BRÍA Courtin respetuosamente la barrera móvil que cerraba su campo para que pasara su amo, cuando se dejó oír detrás del seto una voz femenina que llamaba a Michel.
Al oírla, estremecióse este y se detuvo.
Inmediatamente, la persona que le había llamado apareció delante de la escalera que servía de comunicación entre el campo de Courtin y el inmediato.
Era esta una señora, cuyo retrato trataremos de hacer a nuestros lectores: podía tener de cuarenta a cuarenta y cinco años; su rostro carecía de expresión, y su único rasgo característico era una altanería estudiada, que contrastaba con su aspecto vulgar; era de baja estatura y regordeta; llevaba un vestido de seda, rico en demasía para ir por el campo, e iba tan compuesta, que, a no ser por su sombrero, cuya batista cruda y flotante le caía sobre la cara y el cuello, hubiera podido creerse que venía de hacer alguna visita en la Chaussée-d’Antin o en el arrabal de San Honorato.
—¡Cómo! —exclamó—, ¿estás aquí, Michel? En verdad que eres muy poco razonable y no tienes a tu madre las consideraciones debida, pues hace más de una hora que la campana del castillo te ha llamado para comer, y, no obstante saber cuan enemiga soy de que me hagan aguardar y cuánto me gusta el arreglo en la comida, te encuentro hablando tranquilamente con ese aldeano.
Michel trató de balbucear una disculpa; pero casi al mismo instante su madre descubrió lo que Courtin no había visto o había aparentado no ver, esto es, que la cabeza del joven se hallaba ceñida con un pañuelo lleno de manchas de sangre, que las anchas alas de su sombrero de paja no lograban ocultar por completo.
—¡Dios mío! —exclamó, levantando la voz, ya de por sí bastante fuerte—; estás herido. ¿Qué te ha sucedido? Habla, desdichado… ¿No ves que me estoy muriendo de inquietud?
Y subiendo la escalera con una impaciencia y sobre todo con una rapidez que no hubiera podido esperarse en su edad ni de su corpulencia, se acercó al joven y le quitó el sombrero y el pañuelo, antes que aquel pudiera oponerse a ello.
Renovada la herida al arrancarle aquella especie de vendaje, empezó a sangrar de nuevo.
El señor Michel, como le llamaba Courtin, estaba tan distante de esperar aquel pronto desenlace, que quedó cortado y sin saber qué contestar; pero el astuto aldeano conoció en la turbación del joven que, si bien este no quería confesar a su madre su desobediencia, vacilaba, no obstante, en mentir, para disculparse, y como por su parte no tenía los mismos escrúpulos, acudió en su auxilio, cargando resueltamente su conciencia con el pecado que su amo no osaba cometer.
—La señora baronesa no debe asustarse —dijo—; eso no es nada, absolutamente nada.
—Pero, en fin, ¿cómo ha sucedido? Decídmelo vos, Courtin, ya que el caballerito se obstina en no contestarme.
En efecto, el joven seguía guardando silencio.
—Vais a saberlo, señora baronesa —repuso Courtin—: Tenía aquí un haz de escamondaduras que pesaba demasiado para cargármelo en hombros yo solo, el señor Michel ha tenido la bondad de ayudarme, y una maldita rama le ha hecho en la frente ese arañazo que veis.
—Es que pasa de arañazo, y hubierais podido saltarle un ojo. Otra vez, haceos ayudar por vuestros iguales, pues además del daño que podíais causar a este pobre niño, lo que habéis hecho es una gran inconveniencia.
Courtin bajó humildemente la cabeza, como si conociese toda la gravedad de su falta; pero esto no fue un obstáculo para reparar en el morral, que había quedado sobre el césped, ni para dar un puntapié diestramente calculado, que le envió a hacer compañía a la escopeta oculta en el seto.
—Vámonos, Michel —dijo la baronesa cuyo malhumor. No parecía haberse calmado a pesar de la sumisión del aldeano—. Vámonos y haremos que el médico reconozca tu herida.
Y volviéndose, después de haber dado algunos pasos:
—A propósito, Courtin —dijo—, todavía no habéis pagado la pensión que vencía el día de San Juan, y, sin embargo, vuestro arrendamiento expira por la Pascua; acordaos de ello, porque estoy decidida a no tener arrendatarios que dejen de cumplir exactamente sus compromisos.
