristales reflejaban los rayos de la luna, desvaneciéronse los hermosos ensueños a que se entregaba, y sus ideas tomaron acto continuo una dirección más positiva. En lugar de las dos encantadoras jóvenes cuya imagen le había acompañado hasta entonces, su imaginación le presentó el rostro severo y amenazador de su madre. Nuestros lectores saben ya el miedo insuperable que la baronesa Michel inspiraba a su hijo.
Este se detuvo.
Tan grande era su temor, que si hubiese sabido en las cercanías, o aunque hubiese sido a una legua de distancia, una casa o una posada donde encontrar albergue, no hubiera vuelto al castillo hasta el día siguiente. Aquella era la primera vez, no que dormía fuera de casa, sino que se recogía tan tarde, y conocía instintivamente que su madre sabía que estaba ausente y le esperaba. Y ¿qué contestaría cuando le preguntase de dónde venía?
Courtin era el único que podía brindarle un asilo, pero para pedírselo era menester contárselo todo, y nuestro joven sabía cuan peligroso era tomar por confidente a un hombre como Courtin. Decidióse, pues, a arrostrar el enojo de su madre, pero al igual que el reo se decide a arrostrar el suplicio, esto es, porque no puede hacer otra cosa, y prosiguió su camino. No obstante cuánto más se acercaba al castillo, más sentía faltarle la resolución.
Cuando llegó al extremo de la avenida y debió marchar al descubierto a través del prado, cuando vio la ventana de la estancia de su madre, única que estaba abierta, destacarse sombría sobre la fachada, faltóle por completo el valor. Sus presentimientos no le habían engañado: ¡la Baronesa acechaba la vuelta de su hijo!
Entonces desvanecióse por completo la resolución del joven, según ya hemos dicho, y el miedo, desarrollando los recursos de su imaginación, le indujo a ensayar un ardid que podía, sino conjurar el enojo de su madre, a lo menos retardar sus demostraciones. Dirigióse hacia la izquierda, siguió un seto de ojaranzos oculto en su sombra, llegó a la tapia de la huerta, que escaló, atravesóla en toda su longitud, y pasó por la puerta de comunicación de la huerta al parque. Una vez allí, merced a los terraplenes, podía deslizarse hasta las ventanas del castillo; hasta entonces todo le había salido a las mil maravillas. Pero quedaba por realizar lo más difícil, o, mejor dicho, lo más casual. Tratábase de buscar una ventana que la negligencia de algún criado hubiese dejado abierta, y por la cual pudiese penetrar en la casa y llegar a su aposento.
El castillo de La Logerie consistía en un gran cuerpo principal, cuadrado, flanqueado por cuatro torrecillas de la misma forma. La cocina y demás dependencias estaban en los sótanos, las salas de recibo en el piso bajo, las de la baronesa en el principal y las de su hijo en el segundo.
Michel dio la vuelta a los tres lados del castillo, empujando con tiento todas las puertas y ventanas, deslizándose a lo largo de los muros, andando de puntillas y conteniendo la respiración. Pero ni las puertas ni las ventanas se movieron.
Quedábale por examinar la fachada, que era la parte más peligrosa. Las ventanas de la baronesa se abrían, según hemos dicho ya, en esta parte del edificio, que no se hallaba rodeada de arbustos como el resto del castillo; y una de ellas, la que correspondía a la alcoba, estaba abierta. No obstante, Michel, pensando que, al fin y al cabo, lo mismo daba ser regañado dentro que fuera del castillo, se decidió a probar la aventura, y avanzaba ya la cabeza a lo largo de la torrecilla, disponiéndose a rodearla, cuando descubrió una sombra que se deslizaba a través del prado.
Aquella sombra suponía un cuerpo.
Michel se detuvo y fijó toda su atención en el recién llegado; no tardó en reconocer que era un hombre y que este seguía el camino que él hubiera debido seguir si se hubiese decidido a entrar directamente en el castillo. El joven volvió a ocultarse en la sombra y se agazapó junto al resalto que formaba la torrecilla. Entretanto, el desconocido iba aproximándose, y cuando sólo distó del castillo unos cincuenta pasos, Michel oyó en la ventana la áspera voz de su madre, alegrándose entonces de no haber atravesado el prado, como lo hacía aquel.
—¿Eres tú, al fin; Michel? —preguntó la baronesa.
—No, señora —respondió una voz, que el joven pudo reconocer con admiración y temor a la vez por la del colono—; y honráis demasiado al pobre Courtin, confundiéndole con el señor barón.
—¡Gran Dios! —exclamó la baronesa—, ¿qué os trae a estas horas?
