OMO Michel había temido desde un principio, fue severamente reprendido por su madre.
Esta no se había dejado engañar por la explicación de Courtin y se dio cuenta de que la herida de su hijo no era un arañazo hecho con un espino; pero, ignorando el interés que Michel podía tener en ocultarle la verdadera causa de ella, y convencida de que aun cuando le interrogase no lograría conocer la verdad, se contentaba con mirar de vez en cuando la misteriosa herida, moviendo la cabeza, dejando escapar un suspiro y arrugando su frente maternal.
El joven estuvo intranquilo durante toda la comida, bajando la vista y no comiendo casi; pero, preciso es decirlo, el incesante examen de su madre no era la única causa de su turbación.
Entre sus párpados bajos y la mirada de la baronesa, veía flotar constantemente como dos sombras.
Era el recuerdo de Berta y de María.
No podía menos de pensar en Berta con cierta impaciencia. ¿Quién era aquella amazona que manejaba la escopeta como pudiera hacerlo el mejor cazador, que vendaba las heridas como un cirujano, y que, cuando encontraba resistencia en el paciente, le retorcía los brazos con sus manos blancas y delicadas cual hubiera podido hacerlo Juan Oullier con las suyas, robustas y callosas?
Pero al mismo tiempo, ¡cuán encantadora era María con sus cabellos rubios y sus hermosos ojos azules!, ¡cuán dulce su voz, cuán persuasivo su acento!, ¡con qué suavidad le había tocado la herida, limpiado la sangre y vendado la frente!
A decir verdad, Michel no lamentaba haberse herido cuando pensaba que sin esta circunstancia no habría podido esperar que las dos jóvenes le hablaran ni siquiera se ocuparan de él.
Cierto es que tenía que deplorar una cosa mucho más grave que la herida, cual era el mal humor que esta había causado a la baronesa y las dudas que podía dejarle; pero el enojo de su madre se calmaría, mientras que nunca se borrarían de su corazón los pocos segundos que estuvo estrechando la mano de María.
Como todos los corazones que empiezan a amar, pero que dudan aún de su amor, nuestro joven necesitaba estar solo; en consecuencia, en cuanto hubo acabado de comer, aprovechando la ocasión en que su madre estaba hablando con un criado, se alejó sin oír lo que aquella le decía, o mejor dicho, sin darse cuenta de sus palabras.
Sin embargo, estas no carecían de importancia.
La baronesa de La Logerie prohibía a su hijo que se encaminara hacia la parte de San Cristóbal del Ligneron, donde, según acababa de referirle el criado, reinaban unas calenturas malignas, y disponía que se organizara un cordón sanitario en torno del castillo para que no pudiera entrar en él ningún habitante de la aldea infestada.
Esta última orden debía ejecutarse sin pérdida de tiempo respecto de una joven que se había presentado para pedir a la baronesa que socorriera a su padre, atacado de calenturas.
Si la preocupación de Michel no hubiera sido tan grande, seguramente le hubieran llamado la atención las palabras de su madre, porque el enfermo era el colono Tinguy, marido de su nodriza, y la que iba en busca de auxilio, su hermana de leche Rosina, a la cual conservaba un cariñoso afecto; pero en aquel instante todas sus miradas se dirigían al castillo de Souday, y no pensaba más que en la encantadora Loba llamada María.
En breve llegó a perderse en la parte más profunda y espesa del parque; y aunque aparentó leer hasta llegar al extremo de la arboleda, si le hubiesen preguntado el título del libro que tenía en la mano, sin duda se habría visto apurado para contestar.
Cuando hubo llegado allí, se sentó en un banco y se puso a reflexionar.
¿En qué estaba pensando?
La respuesta no es difícil.
¿Cómo volvería a ver a María y a su hermana?
La casualidad le había favorecido haciendo que las encontrara por primera vez; pero esto no aconteció hasta seis meses después de haber regresado él al castillo, y en el estado en que se hallaba su corazón, no podía exponerse a tener que aguardar otro tanto tiempo.
Ponerse en relaciones con el castillo de Souday no era cosa fácil, pues no mediaba la mayor simpatía entre el marqués, emigrado de 1790, y el barón Michel de La Logerie, noble del Imperio.
En cuanto a Juan Oullier, en las pocas palabras que había dicho al joven, no le había dejado entrever grandes deseos de trabar conocimiento con él.
Quedaban las dos hermanas, que le habían manifestado cierto interés, brusco por parte de Berta y cariñoso por la de María; pero ¿cómo llegar hasta ellas, que aun cuando cazaban dos o tres veces cada semana, no obstante lo hacían siempre en compañía de Juan Oullier?
