Megan, dejándose llevar, subió los escalones de dos en dos tras su furioso marido, mientras la irritación bullía y sentía una tremenda satisfacción por lo que le había hecho a Marian. Una vez que llegaron a la habitación, entraron. Con una patada, él cerró la arcada.
—¡Muy bien! —gritó dirigiéndose a su mujer, que le retaba con la mirada—. Como vuelvas a llamarme «mi señor» o «esposo», no respondo de mis acciones. Llámame por mi nombre. Duncan. ¿Me has oído? —vociferó y ella asintió—. ¿A qué estás jugando esta noche, Megan?
—Yo no juego —respondió sentándose en los almohadones que había bajo la ventana—. Sólo me comporto como me pides, como una señora.
Incrédulo por aquella contestación, vociferó:
—Ni por un momento te has comportado como tal. Es más, ¿crees que me he creído tu torpeza de esta noche con respecto a Marian y a mí?
—Oh…, pobrecilla, ¿verdad? —espetó con rabia al escuchar aquel nombre, y poniéndose las manos en las caderas le gritó—: ¿Realmente crees que esa buscona de Marian es más señora que yo?
—¡No insultes a mis invitados! —exclamó dando un golpe contra el armario, haciéndolo temblar. Al ver que ella le miraba con los ojos muy abiertos, dijo—: En todos los años que la conozco, nunca se ha comportado como tú lo has hecho esta noche.
—Motivos no me faltaron —respondió lívida de rabia, comenzando a sentir nuevamente náuseas—. ¡Deseaba verte con toda mi alma! Te eché tanto de menos que a veces creí morir. Y hoy, llegas tras un mes sin vernos y sólo tienes ojos, sonrisas y palabras amables para esa furcia francesa. ¡Oh, perdona, que he vuelto a insultar a tu maravillosa invitada! Duncan McRae, hoy me has decepcionado como nunca creí que lo hicieras.
Incapaz de contener su furia, a pesar de las palabras que su mujer había dicho Duncan ni la miró.
—¡Tú sabrás! —dijo quitándose la manchada camisa para tirarla con rabia hacia un rincón, desorientado por el rumbo que estaba tomando todo.
—¿Tu invitada también fue tu amante? ¿Cómo Margaret? —preguntó llena de rabia—. ¿Cuándo pensabas decirme que, antes que yo, por esta cama pasaron otras?
Aquello le paralizó.
—Escucha un momento… —contestó con un tono más calmado, al ver cómo la tormenta de emociones que ella llevaba dentro estallaba.
—Ah…, y por supuesto no dudo de que la tonta de la francesa, aparte de bañarse contigo…, ¿cómo me explicó ella?, ah, sí, en maravillosos lagos azules durante las estrelladas noches de vuestros viajes, retozara aquí —gritó señalando la cama.
Era un idiota. De pronto, al oírla decir aquello, Duncan se dio cuenta de que era un auténtico y tremendo idiota.
—Estás muy equivocada —respondió al sentir la rabia que ella sentía, y eso hizo que se le pudrieran las entrañas de dolor.
Verla ante él tan furiosa y tan descontrolada le estaba dañando, y más cuando sabía que no se había comportado bien ni con ella ni con Zac. Tenía previsto haber hablado con ella aquella noche, pero todo se había comenzado a desmoronar y él había sido incapaz de hacer nada.
—No quiero escucharte porque me da igual lo que me vayas a decir —afirmó al ver que la ira de su marido estaba desapareciendo mientras la suya aumentaba—. Desde que has llegado, aparte de tener que soportar tu indiferencia y frialdad, la arpía francesa no ha cesado de humillarme e insultarme. Por lo tanto…, ¡alégrate de que no le haya hecho algo peor! ¡Qué ganas no me faltan!
—En ningún momento escuché que te humillara o te insultara —dijo acercándose a ella.
—Te prometí una vez que no te volvería a mentir. Y te aseguro, esposo, que yo no miento —vociferó separándose de él, mientras abría el armario y comenzaba a tirar su ropa encima de la cama, ante la desconcertante mirada de su marido—. Te debo un respeto, porque vivo en tu castillo, duermo en tu habitación y me alimento gracias a tu comida. No sé qué extraño comportamiento te hace desearme a veces y otras humillarme, pero eso… ¡se acabó! —gritó y sintió que los ojos se le encharcaban de lágrimas—. Todo el cariño que te tenía se esfumó esta tarde cuando vi cómo nos hablabas a mi hermano y a mí. ¡El dolor que he visto en Zac no te lo voy a perdonar nunca! Por lo tanto, acostúmbrate a lo que tendrás a partir de ahora conmigo, o déjame marchar para que puedas rehacer tu vida, con Marian o con otra esposa perfecta, en tu castillo perfecto y en tu vida perfecta.
