De madrugada, cuando todos dormían y sin apenas hacer ruido, hasta la reunión de clanes llegaron Duncan, Lolach, Axel, Anthony y varios de sus guerreros. Su sorpresa fue absoluta cuando se encontraron con aquella cantidad de personas que dormían por el suelo enrolladas en sus mantas.
—¿Por qué hay tanta gente aquí? —susurró Axel.
—¿Ese caballo no es el de Magnus? —preguntó Duncan, que al igual que los otros estaba sucio por el polvo y con barba crecida de varios días.
—Si os calláis, no les despertaréis —susurró Niall, surgiendo de la nada junto a Kieran, Mael y Myles, que suspiraban felices de verlos.
Una vez que estuvieron algo apartados del improvisado campamento, sin perder un instante Kieran explicó la situación a Duncan y al resto.
—¡Dios santo! ¡¿Megan está ahí?! —preguntó Duncan en un susurro mientras Kieran le miraba y Anthony sonreía de felicidad.
—Sí, Duncan —asintió complacido.
Instantes después, llegó el puñetazo que esperaba y que le puso el ojo morado.
—¡Te mataría, Kieran O’Hara! —rugió Duncan en un ataque de furia.
—¡Lo entiendo! —dijo Kieran mientras Niall sujetaba a su hermano—. Tienes toda la razón del mundo para matarme, pero no pude hacer otra cosa. ¡Créeme!
—Kieran tiene razón —intervino Niall interponiéndose entre ambos—. Le dio su palabra de highlander a Megan: se comprometió a ayudarla durante tres meses sin revelar a nadie su paradero.
—Y vos sabéis, mi laird —continuó Myles—, que nuestra palabra es inamovible.
Lolach y algunos hombres asintieron dándoles la razón.
—La palabra de un highlander es sagrada —sentenció Axel.
—Tiene razón —asintió Lolach, que entendía la rabia de Duncan y la forma de actuar de Kieran—. Yo hubiera hecho lo mismo si se lo hubiera prometido.
Sin apenas creer que su mujer pudiera estar allí, Duncan sonrió.
—De acuerdo —resolvió aproximándose de nuevo a Kieran, aunque con una actitud más pacífica—. Siento lo de tu ojo. Es la segunda vez.
—¡Intentaré por todos los medios que no haya una tercera! —sonrió Kieran al comprobar que Duncan le había perdonado. Fundiéndose en un abrazo con él, le susurró—: No pierdas un instante más y pasa a convencer a la fiera que te espera dentro de que la amas sólo a ella. Además, seguro que te llevarás una buena sorpresa.
—Eso me pasa por seguir tu consejo respecto a no domesticarla —sonrió Duncan por primera vez en muchos meses alejándose de todos, esperanzado por ver a la mujer que le había robado el sueño, la vida y el corazón, mientras sentía que el alma se le iba a salir del cuerpo.
Los highlanders, felices y contentos, le observaron marchar.
—Os apuesto dos caballos a cada uno a que le pone un ojo morado —se mofó Niall mirándoles a todos, que comenzaron a reír y a apostar de regreso al grupo que comenzaba a desperezarse.
Con cuidado, Duncan entró por la abertura sin que nadie le viera y siguió el camino que le indicó su hermano hasta que vio la pequeña cabaña. Con el mayor sigilo del mundo, abrió la puerta, entró y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. De este modo, la pudo ver durmiendo sobre un catre vuelta hacia la pared.
Con inseguridad, se apoyó en la pared al sentir que las piernas se le doblaban. Habían sido tres meses de auténtica tortura, en los que no había parado ni un solo día de buscarla. Pero de nuevo estaba allí, ante él. Atontado por ver la silueta de su mujer, la carne se le puso de gallina cuando ella se movió. Su corazón le martilleó tan fuerte que le dio la sensación de que se escuchaba en toda Escocia. Sin poder resistirse más, se acercó con lentitud a ella. Al agacharse para estar a su altura, su espada chocó contra el suelo.
—Si me tocas, te mato —advirtió Megan poniéndole su daga en el cuello.
Con un escalofrío, Megan observó que era Duncan. Sus preciosos e inquietantes ojos verdes la miraban con adoración, mientras sus labios carnosos la invitaban a tomarlos. Pero haciendo un enorme esfuerzo, le preguntó todo lo fría que pudo sin quitarle la daga del cuello:
—¿Qué haces aquí, laird McRae?
Escuchar su voz hizo que Duncan sonriera a pesar de la presión que la daga ejercía sobre su cuello.
—He venido a por ti, cariño —susurró encantado de encontrarse ante esos ojos y esa cara que tanto había deseado volver a ver.
