III

EL marqués de Souday se acostó, repitiéndose interiormente este antiguo axioma: «La almohada es la mejor consejera».

Enseguida se había dormido con la esperanza de aconsejarse con ella.

Durmiendo, había soñado en sus pasadas guerras de la Vendée, a las órdenes de Charette, cuyo ayudante de campo fue, y en aquel valiente hijo de un colono de su padre, que había sido su ayudante.

Soñó en Juan Oullier, de quien no se había vuelto a acordar, y al cual no viera desde el día en que, próximo a expirar Charette, se habían separado en el bosque de la Chabotière.

Según creía, antes de reunirse al ejército de Charette, Juan Oullier vivía en la aldea de la Chevrolliére, cerca del lago de Grandlieu.

El marqués de Souday hizo montar a caballo a un hombre de Machecoul, que, ordinariamente, le servía de recadero, escribió una carta, y le encargó que fuera a Chevrolliére a informarse de si un tal Juan Oullier vivía aún y habitaba allí.

Si era así, debía entregarle la carta de que era portador y regresar con él al castillo.

Si vivía en las inmediaciones, debía ir a encontrarle donde estuviese.

Si vivía demasiado lejos para hacer esto último, debía informarse del punto en que habitaba.

Si había muerto, debía volver para decírselo al marqués.

Juan Oullier no había muerto, ni vivía en un país lejano, ni siquiera en los alrededores de la Chevrolliére, sino en la Chevrolliére, misma.

He aquí lo que había sucedido después que se separó del marqués de Souday.

Juan Oullier permaneció oculto en el matorral, desde donde podía verlo todo sin que nadie le viera.

Desde allí vio cómo el general Travot hacía prisionero a Charette, tratándole con todos los miramientos que con semejante prisionero podía tener un general como él.

Pero, según parece, no era esto todo lo que quería ver, pues aún después que hubieron colocado a Charette en unas parihuelas y que se lo llevaron, Juan Oullier permaneció en el mismo sitio.

Bien es verdad que habían quedado en el bosque un oficial y una avanzada de doce hombres.

Una hora después de haber sido colocada allí aquella avanzada, un labrador vendeano pasó a diez pasos de Juan Oullier y respondió al quién vive del centinela republicano con la palabra «amigo», contestación extraña en boca de un aldeano realista, dirigiéndose a soldados republicanos.

Luego, cambió una contraseña con el centinela, que le dejó pasar, y por fin se acercó al oficial, que con una especie de repugnancia, imposible de describir, le entregó una bolsa llena de oro.

Enseguida el aldeano desapareció.

Según todas las probabilidades, el oficial y los doce soldados no habían sido enviados allí con otro objeto que aguardar a aquel vendeano, porque, apenas este hubo desaparecido, aquellos se reunieron, desapareciendo a su vez.

Según todas las probabilidades también, Juan Oullier había visto cuanto deseaba ver, porque salió del matorral de igual manera que había entrado, es decir, a rastras, púsose de pie, arrancó la escarapela blanca de su sombrero, y con la indiferencia del hombre que hace tres años juega diariamente su vida, se internó en la selva.

Aquella misma noche llegó a la Chevrolliére.

Encaminóse al sitio en que creía encontrar su casa; pero en lugar de esta sólo encontró una ruina ennegrecida por el humo.

Sentóse en una piedra y lloró.

En aquella casa había dejado una esposa y dos hijos.

Juan Oullier oyó ruido de pasos y levantó la cabeza.

Un aldeano pasaba por allí; Juan Oullier le reconoció a pesar de la oscuridad que reinaba, y le llamó:

—¡Tinguy!

Acercóse el aldeano.

—¿Quién me llama? —preguntó.

—Soy Juan Oullier —repuso.

—Dios te guarde —respondió Tinguy.

Y trató de seguir su camino.

Juan Oullier le detuvo.

—Necesito que me contestes —le dijo.

—¿Eres valiente?

—Sí.

—Entonces pregunta y te contestaré.

—¿Mi padre?

—Muerto.

—¿Mi mujer?

—Muerta.

—¿Mis dos hijos?

—Muertos.

—Gracias.

Juan Oullier sentóse de nuevo; ya no lloraba.

Un momento después, dejóse caer de rodillas y oró.

Ya era tiempo, pues iba a blasfemar.

Oró por los que habían muerto, y, hecho esto, fortalecido por la esperanza de encontrarles en un mundo mejor, pasó la noche en aquellas tristes ruinas.

Al día siguiente, al despuntar la aurora, hallábase trabajando tan tranquilo y decidido, como si su padre hubiese estado guiando el arado, su mujer sentada junto a la chimenea y sus hijos jugando delante de la puerta.

