V

EL marqués de Souday permaneció indiferente en absoluto a estas manifestaciones de la animadversión pública; hizo más, pareció no sospechar siquiera que esta existiese, y cuando advirtió que no le devolvían las contadas visitas que de tarde en tarde se creía obligado a hacer a sus vecinos, se restregó alegremente las manos, considerándose libre de aquellos cumplidos, que le eran odiosos, y que sólo hacía a instancias de sus hijas o de Juan Oullier.

Algunas de las calumnias que circulaban sobre Berta y María llegaron vagamente a oídos del marqués; pero este era tan dichoso con su factotum[6], sus hijas y sus perros, que creyó comprometer la dicha de que gozaba si prestaba alguna atención a aquellas absurdas conversaciones, de manera que continuó con toda tranquilidad persiguiendo diariamente las liebres, corriendo de vez en cuando los jabalíes y jugando por las noches al whist en compañía de las dos pobres calumniadas.

Juan Oullier no se mostró, ni con mucho, tan filósofo como su amo; bien es verdad que su posición le permitía informarse mucho mejor de lo que acerca de las dos gemelas se decía.

La ternura que profesaba a estas se había convertido en fanatismo. Pasábase los días mirándolas, ya estuviesen sentadas en el salón del castillo sonriendo con dulzura, ya galopasen a su lado, inclinadas sobre el cuello de sus caballos, con los ojos chispeantes, animado el rostro, y los cabellos sueltos, flotando a merced del viento bajo sus sombreros de anchas alas y ondulante pluma. Al verlas tan hermosas y al mismo tiempo tan buenas y tan tiernas para con su padre y con él, su corazón latía de orgullo y de felicidad, pareciéndole que, por su parte, había contribuido en cierto modo al desarrollo de aquellas admirables criaturas, y preguntándose cómo era posible que todo el mundo no doblase la rodilla ante ellas.

Así es que los primeros que se aventuraron a hablarle de los rumores que circulaban en el país, fueron recibidos con tanta aspereza, que los demás se retrajeron de hacerlo; pero Juan Oullier, verdadero padre de Berta y María, no necesitaba que hablasen de ello para saber lo que se pensaba de los objetos de su ternura, pues en una sonrisa, en una mirada, en un ademán, en una seña, adivinaba los malos pensamientos de todos, y esto con una sagacidad que le hacía verdaderamente desgraciado.

El desprecio que así los pobres como los ricos no se tomaban la molestia de disfrazar para con las huérfanas, le afectaba hondamente; y si se hubiese dejado llevar por los impulsos de la sangre, hubiera armado una contienda a cualquiera cuya actitud le pareciese poco respetuosa. Pero su buen juicio le hacía comprender que Berta y María necesitaban otra rehabilitación, y que algunos golpes dados o recibidos no lograrían justificarlas, al paso que por otra parte temía, y este era su mayor cuidado, que, a consecuencia de cualquiera de aquellos lances que con tanto placer hubiera provocado, las dos jóvenes se enterasen de cuál era la opinión pública respecto de ellas.

El pobre Juan Oullier doblaba, pues, la cabeza ante aquella injusta reprobación, y sus amargas lágrimas, al propio tiempo que las fervientes súplicas que dirigía a Dios, supremo enderezador de los entuertos y de las injusticias de los hombres, eran las únicas manifestaciones de su pena. Esto produjo en él una profunda misantropía, y como en torno suyo no veía más que enemigos de sus queridas niñas, no pudo menos de odiar a los hombres y prepararse, soñando en futuras revoluciones, para devolverles el mal que de ellos recibía.

La revolución de 1830 llegó, sin dar ocasión de realizar sus malos deseos a Juan Oullier, que, en cierto modo, contaba con ella; pero, como los motines, que diariamente se sucedían en París, podían en un tiempo dado llegar a las provincias, aguardó pacientemente.

Una hermosa mañana de septiembre, el marqués de Souday, sus hijas, Juan Oullier y la jauría, que a pesar de haber sido renovada varias veces desde que hablamos de ella, no había aumentado en número, hallábanse cazando en el bosque de Machecoul.

El marqués de Souday había esperado con impaciencia aquella jornada, de la cual hacía tres meses se prometía un gran regocijo, pues se trataba nada menos que de apoderarse de una camada de lobeznos, cuya guarida había descubierto Juan Oullier, cuando no tenían abiertos los ojos, y que, desde entonces, había cuidado, conservado y contemplado con todos los cuidados propios de un buen cazador.

Esta última frase exige, quizás, algunas explicaciones para aquellos de nuestros lectores que no estén familiarizados con el noble arte de la caza.

Siendo niño, el duque de Biron, decapitado en 1602 por orden de Enrique IV, decía a su padre:

—Dame cincuenta jinetes y destruiré, desde el primero hasta el último, aquellos doscientos hombres que van a forrajear, con lo cual la ciudad se verá precisada a rendirse.

