X

EN un principio, el joven pensó seguir el consejo de Courtin, mandando los perros al castillo de Souday con Pelicofre o Comadreja, dos criados que se ocupaban indistintamente en los quehaceres domésticos y en las labores del campo, y que debían los apodos con que Courtin les había designado, el primero al color exagerado de su pelo, y el segundo a la semejanza de su rostro con el hocico del animal que ha servido a Lafontaine para representar la obesidad en una de sus más bonitas fábulas.

Pero, meditándolo mejor, había pensado que el marqués de Souday podría contentarse con darle sencillamente las gracias en una carta, sin dirigirle invitación alguna, y si, por desgracia, sucedía así, no sería fácil hallar otra ocasión como la que se habría perdido, pues estas no se presentarían todos los días.

Si, por el contrario, llevaba él mismo los perros, era indudable que el marqués le recibiría, pues no se debe permitir que un vecino ande cinco o seis kilómetros para devolver en persona unos perros que se creían perdidos y a los que se tiene algún afecto, sin invitarle a entrar a descansar unos minutos, y hasta, si es tarde, a pasar la noche en el castillo.

Michel sacó el reloj; eran poco más de las seis.

Creemos haber dicho que la baronesa de La Logerie había conservado la costumbre de comer a las cuatro, y debíamos decir que la había tomado, pues en casa de su padre comían al mediodía.

El barón tenía tiempo de ir al castillo si se decidía a hacerlo; pero esto era una resolución un tanto atrevida, y ya hemos dicho a nuestros lectores que la decisión no era la virtud dominante en Michel.

En consecuencia, perdió un cuarto de hora vacilando; pero en los primeros días de mayo el sol no se pone hasta las ocho, y, por consiguiente, aún le quedaba una hora y media de sol.

Por otra parte, hasta las nueve podía presentarse en el castillo sin ser indiscreto.

Pero ¿quién sabe si las jóvenes se habrían acostado temprano, cediendo a la fatiga consiguiente a un día de caza?

El barón no iba al castillo para ver al marqués de Souday, por quien no hubiera andado seguramente seis kilómetros, al paso que para ver a María le parecía que era capaz de andar cien leguas.

Decidióse, pues, a ponerse en marcha sin pérdida de momento.

Sólo entonces advirtió que no tenía sombrero; pero como para ir a buscarlo era preciso regresar al castillo y exponerse a encontrar a la baronesa, la cual no podría menos de preguntarle a dónde iba y de quién eran aquellos perros, le pareció mejor partir sin él, sobre todo cuando podía disculpar su falta con lo precipitado de su salida, o diciendo que el viento se lo arrebató o que una rama se lo hizo caer en un barranco, y que no pudo ir a buscarlo a causa de los perros.

El joven partió, pues, sin sombrero, llevando los perros atraillados.

Apenas había dado algunos pasos, diose cuenta de que, para ir a Souday, no necesitaría los setenta y cinco minutos que había creído; pues, en cuanto los perros hubieron reconocido el camino que les hacía seguir, lejos de tener que hostigarlos, se vio obligado a contenerlos.

Como husmeaban la perrera, tiraban con tanta fuerza de la cuerda, que si hubieran estado uncidos a un carruaje ligero, el barón habría andado el camino en media hora.

Yendo a pie y con su auxilio, emplearía en él tres cuartos de hora si andaba al trote largo, cuyo paso adoptó, pues la impaciencia de los perros igualaba a su suya.

Al cabo de veinte minutos, llegaba al bosque de Machecoul, que debía atravesar por el tercio de su anchura con objeto de adelantar camino.

Al entrar en el bosque fue preciso subir una cuesta algo rápida.

El barón la subió a paso gimnástico; pero al llegar a la cumbre necesitó respirar.

Como los perros habían respirado al propio tiempo que andaban, no sintieron la misma necesidad y manifestaron deseos de continuar su camino.

Su conductor se opuso a ello tirando hacia atrás, mientras que los perros tiraban hacia adelante.

Dos fuerzas iguales se destruyen, según los principios de mecánica, y por lo tanto, como el joven barón tenía una fuerza superior, hizo más que destruir la de los perros.

