VI

EN los setos del Bajo Poitou, formados con ramas entrelazadas, a semejanza de los de Bretaña, el que haya pasado una liebre, y tras ella seis galgos corredores, no es un motivo para que el boquete que les ha dado paso se convierta en una puerta cochera; así es que, por más que el desdichado joven se esforzara, encorvándose las manos y la cara, le fue imposible avanzar ni una pulgada.

Sin embargo, lejos de desanimarse por esto, el joven cazador seguía luchando desesperadamente, cuando de pronto unas estrepitosas carcajadas fueron a sacarle de la preocupación en que se hallaba sumido.

Volvió la cabeza y descubrió a las dos amazonas, que, inclinadas sobre el cuello de sus caballos, no trataban siquiera de disimular su buen humor ni la causa que lo originaba.

Avergonzado de haber excitado la hilaridad de aquellas dos hermosas jóvenes, y comprendiendo lo grotesco de su situación, nuestro adolescente —podemos llamarle así, porque apenas tenía veinte años—, quiso retroceder; pero estaba escrito que aquel malhadado seto le sería fatal hasta en su retirada, pues las espinas se habían enredado tan bien en sus vestidos y las ramas en su morral, que le fue imposible lograr su propósito y quedó preso en el vallado como en una trampa.

Al verlo, la risa de las dos gemelas no fue ya estrepitosa, sino convulsiva.

Entonces, el pobre joven trató otra vez de desenredarse, pero no ya con la vigorosa energía que hasta entonces había demostrado, sino con verdadera rabia; y fue tal la desesperación que se retrató en su rostro al hacer aquel nuevo y supremo esfuerzo, que María no pudo menos de sentirse conmovida.

—Callémonos, Berta —dijo a su hermana—, pues ya ves que le estamos apesadumbrando.

—Es cierto —respondió Berta—; pero ¿qué quieres?, no lo puedo remediar.

Y, sin dejar de reír, se apeó y corrió hacia el pobre joven para auxiliarle.

—Caballero —le dijo—, creo que para salir de aquí no os vendrá mal que os ayuden un poco. ¿Queréis aceptar el auxilio que mi hermana y yo estamos prontas a ofreceros?

Pero la risa de las dos jóvenes había herido el amor propio del cazador, más que las zarzas su cuerpo; así es que por mucha que fuese la cortesía de las palabras de Berta, estas no pudieron hacerle olvidar las burlas de que había sido objeto. Continuó, pues, guardando silencio, y decidido a salir del apuro en que se hallaba, sin aceptar el auxilio de persona alguna, intentó un último esfuerzo.

Enderezóse para ello sobre sus puños y trató de avanzar, imprimiendo a la parte anterior del cuerpo la fuerza diagonal que hace andar a los animales de la clase de las serpientes; pero, por desgracia, al hacer aquel movimiento, su frente chocó con tal fuerza contra una rama de manzano silvestre cortada en forma de cuña, que le cortó la piel como hubiera podido hacerlo la navaja mejor afilada; y al sentirse gravemente herido, lanzó un grito, al mismo tiempo que la sangre, brotando en abundancia, le inundaba el rostro.

Al ver el accidente, cuya causa involuntaria habían sido, las dos hermanas se precipitaron hacia el joven, le asieron por los hombros, y, aunando sus esfuerzos con un vigor que no se hubiera encontrado en mujeres vulgares, lograron sacarle del seto y sentarle en el repecho.

No pudiendo darse cuenta de la poca gravedad que en realidad tenía la herida y juzgándola por la apariencia, María se puso pálida y temblorosa; en cuanto a Berta, menos impresionable que su hermana, no perdió la serenidad ni un solo instante.

—Corre a ese arroyo —dijo a aquella—, y moja en él tu pañuelo, para que podamos limpiar la sangre que ciega a ese desgraciado.

Luego, volviéndose hacia el joven, en tanto que María se dirigía al arroyo:

—¿Sufrís mucho, caballero? —le preguntó.

—Perdonad, señorita —respondió aquel—; pero son tantas las cosas que en este instante me preocupan, que no sé a punto fijo si es dentro o fuera de la cabeza donde siento el mal.