—¡Ni me iré contigo, ni me llames cariño! —protestó Megan quitándole la daga del cuello. Protegida por la oscuridad, se levantó rápidamente para cubrirse con una capa—. Sal de mi casa ahora mismo. No eres bien recibido.
—Escúchame un instante, cariño, que… —Se interrumpió al tener que esquivar un plato de cerámica que se estrelló contra la pared—. ¡Megan! ¿¡Estás loca?!
—Sí —asintió tirando otro plato que volvió a dar en la puerta al abrirla él para salir—. ¡Loca porque te marches de aquí! Porque te alejes de mi vida y te olvides de mí. No quiero saber nada de ti, ni de tu clan, ni de tu castillo. ¡Fuera de mi vida!
—Eres mía, Megan —afirmó Duncan—. Ahora y siempre.
Megan tuvo que controlarse para no salir corriendo a sus brazos.
—¡Oh, por supuesto! —se mofó—. Soy de tu propiedad, al igual que tu caballo o tu castillo, ¿verdad? —dijo tirando un vaso que se hizo añicos en el suelo—. Laird McRae, te dejé lo que tanto te gustaba de mí antes de marcharme ¡Mi pelo! Ahora vete y sé feliz con tu francesa.
—¡Por todos los santos! —gruñó enfadado Duncan dando una patada a la puerta—. ¡¿Quieres hacer el favor de escucharme, mujer?!
Volviendo a entrar en la cabaña, Duncan logró alcanzarla e inmovilizarla junto a él.
—¡Suéltame ahora mismo, laird McRae! —ordenó ella con rabia en la voz, mientras pensaba horrorizada que si continuaba abrazándola de aquella manera se daría cuenta de su barriga a pesar de la capa.
Pero Duncan no observaba nada que no fueran sus ojos y su boca.
—Te soltaré si me prometes que saldrás de la cabaña para hablar conmigo —susurró con voz suave como el terciopelo al percibir el aroma de su piel.
—De acuerdo, laird.
Megan controló sus emociones al tener el cuerpo de Duncan pegado al de ella. Tras separarse de él, se sintió observada mientras caminaba para salir de la cabaña. Sin apenas respirar, fue hasta una pequeña mesa, que tenía dos pequeñas sillas a los lados. Sentándose con cuidado, se apretó la capa al cuerpo y le invitó a sentarse frente a ella.
—Siéntate ahí y hablaremos de lo que quieras.
—Me parece bien —asintió él deseando tomarla entre sus brazos y besarla.
A la luz del día, se fijó en lo preciosa que estaba su mujer con el cabello corto rozándole los hombros y las mejillas arreboladas, aunque le intranquilizaron los círculos negros que vio bajo sus ojos. Pasados unos instantes, le preguntó:
—¿Por qué te fuiste de esa manera?
—¿Hace falta que te lo explique? —replicó enfadada con un fuerte temblor en las piernas.
Le veía cansado y sucio. Por sus ropas y su barba incipiente, debía de volver de algún viaje largo. Pero, olvidándose de lo mucho que lo había añorado, contestó:
—Pude ver y oír cómo ella te gritaba que la amabas. Además, también vi cómo os besasteis. ¿Qué pretendías? ¿Qué a pesar de saber que yo era tu segunda opción, continuase allí hasta que me humillaras ante todos echándome de tu cama? ¡Oh…, no! No estaba dispuesta a vivir eso. Bastante agonía fue para mí esperarte durante días para verte llegar con ella y sentir que la extraña en Eilean Donan era yo, y no tu amada Marian.
Escuchar aquellas palabras le hizo a Duncan daño en el corazón. ¿Cómo podía pensar eso cuando sólo la amaba a ella?
—Lo siento, mi amor. Pero yo no la besé —se disculpó e intentó no alterarla—, fue ella la que se abalanzó sobre mí. Déjame aclararte que tú nunca has sido mi segunda opción. Siempre has sido mi mujer, mi única opción. Te aseguro que nunca te hubiera humillado ni echado de nuestra cama, porque mi corazón es tuyo. Te quiero, Megan. Te prometí que te cuidaría y protegería, y yo nunca falto a mi palabra.
—¡Da igual, Duncan! Ya no importa nada de eso —asintió clavándole sus ojos negros sin apenas escucharle—. Sólo espero que vosotros continuéis vuestra vida y me dejéis vivir la mía en paz.
—¡¿Vosotros?! —preguntó sorprendido.