—¡Ah!, ya sospecháis que es algo importante, ¿no es cierto, señora baronesa?
—¿Ha sucedido alguna desgracia a mi hijo?
El tono de profunda congoja con que su madre pronunció estas palabras conmovió tan vivamente al joven, qué iba a adelantarse para tranquilizarla; pero la contestación de Courtin, que oyó casi en seguida, paralizó aquella buena disposición.
Michel volvió a entrar en la sombra que le servía de escondite.
—¡Oh!, no, señora, —respondió el agricultor—: El mocito, si puedo atreverme a llamar así al señor barón, está sano y salvo, a lo menos por ahora.
—¡Por ahora! —exclamó la baronesa—. ¿Corre tal vez peligro?
—¡Vaya si lo corre! —dijo Courtin—; será muy fácil que le suceda algún percance si sigue dejándose engatusar por esas gentes a quienes Dios confunda, y sólo para evitar esta desgracia me he tomado la libertad de venir a veros a media noche, sospechando por otra parte que, habiendo advertido la ausencia del señor barón, no os habríais acostado.
—Y habéis hecho muy bien, Courtin; ¿sabéis en dónde está ese desdichado?
Courtin miró a su alrededor.
—A fe mía me admira que no esté de vuelta —dijo—, he tomado a caso hecho el camino vecinal para dejarle libre el atajo, y este es, por lo menos, un cuarto de legua más corto que aquel.
—Pero, en fin, ¿de dónde viene?, ¿en dónde ha estado?, ¿por qué corre por los campos de noche, a las dos de la madrugada, sin hacer caso de mi desasosiego, sin pensar que pone en peligro su salud y la mía?
—Señora baronesa —dijo Courtin—, ¿no opináis que son estas muchas preguntas para que las pueda contestar al aire libre?
Luego, bajando la voz:
—Lo que tengo que contaros es tan grave —añadió—, que no estaría de más que me hicierais entrar en vuestro aposento para escucharos. Esto, sin contar con que, si el señor barón no está en el castillo, no puede tardar en llegar —agregó el colono, mirando de nuevo con inquietud en torno suyo—, y sentiría en el alma que supiera que le espío, aunque esto sea por su bien, y, sobre todo, para serviros.
—Entrad, pues —dijo la baronesa—; tenéis razón, entrad pronto.
—Dispensad, señora baronesa, pero ¿por dónde entraré?
—En efecto —dijo aquella—; la puerta está cerrada.
—¿Queréis echarme la llave?
—Está en la cerradura.
—¡Diablo!
—Queriendo ocultar a los criados la conducta de mi hijo, les he mandado que se acostaran; pero esperad, voy a llamar a la doncella.
—No hagáis tal, señora —dijo Courtin—; no conviene que nadie se entere de nuestros secretos. Por otra parte, creo que las circunstancias son bastante graves para que hagáis caso de la etiqueta, y aun cuando ya sabemos que la señora baronesa de La Logerie no debe ir a abrir la puerta a un pobre aldeano como yo, una vez no hace costumbre. Si todos duermen en el castillo, tanto mejor; así no tendremos que temer a los curiosos.
—En verdad que me asustáis, Courtin —dijo la baronesa, contenida, efectivamente, por el sentimiento de pueril orgullo que no había escapado al colono—; no vacilo más.
La baronesa se retiró de la ventana, y algunos momentos después, Michel oyó rechinar la llave y los cerrojos de la puerta. Al principio, escuchó con sobresalto, pero pronto conoció que, por efecto de su preocupación, su madre y Courtin se olvidaban de cerrar aquella puerta que acababa de abrirse tan difícilmente.
El joven esperó algunos momentos, para dar lugar a que aquellos llegaran al aposento de la baronesa, y deslizándose después a lo largo de la pared, subió la gradería exterior, empujó la puerta, que giró sin ruido sobre sus goznes, y se halló en el vestíbulo. Su primer proyecto había sido dirigirse a su alcoba y esperar los acontecimientos tal como se presentaran, fingiendo que dormía, pues en este caso no sabrían a punto fijo la hora a que había llegado y podría salir del paso aventurando una mentira; pero las cosas cambiaron completamente después de tomada aquella primera resolución, pues Courtin, que él había visto y seguido, conocía sin duda el asilo del conde de Bonneville y de su compañero.
Michel se olvidó un instante de sí mismo para no acordarse más que de la seguridad de su amigo, a quien el colono podía comprometer extraordinariamente. Así, pues, en lugar de subir al segundo piso, se detuvo en el primero, deslizándose con precaución por el corredor y escuchando con atención a la puerta del aposento de su madre.
—¿Creéis, pues, formalmente, Courtin —preguntaba la baronesa—, que mi hijo se ha dejado atrapar en el lazo por una de esas miserables?