En seguida, prorrumpiendo en sollozos, que difícilmente había podido contener hasta entonces:

—¡Ah! —exclamó—. El Cielo me castiga por haber desobedecido a mamá.

A pesar de que el que así hablaba era muy joven, pues ya hemos dicho que apenas había cumplido veinte años, el acento infantil con que acababa de pronunciar sus últimas palabras contrastaba de tal modo con su estatura y con su traje de cazador, que, no obstante la compasión que su herida había excitado en las dos hermanas, estas no pudieron contener una nueva carcajada.

El pobre joven les dirigió una mirada lastimera y suplicante a la vez, y al mismo tiempo que dos gruesas lágrimas brillaban en sus párpados, arrancó con visibles muestras de impaciencia el pañuelo mojado en agua fresca que María le había puesto en la frente.

—¿Qué hacéis? —le preguntó Berta.

—Dejadme —exclamó la joven—, no quiero recibir servicios que se me hacen pagar con crueles burlas. ¡Cuánto me arrepiento de no haber huido, como fue mi primera idea, aunque hubiese debido herirme más gravemente!

—Sí, pero ya que habéis sido bastante razonable para no hacerlo —respondió María—, sedlo ahora para dejar que os vuelva a vendar la frente.

Y, recogiendo el pañuelo, se acercó al herido con tal expresión de interés, que aquel, moviendo la cabeza, no en ademán de resistencia, sino de abatimiento, repuso:

—Haced lo que queráis, señorita.

—Vaya —dijo Berta, a quien no había escapado ninguno de los movimientos del joven—, me parece que para ser cazador sois muy susceptible.

—En primer lugar, señorita, no soy cazador, y, después de lo que acaba de sucederme, me siento menos dispuesto que nunca a serlo.

—A mi vez debo pediros que me disculpéis —repuso Berta, con el mismo acento de burla que había irritado al joven—; pero, a juzgar por la obstinación con que queríais pasar a través de las zarzas y los espinos, y, sobre todo, por el entusiasmo con que azuzabais nuestros perros, debí suponer que, cuando menos, aspirabais a aquel título.

—¡Oh!, no, señorita; no hice más que ceder a un impulso que no comprendo ya, ahora que he recobrado mi sangre fría y que conozco con cuánta razón calificaba mi madre de ridículo y bárbaro un pasatiempo cuyo placer y vanidad se funda en la agonía y muerte de un pobre animal indefenso.

—Tened cuidado, caballero, pues a nuestros ojos, que cometemos la ridiculez y la barbaridad de complacernos con este pasatiempo, vais a pareceros a la zorra de la fábula.

En este momento, María, que había ido a mojar otra vez su pañuelo en el arroyo, se disponía a anudarlo de nuevo en torno de la frente del joven; pero, rechazándole este:

—En nombre del Cielo, señorita —le dijo—, no me prodiguéis vuestros cuidados, pues ya veis que vuestra hermana continúa burlándose de mí.

—Vaya, os lo ruego —dijo María con dulce acento.

Pero él, sin dejarse reducir por la amabilidad de su voz, se incorporó sobre una rodilla, con visible intención de alejarse.

Esta obstinación, más propia de un niño que de un hombre, exasperó a la irascible Berta, cuya impaciencia, aunque inspirada por un sentimiento de humanidad muy loable, se manifestaba por medio de expresiones demasiado enérgicas para su sexo.

—¡Voto a…! —exclamó al igual que lo hubiera hecho su padre en semejantes circunstancias—, ese chiquillo no quiere hacerse cargo de la razón; cúrale, María, en tanto que yo le sujeto las manos, y lléveme el diablo si logra moverse.

En efecto, asiendo Berta las muñecas del herido con una fuerza muscular que hizo inútiles todos los esfuerzos de este para desasirse, logró facilitar la operación confiada a María, la cual pudo entonces colocar el pañuelo sobre la herida.

