Capítulo 41

Cuando el sol comenzaba a hacer su aparición, Duncan, Lolach y Robert regresaron al castillo. Cabizbajo, pensaba cómo explicarle a Megan que no había encontrado a Zac. Al llegar al patio del castillo, Robert le dio una palmada en la espalda para animarlo. Se lo agradeció con una pequeña sonrisa. La preocupación regresó a su rostro en cuanto entró en el salón y vio a Marlob, Sarah, el padre Gowan y Shelma sentados ante el gran hogar. Robert, Arthur y otros hombres subieron las escaleras agotados. Necesitaban quitarse la ropa mojada y descansar. Shelma se quedó mirando a Duncan, que movió la cabeza hacia los lados y le indicó que no habían encontrado a Zac. Sin saber por qué, ella se levantó y, acercándose a él, le dio un abrazo. Luego, cogió la mano de su marido, se lo llevó de nuevo junto al hogar y se sentó.

—¿Dónde se habrá metido este muchacho? —susurró preocupado Marlob.

—Ni siquiera conseguimos encontrar un rastro —indicó Lolach, percibiendo la angustia en los ojos de su mujer, que callada a su lado les observaba—. Las continuas lluvias han borrado cualquier pista.

—No sé cómo se lo voy a explicar a Megan —dijo con desesperación Duncan frotándose los ojos mientras comenzaba a subir las escaleras.

Shelma le observó y comenzó a sollozar.

Pocos instantes después, se escuchó un terrible alarido procedente de arriba. En ese momento, Lolach miró a su mujer y supo que ella sabía el porqué.

Incrédulo por lo que tenía en sus manos, Duncan comenzó a dar patadas a todo lo que había en la habitación. ¡Ella se había ido! Desesperado, abrió el armario y comprobó que la ropa de Megan continuaba allí. Pero al mirar en la esquina y descubrir que la espada y el carcaj no estaban en su lugar, supo que se había marchado.

Con manos temblorosas, comenzó a leer de nuevo la escueta carta.

Duncan:

El año de nuestro Handfasting termina en tres meses, pero creo que es absurdo que continuemos juntos amando como amas a lady Marian. Aquí tienes el anillo de boda de tu madre para que se lo puedas entregar a tu esposa y dueña de tu corazón.

Antes de marcharme te dejo lo único que nunca te decepcionó de mí y siempre te gustó: mi cabello.

Por favor, no me busques. No quiero volver a verte, ni saber nada más de ti. Espero que seas feliz.

Megan

Con toda la rabia acumulada por lo ocurrido, abrió la arcada de su habitación con tal fuerza que casi la arrancó de la pared. Con la nota en la mano y bajo la atenta mirada de todos los que estaban en el salón, bajó los escalones de cinco en cinco con la mirada de un loco.

—¿Qué ocurre, Duncan? —preguntó Marlob al verle en aquel estado de desesperación.

—¡Se ha marchado! —vociferó fuera de sí, asustando a Shelma por la agresividad que mostraba—. ¡Maldita cabezona! La mataré cuando la encuentre.

—Si piensas eso, nunca la encontrarás —aclaró el padre Gowan mirándole con dureza.

—¡Por todos los santos! —exclamó con incredulidad Marlob clavando los ojos en Shelma, que continuaba sentada observando el fuego.

—No te preocupes —susurró Niall, que cogió el papel que su hermano le tendía para que lo leyera—. ¿Cómo puede pensar esto Megan? ¿Acaso es cierto que no la amas y que deseas comenzar una nueva vida con Marian?

—¡Eso no puede ser cierto! —gritó Lolach, que cogió la carta para leerla. Una vez terminada, se acercó a su amigo para decirle con desagrado—: ¡Dime que esto no es cierto! Porque si realmente quieres volver con Marian y dejar a Megan, no volveré a hablarte.

—¡¿Realmente crees que yo quiero volver con Marian, amando como amo a mi mujer?! —rugió tan dolorido y enfadado que en ese momento se hubiera liado a golpes con cualquiera—. No lo entiendo, no sé qué ha pasado. ¿Por qué se ha ido?

—Yo te lo puedo explicar —susurró Shelma, que atrajo la mirada de todos—. Anoche, ella te vio con lady Marian antes de que os marcharais. Escuchó cómo ella te decía que la amabas y vio cómo os besabais.

—¿Cómo dices? —masculló Duncan con la mandíbula contraída.

—Cuando te marchaste, la francesa le gritó a mi hermana que nunca la amarías porque la amabas a ella, y que la abandonarías para retomar lo que tuvisteis en un pasado. —Con voz temblorosa, continuó—: Yo lo vi y lo escuché todo. Cuando me crucé con Megan en la escalera, supe por su mirada que no podía más. Por eso me fui a esperarla a las cuadras. Sabía que se llevaría su caballo.

