L marqués de Souday llegó a la orilla del Loire y encontró un pescador que le condujo a la punta de Saint-Gildas.
Una embarcación cruzaba a la vista; era una fragata inglesa.
Por unos cuantos luises, el pescador llevó al marqués hasta la fragata.
Una vez allí, estaba salvado.
Algunos días después la fragata avistó un buque mercante que maniobraba para entrar en el canal de la Mancha.
Aquel buque era holandés.
El marqués de Souday manifestó deseos de pasar a su bordo, y el capitán inglés no tardó en complacerle.
La embarcación holandesa le dejó en Rotterdam, desde cuyo punto al marqués pasó a Blackenbourg, pequeña ciudad del ducado de Brunswick, que Luis XVIII había elegido para su residencia.
El objeto que le dirigía a aquel punto no era otro que cumplir el último encargo de Charette.
Luis XVIII se hallaba a la mesa, y como la hora de comer era sagrada para él, el expaje tuvo que esperar que Su Majestad hubiese acabado.
Terminada la comida, le introdujeron, y relató los sucesos que había presenciado, especialmente la última catástrofe, con una elocuencia tal, que Su Majestad a pesar de ser muy poco impresionable, se conmovió hasta el punto de decirle:
—Basta, basta, marqués; el caballero de Charette era un buen servidor; lo reconocemos.
Y le hizo señal de que se retirara.
El mensajero obedeció; pero al hacerlo oyó que el rey decía con aspereza:
—¡Qué cosas viene a contarme ese imbécil de Souday cuando acabo de comer! Esto es capaz de impedirme la digestión.
El marqués no carecía de susceptibilidad, y le pareció que después de haber expuesto su vida durante seis meses por el rey, este le recompensaba muy mal llamándole imbécil.
Guardaba aún un centenar de luises en el bolsillo, y aquella misma noche salió de Blackenbourg, diciendo:
—Si hubiese sabido que me habían de recibir así, no me hubiera molestado en venir.
Nuestro antiguo paje volvió, pues, a Holanda y desde allí pasó a Inglaterra, en donde empezó una nueva fase de su existencia.
El marqués de Souday era uno de esos hombres a quienes las circunstancias modifican según sus necesidades; que son fuertes o débiles, animosos o pusilánimes según la situación en que los coloca la suerte. Durante seis meses se había puesto al nivel de aquella terrible epopeya que Napoleón denominaba la Guerra de los Gigantes; había teñido con su sangre las breñas y los incultos arenales del Alto y del Bajo Poitou; había soportado con una constancia estoica, no sólo los horrores de los combates sin cuartel, sino también las innumerables privaciones que resultaban de aquella lucha de guerrillas, pasando la noche al sereno sobre la nieve, vagando sin pan, sin vestidos y sin asilo por los bosques de la Vendée, y todo esto sin proferir una queja ni exhalar un suspiro.
Pues bien; a pesar de estos antecedentes, aislado y sin apoyo en la gran ciudad de Londres, donde vagaba tristemente los días de lucha, el marqués se encontró sin energía cuando no tuvo en qué ocuparse, sin constancia ante el tedio y sin valor ante la miseria que le aguardaban en él destierro.
Aquel hombre que había desafiado la persecución de las columnas republicanas, no supo resistir las sugestiones de la ociosidad y buscó el placer en todas partes y a todo precio, para llenar el vacío que sentía en su existencia desde que no podía ocuparla con las peripecias de una lucha exterminadora.
Pero nuestro desterrado era demasiado pobre para buscar esos placeres en una esfera elevada; así es que, poco a poco, fue perdiendo la elegancia propia de su noble cuna, que no había podido borrar el traje de aldeano que vistiera durante seis meses, y con la elegancia la delicadeza de sus placeres, hasta el punto de comparar la cerveza con el champaña y de hacer caso de las emperifolladas rameras de Grosvenor y de Haymarket, él que había podido escoger sus primeros amores entre las duquesas.