Cuando esta última hubo asegurado de un modo conveniente las ligaduras, con una destreza que hubiera honrado un discípulo de Dupuytren[8] o de Jobert[9]:

—Ahora, caballero —dijo Berta—, os encontráis ya en estado de regresar a vuestra casa, y, por consiguiente, podéis realizar vuestro primer pensamiento y alejaros de aquí sin necesidad de darnos siquiera las gracias; os dejamos en libertad.

Pero, a pesar del permiso que se le daba y de la libertad que se le devolvía, el joven continuó inmóvil.

Parecía a la vez extraordinariamente sorprendido y profundamente humillado de haber caído, él, que era tan débil, en manos de dos mujeres tan fuertes; y sus miradas dirigíanse alternativamente a Berta y a María, sin que le ocurriese una palabra que contestarles, no encontrando, por último, otro medio para librarse de su confusión, que ocultarse el rostro entre las manos.

—¡Dios mío! —dijo María con zozobra—; ¿os sentís indispuesto?

El joven no contestó.

Berta separó entonces las manos con que este se ocultaba el rostro, y viendo que estaba llorando, mostróse en seguida tan amable y compasiva como su hermana.

—¿Vuestra herida es, acaso, más grave de lo que parecía, y os causa un dolor muy vivo, cuando lloráis de esa manera? —le preguntó—; si es así, montad en mi caballo o en el de mi hermana, y os acompañaremos hasta vuestra casa.

Por toda contestación, el joven se apresuró a hacer con la cabeza una seña negativa.

—Vamos a ver —insistió Berta—, basta ya de niñadas; es cierto que os hemos ofendido, pero ¿acaso podíamos suponer que bajo vuestro traje de caza encontraríamos el cuerpo de una delicada niña? Sea de esto lo que quiera, reconocemos que hemos obrado mal y os pedimos que nos perdonéis. Tal vez os parecerá que nuestro ofrecimiento no va acompañado de todas las fórmulas de estilo; pero es preciso que os hagáis cargo de lo especial de la situación, y que consideréis que la sinceridad es lo único que puede esperarse de dos jóvenes bastante desgraciadas para dedicar todo su tiempo a esa distracción ridícula que tiene la desgracia de desagradar a vuestra señora madre.

—No, señorita —respondió el joven—, sólo estoy disgustado contra mí mismo.

—¿Y por qué?

—No sé qué deciros; puede que esté avergonzado de haber sido más débil que vos; puede que me inquiete solamente la idea de tener que volver a mi casa; porque, ¿qué diré a mi madre, para explicar esta herida?

Las dos hermanas se miraron, pues, a pesar de su sexo, no se hubieran inquietado por tan poco; pero esta vez, por muchas que fueran las ganas que de reír tenían, se abstuvieron de hacerlo al ver cuan grande era la susceptibilidad nerviosa de que estaba dotado el desconocido.

—Pues bien —dijo Berta—, si en efecto no nos guardáis rencor, dadnos un apretón de manos, y separémonos como nuevos pero buenos amigos.

Y, diciendo esto, tendió la mano al herido, como un hombre hubiera podido hacerlo a otro.

Seguramente iba aquel a responder por su parte con el mismo gesto, cuando María hizo seña de que guardaran silencio, llevándose un dedo a los labios.

—¡Chito! —dijo Berta, a su vez.

Y escuchó como su hermana, permaneciendo con la mano tendida hacia el joven.

Oíanse a lo lejos, pero acercándose rápidamente, fuertes y prolongados ladridos, como los de los perros que sienten que se aproxima la presa.

Era la jauría del marqués de Souday, que, no teniendo las mismas razones que las dos hermanas para permanecer en el camino, se había lanzado en pos de la liebre y la traía otra vez en dirección a aquel sitio, persiguiéndola de cerca.

Berta se arrojó sobre la escopeta del joven, la cual tenía el cañón derecho descargado.

Al verlo, aquel hizo un gesto como si hubiese querido precaver una imprudencia; pero la sonrisa de Berta le tranquilizó.

