OS sucesos que acabamos de referir habían producido en el joven una impresión tan viva, que cuando las dos gemelas hubieron desaparecido, le pareció que despertaba de un sueño.
En efecto, nuestro desconocido estaba en esa época de la vida en que aun los destinados a ser más tarde hombres positivos pagan su tributo a lo fabuloso, y su encuentro con aquellas dos jóvenes tan diferentes de las que veían ordinariamente le transportó al mundo fantástico de las primeras ilusiones, en el cual su imaginación pudo errar a su antojo y buscar esos castillos levantados por la mano de las hadas, que van desplomándose a uno y otro lado del camino de la vida a medida que avanzamos por él.
Lejos de nosotros querer dar a entender con esto que hubiese ya sentido amor por alguna de las dos amazonas; pero aquella mezcla de distinción, de hermosura, de maneras elegantes y de costumbres caballerescas y viriles le pareció tan extraordinaria, que sentíase estimulado por una curiosidad suprema y se prometió hacer todo lo posible para volver a ver a las dos desconocidas o, cuando menos, averiguar quiénes eran.
El cielo pareció por un instante querer satisfacer acto continuo su curiosidad, pues habiéndose puesto en marcha para regresar a su casa, quinientos pasos poco más o menos del sitio en que había tenido lugar la anterior escena entre él y las dos jóvenes, se cruzó con un hombre que, calzado con grandes polainas de cuero, una trompa de caza y la carabina cruzadas por encima de la blusa y un látigo en la mano, andaba de prisa y con visible mal humor.
Sin duda, era algún picador que acompañaba a las dos jóvenes, por lo que nuestro desconocido, poniendo la cara tan risueña como le fue posible:
—Amigo mío —preguntóle—, ¿buscáis a dos señoritas, montadas una en un caballo castaño y otra en una yegua rodada?
—En primer lugar —contestó ásperamente el hombre de la blusa—, yo no soy amigo vuestro, ni os conozco siquiera; después, no busco a dos señoritas, sino a mis perros que un imbécil ha desviado hace poco de las huellas de un lobo que perseguían, para hacerles seguir la pista de una liebre que el muy chambón[10] acababa de errar.
El joven mordióse los labios.
El hombre de la blusa, en quien nuestros lectores habrán conocido, sin duda, a Juan Oullier, continuó:
—Sí, veía todo esto desde las alturas del Benate, de donde bajaba después del percance sufrido con nuestro animal, y de buena gana hubiera cedido mis derechos a la prima que el señor marqués me concede, por hallarme entonces al alcance de aquel mal educado.
Aquel a quien estaba hablando no juzgó del caso vindicar al final de esta escena los ultrajes que desde su principio le había hecho con sus calificativos, y de todo el apostrofe de Juan Oullier, que dejaba pasar como si nada tuviese que contestarle, no recogió más que una palabra.
—¡Ah! —dijo—, ¿estáis al servicio del señor de Souday?
Juan Oullier miró de reojo a su malhadado interlocutor.
—Estoy a mí propio servicio —replicó—; guío los perros del marqués, y nada más; y esto tanto por mi propio gusto como por el suyo.
—Pues, señor —dijo el joven como hablándose a sí mismo—, en seis meses que hace que he vuelto a casa de mi madre, no había oído decir que el marqués de Souday fuese casado.
—Pues yo os lo hago saber, y si tenéis algo que replicar a ello, os enseñaré también otra cosa, ¿lo oís?
Y luego de haber pronunciado estas palabras con un acento amenazador, en que el joven pareció no reparar, Juan Oullier, sin cuidarse más de la disposición de ánimo en que le dejaba, volvió la espalda y puso fin a la conversación, emprendiendo nuevamente el camino de Machecoul.
Cuando hubo quedado solo, el desconocido dio algunos pasos más por el sendero que había tomado al separarse de las dos gemelas, y volviendo luego a la izquierda, entró en un campo en que se veía un aldeano guiando el arado.
Aquel aldeano, que podía contar unos cuarenta años, se distinguía de los poitevins[11], sus compatriotas, por el semblante ladino y astuto peculiar de los normandos; tenía el color encendido y la mirada era viva y penetrante, pareciendo constantemente ocupado en disminuir su audacia por medio de un pestañeo continuo, con lo cual creía indudablemente dar a su fisonomía la expresión de imbecilidad o cuando menos de bondad natural que aleja toda desconfianza; pero su picaresca boca, cuyos extremos se hundían de un modo muy pronunciado a imitación de la del dios Pan, revelaba, a despecho de sus esfuerzos, una astucia de las más refinadas.
Aun cuando el joven se dirigía visiblemente hacia él, el aldeano no suspendió su trabajo, pues conocía perfectamente el esfuerzo que en caso contrario deberían hacer los caballos para proseguir su interrumpida tarea en aquella tierra fuerte y arcillosa. Así, pues, siguió sosteniendo la reja, y sólo cuando, llegado al extremo del surco, hubo hecho dar la vuelta a la yunta y tuvo el arado en disposición de emprender otra vez su labor, sólo entonces, repetimos, se mostró dispuesto a entablar conversación con el recién llegado, en tanto que los caballos descansaban.