—Tú y tu estúpida francesa. ¡Oh, disculpa! —Gesticuló al poner los ojos en blanco, haciéndole gracia, aunque no sonrió—. Perdón…, se me olvidaba que no debo insultar a tu educada y maravillosa invitada. Pero permíteme que te diga que esa invitada tuya no contaba con que una ¡sucia gitana!, que era como ella me llamaba, entendía y hablaba francés. Continuamente escuchaba los insultos que me dedicaba, como «zorra», «borracha», «sucia gitana», «torpe», y seguramente alguno más. Y ten por seguro que, si no le corté el cuello y te puse su cabeza en un plato, fue por el resto de los invitados, porque ganas no me faltaron.
Duncan suspiró al escucharla. Adoraba a esa mujer por encima de todas las cosas. Por nada del mundo se marcharía de allí sin ella.
—Marian se marchó el mismo día que tú desapareciste —aclaró y notó cómo ella le miraba desconcertada—. Cuando supe la verdad de lo que había pasado, la eché de nuestra casa, cariño. No iba a consentir ni un instante más que continuara amargando nuestra vida. A partir de ese momento, comencé a buscarte. Te he buscado por toda Escocia. Y, si no he llegado antes aquí, es porque estaba buscándote en Dunhar.
—¡¿Cómo?! ¿Estás loco? —gritó al escucharlo poniéndose en pie frente a él, sorprendida porque hubiera puesto en peligro su vida para encontrarla—. ¿Cómo has podido ir a Inglaterra? ¿Y si te hubieran apresado los ingleses?
—Eh… —Los ojos de Duncan quedaron frente a la redonda barriga que se alzaba ante él dejándole con la boca abierta, mientras su mirada pasaba de la tripa a la cara de su mujer, y de nuevo a la tripa.
—No me mires así, Duncan McRae —exclamó sentándose al ver cómo aquellos ojos verdes intentaban penetrarla—. ¡Qué no me mires así! Estúpido, salvaje, arrogante. —Al ver que él seguía sin contestar, gritó para hacerle enfadar—: Te odio con toda mi alma porque me has partido el corazón.
—Megan…, yo —susurró totalmente bloqueado por lo que acababa de descubrir. Su preciosa mujer estaba embarazada. ¡Iba a ser padre!
—¡No me hables! —gritó dolida por la angustia pasada durante meses.
De un manotazo, se retiró el pelo que le caía en la cara. Duncan sentía una ternura incontrolable que lo superaba.
—Ven aquí, cariño —dijo con dulzura tendiendo una mano hacia ella.
Necesitaba tocarla, besarla y decirle cuánto la amaba. Ella era la mujer que siempre había buscado. A pesar de sus locuras o sus continuas peleas, la amaba con todo su corazón.
—¡No quiero! —volvió a gritar levantándose de la mesa al ver cómo él la miraba.
Una mirada que la hacía arder de pasión y que nunca había podido negar.
—Llevo buscándote meses —murmuró reponiéndose de la sorpresa—, y ahora que te he encontrado, no pienso dejarte marchar. Te ruego que vuelvas a nuestro hogar.
—¡Ni lo sueñes! —respondió mientras se sentía como una estúpida. Era como si las palabras tuvieran vida propia y salieran sin que ella las dijera—. No voy a regresar contigo, porque no me amas y porque… porque, además, ya no soy tu mujer.
—Oh, sí. Eres mi mujer, cariño —asintió lentamente clavándole la mirada, mientras una seductora sonrisa iluminaba su rostro—. No dudes que eres mi mujer.
Incapaz de dar su brazo a torcer a pesar del amor que sentía por él, buscó una salida.
—No es hijo tuyo el bebé que llevó en mis entrañas. Es… ¡sólo mío! Y, puesto que ya no soy tu mujer, desde hace tiempo comparto mi lecho con quien quiero. ¿Has entendido?
—Megan, ¿qué estás diciendo?
Estaba preparado para todo, para sus gritos, sus rabietas, incluso sus lloros, pero nunca para descubrir que ella estuviera embarazada y que el hijo fuera de otro. Cansado de ver que ella no quería escucharle, la tomó por las muñecas con autoridad y la atrajo hacia él con decisión.
—¡Maldita sea, McRae, suéltame ahora mismo! —se quejó, pero Duncan no se lo permitió y continuó penetrándola con la mirada. Ella, cada vez más histérica, le gritó—: Ahora que me has encontrado y has visto que no sólo tú has disfrutado de mi cuerpo… ¡Olvídate de mí, como yo me he olvidado de ti! —Al comprobar que él parecía divertirse, gritó frunciendo el ceño—: ¿Qué pretendes hacer, McRae?
—Oh, cariño —sonrió peligrosamente sintiéndose feliz por haberla encontrado—, lo que llevo meses deseando.
En ese instante, Megan no pudo moverse. Los peligrosos ojos de Duncan atraparon los suyos y, momentos después, aquella boca tan sensual buscó con un gesto posesivo los dulces labios de ella, tomándose su tiempo para poder disfrutar aquello que tanto había deseado.
