XII

EL día siguiente en que tuvieron lugar los sucesos que acabamos de relatar, es decir, el 7 de mayo de 1832, celebrábase en el castillo de Vouillé el aniversario del nacimiento de la condesa de aquel nombre, que cumplía veinticuatro años.

Acababan de comer la sopa los veinticinco o veintiséis invitados sentados a la mesa, entre los cuales se hallaban el prefecto de Poitiers y el corregidor de Chátellerault, parientes más o menos lejanos de la condesa, cuando aproximándose un criado al oído del señor de Vouillé, le dijo algunas palabras en voz baja.

El señor de Vouillé se las hizo repetir dos veces, y dirigiéndose después a los convidados:

—Dispensadme un instante —dijo—; pero a la verja del castillo hay una dama que acaba de llegar en la posta y que, según parece, desea hablarme. ¿Me permitís que vaya a ver lo que desea?

Concedióse unánimemente al conde el permiso que solicitaba; solamente la señora de Vouillé siguió con la vista a su esposo hasta la puerta, manifestando cierta inquietud.

El conde corrió a la verja: un coche se hallaba, en efecto, parado delante de la puerta.

En su interior se veían una señora y un caballero, y al lado del postillón estaba sentado un lacayo que vestía librea azul celeste con galones de plata.

Al ver al señor de Vouillé, al cual parecía estar aguardando con impaciencia, el lacayo saltó con agilidad del pescante.

—¿Acabarás de llegar, posma? —le gritó en cuanto creyó que podía oírle.

El señor de Vouillé detúvose asombrado, o mejor diremos estupefacto. ¿Qué lacayo era aquel que se permitía apostrofarle de semejante modo? Acercósele para hacerle pagar cara su osadía; pero, echándose a reír de pronto:

—¡Cómo! ¿Eres tú, de Lussac? —le preguntó.

—Sí, por cierto.

—¿Qué significa ese disfraz?

El supuesto criado abrió la portezuela y ofreció el brazo a la señora para ayudarla a bajar del coche.

—Querido conde —dijo inmediatamente—, tengo él honor de presentarte a la señora duquesa de Berry.

Y dirigiéndose después a esta:

—Señora Duquesa —dijo—, tengo el honor de presentaros al conde Vouillé, uno de mis mejores amigos y de vuestros más fieles servidores.

El conde retrocedió dos pasos.

—¡La señora duquesa de Berry! —exclamó estupefacto—. ¡Su Alteza Real!

—La misma, caballero —repuso la duquesa.

—¿Supongo que estarás contento y ufano de volver a verla? —preguntó de Lussac.

—Tanto como pueda estarlo el más ardiente realista; pero…

—¡Cómo! ¿Hay un pero? —interrogó la duquesa.

—Pero hoy es el cumpleaños de mi esposa, y tengo a la mesa veinticinco convidados.

—No le hace, caballero; y pues dice el refrán que donde hay para dos hay para tres, vos lo modificaréis diciendo que donde hay para veinticinco habrá para veintiocho, pues os advierto que el señor barón de Lussac, a pesar de la calidad de lacayo de que le veis ahora revestido, piensa comer con nosotros.

—No te asustes —dijo el barón—, ya me despojaré de la librea.

El señor de Vouillé mesóse los cabellos con las manos, casi hasta arrancárselos.

—¿Cómo hacerlo? —exclamaba—, ¿cómo hacerlo?

—Vamos a ver —díjole la duquesa—, hablemos razonablemente.

—¡Sí, hablemos razonablemente! —repitió el conde—; ¡buena ocasión es esta para hacerlo! Estoy medio loco.

—Me parece que no será de alegría —observó aquella.

—Es de terror, señora.

—Exageráis la situación.

—¡Es que ignoráis que el prefecto de Poitiers y el corregidor de Chátellerault están en casa!

—Pues bien, me presentaréis a ellos.

—Pero ¿con qué título, Dios mío?

—Decid que soy prima vuestra. ¿No tenéis ninguna prima lejos de aquí?

—¡Ah!, ¡qué idea, señora!

—¡Pongámosla, pues, en práctica!

—Sí, tengo en Tolosa una prima, la señora de La Myre.

—Esto es, precisamente, lo que necesitamos; yo soy la señora de La Myre.