La facilidad de sus comienzos y las continuas necesidades de la vida no tardaron en hacerle obrar de un modo perjudicial a su reputación. Aceptó lo que no podía pagar, erigió en amigos a sus compañeros de disolución a pesar de pertenecer a una clase inferior a la suya, de lo cual resultó que sus compañeros de emigración fueron apartándose de él; y, siguiendo el curso natural de las cosas, cuanto más aislado se vio, más fue adelantando por la perniciosa senda en que había entrado.
Dos años hacía que llevaba esta vida, cuando el acaso le hizo encontrar en un garito de la Cité, del cual era uno de los más asiduos parroquianos, a una joven costurera a quien una de las odiosas mujeres que pululan en Londres había arrancado de su guardilla y presentaba allí por primera vez.
A pesar de las variaciones que su adversa suerte había producido en el marqués, la pobre niña descubrió en él un resto de nobleza, y se arrojó a sus pies llorando y pidiéndole que la librase de la vida infame a que querían dedicarla y para la cual no había nacido.
Aquella joven era hermosa, y el marqués le preguntó si quería seguirle.
La joven se arrojó a su cuello, prometiendo darle todo su amor y consagrarle todo su afecto; de manera que, sin tener el menor propósito de ejecutar una buena acción, el marqués hizo fracasar la especulación fundada en la hermosura de Eva, que tal era el nombre de la desventurada niña.
Esta cumplió su palabra, y el marqués fue su primer y último amor.
Por otra parte, aquella resolución fue acertada para ambos, pues el marqués empezaba a cansarse de las riñas de gallos, de los ingratos vapores de la cerveza, de las reyertas con los agentes de la autoridad y de las aventuras callejeras. La ternura de aquella joven le sosegó; la posesión de aquella niña, blanca como los cisnes, que han sido el emblema de la Gran Bretaña, su patria, satisfizo su amor propio; poco a poco, cambió su modo de vivir, y sin llegar a los hábitos de un hombre de su categoría, a lo menos la conducta que adoptó fue la de un hombre honrado.
Refugióse con Eva en un desván de Piccadilly; la joven sabía coser primorosamente y encontró trabajo en una lencería; el marqués dio lecciones de esgrima.
Desde aquel momento, cifraron ambos su existencia, no tanto en el módico producto de las lecciones del marqués y del trabajo de Eva, como en la felicidad que encontraban en un amor bastante profundo para dorar su indigencia.
Y a pesar de todo, este amor, como todas las cosas del mundo, llegó a gastarse con el tiempo.
Por fortuna para Eva, las emociones de la guerra vendeana[1] y los placeres desenfrenados de los infiernos de Londres habían absorbido la energía superabundante del marqués, y este había envejecido antes de tiempo.
En efecto, el día que Souday se dio cuenta de que su amor a Eva era únicamente, si no un fuego apagado ya, a lo menos un fuego próximo a apagarse; el día que los besos de aquella joven fueron impotentes, no sólo para saciar, sino también para excitar sus pasiones, la costumbre había tomado tal ascendiente sobre su alma, que aun cuando hubiese cedido a la necesidad de buscar otras distracciones, no hubiera tenido fuerza ni valor para romper unos lazos en los cuales su egoísmo encontraba las monótonas satisfacciones del momento.
Aquel antiguo noble, cuyos antepasados habían ejercido por espacio de tres siglos el derecho de alta y baja justicia en su condado, aquel exsalteador ayudante de campo y compañero del salteador Charette, pasó, pues, durante doce años, la existencia triste, miserable y llena de privaciones de un modesto empleado o de un artesano más modesto todavía.
El cielo permaneció mucho tiempo sin querer bendecir aquella unión ilegítima, pero, al fin, oyó los votos que hacía doce años formaba Eva, y esta pobre mujer dio a luz dos gemelas.
Pero Eva sólo gozó durante algunas horas de la dicha que tanto había anhelado, pues murió de sobreparto.