Cuando hubo logrado detenerlos, aprovechó aquel descanso para sacarse el pañuelo del bolsillo, y limpiarse el sudor que brotaba de su frente; y mientras lo hacía, gozando del agradable fresco de la tarde que iba a acariciar su rostro, creyó oír un grito que llegaba hasta él en alas del viento.

Galón de oro y Alegro lo oyeron también, y, contestándolo con el triste y prolongado aullido que dan los perros extraviados, comenzaron a tirar de la cuerda con toda su fuerza.

Su conductor había descansado y limpiándose la frente, y como ya no tenía motivo alguno que le hiciera oponerse al deseo que de volver a ponerse en marcha manifestaban Galón de oro y Alegro, volvió a tomar el trote corto.

Apenas habría andado trescientos pasos cuando se oyó un segundo grito, más cercano y, por consiguiente, más distinto que el primero, al que contestaron los perros con un aullido más prolongado y un esfuerzo mayor que la vez primera.

El joven comprendió que estaban buscando los perros y que los llamaban.

Medio kilómetro más adelante, dejóse oír por tercera vez el mismo grito, y entonces Galón de oro y Alegro tiraron de la cuerda con una fuerza tal, que, arrastrado por ellos su conductor, se vio forzado a pasar del trote corto al trote largo y de este al galope.

Apenas haría cinco minutos que seguía este paso, cuando un hombre apareció al extremo del bosque, saltó por encima de la zanja, y, plantándose en medio del camino, cortó el paso a nuestro joven.

Este hombre era Juan Oullier.

—De modo que, ¿no os contentáis con hacer perder a mis perros las huellas del lobo que estoy cazando, para hacerles perseguir la liebre que cazáis vos, sino que además os tomáis el trabajo de atraillarlos[15]?

—Caballero —replicó el joven, pudiendo respirar apenas—, si lo he hecho ha sido para tener el honor de llevárselos en persona al señor marqués de Souday.

—¡Ah!, ya; ¡así, sin sombrero y de cualquier modo!, no os molestéis de ese modo, señor mío, pues ya que me habéis encontrado, yo mismo podré llevármelos.

Y antes que el barón pudiera oponerse a ello, ni aun adivinar su intención, le había arrancado de la mano la traílla, echándola sobre el cuello de los perros, como se hace con la brida a los caballos.

Al verse en libertad, los perros partieron a escape en dirección al castillo, seguidos por Juan Oullier, que no corría menos que ellos, y que hacía chasquear el látigo, gritándoles:

—¡A la perrera!, ¡a la perrera!

Esta escena había sido tan rápida, que Juan Oullier y sus perros encontráronse a un kilómetro del barón antes que este hubiese vuelto en sí de su sorpresa.

Michel quedó anonadado en medio del camino.

Haría diez minutos que permanecía allí, con la boca abierta y la mirada fija en la dirección que Juan Oullier y los perros habían seguido al desaparecer, cuando dejóse oír junto a él una voz dulce y cariñosa:

—¡Dios mío! —dijo aquella voz—, ¿qué estáis haciendo a estas horas, sin sombrero y en medio del camino real, señor barón?

Difícil hubiera sido al joven responder a esta pregunta. ¿Qué hacía?, miraba cómo sus esperanzas huían en dirección al castillo, y no se atrevía a correr tras ellas.

Michel volvió la cabeza para ver quién le hablaba, y reconoció a su hermana de leche, la hija del colono Tinguy.

—¡Ah!, eres tú, Rosina —le dijo—, ¿de dónde vienes?

—¡Ay!, señor barón —repuso la niña sollozando—, vengo del castillo de La Logerie, donde la señora baronesa me ha recibido muy mal.

—¿Cómo es esto, Rosina? Bien sabes que mi madre te quiere y te protege.

—Sí, en los tiempos ordinarios, pero hoy no es lo mismo.

—¿Por qué dices que hoy no es lo mismo?

—Porque hará una hora cuando más, que me ha hecho poner en la calle.

—¿Por qué no me hiciste llamar?

—He preguntado por vos, y me han contestado que no estabais en el castillo.

—¡Cómo que no estaba, si ahora vengo de allí! Por muy ligera que hayas andado, no habrás ido tan de prisa como yo.