—¿A qué te refieres con eso de que me acostumbre a lo que tendré de ti? —bramó enfurecido al sentir que cada palabra que cruzaba con ella sonaba brusca.
—Me gustaría que no lo hicieras más difícil de lo que es —susurró pálida de angustia por lo que había dicho—. Me refiero a que no quiero seguir viviendo contigo, no te quiero ver. Si me obligas a quedarme contigo, soy capaz de cualquier cosa antes de que vuelvas a acercarte a mí.
Aquellas palabras le hicieron reaccionar, y con gesto brusco gritó:
—¿Qué estás diciendo?
Mareada y fuera de sí, ella consiguió contestar:
—Lo que digo es que yo no soy la esposa que tú deseas, y siempre lo he sabido —susurró al temer que pudiera desmayarse por el calor que en ese momento sentía—. Te facilito que rompas nuestros votos matrimoniales una vez que se cumpla el año del Handfasting. Podrás encontrar una vida mejor y, seguramente, yo también. —Con valentía le miró a los ojos y vio en ellos desconcierto, cosa que la conmovió. Pero aun así, continuó—: No quiero nada tuyo, ni dinero, ni propiedades, ni nada. Lo único que te pediré será la compañía de algunos hombres para que nos ayuden a Zac y a mí a volver a Dunstaffnage.
Tenso como en el campo de batalla, Duncan la miró.
—Para ti es muy fácil romper nuestro matrimonio —susurró por lo que estaba oyendo.
—Tan fácil como lo pueda ser para ti —respondió a duras penas, mientras contenía el llanto que luchaba por salir en su garganta. Pero no iba a llorar. No quería que él la viera hundida, y que luego se riera de ella cuando estuviera con Marian retozando en alguna cama.
—Megan… —Bajó la cabeza afectado por lo que estaba escuchando, mientras intentaba poner en orden sus sentimientos, su rabia y su miedo—. Creo que debemos solucionar este malentendido que sin duda he creado yo. Este último mes ha sido el peor de toda mi vida porque no he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante. Me acostaba pensando en qué estarías haciendo y me levantaba pensando si estarías bien. Sé que no soy el mejor marido, pero créeme: nunca he querido separarme de ti, porque te adoro. —Mirándola con ojos suplicantes, prosiguió al ver que ella ni le miraba—: Aunque no me creas, Marian no es nada ni nadie en mi vida. Si hoy la abracé cuando me enteré de lo ocurrido a mi hermana Johanna fue sólo porque me sentí tan mal que me dejé llevar por el momento.
—No quiero escucharte —susurró ella.
—No permitiré que te alejes de mí —murmuró con desesperación Duncan al ver que ella se recostaba contra la pared.
Respirando con dificultad, Megan no le miró.
—Me alejaré de ti quieras o no —gritó ella.
—¡No harás eso nunca! —vociferó plantándose delante de ella. Posando sus brazos en la pared, la rodeó y se acercó más a ella—. Soy un bruto por no saber tratarte. Me merezco que te enfades conmigo, que me odies, pero, por favor, no desaparezcas de mi vida.
Apoyó su frente contra la de ella respirando con dificultad. El perfume que desprendía su mujer le volvía loco. Sin poder remediarlo, agarró con sus manos la cara de ella y, levantando su barbilla, le hizo mirarle. Los ojos de ambos se encontraron y, sin necesidad de decir o hacer nada, sus bocas se unieron. Aquel beso dulce dio paso a uno más exigente. Ambos se necesitaban y se deseaban. Megan no pudo resistirse a los abrazos y a los besos que añoraba, y Duncan, angustiado, la agarró con fuerza. Tras soltar un gruñido, la levantó entre sus brazos para llevarla a la cama. La posó con delicadeza y ella lo besó como sólo ella sabía. Dulces gemidos aceleraron el corazón de Duncan, que comenzó a respirar más tranquilo al tener a su mujer entre sus brazos. Las suaves manos de Megan recorrieron la espalda desnuda y musculosa de él, que cada vez que soltaba un suspiro hacía que su mujer se excitara más. Con la necesidad de hacerla suya, le levantó las faldas y, al quitarle las finas calzas de hilo, el sexo húmedo y ardiente de su mujer quedó ante él.
