XI

CUANDO el doctor Roger entró en el aposento del enfermo, Berta había vuelto a ocupar su puesto a la cabecera del lecho.

Lo primero que llamó la atención del doctor, fue aquella forma graciosa, parecida a los ángeles de las leyendas alemanas, que se inclinan para recibir las almas de los moribundos; pero enseguida reconoció a la joven, pues hubiera sido extraño que visitara la cabaña de un pobre aldeano, sin hallar a Berta o a su hermana interpuestas entre la muerte y el moribundo.

—Doctor —dijo aquella—, venid, venid pronto, pues el pobre Tinguy está delirando.

En efecto, el enfermo manifestaba una agitación intensa.

El doctor se acercó.

—Amigo mío —le dijo—, tranquilizaos.

—Dejadme —decía el enfermo—, dejadme; necesito levantarme, pues me están esperando en Montaigu.

—No, mi querido Tinguy —le dijo Berta—; no os aguardan… todavía…

—Sí, por cierto, señorita; esta es la hora señalada; ¿quién irá a llevar la noticia de castillo en castillo, si yo no me encuentro allí?

—Callaos, Tinguy, callaos —dijo Berta—; recordad que estáis enfermo y que tenéis a vuestra cama al doctor Roger.

—El doctor Roger es de los nuestros, señorita, y podemos hablar delante de él, pues sabe que me están aguardando, que es necesario que me levante sin pérdida de tiempo y que debo ir a Montaigu.

Él doctor Roger y Berta cambiaron una rápida mirada.

Massa —dijo el doctor.

Marsella —repuso Berta.

Y obedeciendo ambos a un movimiento espontáneo, se tendieron y estrecharon la mano.

Berta se dirigió otra vez al enfermo.

—Sí, es cierto —le dijo, inclinándose a su oído—; el doctor Roger es de los nuestros; pero hay aquí cerca alguien que no lo es: y este —añadió, bajando todavía más la voz, para que sólo Tinguy pudiese oírla— es el barón de La Logerie.

—¡Ah!, es verdad; no le digáis nada, porque Courtin es un traidor; pero si no voy a Montaigu, ¿quién irá?

—Juan Oullier.

—¡Oh!, si Juan Oullier va —dijo el enfermo—, no necesito ir yo, pues tiene buenas piernas y buen ojo, y sabe tirar perfectamente un escopetazo.

Y lanzó una carcajada.

Pero pareció haber agotado todas sus fuerzas en aquella risa, y volvió a caer sobre el lecho.

El Barón había escuchado todo este diálogo, que, sin embargo, no pudo comprender, pues sorprendió solamente algunas palabras sueltas.

No obstante, había oído: «Courtin es un traidor»; y como por la dirección de la mirada de Berta adivinó que hablaban de él, conociendo que se trataba de algún secreto en que no estaba iniciado, aproximóse a la joven con el corazón oprimido:

—Señorita —le dijo—, si os sirvo de estorbo o no necesitáis de mí, decídmelo y me retiraré.

Estas palabras fueron dichas con tal acento de tristeza, que Berta no pudo menos de sentirse conmovida.

—No —dijo—, quedaos; todavía os necesitamos, pues vais a ayudar a Rosina a preparar lo que el doctor ordene, mientras que yo hablaré con él del tratamiento que es necesario hacer seguir al enfermo.

Y dirigiéndose en seguida al doctor:

—Doctor —le dijo—, ocupadles en algo, y mientras tanto nos comunicaremos lo que sepamos.

Luego, volviendo a Michel:

—¿No es cierto, amigo mío —le dijo con dulce acento—, no es cierto que ayudaréis a Rosina?

—Haré cuanto queráis, señorita —repuso el joven—; mandad y seréis obedecida.

—Ya lo veis, doctor —dijo Berta—; tendréis dos ayudantes, que os servirán con la mejor voluntad del mundo.

El doctor dirigióse corriendo a su carruaje, del que sacó una botella de agua de Sedlitz[17] y un saquito de mostaza.

—Tomad —dijo al joven, presentándole la botella—, destapadla y haced beber al enfermo medio vaso cada diez minutos.

Luego, dando la mostaza a Rosina:

—Deslíe esto en agua hirviendo —le dijo—, y lo pondremos a los pies de tu padre.

El enfermo había vuelto a caer en la atonía que precediera al instante de exaltación que Berta había logrado calmar con la promesa de que Juan Oullier le reemplazaría.