Michel se prometía leer todas las novelas que encontrara en la biblioteca del castillo, esperando descubrir en ellas algún ingenioso medio, que desconfiaba de hallar si se reducía a sus propias inspiraciones, cuando sintió que le tocaban suavemente en el hombro. Volvióse estremecido.
Era Courtin, cuya cara manifestaba una satisfacción que no se tomaba el trabajo de ocultar.
—Perdonad, señor Michel —dijo el colono—, pero, viendo que estabais inmóvil como un tronco, he creído que era vuestra estatua la que tenía delante.
—Y, no obstante, ya veis que soy yo mismo.
—De lo cual me alegro mucho, porque deseaba saber cómo habíais quedado con vuestra señora madre.
—Me ha regañado un poco.
—Ya me lo figuro. ¿Le habéis hablado de la liebre?
—Me he guardado muy bien de tal cosa.
—¿Y de las Lobas?
—¿De qué Lobas? —preguntó él joven, a quien no disgustaba dar aquel giro a la conversación.
—De las Lobas de Machecoul; me parece que ya os he dicho que este era el nombre que daban a las señoritas de Souday.
—Mucho menos, como podéis comprender, pues creo que los Souday y los Logerie no hacen buenas migas.
—Lo cual no será un obstáculo —repuso Courtin con el aire picaresco que no siempre era dueño de disimular a pesar de sus esfuerzos—, para que podáis cazar con sus perros siempre que os plazca.
—¿Qué queréis decir?
—Mirad —prosiguió Courtin, tirando hacia sí y haciendo entrar hasta cierto punto en escena dos sabuesos atraillados.
—¿Qué es esto?
—¡Toma! Galón de oro y Alegro.
—Pero ¿quiénes son Galón de oro y Alegro?
—Los perros de ese truhán de Juan Oullier.
—Y ¿por qué os habéis apoderado de ellos?
—Es que no se los he tomado; no he hecho más que embargárselos.
—¿Con qué derecho?
—Con dos: como propietario y como corregidor.
Debemos hacer constar que Courtin era corregidor del lugar de La Logerie, compuesto de unas veinte casas, y que estaba muy orgulloso con aquel título.
—¿Queréis explicarme vuestros derechos, Courtin?
—En primer término, los confisco como corregidor porque cazan en tiempo de veda.
—No sabía que hubiese veda para cazar lobos; y como el señor de Souday es montero mayor…
—Conforme; si es montero mayor, que cace los lobos en el bosque de Machecoul y no en la llanura; además —agregó Courtin con su maliciosa sonrisa—, ya habéis visto que lo que perseguían era una liebre, y que esta la ha matado una de las Lobas.
El joven estuvo a punto de decir a Courtin cuanto le desagradaba que diese a las señoritas de Souday el apodo de Lobas, y que le suplicaba se abstuviera de hacerlo en lo sucesivo; pero no se atrevió a formular su pensamiento tan claramente.
—La señorita Berta la ha matado —dijo—; pero yo soy el único culpable, porque le había tirado y herido antes.
—¡Bueno!, ¡bueno! ¿Cómo entendéis esto? ¿Acaso le hubierais tirado si no la hubiesen levantado los perros? En consecuencia, estos tienen la culpa de que vos le hirierais y la matase la señorita Berta, y por esto, en mi calidad de corregidor los castigos de que, so pretexto de perseguir a los lobos, hayan cazado una liebre. Pero no es esto todo; luego de haberlos castigado como corregidor, lo hago como propietario, pues no les he dado permiso para que cacen en mis tierras.
—¿En vuestras tierras, Courtin? —dijo Michel lanzando una carcajada—; me parece que os equivocáis y que es en las mías, o mejor, en las de mi madre, donde estaban cazando.
—Es lo mismo, señor barón, supuesto que las tengo arrendadas; por otra parte, ya no nos hallamos antes de mil setecientos ochenta y nueve, en que los señores tenían derecho de pasar con sus jaurías a través de los sembrados de los aldeanos, destrozándolos, sin indemnizarles. No, señor Michel, ya estamos en mil ochocientos treinta y dos; cada cual es dueño de lo suyo, y la caza pertenece al que la mantiene; así, pues, toda vez que comía el trigo que he sembrado en las tierras de vuestra madre, yo soy quien debo comer la liebre cazada por los perros del marqués de Souday, herida por vos y matada por la Loba.
Michel hizo un movimiento que no pasó desapercibido a Courtin; pero no se atrevió a manifestar su desagrado.