Su ternura para con el marqués de Souday era tan viva y tan profunda después de aquellos doce años como durante los primeros días de sus relaciones; no obstante, su amor, por grande que fuese, no había sido un obstáculo para conocer que la frivolidad y el egoísmo constituían en el fondo el carácter de su amante, razón por la cual murió dominada por el pesar de dar su eterno adiós a aquel hombre tan querido, al propio tiempo que por el espanto de ver en sus frívolas manos el porvenir de sus dos hijas.
La muerte de Eva produjo en el marqués de Souday impresiones que reproduciremos minuciosamente, porque creemos que retratan con toda exactitud a aquel personaje, destinado a representar un papel importante en la historia que vamos a referir.
El marqués empezó por llorar formal y sinceramente a su compañera, porque no podía menos de pagar este tributo a sus buenas cualidades y de reconocer la dicha que debió a su cariño; porque, en fin, se abre siempre una pequeña llaga en el corazón, por más que este se halle endurecido y dominado por el egoísmo, cuando ve interponerse la eternidad entre él y el corazón que durante mucho tiempo ha palpitado con sus propias pulsaciones.
Una vez calmado este primer dolor, experimentó en cierto modo una alegría igual a la del estudiante que se ve libre de sus trabas. Podía llegar un día en que su nombre, su clase y su cuna hiciesen necesario romper aquellos lazos, y por consiguiente el marqués no lamentaba mucho que la Providencia se hubiese encargado de aquel cuidado, que hubiera sido muy doloroso para él.
Pero esta satisfacción duró poco: la ternura de Eva y los continuos cuidados de esta habían acostumbrado tan mal al marqués, que, faltándole de repente, le parecieron absolutamente necesarios. Su guardilla, desde el instante en que la voz pura y fresca de la inglesa no estuvo allí para animarla, se convirtió en lo que era realmente, un espantoso tabuco[2]; al paso que su cama no fue más que un camastro, desde el momento en que buscó inútilmente sobre la almohada la sedosa cabellera de su amiga, repartida en rubios y abundantes rizos.
¿Dónde hallaría en lo sucesivo los dulces mimos y las tiernas atenciones que durante doce años le había rodeado Eva?
Llegado a este período de su aislamiento, el marqués comprendió que los buscaría en vano; en consecuencia, empezó a llorar de nuevo a su amante, y cuando le fue preciso separarse de sus dos hijas, que confiaba a una nodriza de Yorkshire, encontró en su dolor rasgos de ternura, que conmovieron profundamente a la aldeana que se las llevaba.
Cuando se hubo separado de cuanto le ligaba con el pasado, el marqués de Souday sucumbió bajo el peso de su aislamiento; volvióse sombrío y taciturno, apoderóse de él el disgusto de la vida, y como su fe religiosa no era de las más firmes, hubiera probablemente acabado por arrojarse al Támesis, si la Catástrofe de 1814 no hubiese llegado oportunamente para distraerle de sus lúgubres pensamientos.
De regreso en su patria, que no esperaba volver a ver, el marqués de Souday fue naturalmente a pedir a Luis XVIII, a quien nada pidiera en todo el tiempo que duró su destierro, el precio de la sangre que había vertido por él; pero los príncipes muchas veces no buscan más que un pretexto para mostrarse ingratos, y Luis XVIII tenía tres.
El primero, era la manera intempestiva como su antiguo paje había ido a anunciarle la muerte de Charette, anuncio que le impidió efectivamente la digestión.
El segundo, su partida inconveniente de Blackenbourg, que había acompañado con palabras más inconvenientes todavía.
El tercero, y último, la irregularidad de su vida durante la emigración.
Tributáronse grandes elogios al valor y a la adhesión del marqués, pero al mismo tiempo le hicieron comprender con la mayor afabilidad que, debiendo echarse en cara semejantes escándalos, no podía tener la pretensión de servir un empleo público.