La joven introdujo rápidamente la baqueta en el cañón cargado, como hace todo cazador prudente, cuando va a servirse de una escopeta que no ha cargado él mismo; y viendo que se hallaba bien preparada, adelantó algunos pasos, manejándola con una soltura que probaba la costumbre que tenía de servirse de aquella clase de armas.

Casi en el mismo instante, la liebre, volviendo por el lado opuesto, salió del seto con la intención probable de seguir el camino; pero, al descubrir a nuestros tres personajes, dio una vuelta rápida para retroceder.

Por rápido que hubiese sido aquel movimiento, Berta había tenido tiempo de apuntar a la liebre; y disparado, la hirió con tanto acierto, que rodó por el repecho y quedó muerta en medio del camino.

Mientras tanto María había ocupado el puesto de su hermana y tendido la mano al joven, quedando ambos con las manos enlazadas durante algunos segundos, mientras esperaban lo que iba a suceder.

Berta fue a recoger la liebre, y, aproximándose de nuevo al desconocido, que tenía aún cogida la mano de María:

—Aquí tenéis vuestra disculpa, caballero —le dijo.

—¿Cómo es esto? —interrogó el joven.

—Diréis que la liebre se ha levantado a vuestros pies y que la escopeta se ha disparado a pesar vuestro, y daréis una satisfacción a vuestra madre, jurándole, como nos lo habéis jurado hace poco, que no os volverá a acontecer. La liebre se encargará de hacer valer las circunstancias atenuantes.

El joven movió la cabeza con desaliento.

—No —dijo—; nunca me atreveré a confesar a mi madre que la he desobedecido.

—Así, pues, ¿os ha prohibido formalmente que cacéis?

—Muy formalmente.

—¿Y vos cazáis furtivamente? —dijo Berta—; preciso es reconocer que empezáis por donde los demás acaban; confesad, por lo menos, que no os falta vocación.

—No os moféis, señorita; habéis sido tan buena conmigo que ya no os sabría poner mala cara, y el pesar que me causaríais sería doble.

—Siendo así, no tenéis más que una alternativa —dijo María—; mentir, lo que no queréis hacer ni nosotras aconsejaros, o confesar francamente la verdad. Creedme, cualquiera que sea la opinión de vuestra madre sobre la distracción que habéis tomado sin su consentimiento, vuestra franqueza la desarmará, pues, al fin y al cabo, el haber matado una liebre no es un gran crimen.

—¿Vuestra madre es, pues, muy terrible? —preguntó Berta.

—Al contrario, señorita, es muy buena y tierna; se anticipa a todos mis deseos y se adelanta a todos mis caprichos; pero, en punto a dejarme tomar una escopeta, es intratable, lo cual se concibe fácilmente —dijo el joven exhalando un suspiro—, si se tiene en cuenta que mi padre murió en una cacería.

Las dos jóvenes se estremecieron.

—Siendo así —dijo Berta, cuya gravedad igualaba en aquel momento a la de su interlocutor—, nuestras bromas han sido más inconvenientes todavía y, por consiguiente, es mayor nuestro pesar; ¿podemos esperar que olvidéis aquellas y os acordéis sólo de este último?

—Sólo me acordaré, señorita, de las atenciones que habéis tenido a bien prodigarme, y yo soy quien espero que olvidéis mis temores pueriles y mi necia susceptibilidad.

—Al contrario —repuso María—, nos acordaremos de ellos para no cometer con nadie más las faltas que con vos hemos cometido y cuyas consecuencias han sido tan desagradables.

Mientras María hablaba de este modo, Berta había vuelto a montar a caballo.

El joven tendió de nuevo la mano a María con la mayor timidez, y aquella, después de tocarla con la punta de los dedos, saltó ligeramente sobre la silla.

Enseguida, llamando los perros, que al oír su voz fueron a reunirse en torno suyo, las dos hermanas espolearon sus caballos y se alejaron rápidamente.

El herido permaneció mudo e inmóvil, contemplándolas hasta que un ángulo del camino las ocultó a sus ojos, después de lo cual dejó caer la cabeza sobre el pecho y quedó pensativo.

Quedémonos junto a este nuevo personaje, con el cual necesitamos trabar un conocimiento más íntimo.