—Sí, señora, estoy seguro de ello; y tan bien prendido, que temo os ha de costar mucho trabajo librarle de él.
—¡Unas muchachas que no tienen un céntimo!
—¡Diantre! Pertenecen a una de las familias más antiguas del país —dijo Courtin, que quería conocer el terreno—; lo cual, según parece, ya es algo para vosotros los nobles. Salvo el respeto que os debo, señora baronesa, opino que el señor Michel no ha pensado aún en todo esto, ni se explica la pasión que siente por las señoritas; pero de lo que estoy convencido es de que va a comprometerse gravemente por otro estilo.
—¿Qué queréis decir, Courtin?
—¡Toma! —repuso este—, sería muy sensible para mí, que os aprecio y os respeto, hacer prender a vuestro hijo.
Michel se estremeció vivamente; pero, no obstante, la baronesa fue la que sufrió la más violenta conmoción.
—¡Prender a Michel! —exclamó, irguiéndose—; creo que os propasáis, Courtin.
—No, señora baronesa, no me propaso.
—No obstante…
—Es verdad que soy vuestro colono —prosiguió Courtin, haciendo con la mano un ademán para calmar a la orgullosa baronesa—, lo que me impone la obligación de daros cuenta exacta de las cosechas, cuya mitad os pertenece, y de pagaros puntualmente mi pensión, lo que hago del mejor modo posible a pesar de los malos tiempos que corremos; pero antes que vuestro colono, soy ciudadano y corregidor, y por este lado, tengo deberes que cumplir, por más que lo sienta en el alma.
—¡Qué embrollo estáis armando! ¿Qué relación puede haber entre mi hijo, vuestra calidad de ciudadano y vuestro título de corregidor?
—El trato que el señor Michel sostiene con los enemigos del Estado.
—Sé perfectamente —replicó la baronesa—, que el marqués de Souday tiene opiniones muy exageradas; pero me parece que el amor pasajero que Michel pueda sentir por cualquiera de sus hijas, no puede constituir un delito.
—Este amor pasajero le llevará más lejos de lo que os figuráis, señora baronesa, os lo aseguro; sé perfectamente que aún no ha cegado del todo; pero tiene ya en los ojos una nube que no le deja ver claro.
—Dejad de una vez las metáforas y explicaos, Courtin.
—Pues bien; esta noche, después de haber asistido a la muerte de Tinguy, que, como sabéis, era un antiguo chuán, exponiéndose a traer la fiebre perniciosa al castillo, después de haber acompañado hasta su casa a la mayor de las Lobas, el señor barón ha servido de guía a dos aldeanos que eran tan aldeanos como yo un señor, y les ha acompañado al castillo de Souday.
—¿Quién os ha contado eso, Courtin?
—Mis ojos, señora baronesa; son fieles, y creo en su testimonio.
—Pero ¿quiénes opináis que eran aquellos dos aldeanos?
—¿Aquellos dos aldeanos?
—Sí.
—Apostaría la cabeza que uno de ellos era el conde de Bonneville, un chuán de cuerpo entero; ¡oh!, no me cabe la menor duda, pues ha vivido aquí mucho tiempo y le he reconocido; en cuanto al otro…
—Terminad.
—En cuanto al otro, si no me engaño, ya era otra cosa.
—Pero, en fin, ¿cómo se llama?
—Basta, señora baronesa; si es preciso, y probablemente lo será, ya se lo diré a quien corresponda.
—¡A quien corresponda!, ¿es decir, que vais a denunciar a mi hijo? —exclamó la baronesa, estupefacta al ver el tono de Courtin, que de ordinario se mostraba tan humilde con ella.
—Sí, por cierto —respondió Courtin con aplomo.
—No podéis pensar tal cosa.
—De tal modo lo pienso, señora baronesa, que ya me hubiera puesto en camino para Montaigu, y aun quizá para Nantes, si no hubiese deseado avisaros antes para que pusierais en salvo al señor Michel.
—Pero, aun suponiendo que mi hijo no salga complicado en este asunto —dijo vivamente la baronesa—, vais a comprometerme con mis vecinos, y acaso a atraer sobre La Logerie terribles represalias.
—Pues bien, defenderemos La Logerie, señora baronesa.
—Courtin…
—Aunque era muy pequeñuelo, recuerdo la pasada guerra; y por mi nombre que no deseo volver a verla, ni que mis veinte fanegas de tierra sirvan de campo de batalla a los dos bandos, ni que unos se coman mis mieses y los otros las incendien, ni mucho menos que se apoderen otra vez de los bienes nacionales, lo que no dejaría de suceder si triunfasen los blancos. De mis veinte fanegas, hay cinco de emigrados, bien compradas y bien pagadas, por supuesto; pero forman la cuarta parte de mis bienes, y… por último, el Gobierno cuenta conmigo, y quiero justificar su confianza.