—Bien puede ser, señor barón, porque aun cuando al verme rechazada por vuestra madre he pensado ir a encontrar a las Lobas, no me he decidido a ello desde luego.

—¿Qué tienes que pedir a las Lobas?

Michel tuvo que violentarse para pronunciar este nombre.

—Lo mismo que iba a pedir a la señora baronesa, que socorrieran a mi pobre padre que está muy malo.

—¿Y qué tiene?

—Unas calenturas que ha contraído en los pantanos.

—¿Unas calenturas? —repitió Michel—, ¿son malignas, intermitentes o tifoideas?

—Lo ignoro, señor barón.

—¿Qué ha dicho el médico?

—¡Ay!, el médico vive en Legé, y somos demasiado pobres para pagarle los cinco francos que pide por cada visita.

—¿No te ha dado dinero mi madre?

—¡Cuando os digo que ni siquiera me ha querido ver! «¡Calenturas!», ha exclamado; «¡se atreve a venir al castillo estando su padre atacado de calenturas! ¡Que la echen en seguida!».

—Es imposible que haya dicho esto.

—Yo misma lo he oído, señor barón, de tal modo gritaba. Además, la prueba de que lo ha dicho es que me han echado.

—Espera, espera —dijo vivamente el joven—; yo te daré dinero.

Y se registró los bolsillos.

Pero fue en vano, pues, según se recordará, había dado a Courtin todo el que llevaba.

—¡Dios mío! —exclamó—, ¡no tengo un cuarto!, vuelve conmigo al castillo, y te daré lo que necesites.

—¡Oh!, no —dijo la joven—; por todo el oro del mundo no volvería al castillo; ya que me había decidido a ello, me dirigiré a las Lobas; son caritativas, y no pondrán en la calle a una pobre niña que va a pedirles auxilio para su padre que se está muriendo.

—Pero —replicó el joven, con tono vacilante—, he oído decir que no son ricas.

—¿Quiénes?

—Las señoritas de Souday.

—Es que a ellas no se les va a pedir dinero, porque no dan limosna; hacen mucho más, bien lo sabe Dios.

—¿Qué es lo que hacen?

—Van en persona a donde las necesitan, y cuando no pueden curar al enfermo, consuelan al moribundo y lloran con los que le sobreviven.

—Esto será cuando se trata de una enfermedad común pero tratándose de una fiebre perniciosa…

—¿Acaso se preocupan de ello? ¿Por ventura hay calenturas perniciosas para los buenos corazones? ¿Veis que ahora voy al castillo?

—Sí.

—Pues bien, si permanecéis aquí, dentro de veinte minutos me veréis pasar con una de las dos hermanas, que vendrá conmigo para cuidar a mi pobre padre. Hasta después, señor Michel. ¡Ah!, ¡jamás hubiera creído que la señora baronesa hubiese hecho arrojar de su casa, como si fuese una ladrona, a la hija de la que os crio!

Y se alejó sin que el joven encontrara una palabra que contestarle.

Pero Rosina había pronunciado una frase que se grabó en su corazón.

—Si permanecéis aquí —había dicho— dentro de veinte minutos me veréis pasar con una de las dos hermanas.

Michel estaba decidido a quedarse, pues la ocasión que había perdido por un lado, podía volver a encontrarla por otro.

¡Si diera la casualidad que fuese María quién acompañase a Rosina!

Pero ¿cómo suponer que una joven de dieciocho años, la hija del marqués de Souday, saliera de su casa a las ocho de la noche para ir a legua y media de distancia a socorrer a un pobre aldeano atacado de una fiebre perniciosa?

No era probable ni siquiera posible que hiciera tal. Indudablemente, Rosina suponía a las dos hermanas mejores de lo que eran en realidad, así como los demás las suponían peores.

Por otra parte ¿cómo era posible que su madre, un alma devota que pretendía poseer todas las virtudes, se hubiese conducido en aquella ocasión peor que dos jóvenes de quienes tanto mal se decía en toda la comarca?

Si realmente sucedía lo que había anunciado Rosina, ¿no serían aquellas jóvenes las verdaderas almas según los preceptos de Dios?