—Lo que me admira —dijo el joven—, es que esos perros que tiran de la cuerda con toda su fuerza y que parecen seguiros con la mayor repugnancia, hayan dejado que les dierais alcance.
—¡Oh! —dijo Courtin—, no me ha costado ningún trabajo, pues cuando he vuelto de abriros la barrera a vos y a la señora baronesa, los he encontrado devorando la liebre que había ocultado en el seto, pues, según parece, en el castillo de Souday los dejan morir de hambre y cazan por cuenta propia. Mirad cómo han dejado mi liebre.
Y dichas estas palabras, sacó del bolsillo de la chupa el cuarto trasero de la liebre que constituía el cuerpo del delito.
La cabeza y el cuarto delantero habían desaparecido por completo.
—¡Cuando pienso que lo han hecho mientras iba a acompañaros! ¡Ah! —añadió Courtin dirigiéndose a los perros—, para que se me olvide será preciso que nos hagáis matar algunas otras.
—Permitidme que os haga una advertencia, Courtin —observó el barón.
—Hablad sin el menor reparo.
—Como corregidor que sois, debéis respetar doblemente la legalidad.
—La tengo grabada en el corazón: libertad, legalidad, orden público, ¿por ventura, no habéis visto estas tres palabras escritas sobre la puerta del corregimiento?
—Razón de más para que os diga que lo que hacéis no es legal y redunda en perjuicio de la libertad y del orden público.
—¡Cómo! —exclamó Courtin—, ¿acaso los perros de las Lobas no perturban el orden público cazando en mis tierras en tiempo de veda, y no soy libre de embargarlos?
—No perturban el orden público, Courtin, sino que lastiman intereses privados, y, por consiguiente, no tenéis derecho de embargarlos y sí solamente de instruir una sumaria.
—¡Ah!, esto es demasiado largo, y si hemos de dejar que los perros cacen y contentarnos con instruirles sumarias, no deberemos decir que los hombres son libres, sino los perros.
—Courtin —replicó el joven con la gravedad propia del que ha ojeado el Código—, incurrís en un error muy común, confundiendo la libertad con la independencia: la independencia es la libertad de los hombres que no son libres, amigo mío.
—Entonces, ¿en qué consiste la libertad, señor Michel?
—La libertad, amigo Courtin, es el abandono de la independencia personal en provecho de todos; en este fondo general de independencia es donde los pueblos enteros y cada uno de los ciudadanos hallan su libertad; en una palabra, somos libres pero no independientes.
—Yo no entiendo esos distingos —dijo Courtin—; soy corregidor y propietario, tengo en mi poder los mejores perros del marqués, Galón de oro y Alegro, y no los suelto; que venga a buscarlos si quiere, y le preguntaré lo que va a hacer en las reuniones de Torfou y Montaigu.
—¿Qué queréis decir?
—Ya me entiendo.
—Pero yo no.
—Vos no necesitáis entenderme, puesto que no sois corregidor.
—Pero habito en el país y tengo interés en saber lo que sucede.
—Pues no es difícil verlo: sucede que los señores vuelven a conspirar.
—¿Los señores?
—Sí, los nobles… esos… Me callo, por más que vos no pertenecéis a esa nobleza.
Michel enrojeció hasta el blanco de los ojos.
—¿Decís que los nobles conspiran, Courtin?
—Si no fuese así, ¿por qué se reunirían de noche? Que se reúnan de día para comer y beber, santo y bueno, pues está permitido, y la autoridad nada tiene que ver en ello; pero cuando se reúnen de noche no puede ser con buena intención. Sin embargo, que se anden con cuidado, porque no les pierdo de vista, y si no tengo derecho para embargar los perros, lo tengo para mandar a los hombres a la cárcel; sé muy bien lo que el Código dispone acerca del particular.
—¿Y el señor de Souday frecuenta aquellas reuniones?
—Pues no faltaría más sino que dejase de frecuentarlas, un antiguo chuán, un ayudante de campo de Charette; que venga a reclamarme sus perros, y le mandaré a Nantes con sus Lobas para que expliquen estas lo que van a hacer de noche por los bosques.
—Pero —observó Michel con una vivacidad, acerca de cuya causa no era posible equivocarse—, vos mismo me habéis dicho que iban a socorrer a los pobres enfermos.
Courtin retrocedió un paso, y, señalando con el dedo a su amo, al mismo tiempo que le asomaba al rostro su acostumbrada sonrisa:
—¡Vaya —dijo—, ya os he atrapado!
—¡Cómo! —dijo el joven, ruborizándose.