El semblante de Courtin se puso aún más lastimoso de lo que era algunos minutos antes; pero se serenó cuando el joven, aprovechando el instante en que su madre atravesaba el seto con mucha mayor dificultad que la vez primera, le dijo en voz baja estas dos palabras:
—Hasta mañana.
Así es que, a pesar de la amenaza que la baronesa acababa de dirigirle, tomó otra vez el arado y se puso a trabajar alegremente mientras sus amos se encaminaban al castillo, y durante todo el resto de la tarde animó a sus caballos cantándoles La Parisiense, himno patriótico que en aquella época estaba muy de moda.
Mientras Courtin lo está cantando con gran contentamiento de su yunta, digamos algunas palabras sobre la familia Michel.
La baronesa era viuda de uno de los varios negociantes que habían sabido hacer a costas del Estado una fortuna rápida y considerable, abasteciendo a los ejércitos imperiales, y a los que designaban los soldados con el apodo expresivo y característico de Arroz, pan y sal.
Este negociante se llamaba Michel y era oriundo del departamento de Mayena, hijo de un pobre labrador y sobrino de un dómine[13] de aldea, que añadiendo algunas nociones de aritmética a las lecciones de lectura y escritura que daba gratuitamente, decidió del porvenir de su sobrino.
Habiéndole tocado la suerte de soldado en la primera quinta de 1791, el aldeano Michel llegó a la 22.ª media brigada con muy poco entusiasmo; y es que aquel hombre que con el tiempo debía llegar a ser un distinguido calculista, había medido ya las probabilidades que tenía de morir o llegar a ser general. Como el resultado de este cálculo no le había satisfecho del todo, hizo valer con mucha destreza su hermoso carácter de letra, logrando que le incorporasen a las oficinas del cuartel general, por cuyo favor se mostró más satisfecho de lo que hubiera estado otro al obtener un ascenso.
Allí fue donde Michel hizo las campañas de 1792 y 1793; pero a mediados de este último año el general Rossignol, enviado a la Vendée para pacificarla o destruirla, se puso casualmente en contacto con él en las oficinas, y habiendo sabido que era natural de aquel país y que todos sus amigos se hallaban en las filas de los vendeanos, procuró utilizar aquella circunstancia providencial. Al efecto, hizo conceder a Michel la licencia absoluta, y le mandó a su casa con la única condición de que se alistara en las filas de los chuanes y, de vez en cuando, hiciera por él lo que el señor de Maurepas había hecho por Luis XVI, es decir, que le enterase de cuanto sucediera.
Michel, que había reportado grandes beneficios pecuniarios de este compromiso, lo cumplió con escrupulosa fidelidad, no sólo con el general Rossignol, sino también con sus sucesores; y se hallaba en lo más seguido de aquella correspondencia histórica con los generales republicanos, cuando Travot fue enviado a la Vendée.
Nuestros lectores saben ya cuáles fueron los resultados de las operaciones de este general, pues han sido objeto de uno de los primeros capítulos de este libro, por cuya razón nos limitaremos a resumirlos aquí.
El ejército vendeano había sido derrotado, Jolly muerto, Couëtu caído en un lazo que le tendió un traidor cuyo nombre quedó oculto para siempre, y por último Charette, hecho prisionero en el bosque de la Chabotière y fusilado en la plaza de Viarme, en Nantes.
¿Qué papel desempeñó Michel en las peripecias sucesivas de aquel terrible drama? Esto es lo que acaso sabremos más adelante; lo cierto es que, algún tiempo después de haber tenido lugar aquel sangriento episodio, Michel, recomendado siempre por su hermosa letra y su infalible aritmética, entraba en calidad de dependiente en el escritorio de un famoso asentista, donde hizo una rápida carrera.
En 1805, le hallamos suministrando por cuenta propia parte de las fornituras del ejército de Alemania.
En 1806, sus zapatos y sus polainas tomaron una parte activa en la heroica campaña de Prusia.
En 1809, obtuvo todo el suministro del ejército, que entraba en España.
En 1810, contrajo matrimonio con la hija única de uno de sus colegas, doblando de este modo su fortuna y alargando al propio tiempo su nombre, lo que en aquella época constituía la principal ambición de cuantos tenían un apellido plebeyo.
He aquí cómo se verificó esta adición tan ambicionada.
El suegro del señor Michel se llamaba Bautista Dulaud, era del lugar de la Logerie, y para distinguirse de otro Dulaud, con quien se había encontrado muchas veces, hacíase llamar Dulaud de La Logerie. Tal era, por lo menos, el pretexto que para ello daba.
