IV

LA mañana siguiente, antes de ir a cazar, el marqués quiso abrazar a sus hijas, para lo cual subió al aposento de estas; pero no fue poca su admiración al encontrar allí a Juan Oullier, que le había precedido y estaba lavando la cara y las manos a las dos niñas con una conciencia y una obstinación dignas de la mejor aya.

El pobre hombre, a quien esta ocupación recordaba los hijos que había perdido, parecía complacerse en ella extraordinariamente.

Al verle, la admiración del marqués se trocó en respeto.

Las cacerías, cada vez más agradables y productivas, se sucedieron sin interrupción durante ocho días, durante los cuales y en las horas que aquellas le dejaban libres, Juan Oullier no sólo trabajó sin descanso para remendar los vestidos de su amo, sino que, además, puso en orden toda la casa.

El marqués de Souday, lejos de tener ya la idea de apresurar su marcha, pensaba, aterrado, que iba a serle preciso separarse de tan precioso servidor.

Desde la mañana hasta la noche, y en ocasiones desde la noche hasta la mañana, estaba recapacitando cuál de las cualidades del vendeano le admiraba más.

Juan Oullier poseía el olfato de un sabueso para descubrir la vuelta de los animales al monte al amanecer, por medio de los espinos rotos o de la hierba humedecida por el rocío.

En los caminos áridos y pedregosos de Machecoul, de Bourgneuf y de Aigrefeuille, indicaba sin vacilar la edad y el sexo del jabalí cuyo rastro parecía imperceptible.

Jamás picador alguno a caballo había apoyado los perros como Juan Oullier sabía hacerlo montado en sus dos largas piernas.

Por último, los días en que la fatiga les obligaba a conceder un descanso a la pequeña jauría, nuestro vendeano no tenía igual para adivinar las cercas llenas de becadas y acompañar, a ellas a su amo.

—¡Llévese el diablo el matrimonio! —exclamaba en voz alta el marqués algunas veces, cuándo todos le creían ocupado pensando en otra cosa—; ¿qué iría yo a hacer en esa galera dónde he visto remar tan desconsoladamente a los hombres más honrados? ¡Por vida de Dios!, ya no soy ningún joven, pues voy a cumplir cuarenta años, y no me hago la ilusión de seducir a nadie con mis gracias personales; con mis tres mil libras de renta, de la cual la mitad se extinguirá conmigo, sólo me es dado esperar conquistar alguna viuda vieja; tendré una marquesa de Souday regañona, caprichosa e indigesta, que quizá me prohibirá la caza, que ese buen Oullier sirve tan bien, y que seguramente no gobernará la casa mejor de lo que él lo hace. Y, sin embargo —continuaba, enderezándose y moviendo la cabeza—, ¿estamos en tiempos en que sea permitido dejar perder esas grandes extirpes, sostenes naturales de la monarquía? ¿No me sería muy grato tener un hijo que restableciera el honor de mi familia? Y, por el contrario, cuando nadie me ha conocido una esposa, legítima a lo menos, ¿qué dirán mis vecinos al ver junto a mí esas dos niñas?

Estas reflexiones, que de ordinario ocurrían al marqués los días de lluvia, es decir, cuando el mal tiempo le impedían entregarse a su placer favorito, le sumían algunas veces en crueles perplejidades, de las que salió como salen de semejante situación todos los temperamentos indecisos, todos los caracteres débiles, todos los hombres irresolutos: permaneciendo en un estado provisional.

En 1831, Berta y María contaban ya diecisiete años, y este estado duraba todavía.

Y, no obstante, a pesar de lo que en contrario pudiera creerse, el marqués de Souday aún no se había decidido a conservar junto a sí a sus dos hijas.

Juan Oullier, que había colgado de un clavo la llave de su casa de la Chevrolliére, no tuvo en catorce años la idea de descolgarla.

En un principio, aguardó pacientemente que su amo le mandara volver a su casa, y como desde su llegada al castillo este estaba limpio y aseado; como el marqués no había experimentado otra vez los inconvenientes de los trajes sin botones; como las botas de caza se hallaban siempre convenientemente engrasadas; como las escopetas se conservaban ni más ni menos que en la mejor armería de Nantes; como, mediante ciertos procedimientos coercitivos, cuyo conocimiento debía a uno de sus compañeros en el ejército de salteadores, Juan Oullier había quitado, poco a poco, a la tocinera la costumbre de hacer soportar al marqués su mal humor; como los perros estaban siempre en buen estado, ni demasiado gordos, ni demasiado flacos, pero capaces de sostener cuatro veces por semana una carrera de ocho a diez leguas, terminándola siempre con un jabalí; como la conversación y el donaire de las dos niñas, lo mismo que su ternura expansiva, minoraban la monotonía de su existencia, como sus conversaciones con Juan Oullier acerca de la anterior guerra, pasada ya al estado de tradición, pues se remontaba a treinta y cinco o treinta y seis años, aligeraban las largas veladas y los días de lluvia, el marqués, encontrando nuevamente los buenos cuidados, la agradable tranquilidad y la dicha sosegada de que gozara junto a Eva, con más el embriagador placer de la caza, había diferido de día en día, de mes en mes, de año en año, el separarse de las dos gemelas.