Dijéronle que el rey ya no era un dueño absoluto, sino que debía contar con la opinión pública; sucedía a un reinado de inmoralidad, y debía dar el ejemplo de una era nueva.
Hiciéronle presente cuan digno sería por su parte coronar una vida de constante sacrificio con el sacrificio de sus veleidades ambiciosas hecho a las necesidades de la situación, y, por último, le indujeron poco a poco a contentarse con la cruz de San Luis y el grado y retiro de jefe de escuadrón, yéndose a comer el pan del rey en su castillo de Souday, único resto que el pobre emigrado recogiera de la inmensa fortuna de sus antepasados.
Pero lo más notable que hubo en esto fue que semejantes decepciones no impidieron al marqués cumplir su deber en 1815, abandonando por segunda vez su pobre castillo, cuando Napoleón verificó su maravilloso regreso de la isla de Elba.
Destituido Napoleón, por segunda vez, el marqués de Souday regresó de nuevo a Francia en pos de sus príncipes legítimos; pero entonces, más prudente que la vez primera, se contentó con pedir el empleo de montero mayor del distrito de Machecoul, que era gratuito, por cuya razón le fue concedido en seguida.
Privado durante toda su juventud de un placer que su familia había idolatrado siempre con una pasión hereditaria, el marqués empezó por entregarse con furor a la caza; y como la vida solitaria, para la cual no había nacido, le tenía siempre disgustado, al paso que sus recientes percances políticos le habían vuelto más misántropo aún de lo que era naturalmente, la posesión de un empleo, que le daba el derecho de recorrer a su antojo los bosques del Estado, por insignificante que a primera vista hubiese parecido aun a los mismos que se le concedieron, le causó una satisfacción mayor aún que la que había experimentado al recibir del ministro su cruz de San Luis y su diploma de jefe de escuadrón.
Hacía ya dos años que el marqués de Souday vivía en su pequeño castillo, batiendo los bosques día y noche con sus seis perros, únicos que le permitía su escasa renta, viendo a sus vecinos tan sólo lo necesario para que no le tuvieran por un oso, y acordándose lo menos posible de los disgustos y glorias pasadas, cuando al salir una mañana para explorar el lado norte del bosque de Machecoul, se cruzó en el camino con una aldeana que llevaba en cada brazo una niña de tres a cuatro años.
El marqués de Souday reconoció a aquella aldeana y se sonrojó.
Era la nodriza de Yorkshire, a la cual hacía treinta y seis o treinta y ocho meses que no pagaba la pensión de sus dos hijas.
La buena mujer había ido a Londres, dirigiéndose muy acertadamente a la Embajada para averiguar el paradero del marqués; de manera, que llegaba a este por conducto del ministro, el cual no dudaba que se consideraría muy dichoso al volver a encontrar a sus dos hijas.
Lo más extraño del caso es que el ministro no se había engañado por completo.
Aquellas niñas recordaban tan perfectamente a la pobre Eva, que el marqués se sintió conmovido en el primer instante; abrazólas con una ternura, que nada tenía de fingida, dio su escopeta a la nodriza para que se la llevase, tomó en brazos a sus dos hijas, y llevó a su casa aquel inesperado botín, con grande asombro de la cocinera nantesa, que constituía toda su servidumbre, y que le abrumó de preguntas acerca de tan singular hallazgo.
Semejante interrogatorio espantó al marqués.
Este sólo contaba treinta y nueve años y pensaba vagamente en casarse, pues miraba como un deber no dejar extinguir en su persona una familia tan ilustre como la suya, a la vez que no le hubiera disgustado encargar a una esposa los cuidados domésticos, que le eran altamente desagradables.
No obstante, la realización de este proyecto se hacía difícil si las dos niñas permanecían a su lado.
Comprendiólo así, pagó generosamente a la inglesa, y la hizo partir al siguiente día.
Durante la noche había tomado una resolución que le pareció conciliarlo todo, y de la cual nos informaremos en el capítulo siguiente.