Pero, no había que dudarlo, ninguna de las dos iría. Era la décima vez que se repetía esto en un cuarto de hora, cuando vio aparecer dos sombras en el ángulo del camino por donde Rosina se había alejado.

No obstante la oscuridad que reinaba, reconoció a su hermana de leche; pero en cuanto a la otra le fue imposible, pues iba cubierta con un manto.

Su alma hallábase tan perpleja y su corazón tan conmovido, que no tuvo fuerzas para salir al encuentro de las dos jóvenes y esperó que estas se le acercasen.

—Y bien, señor barón —dijo envanecida Rosina—, ¿qué os había dicho?

—¿Qué le dijiste? —interrogó su compañera.

Michel dejó escapar un suspiro; en el acento firme y resuelto de esta había reconocido a Berta.

—Le dije que no me arrojarían de vuestra casa, como lo habían hecho en el castillo de La Logerie.

—¿Ya has manifestado a la señorita de Souday cuál es la enfermedad de tu padre? —interrogó Michel.

—Según los síntomas que me ha descrito —respondió Berta—, me parece que es una fiebre tifoidea, por cuya razón convendrá no perder un instante. Esta clase de enfermedades se las debe combatir en su origen. ¿Venís con nosotras, señor Michel?

—¡Pero, señorita, la fiebre tifoidea es contagiosa! —dijo el joven.

—Unos dicen que sí y otros que no —replicó con indiferencia Berta.

—¡Pero —insistió Michel—, la fiebre tifoidea es mortal!

—En muchos casos, sí; pero hay ejemplos de lo contrario.

El joven atrajo hacia sí a Berta.

—¿Y vais a exponeros a semejante peligro? —le preguntó.

—Seguramente.

—¿Por un desconocido, por un extraño?

—El que es un extraño para nosotros —repuso Berta con mucha dulzura—, es para otros un padre, un hermano, un esposo. En el mundo no hay ningún extraño, señor Michel. ¿Por ventura Tinguy lo es para vos?

—No; es el marido de mi nodriza —balbuceó Michel.

—Ya veis que tenía razón —añadió Berta.

—Por esto —observó aquel—, ofrecí a Rosina que viniese conmigo al castillo, donde le hubiera dado dinero para que fuese en busca de un médico.

—¿Y tú has rehusado, prefiriendo dirigirte a nosotras? —dijo Berta—. Gracias, Rosina.

El joven sentíase sobrecogido; había oído hablar mucho de la caridad, pero nunca la había visto, y súbitamente se le aparecía personificada en Berta.

Entonces siguió a las dos jóvenes, pensativo y cabizbajo.

—Si venís con nosotras, señor Michel —díjole Berta—, tened la bondad da ayudarnos, llevando esta cajita, que contiene algunos medicamentos.

—Es que indudablemente el señor barón no vendrá con nosotras, pues sabe que su madre tiene mucho miedo a las fiebres.

—Te engañas Rosina —dijo el joven—; os acompaño.

Y tomó de las manos de Berta la caja que esta le presentaba.

Una hora después, llegaban los tres a la cabaña del padre de Rosina, que estaba situada poco más o menos a un tiro de fusil de la población y que comunicaba con un pequeño bosque por medio de una puerta trasera.

El buen Tinguy, como de ordinario llamaban al padre de Rosina, era un antiguo chuán que, siendo niño aún, hizo la primera guerra de la Vendée con los Jolly, los Colletus, los Charette y los Rochejaquelein.

Habiéndose casado, tuvo dos hijos, el primero de los cuales, que era varón, había muerto; el segundo era Rosina.

Al nacer cada uno de ellos, la mujer de Tinguy había tomado un hijo de leche, como hacen generalmente las aldeanas pobres.

El primero, que era el último vástago de una familia noble de Anjou, y se llamaba Enrique de Bonneville, aparecerá en breve en esta historia; el segundo, que era Michel de La Logerie, es uno de sus principales actores.

Enrique de Bonneville tenía dos años más que Michel, y ambos niños habían jugado con frecuencia juntos en el umbral de la puerta que Michel iba a pasar entonces en compañía de Rosina y Berta.