Dulaud había hecho educar a su hija en uno de los mejores colegios de París, en el cual la habían inscrito al ingresar con el nombre de Estefanía Dulaud de La Logerie.
Casado con la hija de su colega, le pareció a Michel que el nombre de su mujer sentaría bien al final del suyo, y se hizo llamar Michel de La Logerie.
Por último, durante la Restauración un título del Santo Imperio, adquirido a peso de oro, le permitió llamarse el barón Michel de La Logerie, pasando de esta manera a ocupar un puesto en la aristocracia del dinero y en la de la sangre.
Algunos años después de haber regresado los Borbones, es decir, en 1819 o 1820, falleció el señor Bautista Dulaud dejando a su hija, y por consiguiente a su yerno, su hacienda de La Logerie, que, como ha podido comprenderse por los pormenores referidos en los capítulos precedentes, se hallaba situada a cinco o seis leguas del bosque de Machecoul.
El señor barón decidió ir a tomar posesión de su hacienda.
Era hombre de talento y deseaba sentarse en la Cámara, lo que sólo podía lograr siendo elegido; y como su elección dependía de la popularidad de que gozase en el departamento del Loire Inferior, trató desde aquel instante de adquirirla.
Aldeano por nacimiento, y habiendo vivido con ellos hasta la edad de veinticinco años, a excepción de los dos o tres que pasó en la oficina, sabía cómo debía obrar para captarse las simpatías de los lugareños y hacerse perdonar la ventura que disfrutaba.
Así, pues, estrechó amistosamente la mano a algunos de sus compañeros en las pasadas guerras de la vendée a quienes encontró allí; habló con los ojos arrasados de lágrimas del pobre Jolly, del buen Couëtu y del apreciable Charette; informóse de las necesidades de la población, que no conocía; hizo construir un puente que estableció importantes comunicaciones entre el departamento del Loire Inferior y el de la Vendée; costeó el arreglo de tres caminos vecinales y ordenó reconstruir una iglesia; dotó un hospicio de huérfanos y un hospital de ancianos; recogió muchas bendiciones, y se complació tanto con aquel papel de patriarca que había tomado a su cargo, que anunció que, en adelante, sólo pasaría seis meses en la capital, permaneciendo los seis restantes en el castillo de La Logerie.
Su esposa, que se había quedado en París, no explicándose la desmedida afición al campo que se había apoderado de él, le escribía una carta tras otra para apresurar su regreso, hasta que al fin el barón Michel, cediendo a sus ruegos, decidió que aquel tendría lugar el lunes siguiente, pues el domingo debía llevarse a cabo una gran batida de lobos en los montes de la Pauvraire y en el bosque de los grandes arenales, que estaban infestados por aquellos animales.
Era una nueva obra filantrópica que llevaba a cabo el barón de La Logerie.
Este siguió desempeñando en aquella batida su papel de rico generoso; hizo seguir la comitiva por dos carretas cargadas con otras tantas barricas de vino, del cual podían beber cuantos quisieran; dispuso para el regreso unas verdaderas bodas de «Gamache», a las que convidó a dos o tres aldeas enteras; rehusó el puesto de honor que le habían ofrecido en la batida; se obstinó en que la suerte decidiera cuál había de ocupar, como si se tratara del más humilde cazador, y habiéndole tocado el extremo de la línea, aceptó su mala suerte con un buen humor que dejó encantado a todo el mundo.
La batida fue magnífica; de cada cerca salían animales; de cada línea brotaba un fuego tan nutrido, que hubiera podido creerse que era una guerrilla; y en breve los lobos y jabalíes comenzaron a amontonarse en las carretas al lado de las barricas del barón, sin contar la caza de contrabando, tal como liebres y corzos, que se mataron en aquella batida como en todas con el pretexto de destruir los animales dañinos, y que los cazadores ocultaron discretamente con el propósito de ir a buscarlos cuando hubiese anochecido.
Fue tal la embriaguez producida por el buen éxito de la jornada, que hizo olvidar al héroe de esta, de modo que sólo después de los últimos ojeos advirtieron que el barón Michel no había vuelto a aparecer desde la mañana. Preguntaron por él, pero nadie le había vuelto a ver desde que la suerte le envió al extremo de la línea, y todos creyeron que, cansado de aquella diversión, o llevando hasta el último grado su solicitud para con sus huéspedes, habría vuelto a la pequeña ciudad de Legé, donde por orden suya, se había dispuesto la comida.