—Pero, Courtin —dijo la baronesa, dispuesta a descender a la súplica—, estoy segura de que esto no es tan grave como creéis.
—Sí, pardiez, señora baronesa, es muy grave; yo soy un aldeano; pero esto no impide que sepa tanto como otro cualquiera, pues tengo buen oído y escucho con atención: la comarca de Retz se halla en fermentación, y explotará al primer escopetazo.
—Os engañáis, Courtin.
—No, señora baronesa; no; yo sé lo que sé: los nobles se han reunido tres veces, una en casa del marqués de Souday, otra en casa del que llaman. Luis Renaud, y la última en casa del conde de Saint-Arnaud. Todas estas reuniones huelen a pólvora, señora baronesa; y, a propósito de pólvora, el cura de Montbert tiene en su casa dos quintales, y algunos sacos de balas; por último, y esto es lo más grave, pues es preciso decirlo, sabed que se espera a la duquesa de Berry, la cual, según lo que he visto, puede que no se haga esperar mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Porque creo que ya está aquí.
—¡Gran Dios!, ¿en dónde?
—¡Caramba!, en el castillo de Souday.
—¿En el castillo de Souday?
—Sí, al cual el señor Michel la habría acompañado en tal caso.
—¡Michel!… ¡Ah! ¡Desgraciado! Pero vos nada diréis, ¿no es cierto, Courtin? Lo quiero, lo mando. Pero no, el Gobierno ha tomado sus medidas, y si tratase de venir a la Vendée, la prenderían antes de llegar.
—Sin embargo, está en ella, señora baronesa.
—Razón de más para que guardéis silencio.
—¡Oiga!, ¡y perdería las glorias y las utilidades de una aprehensión como esta, sin contar que hasta que otro proceda a su captura, si no la realizo yo, el país estará entregado a fuego y sangre! No, señora baronesa, es imposible.
—Pero ¿qué hacer, gran Dios, qué hacer?
—Oídme y os lo diré.
—Hablad, Courtin, hablad.
—Como al mismo tiempo que buen ciudadano quiero ser vuestro fiel y celoso servidor, como espero que en recompensa de lo que habré hecho yo por vos me dejaréis mi alquería con condiciones que podré aceptar, no pronunciaré el nombre del señor Michel, a condición de que procuréis que en lo sucesivo no se meta en semejantes trapisondas, pues por esta vez aún es tiempo de sacarle de ellas.
—Estad tranquilo, Courtin.
—Pero, señora baronesa —dijo este.
—¿Qué?
—No me atrevo a daros un consejo, pues a mí no me corresponde.
—Decid, Courtin, decid.
—Pues bien, en mi opinión, el mejor medio para lograrlo sería obligarle de grado o por fuerza a abandonar La Logerie y a marchar a París.
—Tenéis razón.
—Sí; pero él se opondrá a ello.
—Cuando yo lo haya resuelto será preciso que no se oponga.
—Es que dentro de un año tendrá veintiuno, y entonces será mayor de edad.
—Os digo que partirá; pero ¿qué tenéis?
En efecto, Courtin escuchaba atentamente del lado de la puerta.
—Me parece que he oído andar en el corredor —repuso.
—Miradlo.
Courtin tomó la luz y se precipitó en el corredor.
—No hay nadie —dijo, volviendo a entrar—, y, no obstante, me parecía haber oído pasos.
—Pero ¿dónde pensáis que puede estar mi hijo a estas horas?
—Tal vez en mi casa, aguardándome; el barón tiene confianza en mí, y no sería esta la primera vez que habría venido a contarme sus penas.
—Tenéis razón, Courtin, quizá se encuentre allí.
—Idos a vuestra casa, y, sobre todo, no olvidéis la promesa que me habéis hecho.
—Ni la vuestra, señora baronesa; si vuelve, no dejéis que se comunique con las Lobas, porque si vuelve a verlas…
—¿Qué?
—No me extrañaría que a lo mejor me dijesen que había tomado las armas en favor del Pretendiente.
—¡Oh!, moriría de pesar. ¡Qué mala idea tuvo mi marido de volver a este maldito país!
—Mala idea, sí; para él, sobre todo.
La baronesa inclinó tristemente la cabeza bajo el triste recuerdo que acababa de evocar Courtin, quien se marchó después de haber explorado las cercanías, asegurándose de que nadie podía verle salir del castillo de La Logerie.