—¿Y después?

—¡Toma!, después, se rendirá.

—Y el rey no necesitará más de nosotros; no, es preciso hacernos necesarios, tonto.

Los doscientos forrajeadores no fueron muertos, la ciudad no fue tomada, y Biron y su hijo continuaron siendo necesarios, es decir, que siguieron gozando del favor del rey y continuaron al servicio de este.

Pues bien; sucede con los lobos lo mismo que con los forrajeadores de que tanto cuidaba el padre de Biron, pues si no hubiese lobos dejaría de haber montero mayor. Y, por este motivo, se debe perdonar a Juan Oullier que mostrara alguna ternura con los lobeznos, en lugar de matarlos a ellos y a su madre, como hubiera hecho con un lobo viejo.

Pero hay más. Así como la caza de un lobo viejo es impracticable soltando los perros, a la vez que monótona y cansada batiendo el monte, la de los lobeznos de cinco o seis meses es fácil, agradable y divertida; y por esto Juan Oullier, a fin de proporcionar a su amo tan agradable pasatiempo, cuando hubo descubierto la camada de lobeznos, se guardó muy bien de asustar ni incomodar a la loba; antes al contrario, sin cuidarse de los carneros ajenos, que esta debía necesariamente destruir, para alimentar a sus hijuelos, los visitó con afectuoso interés para asegurarse de que nadie los incomodaba en lo más mínimo, no siendo poca su alegría el día que no los encontró en su guarida, y comprendió que su madre se los había llevado en sus excursiones.

Por último, un día, juzgando que ya estaban en disposición de servir para el objeto que se proponía, los había emboscado en una corta de algunos centenares de hectáreas, soltando sobre uno de ellos los seis perros del marqués de Souday.

El desventurado animal, que no sabía lo que significaban aquellos ladridos y sonidos de trompa, perdió la cabeza; y abandonando inmediatamente el recinto donde dejaba a su madre y sus hermanos, y en el cual tal vez aún hubiera podido salvarse, ganó otro cuartel, se hizo perseguir durante media hora, revolviéndose como una liebre, hasta que al fin, rendido por aquella carrera furiosa, a que no estaba acostumbrado, y viendo que se le entorpecían las patas, se sentó tranquilamente sobre su cola, y aguardó.

No debió aguardar mucho tiempo, para saber lo que querían de él, porque Dominó, hermoso perro vendeano, de pelo fuerte y color gris, llegando casi inmediatamente, le partió los lomos de un bocado.

Juan Oullier reunió de nuevo sus perros, y diez minutos después, el padre del lobezno estaba fuera de la guarida y la pequeña jauría le perseguía de cerca; pero, más prudente que su hijo, no abandonó las cercanías; de manera que los frecuentes cambios de los lobeznos que quedaban vivos y los de la loba, que se entregaba voluntariamente a los perros, retardaron el momento de su muerte. Pero Juan Oullier conocía harto bien su obligación para no dejar que el éxito de la jornada se comprometiese con tales equivocaciones; así es que, en cuanto la cacería tomaba el sesgo vivo y directo que caracteriza el paso de un lobo viejo, desviaba los perros, los volvía al sitio donde habían padecido la equivocación, y tornaba a ponerlos en el buen camino.

Por último, acosado demasiado cerca por sus perseguidores, el pobre lobezno quiso variar de dirección, y retrocediendo, salió tan impremeditadamente del bosque, que fue a dar con el marqués y sus hijas. Sorprendido y sin saber lo que hacía, intentó escaparse por entre las piernas de los caballos; pero el señor de Souday se inclinó sobre el cuello del suyo, y cogiéndole vivamente por la cola, lo arrojó a los perros que lo habían seguido.

Estos dos halalís[7] sucesivos, habían divertido maravillosamente al marqués de Souday, que, no queriendo darse aún por satisfecho, discutía con Juan Oullier si para dar caza a los lobeznos que quedaban volverían a atacar las cortas o dejarían ventear a los perros.

Pero la loba, que tal vez conocía que se trataba de acabar con el resto de sus hijuelos, atravesó el camino a diez pasos de los perros, cuando Juan Oullier y el marqués estaban engolfados en lo más fuerte de la discusión, y al ver al animal, la pequeña jauría, que no habían vuelto a atraillar, se lanzó sobre sus huellas, ebria de ardor y dando un solo ladrido.

Esfuerzos, gritos desesperados, latigazos, todo fue inútil para contenerla.

Juan Oullier echó a correr para alcanzarla, y el marqués y sus hijas pusieron sus caballos al galope para detenerla.

