ECTOR, si has ido alguna vez de Nantes a Bourgneuf, al llegar a San Filiberto habrás rodeado, por decirlo así, el ángulo meridional del lago de Grandlieu, y continuando tu camino habrás llegado a los primeros árboles de la selva de Machecoul después de una o dos horas de marcha.
Llegado allí, a la izquierda del camino y en un soto que parece formar parte del bosque, del que únicamente le separa la carretera, habrás descubierto las agudas puntas de dos estrechas torrecillas y el techo parduzco de un pequeño castillo perdido entre las hojas.
Las paredes agrietadas de aquella casa solar, sus ventanas destrozadas y su tejado invadido por los musgos parásitos, le dan, no obstante sus pretensiones feudales y de las dos torrecillas que la defienden, una apariencia tan mezquina, que no excitaría la envidia de los caminantes que la contemplan, a no ser por su deliciosa situación delante de los seculares árboles del bosque de Machecoul, cuyas verdes olas se confunden con el horizonte hasta donde puede alcanzar la vista.
Este pequeño castillo pertenecía, en 1831, a un antiguo hidalgo apellidado el marqués de Souday, cuyo nombre había tomado, y del cual vamos a ocuparnos después de haberlo hecho con su propiedad.
El marqués de Souday era el único representante a la vez que el último heredero de una antigua e ilustre familia de Bretaña, porque el lago de Grandlieu, el bosque de Machecoul y la ciudad de Bourgneuf, situados en la parte de Francia circunscrita hoy en el departamento del Loire Inferior, formaba parte de la provincia de Bretaña antes que aquella nación se dividiese en departamentos. Su familia había sido en otra época uno de esos árboles feudales de frondosas ramas cuya sombra se extiende sobre toda una provincia; pero los antepasados del marqués, a fuerza de gastar para ocupar dignamente un puesto en las carrozas reales, llegaron a talarlo poco a poco de tal modo, que la revolución de 1789 llegó, muy oportunamente para impedir que la mano del alguacil derribase su tronco carcomido, reservándole un fin más digno de su noble alcurnia.
Al sonar la hora de la Bastilla, al hundirse la antigua cárcel de los reyes, presagiando el hundimiento de la monarquía, el marqués de Souday, heredero ya, si no de los bienes —pues sólo quedaba de estos la casa solariega de que hemos hablado— a lo menos del nombre de su padre, era primer paje de Su Alteza Real el conde de Provenza.
A los dieciséis años —esta era la edad que entonces contaba el marqués— los acontecimientos no son más que accidentes; y, por otra parte, era casi imposible no volverse indiferente a todo en la corte epicúrea, volteriana y constitucional del Luxemburgo, donde el egoísmo reinaba con absoluta libertad.
A él fue a quien enviaron a la plaza de la Gréve para espiar el momento en que el verdugo apretaría la cuerda en torno al cuello de Favras y en que este, exhalando el último suspiro, devolvería a Su Alteza Real la tranquilidad que momentáneamente había perdido.
Entonces volvió a escape al Luxemburgo para decir:
—¡Monseñor, todo ha terminado!
Oído lo cual, Monseñor, con su voz clara y débil, dijo:
—¡A la mesa, señores, a la mesa!
Y todos cenaron tranquilamente, como si no acabase de ser ahorcado, como un asesino o un vagabundo, un honrado caballero que sacrificaba generosamente su vida por Su Alteza.
A este acontecimiento sucedieron los primeros días trágicos de la revolución, la publicación del Libro rojo, la retirada de Necker y la muerte de Mirabeau.
Cierto día, el 22 de febrero de 1791, una inmensa multitud acudió al Luxemburgo, rodeándolo por todos lados.
Debíase esto a los rumores que corrían de que Monseñor quería huir y juntarse con los emigrados que se reunían en el Rin.
Pero Monseñor apareció en el balcón y juró solemnemente no abandonar al rey.
Y, en efecto, el 21 de junio partió con este, sin duda para no faltar a su palabra de no abandonarle.