En seguida, volviéndose hacia el coche y tendiendo el brazo a un anciano de sesenta a sesenta y cinco años, que esperaba para dejarse ver a que estuviese acabada la discusión:

—Venid, señor de La Myre —dijo—; hemos querido sorprender a nuestro primo llegando el mismo día del cumpleaños de su esposa; vamos, primo —agregó dirigiéndose al señor de Vouillé.

Y apoyó alegremente su brazo en el del conde.

—¡Vamos! —dijo este, resuelto a probar la aventura que la duquesa comenzaba tan alegremente—, ¡vamos!

—¿Y yo? —exclamó el barón de Lussac, quien, subido al carruaje, que transformaba en tocador, cambiaba su librea azul celeste con un redingote[18] negro—, ¿no se acuerda nadie de mí?

—Pero ¿quién diablos serás tú? —interrogó el señor de Vouillé.

—¡Pardiez!, seré el señor de Lussac, y si Madame lo permite, el primo de tu prima.

—¡Hola!, ¡hola!, señor barón —exclamó el anciano que acompañaba a la duquesa—, me parece que os tomáis muchas libertades.

—¡Ah!, ¡ah! —intervino la duquesa—, en el campo…

—En campaña, querréis decir —observó de Lussac.

Y habiendo terminado ya su transformación:

—¡Vamos! —dijo a su vez.

El señor de Vouillé, que iba delante, se dirigió atrevidamente al comedor.

La curiosidad de los convidados y la inquietud de la dueña de la casa habían subido de punto al ver que la ausencia del conde se prolongaba más de lo regular; así es que, cuando volvió a abrirse la puerta, todas las miradas fijáronse en los recién llegados. Pero por muy difícil que fuese el papel que debían representar, estos no se desconcertaron lo más mínimo.

—Amiga mía —dijo el conde a su esposa—, con frecuencia te he hablado de una prima que vive en las cercanías de Tolosa…

—¿La señora de La Myre? —dijo vivamente la condesa.

—La misma. Pues bien, aquí la tienes; va a Nantes, y no ha querido pasar por delante del castillo sin conocerte. La casualidad ha querido que llegue un día de fiesta, y espero que esto será de buen agüero para ella.

—¡Querida prima! —exclamó la condesa, abriendo los brazos a la duquesa.

Las dos señoras se abrazaron. Respecto a los dos hombres, el señor de Vouillé se contentó con decir en voz alta:

—El señor de La Myre; el señor de Lussac.

Los invitados saludaron.

—Ahora —dijo el conde— se trata de encontrar sitio para los recién llegados, pues me han confesado que estaban muertos de hambre.

Como la mesa era grande y los convidados hallábanse colocados con holgura, no era difícil encontrar tres puestos.

—¿No me habéis dicho que teníais a la mesa al señor prefecto de Poitiers, querido primo? —interrogó la duquesa.

—Sí; es aquel honrado ciudadano, que veis a la derecha de la condesa, con anteojos, corbata blanca y la cinta de oficial de la Legión de Honor.

—¡Oh!, presentadme a él.

El señor de Vouillé, que había empezado audazmente aquella comedia, creyó que era preciso seguirla hasta el final, por lo que avanzando hacia el prefecto, que estaba majestuosamente apoyado en su silla:

—Señor prefecto —le dijo—, os presento a mi prima, que llevada de su tradicional respeto a la autoridad, cree de una presentación general es insuficiente por lo tocante a vos, y quiere seros presentada particularmente.

—Y hasta oficialmente —añadió la duquesa.

—General, particular y oficialmente —repuso el galante funcionario—, seréis siempre bien llegada.

—Acepto el augurio, caballero —dijo la duquesa.

—¿Vais a Nantes, señora? —interrogó el prefecto, para decir algo.

—Sí, y de allí a París; por lo menos, así lo espero.

—¿Es esta la primera vez que vais a la capital?

—No; he vivido en ella doce años.

—¿Y la abandonasteis?

—¡Oh!, muy a pesar mío.

—¿Hace mucho tiempo?

—El mes de julio hará dos años.

—Me explico perfectamente que cuando uno ha vivido doce años en París…

—Deseé volver allí; me alegro mucho de que lo comprendáis.

—¡Oh! ¡París, París! —dijo el prefecto.

—Tenéis razón, es el paraíso del mundo —asintió la duquesa.