—Mi amor, te he echado de menos. —Megan sintió la necesidad de decir aquello.
Sus suplicantes ojos le embriagaron. Duncan tomó sus labios hinchados y rojos por la pasión, se deshizo de su pantalón y comenzó a poseerla dándole certeros golpes de cadera, mientras ella, a cada golpe, gemía y ardía de pasión. Hasta que ambos llegaron al clímax. Instantes después, yacieron en la cama, jadeantes y empapados en sudor. Duncan la estrechaba contra él, desesperado por perderla, mientras Megan luchaba por saber qué era lo que debía hacer.
—Te quiero —susurró Duncan con voz ronca.
Al escucharle, el cuerpo de Megan se erizó. Le estaba diciendo las palabras mágicas. Aquellas palabras que ella tanto había deseado oír. Ahora, por fin se las decía. Pero una sensación extraña le corrió por el cuerpo sin saber por qué.
A la mañana siguiente, cuando Megan despertó, se encontró a su marido mirándola tumbado junto a ella.
—Buenos días, cariño —susurró besándola con dulzura.
—Buenos días —respondió aceptando sus sabrosos besos—. ¿Qué haces todavía en la cama?
—Observar la belleza de mi esposa —murmuró mientras la besaba y le hacía cosquillas—. ¿Estás hoy más tranquila que ayer?
—Sí.
—Quería pedirte perdón por mi tosco comportamiento —dijo besándola en la punta de la nariz—, y hacerte saber que eres la única mujer que me importa en este mundo. Si no te conté lo de Margaret fue porque era algo pasado que no debía preocuparte.
—Ahora entiendo por qué pensabas así de ella —señaló sin ganas de contarle lo que ella le dijo.
—Me quedó muy claro su juego cuando me enteré de que calentaba la cama de mi abuelo. Y, a pesar de mis advertencias hacia ella, Marlob nunca quiso escucharme, ni a mí ni a Niall. Gracias a Dios —sonrió acariciándole con dulzura la frente—, tú entraste en nuestras vidas y pudiste desenmascararla antes de que su maldad se llevara a la tumba a mi abuelo, cosa que no pudimos evitar con mi pobre hermana Johanna.
—Siento mucho lo de tu hermana. Respecto a Marian, ¿la amas todavía?
—No, cariño. Yo sólo te amo a ti —respondió abrazándola—. Conocí a Marian hace unos siete u ocho años. Ella y su padre aparecieron junto a otros aliados franceses en una reunión clandestina que se organizó antes de la batalla de Loudoun. La primera vez que la vi, quedé fascinado por su belleza dorada y su acento embriagador, y mi juventud me hizo ir tras ella como un burro. Recuerdo que Lolach me advirtió que esa jovencita tenía ojos de ambiciosa, pero yo sólo veía en ella sus dulces ojos azules y sus maravillosos bucles rubios. Tras la muerte de Eduardo I, Robert de Bruce promovió una insurrección en la que, a modo de guerrilla, atacamos a los ingleses que quedaban en Escocia. Por aquel entonces, mi amistad con Robert de Bruce me llevó a las primeras líneas de ataque, siendo junto a Lolach uno de sus hombres de confianza. Tras la insurrección, las mieles de la gloria hicieron que Marian se fijara en mí. Yo no era un guerrero cualquiera, era uno de los poderosos, que junto a Robert de Bruce daba órdenes a los guerreros. En poco tiempo, ella consiguió hacerme creer que yo era todo lo que quería de un hombre. Durante ese tiempo, visitó con frecuencia este castillo. Aunque no te puedo negar que la quise, lo que sí te puedo decir es que siempre algo en mí me indicaba que no podía fiarme de ella —susurró viendo la mirada vidriosa de su mujer—. Una noche, cuando llegué a Edimburgo, escuché a unos guerreros hablar sobre lady Marian. Decían que la habían visto salir de madrugada de la habitación de Robert de Bruce. Mi rabia era inmensa. ¿Cómo podían hablar así de la mujer a la que yo amaba? Y fue Lolach quien me pidió que, antes de hacer algo de lo que luego me pudiera arrepentir, investigase la verdad de aquello, lo cual no me costó mucho. Dos días después, fui testigo de cómo abandonaba la habitación de Robert. Al verme esperándola, no me lo negó. Tras una tremenda discusión, me dijo que ella era una mujer libre y que nadie movía los hilos de su vida, excepto ella. Me alejé todo lo que pude de Marian y ella se convirtió en la amante oficial de Robert de Bruce. Y así ha sido hasta que los ingleses, tras Bannockburn, liberaron a Elizabeth, la mujer de Robert, que se ha encargado de alejar a Marian de su lado y de la cama de su marido. Yo no había vuelto a verla ni a hablar con ella hasta que llegué hace un mes a Edimburgo. Allí, Robert nos pidió consejo a Lolach y a mí de cómo ayudar a Marian a regresar segura a Francia. Días después, llegó Jack, su hermano. Tras hacer varias gestiones, finalmente decidimos que les trasladara una barcaza desde Eilean Donan hasta Brodick y, desde allí, un barco les llevara hasta Irlanda y posteriormente a Francia.