Más tarde se habían vuelto a ver en París, donde la baronesa de La Logerie fomentó cuanto estuvo en su mano la amistad de su hijo con aquel joven que, merced a su fortuna y a su noble cuna, ocupaba una posición muy distinguida en las provincias del Oeste.

Aquellas dos criaturas habían proporcionado algunas comodidades a la familia del colono; mas como los aldeanos de la Vendée no quieren confesar nunca su bienestar, Tinguy se fingía pobre a costa de su propia vida, y por muy enfermo que estuviese, no habría enviado a Legé en busca de un médico, cuya visita le hubiera costado tres francos.

Por otra parte, los aldeanos, especialmente los de la Vendée, no creen en la medicina ni en los médicos; a causa de esto Rosina se había dirigido desde luego al castillo de La Logerie, donde tenía entrada en su calidad de hermana de leche de Michel, acudiendo, al ser arrojada de allí, a las señoritas de Souday.

Al oír el ruido que los tres jóvenes hicieron al entrar, el enfermo se incorporó penosamente; pero, en seguida, volvió a caer sobre la cama, exhalando un doloroso gemido.

Una vela de cera amarilla, cuya escasa luz era insuficiente para disipar las tinieblas en que se hallaba sumido el aposento, dejaba ver tendido sobre un miserable camastro a un hombre de unos cuarenta años, luchando con el terrible demonio de la fiebre. Su rostro estaba pálido, su mirada era vítrea y abatida, y, de tiempo en tiempo, experimentaba un sacudimiento total, como si le hubieran puesto en contacto con una pila galvánica.

El joven estremecióse al verle y comprendió que su madre, presumiendo el estado en que se hallaba el enfermo, hubiese vacilado en dejar entrar a Rosina, pues esta debía estar impregnada de los miasmas febriles que, cual átomos invisibles, flotaban alrededor del lecho del moribundo y en el círculo luminoso que le rodeaba.

Entonces pensó en el alcanfor, en el cloro, en todos los preservativos, para decirlo de una vez, que pueden aislar del enfermo a los que le rodean; y como carecía de ellos, se quedó junto a la puerta para estar en comunicación con el aire exterior.

Berta, que no pensaba en nada de esto, dirigióse enseguida a la cama del enfermo, y tomó su mano abrasada por la fiebre.

El joven hizo un movimiento para detenerla y abrió la boca para dar un grito; pero permaneció petrificado hasta cierto punto por aquella atrevida caridad, y quedó lleno de terror y admiración al mismo tiempo.

Berta interrogó al enfermo, el cual le hizo el relato que sigue:

Al levantarse el día antes por la mañana se sintió tan fatigado, que cuando bajó de la cama le flaquearon las piernas; era un aviso que le daba la Naturaleza; pero las gentes del campo pocas veces siguen los consejos de esta, y en lugar de volver a acostarse y de enviar en busca del médico, Tinguy acabó de vestirse, bajó a la bodega, subió un jarro de sidra y se cortó un pedazo de pan, pues a su entender sólo necesitaba cobrar fuerzas.

Sin embargo, aun cuando bebió con gusto la sidra, no pudo tragar siquiera el primer bocado de pan.

Entonces, encaminóse al campo para dedicarse a su acostumbrada tarea.

Durante el camino experimentó un fuerte dolor de cabeza, y aumentó de tal modo su debilidad, que se vio obligado a sentarse dos o tres veces; encontró dos manantiales y bebió con avidez; pero en lugar de apagársele la sed se le aumentó tanto, que la tercera vez tuvo precisión de beber en un charco.

Por último llegó a su campo; pero, no sintiéndose con fuerzas para continuar el trabajo interrumpido la víspera, permaneció de pie durante algunos instantes, apoyado en la azada, hasta que, sintiendo que se le desvanecía la cabeza, se tendió o mejor cayó al suelo sumido en una postración absoluta.

Así permaneció hasta las siete de la tarde, y hubiera quedado allí toda la noche, si la casualidad no hubiese querido que pasara a pocos pasos de él un labrador de Legé, el cual, viendo un hombre tendido, le llamó. Tinguy no tuvo fuerzas para responder, pero hizo un movimiento; acercósele el labrador y le reconoció.