El doctor le dirigió una mirada, y viendo que gracias a la postración en que se hallaba sumido, podía confiarle momentáneamente a los cuidados del barón, se acercó rápidamente a Berta.

—Señorita de Souday —le dijo—, ya que tenemos las mismas ideas, servíos decirme lo que sepáis.

—Sé que Madame salió de Massa el 21 de abril último y que debió llegar a Marsella del 29 al 30; y como hoy estamos a 6 de mayo, supongo que debe haber desembarcado y que el Mediodía se habrá insurreccionado ya a la hora presente.

—¿Es esto todo lo que sabéis? —interrogó el doctor.

—Sí, todo —respondió Berta.

—¿No habéis leído los periódicos del 3 por la tarde?

Berta se sonrió.

—En el castillo de Souday no recibimos ningún periódico —repuso.

—Pues bien —prosiguió el doctor—, todo se ha perdido.

—¡Cómo! ¿Se ha perdido todo?

—La empresa de Madame se ha frustrado.

—¡No es posible… Dios mío! ¿Qué me estáis diciendo?

—La pura verdad. Después de una feliz travesía a bordo del Carlos Alberto, Madame ha desembarcado en la costa a algunas leguas de Marsella; un guía la aguardaba y la ha conducido a una casa solitaria, rodeada de bosque y de rocas; sólo seis personas la acompañaban…

—Proseguid, proseguid.

—En seguida envió un emisario a Marsella para que dijera al jefe de la conspiración que había desembarcado y que esperaba el resultado de las promesas que la habían llevado a Francia.

—¿Y qué más?

—Por la tarde, regresó el mensajero con una carta, felicitando a la Princesa por su llegada, y anunciándole que Marsella se levantaría el día siguiente.

—¿Y bien?…

—A la mañana siguiente tuvo lugar la sublevación; pero Marsella no tomó en ella ninguna parte, de modo, que ha fracasado por completo.

—¿Y Madame?

—Se ignora dónde se encuentra; pero se cree que habrá vuelto a embarcarse en el Carlos Alberto.

—¡Cobardes! —murmuró Berta—. ¡Oh!, soy mujer, pero si Madame hubiese venido a la Vendée, juro a Dios que habría dado el ejemplo a algunos hombres. Adiós, doctor; os doy las gracias.

—¿Nos dejáis?

—Conviene que mi padre sepa estos detalles, pues esta noche debía celebrarse una reunión en el castillo de Montaigu. Vuelvo a Souday, y os recomiendo a mi pobre enfermo. Dejad una receta en forma, y mi hermana o yo vendremos a pasar la noche próxima al lado de este, si no lo impide algún nuevo acontecimiento.

—¿Queréis tomar mi carruaje? Yo me marcharé a pie, y mañana podréis enviármelo con Juan Oullier o con cualquier otro.

—Gracias; no sé dónde estará mañana Juan Oullier, y, por otra parte, prefiero andar, pues me estoy ahogando y el aire de la noche me sentará bien.

Berta tendió la mano al doctor, estrechó la de este con fuerza varonil, se echó el manto sobre los hombros y salió; pero, al llegar a la puerta, tropezó con Michel, que aun cuando no oyera la conversación, no había perdido de vista a la joven, y adivinando que esta iba a marcharse, se le había adelantado.

—¡Ah!, señorita —dijo Michel—, ¿qué es lo que sucede; qué es lo que os han dicho?

—Nada —repuso Berta.

—¡Nada!… si así fuese no os habríais marchado sin acordaros de, mí, sin despediros siquiera.

—¿Y por qué despedirme, si vais a acompañarme? Ya tendré tiempo de hacerlo al llegar al castillo de Souday.

—Pues que, ¿permitís que os acompañe?

—¿Por qué no? Después de cuanto habéis hecho esta noche, tenéis derecho a ello, a no ser que os sintáis demasiado cansado.

—¡Cansado yo, tratándose de acompañaros! ¡Si con vos o con la señorita María iría hasta el fin del mundo!… ¡Cansado! ¡Oh!, ¡nunca!

Berta se sonrió, y mirando oblicuamente al joven:

—¡Qué lástima —murmuró— que no sea de los nuestros!

Pero en seguida añadió sonriendo:

—¡Bah!, con su carácter, será lo que se quiera.

—Parece que me habláis —dijo Michel—, y sin embargo, no oigo lo que me decís.

—Esto depende de que os hablo en voz baja.