Por su parte, no le faltaban a Juan Oullier motivos para no provocar esta resolución.

Privado de sus propios hijos, sintió desde luego por Berta y María, según ya hemos dicho, un afecto que en breve se trocó en ternura y que, con el tiempo, llegó a convertirse en un verdadero fanatismo. Al principio, no se explicó con mucha exactitud la diferencia que el marqués quería establecer entre la situación de aquellas niñas y la de los hijos legítimos que, para perpetuar su nombre en el Bajo Poitou, esperaba obtener de un matrimonio cualquiera; pues, cuando se ha seducido a una mujer honrada, no hay más que una reparación posible, el matrimonio, y a Juan Oullier le parecía lógico que, pues su amo no podía legitimar sus relaciones con Eva, no desconociese al menos la paternidad que esta le había legado al morir. En consecuencia, a los dos meses de permanecer en el castillo, habiendo hecho estas reflexiones, pesándolas en su entendimiento y ratificándolas en su corazón, el vendeano hubiera recibido con mucho disgusto la orden de marcharse, y a pesar del respeto que profesaba al señor de Souday, le habría expuesto claramente su pensamiento acerca de este punto si hubiese llegado aquel caso extremo.

Por fortuna, el marqués no inició a su servidor en las perplejidades de su espíritu, de modo que Juan Oullier pudo tomar por resolución definitiva lo que no era más que un estado provisional, y creer que aquel consideraba la permanencia de sus hijas en el castillo como un derecho de estas al mismo tiempo que como un deber de su parte.

En la época a que hemos llegado al terminar estos preliminares, tal vez un poco largos, Berta y María cuentan, pues, de diecisiete a dieciocho años.

La pureza de la estirpe del marqués de Souday ha hecho prodigios al mezclarse con la sangre de la plebeya sajona, y las hijas de Eva son dos hermosas jóvenes de facciones puras y delicadas, de talle esbelto y delgado, de aspecto noble y distinguido.

Se parecen como todos los gemelos, sólo que Berta es morena como su padre, y María rubia como su madre.

Desgraciadamente, la educación que ambas han recibido, al paso que ha desarrollado cuanto era posible sus cualidades físicas, no ha cuidado lo bastante de las necesidades de su sexo. Bien es verdad que no podía suceder de otra manera viviendo al lado de su padre, con la indiferencia de este y su resolución de gozar de la vida sin pensar en mañana.

Juan Oullier fue el único maestro de las hijas de Eva, de igual modo que había sido su única aya.

El digno vendeano les había enseñado todo cuanto sabía: a leer, a escribir, a contar, a orar con tierno y profundo fervor a Dios y a la Virgen; a hacer correrías por los bosques, a trepar por las rocas, a atravesar las malezas de acebo, de zarzas y de espinos, todo sin cansancio, sin miedo y sin desmayar; a detener con una bala un pájaro en su vuelo o un corzo en su carrera, y, finalmente, a montar en pelo los indomables caballos de Mellerault, tan salvajes en sus praderas y en sus incultos arenales como los de los gauchos en sus pampas.

El marqués de Souday había visto todo esto sin ocurrírsele siquiera la idea de dar otra dirección a la educación de sus hijas ni de contrariar el placer que estas experimentaban con aquellos ejercicios viriles, pues el buen hidalgo se consideraba bastante dichoso con encontrar en ellas valerosos compañeros de caza, que reunían a una ternura respetuosa para con su padre una alegría, un arrojo y un ardor cinegético[4] que doblaban el encanto de sus cacerías.

No obstante, para ser justo, debemos decir que el marqués había añadido algo de su cosecha a las lecciones de Juan Oullier, pues cuando Berta y María cumplieron catorce años y comenzaron a acompañar a su padre en sus excursiones al bosque, los juegos infantiles que en otro tiempo ocupaban las noches en el castillo, perdieron su atractivo, y para llenar aquel vacío, el marqués de Souday enseñó el whist[5] a sus dos hijas.

Por su parte, estas completaron lo mejor que pudieron su educación moral, tan bien desarrollada por Juan Oullier bajo el aspecto físico.

Jugando al escondite en el castillo, había descubierto un aposento que, según todas las probabilidades, hacía por lo menos treinta años que no había sido abierto. Era la biblioteca, en la que encontraron cerca de un millar de volúmenes, de entre los cuales escogió cada una de ellas los que más se acomodaban a sus inclinaciones.

La sentimental y dulce María otorgó la preferencia a las novelas; la turbulenta y positiva Berta, a la historia. Después lo habían reunido todo: María contando el Amadís y Pablo y Virginia a Berta, esta contando Mézeray y Véli a María. Estas lecturas truncadas proporcionaron a las dos jóvenes nociones harto equivocadas de la vida real y de las costumbres y exigencias de un mundo que nunca habían visto y del cual apenas habían oído hablar.