Pero ya no era un lobezno tímido y vacilante lo que los perros perseguían, sino un animal valiente, vigoroso y osado, que avanzaba con seguridad, atravesando el bosque, sin cuidarse de las cañadas, de las rocas, de las montañas ni de los torrentes que hallaba al paso, y esto, sin sobresalto ni precipitación, rodeado de tiempo en tiempo por la pequeña jauría que iba persiguiéndole, trotando en medio de los perros y dominándolos con su mirada oblicua, y, sobre todo, con los chasquidos de sus formidables mandíbulas.

Después de haber atravesado tres cuartas partes de la selva, la loba desembocó en la llanura como si se dirigiese al bosque, del gran arenal.

Juan Oullier conservaba su distancia, y merced a la elasticidad de sus piernas, permanecía a tres o cuatrocientos pasos de los perros, a pesar de que los barrancos le obligaban a seguir las veredas y caminos; el marqués y sus hijas habían quedado rezagados.

Cuando estos últimos hubieron llegado al extremo del bosque y subido la ladera que domina la pequeña aldea de la Marne, media legua delante de ellos, entre Machecoul y al Baillardiére, y en medio de las aliagas sembradas entre este lugar y el barbecho, divisaron a Juan Oullier, sus perros y la loba, que conservaban siempre el mismo paso y seguían la línea recta en la misma posición. Las escenas precedentes y la rapidez de la carrera habían enardecido al marqués de Souday.

—¡Voto a sanes! —exclamó—, daría diez días de mi vida por hallarme en este momento entre Saint-Étienne de Mermorte y la Guimariére y poder enviar una bala a esa pícara loba.

—Sin duda se dirige al bosque de los grandes arenales —contestó María.

—Sí —dijo Berta—; pero, seguramente, volverá a su guarida, pues, como sus hijuelos no la han abandonado, no puede seguir apartándose de ella de este modo.

—Efectivamente, valdría más volver allí que perseguirla más lejos —dijo María—. Recordad, padre mío, que el año pasado seguimos un lobo que nos hizo perder diez horas y andar quince leguas inútilmente, de modo que volvimos al castillo con los caballos rendidos, los perros estropeados, y avergonzados nosotros de haber errado el golpe.

—Ta, ta, ta… aquel lobo no era lo mismo que esa loba —replicó el marqués—. Regresad, si queréis, a la guarida, niñas; en cuanto a mí, voy a apoyar los perros, pues no quiero que se diga que he fallado a un halalí.

—Iremos a donde vayáis, papá —dijeron a la vez las dos jóvenes.

—Adelante, pues —exclamó el marqués de Souday, acompañando sus palabras con dos vigorosos espolazos, y lanzando su caballo en la pendiente.

El camino en el cual acababa de entrar el marqués, era pedregoso y cortado por los impracticables surcos cuya tradición conserva religiosamente el Bajo Poitou. A cada instante, botaban los caballos; a cada paso hubieran caído, si no los hubiesen contenido vigorosamente; en una palabra, tomaran la trocha que quisieran, era imposible llegar al bosque de los grandes arenales antes que la loba.

El señor de Souday, mejor montado que sus hijas, podía manejar su caballo con más rapidez que ellas, y se las había adelantado algunos centenares de pasos. Exasperado por las dificultades del camino y viendo delante de sí un campo abierto, lanzó en él su caballo y cruzó la llanura sin avisar a las gemelas.

Berta y María, creyendo siempre que seguían a su padre, continuaron su peligrosa marcha a lo largo del camino.

Haría un cuarto de hora poco más o menos que iban separadas del marqués, cuando se hallaron en un sitio en que el camino se hallaba profundamente encajonado entre dos repechos cubiertos de zarzas, cuyas ramas se cruzaban por encima de sus cabezas.

Una vez allí, se detuvieron de pronto, creyendo oír a corta distancia los ladridos de sus perros.

Casi al mismo tiempo, sonó un tiro a pocos pasos de ellas, y una hermosa liebre con las orejas gachas y ensangrentadas, salió del seto y cayó en el camino, al mismo tiempo que en el campo que dominaba a este oíanse furiosos gritos de: «¡Sus, perros, sus!».

Las dos hermanas creían haber penetrado en la propiedad de alguno de sus vecinos, e iban a retirarse discretamente, cuando, por el boquete que había abierto la liebre vieron aparecer, aullando con todas sus fuerzas, primero a Palurdo, uno de los perros de su padre, y en pos de aquel a Señorísimo, Bettau, Dominó y Clarín, sucediéndose todos sin intervalo y persiguiendo a la desventurada liebre como si en todo el día no hubiesen encontrado más noble caza.

Pero apenas acababa de saltar por aquella abertura el último perro, cuando apareció en ella una cabeza humana.

Era el semblante de un joven, pálido y azorado, con los cabellos desgreñados y la mirada hosca, que hacía esfuerzos sobrehumanos para que su cuerpo pasara por el estrecho agujero, y que, mientras luchaba con las zarzas y las espinas, lanzaba los gritos que Berta y María habían oído, poco después del escopetazo disparado hacía cinco minutos.