—¿Por qué lo hacéis así?

—Porque lo que os digo no puede decirse en voz alta, a lo menos por ahora.

—¿Y más tarde? —interrogó el joven.

—Puede que sí.

El joven movió los labios a su vez, pero sin que su boca articulase ningún sonido.

—¿Qué significa esa pantomima? —preguntó Berta.

—Que también yo os hablo en voz baja, con la diferencia de que si me atreviera os lo repetiría en voz alta ahora mismo.

—Yo no soy una mujer como las otras —dijo Berta con una sonrisa casi desdeñosa—, y lo que me dicen en voz baja, pueden decírmelo en voz alta.

—Pues bien, decía que veo con profundo pesar que os exponéis a un peligro tan cierto como inútil.

—¿De qué peligro habláis, querido vecino? —preguntó la joven con acento ligeramente burlón.

—Del mismo de que os hablaba hace poco el doctor Roger; se está preparando un levantamiento en la Vendée.

—¡De veras!

—Creo que no lo negaréis.

—¡Yo! ¿Por qué había de negarlo?

—Vos y vuestro padre tomáis parte en él.

—Olvidáis a mi hermana —dijo Berta riendo.

—¡Oh!, no, a nadie olvido —replicó Michel suspirando.

—Bien, ¿y por qué?

—Permitid que como amigo tierno y afectuoso, os diga que hacéis mal.

—¿Por qué hago mal, amigo tierno y afectuoso? —preguntó Berta con un ligero acento de burla, de que no podía prescindir completamente.

—Porque la Vendée de 1832 no es la de 1793, o, mejor dicho, porque la Vendée ya no existe.

—¡Tanto peor para ella!, pero afortunadamente todavía existe una nobleza, caballero; y hay una cosa que quizás vos no sabéis todavía, pero que vuestros descendientes sabrán dentro de cinco o seis generaciones, y es que nobleza obliga.

El joven hizo un movimiento.

—Hablemos de otra cosa si os place —dijo Berta—, pues nada más os contestaría acerca de este punto, porque, como decía el pobre Tinguy, no pertenecéis a nuestro partido.

—Pero —dijo el joven, desesperado al ver el rigor con que Berta le trataba—, ¿de qué queréis que os hable?

—De cualquier otra cosa: hace una noche espléndida; la luna nos ilumina con su plateada luz; las estrellas brillan como chispas de fuego sobre el cielo, puro y transparente; habladme de la noche, de la luna, de las estrellas, del cielo…

Y la joven quedóse con la cabeza levantada y los ojos fijos en el diáfano azul del firmamento.

Michel exhaló un suspiro, y siguió andando al lado de Berta sin pronunciar una palabra. Ante el espectáculo de aquella hermosa naturaleza cuya reina parecía la joven, ¿qué hubiera podido decirle él, que, educado en las ciudades, solamente sabía lo que leyera en los libros? ¿Acaso había estado desde su infancia, como ella, en contacto con todos los milagros de la creación? ¿Había visto todas las gradaciones por qué pasa la aurora que nace y el sol que se oculta? ¿Conocía los misteriosos rumores de la noche? ¿Sabía lo que decía la alondra cuando anunciaba el despertar de la aurora? ¿Comprendía lo que estaba diciendo el ruiseñor cuando llenaba de armonía las tinieblas? No; Michel sabía todas las ciencias que ignoraba Berta; pero Berta sabía todas las cosas de la naturaleza que ignoraba Michel.

¡Ah!, ¡si Berta se hubiese dignado hablar, con que religiosa atención la habría escuchado!

Pero la joven permaneció silenciosa: tenía el corazón lleno de esos pensamientos que no se traducen con palabras, sino con miradas y suspiros.

Por su parte, Michel estaba sumido en una profunda meditación.

Parecíale que caminaba al lado de la dulce María y no de la severa Berta; en lugar del aislamiento que esta buscaba, sentía a María languideciendo poco a poco y apoyándose en su brazo. ¡Oh!, entonces sí que la palabra le parecía fácil; entonces sí que hubiera tenido mil cosas que decirle de la noche, de la luna, de las estrellas y del cielo.

Con María hubiera sido el maestro y el señor. Con Berta era el discípulo y el esclavo.

Hacía como un cuarto de hora que los dos jóvenes caminaban uno al lado de otro guardando silencio, cuando de repente Berta se detuvo, indicando a Michel que hiciera lo mismo.