No obstante, le abandonó, por fortuna para él, pues llegó con toda tranquilidad a la frontera de Bélgica con su compañero de viaje el marqués de Avaray, en tanto que Luis XVI era arrestado en Varennes.
Nuestro paje estimaba demasiado su reputación de joven a la moda para permanecer en Francia, donde, sin embargo, la monarquía iba a tener necesidad de sus más decididos defensores, por lo que emigró también; y como nadie reparó en un paje de dieciocho años, llegó sin contratiempo a Coblenza, en donde contribuyó a completar el cuadrado de los mosqueteros que volvía a formarse allende el Rin bajo las órdenes del marqués de Montmorin. En los primeros encuentros combatió con bravura a las órdenes de los tres Condé, siendo herido delante de Tionvila; pero, al fin, después de muchas decepciones, experimentó la más dolorosa de todas con el licenciamiento de los cuerpos de emigrados, medida que arrebataba a muchos desgraciados, al par que sus esperanzas, el pan del soldado, que era su último recurso. Bien es verdad que aquellos soldados combatían contra Francia y que aquel pan estaba amasado por mano del extranjero.
El marqués de Souday dirigió entonces sus miradas a la Bretaña y a la Vendée, donde hacía dos años que se libraba el combate.
En el último de estos dos puntos, los principales jefes de la insurrección habían muerto o sido asesinados.
Cathelineau lo habla sido en Vanes, Lescure en La Tremblaye, Bonchamps en Cholet, y de Elbée iba a ser fusilado en Noirmoutiers.
Por último, el llamado Grande Ejército había sido destruido en Mans.
Había vencido en Fontenay, en Saumur, en Torfou, en Laval y en Dol; alcanzando la victoria en sesenta combates; hechos frente a todas las fuerzas de la República, confiadas sucesivamente a Biron, a Kléber, a Westermann y a Marceau; había visto, rehusando el apoyo de Inglaterra, incendiar sus cabañas, asesinar a sus hijos y degollar a sus padres; tuvo por jefes a Cathelineau, Enrique de La Rochejaquelein, Stofflet, Bonchamps, Forestier, de Elbée, Lescure, Marigny y Talmont; había permanecido fiel a su Rey cuando este se veía abandonado por el resto de Francia; había adorado a su Dios cuando París proclamaba que este no existía, y, finalmente, había merecido que Napoleón llamase un día a la Vendée la Tierra de los Gigantes.
Charette y La Rochejaquelein habían quedado casi solos, con la sola diferencia que Charette tenía un ejercitó y La Rochejaquelein no.
Y era que, en tanto el Grande Ejército se hacía destruir en Mans, Charette, nombrado general en jefe del Bajo Poitou y secundado por el caballero de Couëtu y Jolly, había reunido un ejército.
Charette, al frente de este ejército, y La Rochejaquelein, seguido tan sólo por una docena de hombres, se encontraron cerca de Maulevrier.
Charette, al ver llegar a La Rochejaquelein, comprendió que el que iba a incorporársele era un general y no un soldado; pero, como tenía conciencia de sí mismo y no quería compartir el mando con nadie, permaneció frío y altivo.
Iba a almorzar y no invitó siquiera a La Rochejaquelein a que le acompañara.
Aquel mismo día, ochocientos hombres abandonaban el ejército de Charette y se pasaban a La Rochejaquelein.
Al día siguiente, Charette dijo a este:
—Parto para Montaña, y vais a seguirme.
—Hasta ahora —repuso La Rochejaquelein—, no he estado acostumbrado a seguir, sino a que me sigan.
Y marchó por su lado, dejando a Charette que operase por el suyo como creyese más conveniente.
A este es a quien seguiremos, pues sus últimos combates y su muerte son los únicos que se relacionan con nuestra historia.
Luis XVII había muerto, y el 26 de junio de 1795 Luis XVIII era proclamado rey en el cuartel general de Belleville.
El 15 de agosto de 1795, es decir, escasamente dos meses después de esta proclamación, un joven entregaba a Charette una carta del nuevo monarca.
Aquella carta, fechada en Verona el 8 de julio de 1795, le confería el mando legítimo del ejército realista.