Y volvióse rápidamente, porque sentía que una lágrima humedecía sus párpados.

—¡Vaya, vaya!, a la mesa —dijo el señor de Vouillé.

—Querido primo —dijo la duquesa, mirando el puesto que le habían destinado—, os suplico que me dejéis al lado del señor prefecto, pues este acaba de hacer votos tan sentidos por lo que más deseo en el mundo, que desde ahora queda inscrito en el número de mis amigos.

Encantado de aquel cumplido, el prefecto apartó vivamente su silla, y la duquesa se sentó a su izquierda, en perjuicio de la persona a quien estaba destinado aquel puesto de honor. El barón de Lussac y el anciano se colocaron sin la menor objeción en el sitio que se les había destinado, y en breve se ocuparon, sobre todo el primero, en hacer honor a la comida. Todos siguieron el ejemplo del señor de Lussac, y por un momento reinó el silencio solemne que sólo puede encontrarse al principio de una comida aguardada con impaciencia.

La duquesa fue la primera que rompió el silencio, pues su espíritu aventurero era como las aves marinas, que nunca están mejor que cuando hay tempestad.

—Me parece —dijo— que nuestra llegada ha interrumpido la conversación; no hay nada tan triste como una comida muda, y os advierto, querido conde, que las aborrezco, pues se parecen a los convites de etiqueta, a las comidas de las Tullerías, en que, según dicen, nadie hablaba hasta que el Rey lo había hecho. ¿De qué se hablaba antes que llegáramos?

—El señor prefecto —repuso el conde de Vouillé— tenía la bondad de referirnos algunos pormenores oficiales de la cascabelada de Marsella.

—¡Cascabelada! —repitió la duquesa.

—Es el nombre que le ha dado.

—Y el que en realidad merece —observó el prefecto—. ¿Comprendéis una expedición de esta índole, tan mal dispuesta, que para frustrar el golpe basta que un subteniente del 13.º. De línea prenda a uno de los jefes del motín?

—¡Ah!, señor prefecto —replicó melancólicamente la duquesa—, en los grandes acontecimientos hay siempre un instante supremo en que el destino de los príncipes y de los imperios vacila como la hoja azotada por el viento. Si, por ejemplo, cuando Napoleón salió de Lamure, al encuentro de las tropas enviadas contra él, un subteniente cualquiera le hubiese asido por los faldones, el regreso de la isla de Elba tampoco hubiera sido más que una cascabelada.

Al oír el acento de profunda convicción con que Madame pronunció estas frases, todos guardaron silencio, hasta que, volviendo a tomar ella misma la palabra:

—¿Se sabe —interrogó—, lo que ha sido de la duquesa de Berry?

—Ha vuelto a embarcarse en el Carlos Alberto.

—¡Ah!

—Creo que era lo único que podía hacer racionalmente —añadió el prefecto.

—Esta es mi opinión —dijo el anciano que acompañaba a la duquesa, y que hablaba por primera vez; y si hubiese tenido el honor de estar al lado de Su Alteza, y esta me hubiera concedido alguna autoridad, le habría dado con toda sinceridad este consejo.

—No hablo con vos, esposo mío; hablo con el señor prefecto, y le pregunto si está bien seguro de que Su Alteza Real ha vuelto a embarcarse.

—Señora —dijo el prefecto, con uno de esos gestos de admiración que no admiten réplica—, el Gobierno ha recibido la noticia oficial.

—¡Ah! —repuso la duquesa—; siendo así, nada hay que objetar a ello; pero —añadió aventurándose en un terreno más resbaladizo aún que el seguido hasta entonces—, había oído decir otra cosa.

—¡Señora! —exclamó el anciano con un ligero acento de queja.

—¿Qué habíais oído decir, prima? —interrogó el señor de Vouillé, que, por su parte, se interesaba también en la situación.

—Sí, ¿qué habéis oído decir, señora? —dijo el prefecto.

—Advertid —prosiguió la duquesa— que no tiene ningún carácter oficial, pues sólo me refiero a rumores que tal vez carecen de sentido común.

—¡Señora! —interrumpió el anciano.

—¡Caballero! —respondió la duquesa.

—¿Sabéis —insistió el prefecto— que vuestro esposo me parece muy contradictor? Apostaría que es él quien no os permite volver a París.