Entonces trató este de acompañarle a su casa, lo que pudo conseguir a costa de grandes trabajos, pues el enfermo se hallaba tan débil, que necesitó más de una hora para andar un cuarto de legua.

Rosina esperaba a su padre llena de inquietud, y asustada al verle, quiso ir corriendo a Legé en busca de un médico; pero aquel se lo prohibió terminantemente y se acostó diciendo que aquello no sería nada y que al día siguiente sé hallaría curado; pero, como lejos de calmársela la sed iba siempre en aumento, encargó a Rosina que pusiera un cántaro de agua sobre una silla al lado de la cama.

Tinguy pasó la noche devorado por la fiebre y bebiendo incesantemente, sin que pudiese apagar el fuego que le abrasaba. Por la mañana, trató de levantarse; pero apenas pudo incorporarse en la cama, pues además de desvanecérsele la cabeza, en la que sentía horribles punzadas, se quejaba de un fuerte dolor en el costado derecho.

Rosina había insistido de nuevo en ir a buscar al señor Roger —tal era el nombre del médico de Legé—; pero Tinguy volvió a prohibírselo terminantemente, y la pobre niña se quedó entonces junto al lecho, pronta a obedecer los deseos de su padre y a ayudarle en sus necesidades.

Lo que más necesitaba Tinguy era beber, y cada diez minutos pedía agua.

Así permanecieron hasta las cuatro de la tarde; a esta hora, el enfermo, meneando la cabeza, dijo:

—Ya veo que estoy atacado de unas fiebres perniciosas, y será preciso que vayas en busca de algún auxilio a los castillos inmediatos.

Ya hemos visto el resultado de esta resolución.

Luego de haber tomado el pulso al enfermo y escuchado la relación que hizo con gran dificultad y entrecortada voz, Berta, que contó hasta cien pulsaciones por minuto, conoció que el buen Tinguy era víctima de una fiebre violenta.

Pero ¿a qué clase pertenecía aquella fiebre? Esto es lo que no podía decir Berta, pues carecía de los conocimientos necesarios para ello.

No obstante, como el enfermo estaba continuamente quejándose de sed, partió un limón, lo hizo hervir en una gran cafetera de agua, endulzó ligeramente aquella limonada y se la dio a Tinguy en lugar de agua pura.

Pero, cuando trató de endulzarla, Rosina le dijo que no tenían azúcar, pues este es para los aldeanos un lujo supremo.

Entonces, Berta, que sospechándolo ya lo había llevado a prevención, buscó la caja de medicamentos y vio que la tenía el joven bajo el brazo, manteniéndose de pie junto a la puerta.

Berta le hizo seña de que se acercase; pero antes de que aquel se hubiera movido de su puesto, le hizo otra en sentido contrario, siendo ella la que se le aproximó, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a la boca.

—El estado en que se halla este hombre es muy grave —le dijo en voz baja, para que el enfermo no la oyera—, y nada me atrevo a disponer por mí misma; es indispensable la presencia de un médico y hasta temo que llegue demasiado tarde. Mientras propino al enfermo algunos calmantes, corred a Legé en busca del doctor Roger, señor Michel.

—Pero ¿y vos? —preguntó ansiosamente el joven.

—Yo me quedo aquí, pues tengo que hablar de cosas importantes con el enfermo.

—¿De cosas importantes? —replicó admirado Michel.

—Sí —respondió Berta.

—No obstante… —insistió el joven.

—Os digo —prosiguió aquella sin dejarle acabar— que toda tardanza puede ser perjudicial. Combatidas a tiempo, esta clase de fiebres son mortales muchas veces, y en el estado actual lo son casi siempre; partid, pues, sin perder un instante, y traed al doctor.

—Pero —preguntó el joven—, ¿y si la fiebre es contagiosa?

—¿Qué queréis decir? —preguntó Berta.

—¿No corréis peligro de contraerla?

—Amigo mío —respondió Berta—, si pensábamos en esto, la mitad de nuestros aldeanos morirían abandonados; partid y dejad a Dios el cuidado de velar por mí.

Y, diciendo esto, tendió la mano al mensajero.

Tomóla el joven, y arrebatado por la admiración que le causaba el ver en una mujer aquel valor tan sencillo y grande al mismo tiempo, y del cual él no se sentía capaz, la llevó a sus labios con una especie de pasión.