Charette quería contestar al rey por conducto del mismo mensajero, dándole las gracias por la distinción que le otorgaba; mas el joven respondió que había vuelto a Francia para permanecer y combatir en ella, y pidió que el despacho de que había sido portador le sirviese de recomendación para con el general en jefe.
Charette le colocó a su lado acto continuo.
El joven que había llevado aquella carta no era otro que el antiguo paje de Monseñor, el marqués de Souday.
Al retirarse para descansar de las últimas veinte leguas que acababa de andar a caballo, el marqués encontró al paso a un joven que tendría tres o cuatro años más que él y que, sombrero en mano, le miraba con afectuoso respeto.
Souday reconoció en él al hijo de uno de los colonos de su padre, con el cual había cazado en su juventud, y con quien le gustaba mucho dedicarse a aquella ocupación, pues nadie desviaba mejor un jabalí ni protegía tan bien a los perros cuando aquel había sido desviado.
—¡Hola! Juan Oullier —exclamó—, ¿eres tú?
—El mismo, para serviros, señor marqués —repuso el aldeano.
—A fe mía, que no es de despreciar tu ofrecimiento. ¿Sigues siendo un buen cazador?
—¡Oh!, sí, señor marqués; sólo que ahora cazamos otras piezas.
—No importa; si quieres cazaremos juntos como lo hacíamos antes.
—Con mucho gusto, señor marqués —respondió Juan Oullier.
Y desde entonces, Juan Oullier permaneció al lado del marqués de Souday, como este permanecía al lado de Charette; es decir, que Juan Oullier fue ayudante de campo del ayudante de campo del general en jefe.
Además de sus conocimientos como cazador, Juan Oullier era un hombre utilísimo para la vida del campamento, pues servía para todo, y el marqués de Souday no tenía que cuidarse de lo más mínimo, sin que en los días peores le faltase un pedazo de pan, un vaso de agua y un haz de paja, lo cual en la Vendée era un lujo de que no siempre gozaba el general en jefe.
Mucho nos complacería seguir a Charette, y, por consiguiente a nuestro joven héroe, en alguna de las atrevidas expediciones intentadas por el comandante general y que valieron a este el sobrenombre de primer guerrillero del mundo; pero la historia es una de las sirenas más engañosas, y cuando cometemos la imprudencia de obedecer la seña que nos hace para que la sigamos, ignoramos a dónde puede conducirnos.
En consecuencia, simplificaremos nuestro relato cuanto nos sea posible, dejando a otros el cuidado de narrar la expedición del conde de Artois a Noirmoutiers y a Ile-Dieu y de explicar cómo el Príncipe permaneció tres semanas a la vista de las costas de Francia sin tomar tierra, lo mismo que el desaliento del ejército realista al verse abandonado por aquellos mismos por quienes hacía más de dos años estaba combatiendo.
No por esto dejó de alcanzar Charette algo más tarde la terrible victoria de los Cuatro Caminos, que fue la última que obtuvo.
Y es que la traición había empezado a ejercer su influjo. Couëtu, que era el brazo derecho de Charette, o mejor su personificación desde la muerte de Jolly, fue fusilado, víctima de un lazo que le tendieron.
En los últimos días de su vida, Charette no pudo dar un paso sin que lo supiera su adversario, fuera este Hoche o Travot.
Rodeado de tropas republicanas, cercado por todas partes, perseguido día y noche, batido de breña en breña, arrastrándose de zanja en zanja, sabiendo que más o menos tarde debe morir en algún encuentro o ser fusilado implacablemente si le cogen vivo; sin asilo, devorado por la calentura, muerto de sed y hambre, y sin atreverse a pedir en los cortijos que encuentra al paso un pedazo de pan, un vaso de agua ni un puñado de paja, sólo tiene a su lado treinta y dos hombres, entre los cuales figuran el marqués de Souday y Juan Oullier, cuando el 25 de marzo de 1795 le anuncian que cuatro columnas republicanas marchan a su encuentro.
—Bien —dice—; de ese modo, aquí es donde debemos combatir hasta la muerte y vender cara nuestra vida.