—Justamente; no obstante, espero ir, a pesar suyo, porque, cuando quiere la mujer…

—¡Oh!, ¡las mujeres!, ¡las mujeres! —exclamó el funcionario público.

—¿Qué? —preguntó la duquesa.

—Nada, señora —repuso aquel—; espero que tengáis la bondad de enterarnos de esos rumores de que nos estabais hablando hace un momento.

—Es una cosa muy sencilla: había oído decir, pero no olvidéis que es sólo un rumor vago, había oído decir que la duquesa de Berry, no queriendo hacer caso de observación alguna, se había negado a embarcarse otra vez en el Carlos Alberto.

—Si así fuese, ¿dónde se encontraría? —dijo el prefecto.

—En Francia.

—¡En Francia! ¿Con qué objeto?

—Ya sabéis, señor prefecto, que el principal objeto de Su Alteza Real era la Vendée.

—Indudablemente; pero desde el momento que ha fracasado en el Mediodía…

—Razón de más para que trate de triunfar en la Vendée.

El prefecto se sonrió de una manera desdeñosa.

—¿Es decir que creéis que Madame ha vuelto a embarcarse?

—Puedo afirmaros —dijo aquel— que en este momento se halla en los Estados del rey de Cerdeña, al cual la Francia va a pedir explicaciones.

—¡Pobre rey de Cerdeña! Dará una muy sencilla.

—¿Cuál?

—Estaba seguro de que mi prima era una loca —dirá—; pero ignoraba que lo fuese hasta el punto de hacer lo que ha hecho.

—¡Señora, señora! —exclamó el anciano.

—Señor de La Myre —dijo la duquesa—, espero que si contrariáis mi voluntad, a lo menos me haréis el favor de respetar mis opiniones, que, por otra parte, estoy convencida de ello, son las del señor prefecto. ¿No es verdad? —añadió, dirigiéndose a este.

—El caso es —repuso riendo aquel funcionario— que a mi entender Su Alteza Real ha obrado en este asunto con la mayor ligereza.

—¿Pues qué diríais si los rumores se realizaran y Madame fuese a la Vendée?

—Pero ¿por dónde iría? —preguntó el prefecto.

—¡Toma!, por la prefectura inmediata, por la vuestra, por cualquiera: dícese que la han visto y reconocido en Tolosa, en una carretela descubierta, cuando mudaban los caballos a la puerta de la casa de postas.

—¡Cáspita!, esto sería demasiado.

—Demasiado, no; pero sí mucho.

—Tanto —observó el conde— que el prefecto no lo cree.

—Ni una palabra —asintió este, recalcando el acento.

En aquel momento se abrió la puerta, y uno de los criados del conde anunció que un portero de la prefectura deseaba entregar al primer funcionario del departamento un despacho telegráfico que acababa de llegar de París.

—¿Permitís que entre? —interrogó el prefecto al conde de Vouillé.

—Por supuesto —respondió este.

El portero entró y entregó un despacho cerrado al prefecto, quien se inclinó pidiendo permiso a los convidados, como lo había hecho con el anfitrión.

Reinaba un silencio profundo en el comedor, y todas las miradas se fijaban en el prefecto. Madame cambiaba algunas señas con el señor de Vouillé, que reía por lo bajo con el barón de Lussac, que reía fuerte, y con su fingido esposo, que observaba una seriedad imperturbable.

—¡Oiga! —exclamó el funcionario público, mientras su rostro manifestaba la mayor sorpresa.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor de Vouillé.

—Sucede, que la señora nos decía la verdad respecto de Su Alteza Real, pues esta no ha salido de Francia y se dirige a la Vendée por Tolosa, Liburna y Poitiers.

Y, al decir esto, el prefecto se levantó.

—¿A dónde vais? —le interrogó Madame.

—A cumplir mi deber, por muy penoso que sea, y a dar órdenes oportunas para que Su Alteza Real sea detenida, sí, como me anuncia el despacho de París, comete la imprudencia de pasar por mi departamento.

—Id, señor prefecto, id —repuso la señora de La Myre—; no puedo menos de aplaudir vuestro celo, y os prometo acordarme de él, cuando llegue la ocasión.

Y alargó la mano al prefecto, quien se la besó con galantería después de haber pedido permiso con una mirada al señor de La Myre.