—¡Qué tal! —le dijo con acento casi familiar— ¿se ha cazado mucho, señor Michel?
El joven desprendió de sus hombros el morral, y, sin responder una palabra, la dejó caer a los pies del aldeano, que a través del espeso tejido de la red pudo descubrir el pelo amarillento y sedoso de la liebre.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó—, ¡un capuchino!, bien se ve que no perdéis el tiempo, señor Michel.
Y diciendo esto, sacó la liebre del morral, la examinó como hombre conocedor, y le apretó ligeramente el vientre, como si en punto a su conservación no se hubiese fiado por completo de las precauciones que podía haber tomado un cazador tan joven e inexperto como parecía ser su interlocutor.
—¡Voto al chápiro[12]! —exclamó luego de haberla examinado atentamente—, lo que menos vale son tres francos y medio; ¿sabéis, señor Michel, que ha sido un golpe maestro, y que, sin duda, debe haberos parecido mejor perseguir las liebres que leer vuestros libracos, como lo hacíais cuando os he visto hace una hora?
—No, por cierto, Courtin —respondió el joven—; prefiero mis libros a vuestra escopeta.
—Tal vez tengáis razón, señor Michel —dijo Courtin, por cuyo rostro pasó una ligera sombra de descontento—, y acaso le hubiera valido más a vuestro difunto padre pensar como vos; pero, a pesar de todo, si en lugar de verme obligado a trabajar doce horas al día, tuviera una posición desahogada, no me contentaría con cazar de noche.
—Conque, ¿seguís cazando al acecho? —preguntó el joven.
—Sí, de vez en cuando, para distraerme.
—Algún día tendréis un disgusto con los gendarmes.
—¡Bah!, los gendarmes son unos haraganes, y se levantan demasiado tarde para atraparme.
Luego, dando a su rostro toda la expresión de astucia que de ordinario trataba de disimular:
—Yo lo entiendo más que ellos —dijo—; en toda la comarca no hay más que un Courtin, y el único medio para impedirme que cazara al acecho, sería hacerme guarda como a Juan Oullier.
Pero el señor Michel no respondió a esta proposición indirecta, y como ignoraba quién era Juan Oullier, se limitó a alargar la escopeta al aldeano, diciéndole:
—Aquí tenéis vuestra escopeta, Courtin; os agradezco me la hayáis prestado, pues vuestra intención era buena y no tenéis la culpa de que la caza no me divierta como a los demás.
—Es preciso ir tomándole el gusto poco a poco, señor Michel; los mejores perros son los que lo demuestran más tarde, y he oído decir a algunos sujetos que se comen treinta docenas de ostras para almorzar, que hasta la edad de veinte años no las podían ver siquiera. Salid del castillo con un libro en la mano, como habéis hecho esta mañana, pues de esta manera nada sospechará la señora baronesa; venid a buscarme en mi campo, mi escopeta estará siempre a vuestra disposición, y si el trabajo no urge mucho, os batiré los matorrales; mientras tanto voy a guardar la escopeta en el armero.
El armero de Courtin no era otro que el vallado que separaba su campo del inmediato.
Deslizó en él la escopeta, ocultándola entre las hierbas, y enderezó las zarzas y los espinos de modo que la hicieran invisible a las miradas de los transeúntes al propio tiempo que la resguardaran de la lluvia y de la humedad dos cosas que, por otra parte, no preocuparan a todo buen cazador mientras haya cabos de vela y pedazos de lienzo.
—Courtin —dijo el señor Michel, aparentando la mayor indiferencia—, ¿sabíais que el señor de Souday fuese casado?
—No, por cierto —repuso el aldeano—; no lo sabía.
La aparente ingenuidad de este engaño al joven, que prosiguió:
—¿Y que tuviese dos hijas?
Courtin, que daba la última mano a su operación entrelazando algunas zarzas rebeldes, alzó vivamente la cabeza y miró con una fijeza tal a su interlocutor, que aun cuando este le había dirigido aquella pregunta guiado solo por una vaga curiosidad, no pudo menos de ponerse colorado como una cereza.
—¿Habéis encontrado a las Lobas? —pregunto Courtin—; en efecto, he oído la bocina del antiguo chuán.
—¿A quién dais el nombre de Lobas? —pregunto Michel.
—¡Toma!, a las bastardas del marqués.
—¿Llamáis las Lobas a aquellas dos jóvenes?
—¡Diablo!, así es como las llaman en toda la comarca, sólo que, como vos hace poco que habéis llegado de París, no podéis saberlo.
La grosería con que Courtin se expresaba al hablar de las dos gemelas, afectó de tal modo al tímido joven, que, sin saber por qué, contestó mintiendo.
—No —dijo—, no las he encontrado.
Por el modo como pronunció estas palabras, Courtin dudó de su veracidad.