Tras un intenso beso, Duncan aflojó sus manos. Soltándola, se separó de ella y sonrió al verla aún ante él con los ojos cerrados.
—¡Eres preciosa, Impaciente! —susurró al rozar con su mano el óvalo de la cara mientras ella abría los ojos.
Antes de que él pudiera decir nada más, ella se tiró a sus brazos y, sin ningún tipo de miramiento, capturó su boca y comenzó a besarlo de tal manera que él tuvo que apoyarse en la mesa al sentir que ese beso le sacudía el cuerpo hasta lo más profundo de su ser.
—No vuelvas a hacerme nunca más lo que has hecho —susurró Duncan, atraído como un imán hacia ella—. No vuelvas a dejarme nunca más, mi amor.
—Te lo prometo, siempre y cuando tú no vuelvas a mirar a ninguna otra que no sea yo —respondió enredando sus dedos en aquel pelo que tantas noches había añorado tocar.
Duncan, al escucharla, por fin respiró.
—He creído morir al no encontrarte. Mi lugar está contigo. Te quiero tanto que soy incapaz de continuar viviendo sin ti, sin tus besos, sin tus retos y sin tu locura.
Con dulzura, Duncan tocó la barriguita que se interponía entre ambos. Besó la punta de su nariz, mientras las lágrimas saladas de Megan corrían por su cara al escuchar abrumada aquellos sentimientos y aquella ternura que Duncan le manifestaba.
—Nuestro hijo y nuestras vidas serán tan maravillosos que nunca te arrepentirás de haberte casado conmigo.
—Duncan —dijo mirándole a los ojos—, ¿sabes que desde hace varios días ya no soy tu mujer?
—Eres mi mujer, cariño —sonrió sacando una cadena que llevaba al cuello, donde colgaba el anillo de bodas—. De todas formas, mi amor, esta vez nos casaremos ante Dios, y para toda la vida. Quiero que tu vestido de novia sea el que tú desees, que adornes la capilla con las flores que tú quieras. Quiero que esta vez sea todo diferente. —Tomándola de la mano, dijo con verdadero amor—: Megan, ¿quieres casarte conmigo?
—Sí, mi señor —sonrió al ver que él levantaba una ceja—. Sí, Duncan, quiero casarme contigo. Me encantaría casarme aquí y ahora. No necesito una bonita capilla, ni un espectacular vestido de novia si tú me quieres, aunque no puedo negar que sí me gustaría que en esta boda estuvieran todas las personas que nos quieren.
—¿Estás segura de lo que dices? —sonrió con astucia Duncan.
—Sí, totalmente segura —asintió enamorada.
—De acuerdo —dijo sentándola en la silla mientras se alejaba a toda prisa. Megan le miraba sorprendida y sin palabras—. No te muevas, cariño. Vuelvo enseguida. ¿Confías en mí?
Tras unos instantes, en los que ambos se miraron a los ojos, finalmente Megan contestó:
—Sí, cariño. Confío en ti.
Él le guiñó un ojo y ella sonrió sin entender por qué Duncan corría de aquella manera. Al verle desaparecer, entró en la cabaña. Se miró en el espejo y se asustó. ¡Dios santo, qué aspecto de loca tenía! Se lavó rápidamente la cara, se puso uno de los bonitos vestidos que Kieran le había regalado, y comenzó a peinarse el cabello hasta que escuchó que Duncan la llamaba.
Con impaciencia, abrió la puerta. Se quedó sin habla cuando al salir se encontró con un montón de caras sonrientes que la observaban. Allí estaban Zac y Shelma, junto a Gillian, Alana y Briana con su bebé, quienes la miraban con una increíble sonrisa; Lolach junto a Axel, Mael, Anthony, Myles, Ewen, Gelfrid, Kieran y Niall, que le guiñó un ojo con cariño y complicidad. Se sorprendió también al ver a Sarah, Mary, Rene, Edwina, Fiorna y Susan, que la saludaban tímidamente con la mano, mientras McPherson y el padre Gowan, al lado de Magnus y Marlob, ponían los ojos en blanco al ver a los ancianos llorar como mujeres.
Sintiendo que la alegría le desbordaba, miró a Duncan, que a un lado observaba cómo las emociones y los sentimientos tomaban forma en el precioso rostro de su mujer. Se acercó con la más encantadora de sus sonrisas y, tras colocar con cariño en su vestido el broche del amor, que momentos antes Marlob le había entregado, le tomó las temblorosas manos y le susurró al oído:
—Deseo concedido, mi amor.
Sin soltarle las manos, esperó a que el padre Gowan, tras una bonita y emotiva ceremonia, les declarase marido y mujer.