El joven obedeció, pues con Berta no podía hacer otra cosa.

—¿Oís? —le preguntó Berta.

—No —contestó Michel, moviendo la cabeza.

—Pues yo sí —añadió aquella, fija la mirada y el oído atento.

Y siguió escuchando.

—Pero ¿qué oís?

—El paso de mi caballo y el de María; puesto que me buscan, debe haber sucedido algo.

Y volvió a escuchar.

—María es quien me busca —añadió.

—¿En qué lo conocéis? —interrogó el joven.

—En el modo de galopar los caballos; doblemos el paso.

El ruido iba acercándose rápidamente, y al cabo de cinco minutos vieron destacarse en la oscuridad un grupo compuesto de dos caballos y una mujer que, cabalgando en uno de ellos, guiaba al otro por la brida.

—Ya os decía que era mi hermana —dijo Berta.

En efecto, el joven había reconocido a María, no tanto por la figura de esta, visible apenas en medio de las sombras, como por los precipitados latidos de su corazón.

Por su parte, María le reconoció también, no pudiendo contener un gesto de admiración al verle al lado de su hermana, a la cual creía hallar sola o con Rosina.

Michel vio la impresión que su presencia había producido en la joven, y adelantándose hacia ella:

—Señorita —le dijo—, he encontrado a vuestra hermana que iba a socorrer a Tinguy, y la he acompañado para que no fuese sola.

—Habéis hecho perfectamente, caballero —respondió María.

—No le entiendes —dijo riendo Berta—; cree que necesita justificarme, o tal vez justificarse a sí mismo; es preciso disimularle algo, pobre joven, pues su madre le va a regañar de lo lindo.

Después, apoyándose en el arzón de la silla de María:

—¿Qué sucede? —preguntó a esta.

—La tentativa de Madame se ha frustrado.

—Ya lo sé; Madame se ha vuelto a embarcar.

—Aquí está el error.

—¡Cómo! ¿Acaso no es cierto?

—No; Madame ha declarado que, pues se hallaba en Francia, no volvería a salir de ella.

—¡Será posible!

—De modo que, a la hora presente, se dirige a la Vendée, si es que no ha llegado ya.

—¿Por quién has sabido esto?

—Por un emisario que ha llegado esta noche al castillo de Montaigu mientras se celebraba la reunión y cuando todos desesperaban ya.

—¡Alma valerosa! —exclamó Berta, dejándose arrebatar por su entusiasmo.

—De manera que nuestro padre ha vuelto al galope tendido, y cuando ha sabido dónde te hallabas, me ha ordenado que tomara los caballos y fuera a buscarte.

—Aquí me tienes —dijo Berta.

Y puso el pie en el estribo.

—¿No te despides de tu pobre caballero? —le preguntó María.

—Sí, por cierto.

Berta tendió la mano al joven, que se aproximó a ella lenta y tristemente.

—¡Ah!, ¡señorita Berta —murmuró al tomarle la mano—, soy muy desgraciado!

—¿Por qué? —le preguntó aquella.

—Porque no soy de los vuestros, como decíais ahora poco.

—¿Quién os lo impide? —le preguntó María, tendiéndole a su vez la mano.

El joven se precipitó sobre aquella mano y la besó con amor y agradecimiento.

—Sí, sí —murmuró en voz bastante baja para que sólo María pudiese oírle—; por vos y con vos.

Pero la mano de María fue, en cierto modo, arrancada de entre las del joven por el brusco movimiento que hizo el caballo de aquella. Berta, al espolear el suyo, había dado un latigazo al de su hermana, y ambos partieron al galope, perdiéndose en la oscuridad como dos sombras.

El joven quedó solo e inmóvil en medio del camino.

—¡Adiós! —gritóle Berta.

—¡Hasta la vista! —dijo María.

—¡Ah!, sí, sí —exclamó Michel, tendiendo los brazos hacia las dos jóvenes—; ¡hasta la vista!, ¡hasta la vista!

Las dos hermanas siguieron su camino sin cambiar una sola palabra, y al llegar a la puerta del castillo:

—María —dijo Berta—, vas a burlarte de mí.

—¿Por qué? —preguntóle María, estremeciéndose a pesar suyo.

—Le amo —dijo Berta.

Un grito de dolor estuvo próximo a escaparse del pecho de María; pero esta logró ahogarlo.

—¡Y yo que le he gritado; hasta la vista! —murmuró para sí—, quiera Dios que no vuelva a verle.