Cuando tuvo lugar la primera comunión de las dos niñas, el cura de Machecoul, que las quería por su piedad y buen corazón, aventuró algunas observaciones sobre la singular existencia que se les preparaba educándolas de aquella manera; pero sus amistosas advertencias se estrellaron contra la indiferencia egoísta del marqués de Souday, y Berta y María continuaron recibiendo la educación que hemos descrito, y que les hizo contraer hábitos que, gracias a su posición, muy falsa ya de sí, les valieron una pésima reputación en toda la comarca.

En efecto, el señor de Souday estaba rodeado de algunas gentes que le envidiaban extraordinariamente lo esclarecido de su nombre y que solamente buscaban una ocasión favorable para devolverle el desdén que los antepasados del marqués habían, probablemente, manifestado a los suyos; así es que cuando le vieron conservar en su castillo y dar el nombre de hijas a los frutos de una unión ilegítima, comenzaron a publicar a son de trompeta la vida que durante su destierro había llevado en Londres; exageraron sus faltas; presentaron como una mujer perdida a la pobre Eva, a quien un milagro de la Providencia había preservado de la triste suerte a que estaba destinada, y pronto los hidalgüelos de Beauvoir, Saint-Leger, Bourgneuf, San Filiberto y Grandlieu se apartaron del marqués pretextando que envilecía la nobleza, de cuyo lustre se dignaban ocuparse a pesar del origen sobradamente plebeyo de la mayor parte de ellos. En breve, no fueron solamente los hombres los que desaprobaron la conducta presente del marqués de Souday y calumniaron su conducta pasada, pues la belleza de las dos hermanas sublevó contra ellas a todas las madres y a todas las hijas de diez leguas a la redonda, y esto, como se comprenderá, agravó mucho más su posición.

Si Berta y María hubiesen sido feas, el corazón de aquellas caritativas señoras y de aquellas piadosas señoritas, naturalmente inclinado a la indulgencia cristiana, habría perdonado acaso su paternidad inconveniente al marqués; pero era imposible no indignarse al ver que aquellas dos pécoras ofuscaban con su distinción, su nobleza y sus gracias a las jóvenes mejor nacidas de los alrededores, por cuyo motivo desde aquel momento no hubo perdón ni misericordia para tan insolentes superioridades.

La indignación manifestada contra las dos pobres niñas era tan general, que, aun cuando estas no hubiesen ofrecido el menor blanco a la maledicencia o a la calumnia, la calumnia y la maledicencia las hubieran rozado con la punta de su ala; júzguese, pues, lo que debió suceder y sucedió con las costumbres viriles y excéntricas de las dos hermanas.

En breve, fue un clamoreo de reprobación universal el que se levantó contra ellas, pasando del departamento del Loire Inferior a los de la Vendée y de Mena y Loire; por manera que, a no ser por el mar, que lame las costas de aquel, seguramente hubiera recorrido tanta extensión hacia la parte de Occidente como hacia el Sur y el Este.

Nobles y plebeyos, habitantes de las poblaciones y del campo, todos se ocuparon de las dos gemelas.

Los jóvenes, que apenas habían encontrado al paso a Berta y a María y que casi no las habían visto, hablaban de las hijas del marqués de Souday con una sonrisa insolente, llena de esperanzas cuando no de recuerdos.

Las beatas santiguábanse al oír pronunciar su nombre, y las ayas amenazaban con su presencia a los niños cuando no querían obedecer.

Los más indulgentes se limitaban a atribuir a las dos gemelas las tres virtudes de Arlequín con que, de ordinario, se honra a los discípulos de San Huberto, cuyos gustos mostraban, es decir, el amor, el juego y el vino. Otros afirmaban con la mayor gravedad que cada noche el castillo de Souday era teatro de orgías cuyo origen se encontraba en las memorias de la Regencia. Finalmente, algunos románticos, sobrepujando a los demás, obstinábanse en vez en una de las torrecillas que flanqueaban el castillo y que se hallaba abandonada a los inocentes amores de unos cuantos palomos, una reminiscencia de la famosa torre de Neslé, de lujuriosa y homicida memoria.

Por último, tanto se habló de Berta y María, que por muchas que hubiesen sido y que, en realidad, fuesen aún la pureza de su vida y la inocencia de sus acciones, se convirtieron en un objeto de horror para todo el país.

Este odio comunicóse al populacho por medio de los criados de los castillos, de los obreros que se relacionaban con la clase media y de las mismas gentes a quienes ellas ocupaban; de manera que, exceptuando algunos pobres ciegos o algunas buenas viejas impotentes a quienes las huérfanas socorrían directamente, toda la clase baja se hacía eco de los cuentos absurdos inventados por la nobleza de las cercanías, y no había un leñador ni un zapatero de Machecoul, ni un labrador de San Filiberto de Aigrefeuille, que no se hubiese creído deshonrado descubriéndose ante ellas.

Por último, los aldeanos habían dado a Berta y a María un apodo que, llegado a las regiones superiores, se declaró caracterizar perfectamente las pasiones y desórdenes que se atribuían a las dos jóvenes.

Llamábanlas las lobas de Machecoul.