Esto tenía lugar en la Preliniére, en la parroquia de San Sulpicio.
Pero, teniendo treinta y dos hombres, Charette no se contenta con esperar a los republicanos, sino que sale en su busca, y al llegar a la Guyonniére encuentra al general Valentín a la cabeza de doscientos granaderos y cazadores.
Charette encuentra una posición favorable y se atrinchera en ella, sosteniendo durante tres horas las cargas y el fuego de los doscientos republicanos.
Doce de sus soldados caen a su alrededor. El ejército, que se componía de veinticuatro mil hombres cuando el conde de Artois se encontraba en Ile-Dieu, consta hoy de veinte hombres.
Pero estos veinte hombres se mantienen firmes al lado de su jefe, y ni uno solo piensa en huir.
Por último, para acabar de una vez, el general Valentín coge un fusil y carga a la bayoneta al frente de ciento ochenta soldados que le quedan.
En esta carga, Charette es herido de un balazo en la cabeza, cortándole de un sablazo tres dedos de la mano izquierda.
Va a ser hecho prisionero cuando un alsaciano llamado Peffer, que siente por él un verdadero fanatismo, toma su sombrero, adornado con plumas, le entrega el suyo y lanzándose hacia la izquierda, le grita:
—Escapaos por la derecha, pues van a perseguirme.
Y, efectivamente, los republicanos se encarnizan con él, mientras que Charette se lanza por el lado opuesto con los quince últimos hombres que le quedan.
Toca ya el bosque de la Chabotière cuando aparece la columna del general Travot.
Se traba una nueva y suprema lucha en la cual Charette no se propone otro objeto que hacerse matar; pero, perdiendo la sangre por tres heridas, vacila y va a caer.
Un vendeano llamado Rossard, lo toma en hombros y lo lleva en dirección al bosque; pero, antes de llegar a él, cae atravesado por una bala.
Lo reemplaza otro llamado Laroche-Davo, da cincuenta pasos, y cae a su vez en la zanja que separa el bosque de la llanura.
Entonces el marqués de Souday le toma en brazos, y mientras Juan Oullier mata con su escopeta a los dos soldados republicanos que le persiguen más de cerca, entra en el bosque con el general y siete hombres que le quedan.
A los cincuenta pasos, Charette parece recobrar sus fuerzas.
—Souday —dice—, escucha mi última orden.
El joven se detiene.
—Déjame al pie de esta encina.
El marqués vacila en obedecer.
—Todavía soy tu general —dice Charette con tono imperativo—, ¡obedéceme, pues!
Vencido el joven, obedece y le deja al pie de la encina.
—Bien —dice aquel—; ahora óyeme atentamente. Es necesario que el rey, que me nombró su general en jefe, sepa cómo ha muerto este; vuelve, pues, al lado de Su Majestad Luis XVIII y cuéntale lo que has visto. ¡Lo quiero!
Charette hablaba con tal solemnidad, que el marqués de Souday, a quien aquel tuteaba por primera vez, no pensó siquiera en desobedecer.
—No puedes perder un instante; huye, porque los azules están aquí.
En efecto, los republicanos aparecían a la entrada del bosque.
Souday tomó la mano que le alargaba Charette.
—Abrázame —le dijo este.
Abrazóle el marqués.
—Basta —repuso el general—; parte.
Souday dirigió una mirada a Juan Oullier.
—¿Vienes? —le preguntó.
Pero este movió la cabeza con aire sombrío.
—¿Qué queréis que vaya a hacer allí abajo, señor marqués? —respondió—. Aquí, cuando menos…
—¿Qué harás aquí?
—Algún día os lo diré, si volvemos a vernos.
Y envió las dos balas de su escopeta a los dos republicanos más inmediatos, que cayeron en tierra.
Uno de ellos era un oficial superior, y los soldados se agruparon en torno suyo.
Juan Oullier y el marqués de Souday aprovecharon esta especie de descanso para internarse en la selva.
Después de andar cincuenta pasos, Juan Oullier, viendo un espeso matorral, se deslizó en él como una serpiente, haciendo un signo de despedida al marqués, el cual siguió su camino.