Pero, al llegar los cazadores a Legé, no le hallaron; algunos, más indiferentes que los demás, se sentaron a la mesa; pero cinco o seis, atormentados por funestos presentimientos, volvieron a los montes de la Pauvraire y salieron en su busca provistos de antorchas y linternas.
Por último, después de dos horas de investigaciones infructuosas, le encontraron cadáver en la zanja de la segunda cerca que habían batido.
Una bala le había atravesado el corazón.
Esta muerte dio mucho que hablar; el tribunal de Nantes instruyó la causa; capturóse al cazador colocado inmediatamente después del barón, pero declaró que, alejado ciento cincuenta pasos de este y separado de él por un ángulo del bosque, nada había visto ni oído; probóse, además, que el aldeano encausado no había descargado su escopeta en todo el día, y, por último, desde el sitio en que se hallaba colocado, el cazador sólo podía herir a la víctima en el lado derecho, y Michel por el izquierdo.
En consecuencia, la causa se dio por sobreseída, atribuyéndose a la casualidad la muerte del barón, y suponiéndose que una bala perdida, como sucede con bastante frecuencia en las cacerías, le había alcanzado, sin mala intención por parte del cazador que la disparó.
Sin embargo, corrió por la comarca un vago rumor suponiendo que la muerte del barón obedecía a una venganza. Decíase, pero en voz muy baja, como si cada mata de retama hubiese podido ocultar la escopeta de un chuán, decíase que alguno de los antiguos soldados de Jolly, de Couëtu y de Charette, había hecho expiar al desgraciado negociante su traición y la muerte de aquellos tres esclarecidos jefes; pero eran harto numerosas las personas interesadas en el secreto, para que pudiese formularse nunca una acusación directa.
Así, pues, la baronesa Michel quedó viuda con un hijo.
La baronesa era una de esas mujeres de virtudes negativas, que tanto abundan en el mundo, sin tener el menor vicio ni conocer remotamente ninguna pasión. Uncida al yugo del matrimonio a la edad de diecisiete años, había seguido la senda conyugal, sin desviarse a uno ni a otro lado, ni pensar siquiera que pudiese existir otro camino, y cuando se vio desembarazada del yugo, tuvo miedo de su libertad, e instintivamente buscó nuevas cadenas. Encontrólas en una devoción exagerada, y como todas las inteligencias limitadas, empezó a vegetar en una devoción falsa, exagerada, y, no obstante, concienzuda.
La baronesa Michel se creía nada menos que una santa. Asistía a los oficios divinos, observaba las vigilias, cumplía los preceptos de la Iglesia, y si le hubiesen dicho que, a despecho de todo esto, pecaba siete veces al día, no hubiera podido menos de asombrarse. Sin embargo, nada era más cierto, pues bastaba acusar su humildad para sorprenderla a cualquier hora del día en fragante desobediencia a los preceptos del Salvador del mundo, porque, por injustificado que fuese, llevaba hasta la locura el orgullo que su nobleza le inspiraba.
Tal era el motivo porque el artero aldeano, que sin el menor cumplido había llamado al hijo, señor Michel, no había dejado de dar ni una sola vez a la ir adre el tratamiento de baronesa.
Como era natural, la señora de La Logerie odiaba el mundo y el siglo y no leía en los periódicos un solo extracto de las causas instruidas por el tribunal de policía correccional, que no acusase a ambos, mundo y siglo, de la inmoralidad más abyecta. Según ella, la edad de fuego databa de 1800, por cuya razón su mayor cuidado había sido preservar a su hijo del contagio de las ideas del día, educándole lejos del mundo y de sus riesgos. Jamás quiso oír hablar de educación pública; hasta los establecimientos de los jesuitas le parecieron sospechosos por la facilidad con que aquellos Padres transigían con las obligaciones sociales de los jóvenes confiados a su cuidado; y si Michel recibió lecciones de algún extraño, al que fue necesario recurrir en cuanto a las ciencias y artes indispensables a la educación de un joven, fue siempre en presencia de su madre y ajustándose a un programa aprobado por esta, que quería dirigir por sí misma sus ideas, sus trabajos y, sobre todo, la parte moral de su educación.
Preciso fue que Dios hubiese dotado de una inteligencia muy privilegiada a aquel joven, para que saliese sano y salvo de la tortura a que durante diez años había estado sometido; y aunque salió de ella, fue, según se ha visto, careciendo de la fuerza y de la resolución que caracterizan al hombre, es decir, al representante de la inteligencia, de la resolución y de la fuerza.