—¡Os han robado el corazón!
—¿A mí?
—Sí, sí. ¡Oh!, no os lo echo en cara; antes por el contrario, aunque sean unas señoritas, me guardaré muy bien de decir que no son guapas. Vaya, no os sonrojéis de esa manera, pues no salís del seminario, ni sois presbítero, ni diácono, ni vicario, sino un arrogante joven de veinte años. Seguid adelante, señor Michel, pues no dudo que les gustaréis, como ellas os gustan a vos…
—Pero, querido Courtin —dijo Michel—, aun cuando fuese este mi propósito, que no lo es, ¿las conozco acaso? ¿Conozco al Marqués? ¿Basta haber encontrado a dos jóvenes a caballo para presentárseles?
—¡Ah!, ¡ya lo entiendo! —dijo Courtin con aire de zumba—; no tienen un cuarto, pero hay que irles con muchos cumplidos: sería menester una ocasión, un motivo, un pretexto. Buscad, señor Michel, buscad; sois un sabio, habláis el latín y el griego, habéis estudiado leyes, y no podréis menos de hallarla.
Michel movió la cabeza.
—¡Ah! —dijo Courtin—, ¿lo habéis buscado ya en vano?
—No digo esto —respondió vivamente el Barón.
—Pero lo digo yo; a los cuarenta años no es uno tan viejo que no se acuerde de cuando tenía veinte.
Michel guardó silencio y quedó con la cabeza baja, conociendo que el aldeano tenía fija en él su mirada.
—Conque, ¿no habéis encontrado medio alguno? Pues bien, yo tengo ya uno.
—¿Vos? —exclamó vivamente el joven, volviendo a levantar la cabeza.
Pero inmediatamente, comprendiendo que acababa de revelar su más secreto pensamiento.
—¿Quién os ha dicho que quería ir al castillo? —dijo encogiéndose de hombros.
—He aquí en qué consiste este medio —prosiguió Courtin, como si su amo no hubiese tratado de negar el deseo que la animaba.
Michel aparentaba la mayor indiferencia, pero escuchaba atentamente.
—Figuraos que me decís: «Courtin, os equivocáis acerca de vuestros derechos; ni como corregidor ni como propietario, podéis embargar los perros del marqués de Souday; lo único que podéis hacer es reclamar una indemnización, y esta la arreglaremos amigablemente entre los dos». A lo cual yo os respondo: «Con vos no quiero regatear, señor Michel, pues conozco vuestra generosidad». Entonces añadís: «Courtin, dadme los perros, y lo demás corre por mi cuenta». Oído esto: «Aquí tenéis los perros, os digo; respecto a la indemnización, ¡qué diantre!, con una o dos jaunets[14] ya basta para ver la buena voluntad». En seguida escribís una esquelita al marqués diciéndole que habéis recogido sus perros, y para que no esté con cuidado, se los mandáis con Pelicofre o Comadreja, en vista de lo cual, no puede menos de daros las gracias e invitaros a que vayáis a verle, si es que no se los lleváis vos mismo, para mayor seguridad.
—Perfectamente, Courtin —dijo el Barón—; dadme los perros y se los mandaré al marqués, no para que me invite a que vaya al castillo, pues no hay una palabra de cierto en cuanto suponéis, sino porque debemos portarnos bien con los vecinos.
—De ese modo, haced cuenta que nada he dicho. Al fin y al cabo, lo mismo da, las señoritas de Souday son dos pimpollos; y en cuanto a la indemnización…
—Es muy justo —interrumpió sonriendo el barón—; tomad esto por los perjuicios que os han causado los perros pasando por mis tierras y comiéndose la mitad de la liebre que había matado Berta.
Y entregó al colono todo el dinero que llevaba, es decir, tres o cuatro luises.
Afortunadamente, no llevaba más, pues sentíase tan satisfecho de que Courtin hubiese encontrado el medio que él buscaba inútilmente, que, a tenerla en el bolsillo, le habría dado una cantidad diez veces mayor.
Courtin lanzó una ojeada al dinero para apreciar el importe de la indemnización que acababa de recibir, y se alejó después de haber puesto la traílla en manos del barón; pero aproximándose de nuevo cuando ya había dado algunos pasos:
—A pesar de todo —le dijo—, no os juntéis mucho con esas gentes, pues ya sabéis lo que os he contado de las reuniones que celebran en Torfou y Montaigu, y antes de que pasen quince días habrá alguna pelotera.
Y en seguida se alejó, tarareando la Parisiense, por cuyo himno sentía una afición verdadera.
El barón se quedó solo con los dos perros.