—Oh, milady —susurró disgustado el padre Gowan—. Podíamos haberla retenido.

—¿Por qué no me lo dijiste, muchacha? —susurró Marlob.

—No pude, Marlob —negó mientras lloraba con desconsuelo en brazos de su marido—. Megan me hizo prometer que no le diría nada a nadie. Sólo podía decir algo cuando Duncan descubriera lo que había pasado. Ella me dijo que no pensaba volver, que buscaría a Zac y que me haría saber que lo había encontrado. Me pidió que te dijera que lo único que necesitaba de ti era su caballo, nada más.

—¡Por todos los santos! —exclamó Marlob—. ¿Qué has hecho, Duncan?

—¡Maldita sea! —bramó Duncan al sentir que el corazón se le partía en dos—. Yo no hice nada con esa arpía. Ella se abalanzó sobre mí para besarme. La voy a matar con mis propias manos por seguir arruinándome la vida. —Su mirada se posó entonces en Robert, que bajaba alertado por las voces—. Me da igual lo que hagáis o penséis de mí a partir de este momento, pero Marian no va a estar un instante más en mi casa.

—¿Qué pasa? ¿A qué se debe este jaleo? —preguntó en ese momento la francesa, que apareció junto a Miller y tras Robert. Tenía un ojo morado y un moflete hinchado.

—¡Maldito sea el día que te conocí! —vociferó Duncan. Con una rapidez que dejó a todos estupefactos, subió hasta donde ella estaba y, cogiéndola del brazo, la arrastró hasta abajo. Con el gesto desencajado, sentenció—: ¡Te odio como jamás he odiado a nadie! Ahora mismo saldrás de mi hogar y de mis tierras. No quiero volver a verte, porque si te vuelvo a ver… ¡te mataré!

—Te conozco y sé que no lo dices en serio —susurró la francesa sin llegar a entender aquel jaleo. Acercándose a él con descaro, dijo sorprendiendo a todos menos a Robert y Duncan—: ¿Podríamos solucionar esto tú y yo a solas?

—¡No me toques! —gritó Duncan apartándola de él con asco.

—¡Dios no te perdonará el daño que has hecho en este hogar! —intervino el padre Gowan dirigiéndose a ella, aunque Marian le miró de forma despectiva—. Ni Dios ni yo te perdonaremos si algo le ocurre a lady Megan.

Pero ella sólo tenía ojos para Duncan, que andaba de un lado para otro desesperado.

—¡Eres lo más rastrero que existe en toda Escocia! —gritó Niall, sorprendido por la falta de honestidad de aquella mujer. Acercándose a ella, dijo escupiéndola en la cara antes de salir por la arcada—: Si a mi cuñada le pasa algo, te juro que, si no te mata mi hermano, te mataré yo.

—¡Marian! —gritó Robert al bajar las escaleras—. Tu maldad no tiene límites, ¿verdad? Tienes unos instantes para vestirte. Saldrás inmediatamente de esta casa y de Escocia, aunque sea a nado.

—Pero… —dijo la francesa tartamudeando al sentir miedo por primera vez—, pero si está lloviendo.

—¡Da igual! —respondió con dureza Robert al ver la desesperación de Duncan.

La mujer corrió escaleras arriba con su hermano Jack. Entraron en la habitación, donde rápidamente se cambiaron de ropa e hicieron su equipaje.

—Duncan, amigo —susurró Robert—. Siento que, por ayudarme, vuestra vida sea ahora un auténtico calvario.

—No os preocupéis, Robert. Pero sacad a esa mujer cuanto antes de mi casa porque no respondo de mis actos. —Tras asentir con tristeza, Robert de Bruce se encaminó escaleras arriba dispuesto a ayudar a un buen amigo como Duncan, que volviéndose hacia Shelma preguntó—: ¿Sabes adónde ha podido ir?

—No lo sé —murmuró con los ojos hinchados de tanto llorar—. No me lo dijo, pero estoy segura de que ella sabía dónde buscar a Zac.

—¿Estás segura de que no te lo dijo? —preguntó Lolach desesperado por la situación que se había creado.

—¡Claro que estoy segura! —gritó mirándole con rabia—. ¿Acaso crees que si supiera dónde está mi hermana no la ayudaría?

—De acuerdo, tesoro —asintió mientras su amigo salía por la puerta principal—. No te pongas así.

Desesperado y sin saber qué hacer, Duncan salió al exterior para dejar que la lluvia lo empapara.

—¿Dónde estás, amor? ¿Dónde has podido ir? —susurró con desesperación mientras los truenos no paraban de retumbar.