—¿Por qué me cuentas esto ahora?
Con una abrasadora sonrisa que hizo temblar a Megan de pies a cabeza, Duncan respondió:
—Porque te quiero y necesito que confíes en mí. Porque no quiero que te separes de mí y porque ella no significa nada en mi vida.
—Margaret se encargó de decirme que yo me vería en la calle en cuanto esa mujer entrara por la puerta del castillo —susurró Megan, y eso hizo entender a Duncan el dolor que sintió la noche anterior—. Cuando supe quién era, y especialmente cuando vi lo furioso que estabas, temí que las palabras de Margaret fueran verdad.
—No, mi amor —dijo él besándola dulcemente en la cara—. Ella está aquí porque Robert necesita asegurarse de que sale de Escocia. Si no Elizabeth levantará una insurrección contra él. No olvides que Robert es nuestro rey, y no puedo negarle mi ayuda. —Levantándole con el dedo la barbilla, preguntó—: ¿Quieres hacerme alguna pregunta más?
—No, cariño —sonrió al ver que la mirada de él volvía a ser la de siempre—. Sabes que siempre he confiado en ti.
—Me alegra escucharte —sonrió levantándose de la cama—. ¡Venga, levantémonos! ¡Tenemos invitados esperando!
En ese momento las náuseas que sintió le hicieron recordar algo.
—¡Espera! —dijo riéndose por la cara que pondría él cuando le contara que iba a ser padre—. Necesito decirte algo.
—De acuerdo —asintió sentándose junto a ella—. Pero date prisa, nuestro rey me espera.
Al escuchar aquello, Megan decidió que no era el momento, y dándole un beso en los labios le susurró:
—Entonces, te lo diré esta noche, cuando nos reunamos de nuevo en nuestra habitación.
—¡Perfecto! —sonrió dándole un rápido beso, justo cuando daban unos golpes en la puerta y ésta se abría.
—Disculpad mi intromisión —tosió Niall, que asomó la cabeza con una bonita sonrisa—. Venía a ver si la sangre chorreaba por la cama. Marlob me ha enviado para saber que no os habéis matado.
Tras unas risas por parte de los tres, Niall se marchó y Duncan se vistió. Antes de salir por la arcada, le tiró un beso con la mano y ella lo cogió con amor.
Un rato más tarde, Megan bajó al salón, donde Shelma y lady Marian estaban sentadas al lado del hogar. El día era desapacible y la lluvia arreciaba con fuerza contra los muros del castillo. Lady Marian, al ver aparecer a Megan, le clavó una dura mirada. Con una sonrisa, Megan le hizo entender que estaba feliz y contenta. Shelma, por su parte, respiró con tranquilidad.
—Buenos días —saludó alegremente Megan acercándose a la mesa donde había unos dulces para coger uno.
—Qué día más horroroso y feo hace hoy —se quejó lady Marian, incómoda por la alegre presencia de Megan.
—A mí me encantan los días así —sonrió con mofa Megan al escuchar el retumbar de un trueno. ¡Gracias a Dios, hasta en eso era diferente a ella!
—Siempre te han gustado —asintió Shelma, acercándose a ella y preguntándole en voz baja—: ¿Estás mejor hoy?