Este movimiento fue tan pronto e inesperado, que Berta se estremeció, púsose pálida y lanzó un suspiro, diciendo:

—Id, amigo mío, id.

Esta vez no tuvo necesidad de repetir la orden, pues Michel se precipitó fuera de la choza. Un fuego desconocido circulaba por todo su cuerpo, cuya potencia vital doblaba; sentíase animado por una fuerza extraña, y era capaz de realizar imposibles.

Parecíale que, como el Mercurio antiguo, acababan de nacerle alas en la cabeza y en los pies. Si un muro le hubiese cortado el paso, lo habría escalado, sin titubear; si un río se hubiese interpuesto en su camino, lo habría atravesado a nado, sin pensar siquiera en despojarse de sus vestidos.

Sentía que fuese tan fácil lo que Berta le había pedido, y hubiera querido hallar obstáculos, dificultades y hasta imposibles que vencer.

¿Qué gratitud podía inspirar a Berta el que anduviera a pie cinco cuartos de legua para ir en busca de un médico?

En vez de andar dos leguas y media, Michel hubiera deseado ir al fin del mundo; hubiera querido darse a sí mismo alguna prueba de heroísmo que le permitiera comparar su valor con el de Berta.

Ya se comprenderá que en el estado de exaltación en que se hallaba nuestro joven no le arredraba el cansancio; así es que anduvo en menos de media hora los cinco cuartos de legua que le separaban de Legé.

El doctor Roger era uno de los amigos del castillo de La Logerie, del cual Legé distaba una legua escasa; de modo que apenas se hubo nombrado el barón, aquel, ignorando aún que el enfermo fuese un simple aldeano, saltó de la cama y dijo desde su alcoba que dentro de cinco minutos estaría dispuesto.

En efecto, a los cinco minutos estaba vestido y preguntaba al barón la causa de aquella visita nocturna e inesperada.

Con dos palabras, le puso Michel al corriente de la situación, y como el doctor no pudo menos de admirarse de que se interesara por un aldeano hasta el extremo de ir en su busca para que le socorriera, a pie, de noche, conmovido y cubierto de sudor, el barón hizo valer la circunstancia de ser Tinguy el marido de su nodriza.

Interrogado por el doctor acerca de los síntomas que presentaba la enfermedad, le repitió fielmente cuanto había oído, suplicándole que llevara consigo los medicamentos precisos, pues el villorrio en que habitaba Tinguy aún no se hallaba civilizado hasta el punto de tener boticario.

Al ver al barón cubierto de sudor, y oyendo que había ido a pie, el doctor, que había hecho ya ensillar su caballo, cambió la orden y dispuso que lo engancharan al calesín.

Michel no quería, en modo alguno, admitir el cambio, y sostenía que iría a pie más de prisa que el doctor a caballo, y como el señor Roger insistiese, terminó la discusión precipitándose fuera del aposento y gritando:

—Venid lo más pronto que podáis; yo me adelanto para anunciaros.

El doctor creyó que el hijo de la baronesa de La Logerie se había vuelto loco, y creyendo que lo alcanzaría fácilmente, ratificó la orden de enganchar el caballo.

La idea de presentarse a Berta en un calesín había exasperado a Michel.

Parecíale que la joven quedaría mucho más satisfecha de su celeridad al verle venir corriendo y abrir la puerta de la cabaña gritando: «Aquí estoy, el doctor me sigue», que si le veía llegar en un calesín al lado de este.

Si hubiese podido llegar montado en un brioso corcel con las crines flotando a merced del viento, lanzando fuego por las narices y anunciando su llegada con sus relinchos, ya hubiera sido otra cosa; ¡pero en un calesín!…

Era mil veces preferible ir a pie.

Los primeros amores son tan poéticos, que odian profundamente todo lo que es prosa.

¿Y qué diría María, cuando su hermana le contara que había enviado al barón en busca del señor Roger, y que aquel había regresado en un calesín al lado del doctor?

Ya lo hemos dicho, valía mil veces más volver a pie.