Solo, y sin pedir ayuda a nadie, volvió a construir su cabaña, donde vivió con el producto de su humilde trabajo; y quien le hubiese aconsejado que solicitara de los Borbones el premio de lo que, con razón o sin ella, consideraba su deber, se hubiera expuesto a herir la sencillez llena de grandeza del pobre aldeano.

Ya se comprenderá que con un carácter semejante, Juan Oullier no se haría esperar al recibir una carta del marqués de Souday, en que este le llamaba su antiguo compañero y le pedía que fuese al castillo acto continuo.

Cerró la puerta de su casa, guardóse la llave en el bolsillo, y como vivía solo, no teniendo persona alguna a quien avisar, se puso en marcha sin pérdida de momento.

El mensajero quiso cederle su caballo, o, cuando menos, hacerle montar a la grupa; pero Juan Oullier movió la cabeza y repuso:

—A Dios gracias, tengo buenas piernas. Y, apoyando la mano en el cuello del caballo, indicó con una especie de paso gimnástico el que aquel debía tomar. Era un trote corto, con el cual podían andarse dos leguas por hora.

Aquella misma tarde Juan Oullier llegaba al castillo de Souday.

El marqués le recibió con visible contento, pues durante todo el día le había atormentado la idea de que Juan Oullier se hallara ausente o hubiera muerto.

Huelga decir que la ausencia o muerte del vendeano no le daba que sentir por este, sino por sí mismo, pues ya hemos indicado a nuestros lectores que el marqués de Souday era un tanto egoísta.

Lo primero que hizo el marqués, fue llamar a parte a Juan Oullier y confiarle su posición y las dificultades que de ella se originaban.

Juan Oullier, a quien habían asesinado sus dos hijos, no sabía comprender que ningún padre se separase voluntariamente de los suyos; no obstante, aceptó la proposición que el marqués le hizo de confiarle sus dos hijas, hasta que estas llegasen a la edad de ir al colegio, a cuyo fin debía buscar en la Chevrolliére o en sus alrededores alguna mujer honrada que reemplazara a su madre, si hay en el mundo algo que pueda reemplazarla.

Aun cuando las dos gemelas hubiesen sido feas y antipáticas, Juan Oullier hubiera aceptado; pero eran tan lindas y graciosas, y tenían una sonrisa tan atractiva, que el buen vendeano las había amado desde luego, como saben amar las gentes de su clase, llegando al extremo de decir que con sus caritas blancas y sonrosadas y sus cabellos largos y ensortijados le recordaban largos y ensortijados le recordaban tan fielmente los ángeles que en otro tiempo rodeaban la Virgen del altar mayor de Grandlieu, que al verlas por primera vez había estado tentado de arrodillarse ante ellas.

En consecuencia, se acordó que al día siguiente Juan Oullier se llevaría las niñas; pero por desgracia había estado lloviendo desde que se marchó la nodriza hasta que llegó aquel, y el marqués, confinado en el castillo y dándose cuenta de que empezaba a aburrirse, había llamado a sus dos hijas, con las cuales se puso a jugar para distraerse.

Poniendo a una de ellas a horcajadas en su cuello y sentando a la otra en sus lomos, se había paseado a gatas alrededor del aposento, a imitación de Enrique IV; sólo que, perfeccionando los pasatiempos que el Bearnés proporcionaba a sus hijos, el marqués de Souday imitaba alternativamente con la boca el sonido del cuerno y los ladridos de toda una jauría.

Esta cacería, en el interior de su casa, recreó extraordinariamente al marqués, pareciéndonos excusado decir que sus hijas nunca habían reído tanto, y que se aficionaron desde luego a la ternura acompañada de toda clase de caricias que durante aquellas pocas horas les prodigó su padre, probablemente con el objeto de atenuar los remordimientos que su conciencia sentía a causa de aquella separación tan pronta, después de una tan larga ausencia.

Así es que las dos niñas manifestaban al marqués un cariño fatal y una gratitud peligrosa para sus proyectos; de modo que cuando el calesín se situó a las ocho de la mañana delante de la puerta del castillo, y aquellas comprendieron que iban a llevárselas, empezaron a prorrumpir en gritos de desesperación.

Berta se arrojó sobre su padre, abrazó una de sus piernas, y agarrándose de las ligas enredó en ellas sus manecitas con tanta fuerza, que el desventurado marqués temió romperle los puños si trataba de desasirla.

En cuanto a María, se había sentado en una de las gradas y se contentaba con llorar, pero con tal expresión de dolor, que Juan Oullier se sintió más conmovido por aquel pesar mudo que por la ruidosa desesperación de Berta.