Sin mirarla, pues aún continuaba enfadada con ella, respondió:
—Por supuesto. ¿Dónde están los hombres?
—Salieron a encontrarse con un tal George —respondió lady Marian, que contenía su malestar al ver a Megan tan relajada aquella mañana.
—Ah, sí —comentó con malicia Megan—. Él será quien seguramente os lleve en barcaza hasta Brodick.
Tras aquello todas callaron. Sólo se escuchaba el repiqueteo de las gotas de agua y el sonido de los truenos.
—¿Dónde tienes un poco de hilo y aguja? —preguntó Shelma al ver descosido uno de los lazos de su vestido.
—Si vas a la sala de al lado —respondió Megan y señaló a su izquierda—, verás una caja azul con todas las cosas necesarias para coser.
—Con tu permiso, voy a coserme este lazo —dijo para luego desaparecer y dejar a Megan y Marian solas en el salón, sumidas en un incómodo silencio.
—Marian ¿has dormido bien? —preguntó Megan sin formulismos, astutamente, en francés.
—¡Perfectamente! —respondió con desdén hasta que se dio cuenta de que había hablado en francés—. ¡Vaya! Eres más lista de lo que imaginaba, gitana.
—No deberías menospreciar a las personas que tienes a tu alrededor, francesa —le advirtió Megan al ver el desconcierto en su cara—. Te sorprenderán.
—Te puedo asegurar que lo que no me sorprenderá será la noticia de que Duncan se haya cansado de ti. Creo que no eres mujer para él.
Megan sonrió. Quería creer en el amor de su marido y así lo haría.
—¿Insinúas que tú eres mejor mujer para él que yo?
—Por supuesto —rio Marian colocándose uno de sus bucles dorados—. Nunca una vulgar mujerzuela como tú se podrá comparar a una dama como yo. Tus modales, tu manera de vestir, incluso de hablar, dicen de ti mucho más de lo que crees. Y ten por seguro que Duncan terminará dándose cuenta tarde o temprano. ¿O acaso no has visto cómo me mira?
—Cuanto antes se dé cuenta —rio Megan con la ceja levantada—, mejor para ti, ¿verdad? ¿Acaso ahora que Robert ha vuelto con su mujer pretendes robarme a mi marido? Qué poco le llegaste a conocer si realmente crees que él volverá contigo después de haberle traicionado como una vulgar ramera.
—Entiende de una vez que él siempre me ha amado a mí —aseguró Marian, ofendida—, y no voy a consentir que una simple campesina se quede con lo que por derecho me pertenece. ¡Duncan es mío y lo voy a recuperar cueste lo que cueste!
—Por encima de mi cadáver —rio sarcásticamente Megan al ver la maldad en aquella mujer.
Marian levantó una mano para darle una bofetada, pero Megan la empujó con rapidez y la tiró sobre la mesa. Sacando el puñal que llevaba cogido en el muslo, se lo puso con un rápido movimiento en el cuello, mientras le decía:
—Atrévete a acercarte a mi marido y te prometo que la próxima vez que saque mi daga no será sólo para enseñártela.
—¡Megan! —chilló en ese momento Shelma, que se había quedado sin palabras al entrar en el salón y ver a su hermana encima de lady Marian con la daga en su cuello—. ¿Qué estás haciendo?
—No chilles, Shelma —respondió tranquilamente mientras soltaba a Marian y guardaba su daga—. Sólo le demostraba a lady Marian lo rápida que puedo ser cuando alguien me ataca.
—¡Estás loca! —chilló la francesa todavía con el corazón en la boca al recordar el acero clavándose en su cuello. Corrió junto a Shelma para sentarse teatralmente con las manos en la cabeza—. Oh, Dios mío. ¡Qué momento más horroroso me ha hecho pasar vuestra hermana!
—Tranquila, lady Marian —susurró Shelma y se volvió hacia Megan—. ¿Cuándo vas a dejar de comportarte así? ¿No ves que con esos modales sólo ocasionas problemas? —Y mirando a la francesa dijo—: Tomad un poco de agua, os sentará bien.
Decepcionada por ver que su propia hermana creía a aquella francesa antes que a ella, señaló antes de marcharse:
—Hermana, espero que nunca necesites defenderte de arpías como esa porque ten por seguro que te comerán.