Michel comprendía el buen efecto que había de producir tratándose de un primer amor, presentarse cubierto de polvo, con la frente bañada de sudor, los ojos encendidos, el pecho jadeante y los cabellos desordenados por el viento.

Por lo que hace al enfermo, había quedado poco menos que olvidado. Preciso es confesarlo; en la excitación febril que experimentaba el barón, no se acordaba de él, sino de las dos hermanas; no era por Tinguy por quien corría de aquella manera; era por Berta y por María.

La causa principal del gran cataclismo fisiológico, que se producía en nuestro héroe habíase trocado en un accesorio, y lejos de ser ya el fin, era tan sólo un pretexto.

Si Michel se hubiese llamado Hipómenes y disputara el premio de la carrera a Atalante[16], para alcanzarlo no habría necesitado dejar caer las manzanas de oro en el camino.

Reíase de una manera desdeñosa al pensar que el doctor aguijaba su caballo con la esperanza de alcanzarle; y el aire frío de la noche, que helaba el sudor de su frente, le hacia experimentar un placer infinito.

¡Antes morir que ser alcanzado por el doctor!

Para ir a Legé había empleado media hora; para regresar le bastaron veinticinco minutos.

Como si hubiese podido adivinar aquella velocidad imposible, Berta estaba aguardando al mensajero en el umbral de la puerta; sabía que racionalmente debía tardar media hora, cuando menos, y, no obstante, escuchaba con atención.

Parecióle oír a lo lejos un ruido de pasos casi imperceptible.

Era imposible que fuera el joven, y no obstante ni un instante dudó que fuese él.

Y, en efecto, un instante después, le vio aparecer, dibujándose en la oscuridad, en tanto que él, con la mirada fija en la puerta y dudando de lo que veía, la descubría, por su parte, inmóvil y con la mano en el corazón, que la joven sentía latir por primera vez con una fuerza inusitada.

Al llegar a Berta, el joven, cual otro Griego de Maratón, no podía hablar ni respirar siquiera, y poco faltó para que cayese, si no muerto como aquel, a lo menos, sin sentido.

Michel sólo pudo articular estas palabras:

—El doctor me sigue.

Y apoyó la mano en la pared para no caerse. Si hubiese podido hablar, habría exclamado:

—¿Diréis a la señorita María que por su amor y el vuestro he recorrido dos leguas y media en cincuenta minutos?

Pero como no podía hablar, Berta debió creer y creyó que sólo por ella había hecho aquel esfuerzo.

Sonrióse de alegría y se sacó el pañuelo del bolsillo.

—¡Dios mío! —dijo, limpiándole con suavidad el rostro, y procurando no tocarle la herida de la frente—; cuánto siento que hayáis tomado tan a pecho mi encargo de que fuerais aprisa. En qué estado os halláis…

Luego, regañándole, como pudiera hacerlo una madre cariñosa, añadió, con acento de infinita dulzura y encogiéndose de hombros:

—¡Qué niño sois!

Esta palabra «niño» fue pronunciada con un tono de tan indecible ternura, que hizo estremecer a Michel.

Este asió la mano de Berta. Estaba húmeda y trémula.

En aquel momento, se dejó oír en la carretera el ruido del calesín.

—¡Ah!, el doctor —dijo Berta, rechazando la mano de Michel.

Este la contempló asombrado; ¿por qué rechazaba su mano?

Michel no podía explicarse lo que pasaba en el corazón de la joven, pero conocía de un modo instintivo que si esta había obrado de aquella manera, no era por odio, por aversión ni por enojo.

Berta volvió a entrar en la cabaña, sin duda para anunciar al enfermo la llegada del doctor.

Michel se quedó en la puerta, aguardando a este.

Al verle llegar en aquel calesín de mimbres que le traqueaba de un modo tan ridículo, Michel se felicito más que nunca de haber regresado a pie.

Bien es verdad que si Berta hubiese entrado en la choza al oír el calesín, como acababa de hacerlo, no le hubiera visto en aquel prosaico vehículo.

Pero, en cambio, si no hubiese visto a Michel, no habría aguardado hasta que le viera.

Michel se dijo interiormente que esto era más que probable, y sintió en su corazón si no la vehemente satisfacción del amor, a lo menos la complacencia del orgullo.