El marqués de Souday empleó toda su elocuencia en persuadir a sus dos hijas que subiendo al carruaje tendrían muchas más golosinas y mayor placer que quedándose a su lado; pero cuando más hablaba, más sollozaba María y más pataleaba Berta, estrechándole esta rabiosamente.

El marqués empezaba a impacientarse, y viendo que nada podía la persuasión iba a emplear la fuerza, cuando, levantando los ojos fijó su mirada en la de Juan Oullier.

Dos gruesas lágrimas resbalaban por las bronceadas mejillas del aldeano, yendo a perderse en las pobladas patillas rojas que circuían su rostro.

Aquellas lágrimas eran, al mismo tiempo, un ruego para el marqués y un reproche para el padre.

El marqués de Souday hizo una seña a Juan Oullier para que desenganchara el caballo, y mientras Berta, que la había comprendido, bailaba de contenta, dijo al oído a su colono:

—Mañana partirás.

Como aquel día hacía un tiempo espléndido, el marqués quiso aprovechar la permanencia de Juan Oullier en el castillo, yendo a cazar con él, por lo cual le llevó a su cuarto, a fin de que le ayudara a vestirse el traje de caza. El aldeano quedó sorprendido al ver el espantoso desorden que reinaba en el pequeño aposento de su amo, lo que le dio ocasión a este para comentar sus confianzas íntimas, quejándose de su criada, la cual, al paso que era muy diligente en todo lo relativo a la cocina, mostraba una negligencia insufrible en los demás cuidados domésticos, y, sobre todo, en lo que se refería a la ropa del marqués. Baste decir que este debió pasar más de diez minutos para encontrar una chupa que no careciese de todos sus botones, y unos calzones que no presentaran una solución de continuidad demasiado indecorosa.

El marqués, no obstante su empleo de montero mayor, era demasiado pobre para tener un criado a quien confiar los perros, por cuyo motivo guiaba él mismo su pequeña jauría; de modo que debiendo cuidar de aquellos y disparar al propio tiempo contra el venado, eran raras las veces que no volvía al castillo rendido de cansancio.

Pero, yendo acompañado de Juan Oullier, fue distinto.

El vigoroso aldeano, que se hallaba con toda la fuerza de la edad, trepaba las cuestas más escarpadas del bosque con la ligereza de un corzo, saltaba por encima de los jarales, cuando el rodeo le parecía demasiado largo, y, gracias a sus jarretes de acero, no se separó ni un palmo de los perros. Finalmente, en dos o tres ocasiones los apoyó con tan buena suerte, que el jabalí que perseguían, conociendo que con la fuga no se desembarazaría de ellos, acabó por esperarles y hacerles cara en una maleza, donde el marqués tuvo el placer de matarle a pie firme, lo que jamás le había sucedido.

El marqués llegó a su casa transportado de júbilo y dando las gracias a Juan Oullier por el delicioso día de que le era deudor. Durante la comida, mostró un humor excelente, y, concluida aquella, inventó nuevos juegos para hacer partícipes de este a sus dos hijas.

Por la noche, cuando el marqués de Souday entró en su aposento, halló a Juan Oullier sentado en un rincón, con las piernas cruzadas a imitación de los turcos o de los sastres. Elevábase delante de él un montón de trajes, y tenía en la mano unos calzones viejos de terciopelo, que zurcía con entusiasmo.

—¿Qué diablo estás haciendo? —le preguntó el marqués.

—El invierno es frío en este país llano, especialmente cuando el viento sopla de la parte del mar, y al estar en mi casa se me helarían las piernas con sólo pensar que el cierzo podía llegar a las vuestras por semejantes aberturas —repuso Juan Oullier, enseñando a su amo un rasgón que iba desde la cintura a la rodilla en los calzones que estaba remendando.

—Así, pues, ¿eres sastre? —le preguntó el marqués.

—¡Ay! —respondió el vendeano—, ¿acaso no sabe uno un poco de todo cuando hace más de veinte años que vive solo? Además, el que ha sido soldado jamás se apura.

—Pues, qué, ¿no lo he sido yo también?

—No; vos habéis sido oficial, y esto ya es otra cosa.

El marqués de Souday miró a Juan Oullier con admiración y se acostó, durmiéndose en seguida y roncando, sin que esto interrumpiera en lo más mínimo el trabajo del antiguo chuán[3].

A media noche despertóse el marqués.

Juan Oullier seguía trabajando.

El montón de trajes no había disminuido de una manera sensible.

—Aún que trabajes hasta que sea de día, no vas a acabar, mi buen Juan —le dijo el marqués.

—Mucho lo temo.

—Entonces, ve a acostarte, amigo mío; no te marcharás hasta que hayas puesto un poco de orden en ese batiburrillo, y mañana cazaremos, como lo hemos hecho hoy.