—Tanto peor para vos —repuso—, porque son dos jóvenes que da gozo verlas.
Luego, mirando al joven con su acostumbrado pestañeo:
—Dicen —añadió—, que les gusta demasiado reír; pero esto es siempre una buena circunstancia, ¿no es cierto, señor Michel?
Sin que pudiera explicarse la verdadera causa de aquella sensación, el joven sintió que el corazón se le oprimía al oír la indulgencia insultante con que el grosero aldeano hablaba de las dos encantadoras amazonas, de las cuales él se había separado con un sentimiento de profunda admiración y agradecimiento.
Su malhumor se reflejó en su fisonomía.
Courtin no dudó ya que el señor Michel había encontrado a las Lobas, como él las llamaba, y la negativa de aquel encuentro le hizo ir acerca de sus resultados mucho más lejos de la realidad.
Algunas horas antes, el señor de Souday se hallaba en los alrededores de la Logerie, y como Berta y María abandonaban raramente a su padre cuando este iba a cazar, le pareció más que probable que el joven las hubiese visto. Acaso había hecho más que verlas: quizás había hablado con ellas, y gracias a la opinión de que gozaban en la comarca las dos hermanas, una conversación con las señoritas de Souday no podía ser otra cosa que el principio de una intriga.
De deducción en deducción, Courtin, que era hombre lógico, acabó por deducir que tal era la situación de su joven amo.
Llamamos así a Michel, porque aquel beneficiaba uno de sus campos.
Pero a Courtin no le convenía el oficio de labrador, sino que ambicionaba el empleo de guarda particular del señor Michel, y debido a esto, el astuto aldeano procuraba por todos los medios posibles establecer una solidaridad cualquiera entre él y su amo.
Habiendo fracasado cuando trató de inducir a este a desobedecer las órdenes de su madre relativas a la caza, y pareciéndole muy útil para sus intereses y su ambición entrar en el secreto de sus amores, trató de ganar el terreno perdido, desde el instante que por las muestras de desagrado que advirtió en el rostro del señor Michel comprendió que había ido desacertado al hacerse eco de la maledicencia general acerca de las dos amazonas.
Ya hemos visto cómo modificó la mala opinión que principió manifestando acerca de estas, y siguiendo la misma táctica:
—Por otra parte —añadió con toda la ingenuidad de que era capaz—, siempre se exagera, sobre todo cuando se trata de dos jóvenes hermosas; la señorita Berta y la señorita María…
—¿Se llaman Berta y María? —preguntó, interrumpiéndole, el joven.
—Sí; la señorita Berta es la morena, y la señorita María la rubia.
Y mirando al señor Michel con toda la perspicacia de que era capaz, creyó observar que al oír el nombre de María el joven se había sonrojado ligeramente.
—Decía, pues —prosiguió el aldeano—, que a la señorita María y a la señorita Berta les gustan mucho la caza, los perros y los caballos; pero esto no es una razón para que dejen de ser honradas, pues las misas que decía el difunto cura de la Benate, que era un gran cazador, aprovechaban lo mismo que las otras, aunque tuviera el perro en la sacristía y la escopeta debajo del altar.
—El caso es —replicó Michel, olvidando que contradecía su primer aserto—, el caso es que parecen muy amables y bondadosas, sobre todo María.
—Y lo son, en efecto, señor Michel; cuando el año pasado la comarca se vio contagiada por aquella especie de calenturas, debidas a los pantanos, que causaron la muerte a tantos desgraciados, ¿quién asistió a los enfermos, sin moverse de su lado, siendo así que los médicos, los boticarios y hasta los albéitares habían huido todos? Las Lobas, como se han empeñado en llamarlas. ¡Ah!, ellas no practican la caridad a son de trompeta, sino que visitan ocultamente las casas de los desgraciados; siembran limosnas y recogen bendiciones, y por esto si los ricos las aborrecen y los nobles tienen celos de ellas, puede decirse, sin reparo, que los pobres están en su favor.
—Siendo así, ¿cuál es la causa de que se las tenga en tan mala opinión?
—Esto no se sabe ni nadie se preocupa de averiguarlo. Los hombres, salva la comparación, son como los pájaros, que cuando uno está enfermo todos van a arrancarle las plumas. De cualquier modo, lo cierto es que los de su clase les vuelven la espalda y son los primeros en despreciarlas; y si no, aquí tenéis a vuestra mamá, por ejemplo, que, a pesar de ser muy buena, estoy seguro de que, si la hablaseis de ellas os diría, como todo el mundo, que son unas perdidas.
A pesar del completo cambio operado por Courtin, el señor Michel no parecía dispuesto a entrar en una conversación más íntima; y como aquel, por su parte, creyó que por entonces bastaba lo dicho para preparar la intimidad que anhelaba, viendo que su amo se disponía a marcharse, le acompañó hasta el extremo de su campo.
Entonces, pudo observar que sus miradas se dirigían frecuentemente hacia el lado de donde se destacaba la sombría masa del bosque de Machecoul.