La noche llegó oscura, triste y lluviosa, filtrándose el olor a tierra mojada a través de las rocosas piedras del castillo. Marlob, que apenas se había dejado curar, esperaba con impaciencia noticias junto a sus nietos mientras las antorchas encendidas iluminaban el frío pasillo. Niall observaba la rigidez en la espalda de su hermano que, agachado y con las manos en la cabeza, no se había separado ni un instante de la puerta, repitiendo en murmullos una y otra vez: «No me la quites, por favor. No me la quites».
El tiempo pasaba y las mujeres entraban y salían con paños ensangrentados. Los guerreros más cercanos, como Myles, Gelfrid y alguno más, esperaban con gesto serio junto a su laird en el pasillo iluminado. De pronto, un fuerte trueno hizo retumbar todas las piedras del castillo. Aquello hizo sonreír a Duncan.
—¿Qué te resulta tan gracioso? —preguntó Niall, asombrado.
—Megan —contestó Duncan mientras cerraba los ojos—. Siempre dice que las noches con truenos y con rayos son sus noches preferidas.
—¿En serio? —sonrió Niall percatándose de que hasta en eso ella era diferente.
—Sí —asintió Duncan quitándose con disimulo una lágrima que rodaba por su cara—. Es tan valiente que ni a la oscuridad ni a los truenos teme.
—Duncan —tosió Marlob al escucharlo, conmovido por sus palabras—, esa muchacha es tan valiente que es capaz de enfrentarse hasta con el Todopoderoso.
Con una cansada sonrisa, el highlander asintió.
—Carácter tiene para eso —corroboró Niall viendo al padre Gowan persignarse.
—Y también locura —añadió Duncan sin mirarles—. Me encanta su locura.
De madrugada, la arcada se abrió. Duncan se levantó de un salto y las mujeres salieron de la habitación.
—Mi laird —dijo Sarah con una sonrisa de satisfacción en los labios—, milady pregunta por vos.
Escuchar esas palabras era lo que más deseaba en el mundo. Niall, al sentir cómo su hermano suspiraba, le abrazó.
—Hermano —sonrió Niall—, no la hagas esperar.
—Por supuesto que no —sonrió Duncan y desapareció tras la puerta.
Los highlanders comenzaron a sonreír.
—Pero ¿está bien? —preguntó Marlob con los ojos vidriosos—. ¿Ella está bien?
—Es joven y sanará rápido —respondió Margaret, que apareció entre las sombras aún molesta porque no la hubieran dejado entrar con las mujeres.
—Señor —sonrió Sarah con los ojos vidriosos—, milady me ha pedido que os dé las gracias en su nombre, hasta que ella misma pueda hacerlo.
Al escuchar aquello, Marlob tomó las manos de la joven criada y ambos lloraron.
—¡Vaya pandilla de llorones! —se mofó Niall, empujando a todos hacia las escaleras con el corazón rebosante de alegría al saber que su cuñada, a la que adoraba, estaba fuera de peligro—. Vayamos todos a llorar al salón para que Duncan y Megan puedan descansar.
Duncan se apoyó detrás de la puerta, desde donde intentaba ver a su mujer tumbada en la cama. Los reflejos del fuego del hogar iluminaban la habitación y esos reflejos fueron los que le advirtieron que Megan le miraba.
—Hola, Impaciente —susurró acercándose con voz ronca y una sonrisa—. ¿Cómo estás, mi amor?
Pálida y ojerosa, ella contestó devolviéndole la sonrisa:
—Bien, no te preocupes.
—Ahora que me hablas, y estoy contigo, ya no me preocupo —susurró con voz cargada de alivio, apartándole el pelo sudado de la cara.
Tras un pequeño silencio cargado de emoción, fue ella quien habló.
—Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Seguro que piensas que no debería haberme movido de esta habitación.
—No, cariño —sonrió con dulzura tumbándose junto a ella, mientras los truenos se escuchaban más lejanos—. Contigo no puedo estar enfadado, pero conmigo sí. ¿Cómo no me di cuenta de lo que pasaba? ¿Cómo no llegué antes?
Al escucharlo, Megan sonrió.
—De paso —se mofó ella haciéndole reír—, pregúntate cómo no se me ocurrió a mí decirte que no te marcharas por si nos atacaban los O’Malley y no te daba tiempo a llegar.
—Vas a acabar conmigo —dijo besándola con delicadeza en la mejilla—. Desde que me casé contigo, mi vida es un continuo sobresalto.
—Te lo advertí —murmuró tomándole la mano sin fuerzas.
—Eres incorregible, contestona a la par que impetuosa, impaciente, cabezona y, en ocasiones, maravillosa. ¿Lo sabías?
—Sí —asintió quedándose adormilada junto a él—. Pero encárgate tú de recordármelo.
Duncan pasó parte de la noche observándola para tranquilizar sus miedos. Pensar en que algo pudiera ocurrirle a ella, le quitaba la vida. Repasó una y otra vez la manera en la que cayó en la trampa de O’Malley sin apenas percatarse. ¿Cómo no sospechó? La única respuesta que encontraba era la de siempre: Megan. Estaba tan absorto en sus gestos, en sus sonrisas, que estaba pasando por alto detalles que antes desgranaba al máximo. Al final, agotado, quedó dormido junto a ella, consciente de que su vida ya no volvería a ser la que era.
Siete días después, Megan no conseguía que Duncan la dejara salir de la habitación. La tenía retenida en contra de su voluntad y no le permitía hacer nada. Los primeros días resultó divertido holgazanear y dormir todo lo que quiso, pero a medida que sus heridas sanaban y recobraba fuerzas, aquel encierro le quemaba la sangre.
—¡Quiero salir y darme un paseo! —protestó como una niña pequeña.
—Esperarás a tener más fuerzas —respondió Duncan, cansado de escucharla.
—¡Por todos los santos, Duncan! —gritó ella—. ¿Pretendes que siga aquí encerrada más días?
—Sí —asintió con suavidad mientras se calzaba, las botas, sentado en la cama.
—¡Ni lo sueñes! —amenazó, lanzándole un cepillo del pelo que le dio en la espalda—. Saldré de aquí quieras o no.
Duncan la miró ceñudo, pero al ver su gesto infantil sonrió. Estaba preciosa con aquella bata color tierra. Pero por mucho que protestara, no le permitiría salir de allí hasta saber que estaba del todo bien.
—¿Pretendes acabar con mi paciencia? —preguntó perfilando una sonrisa.
—¿Y tú? —contestó ella con los brazos en cruz—. ¿Pretendes acabar con la mía?
—Pero si tú no tienes paciencia —rio él—. ¿Acaso has olvidado eso?
—¡Eres un bruto insensible! —protestó horrorizada ante la perspectiva de pasar otro día encerrada en la habitación—. Y no te rías o juro que te tiro la silla a la cabeza.
—¡Ah, eso me hace saber que te encuentras mejor! —se mofó de ella—. Ven aquí, cariño.
—No me apetece —respondió enfurruñada Megan.
—No es cuestión de apetencia —sonrió feliz de verla con las mejillas arreboladas, con su ceño fruncido y con el reto en su mirada—. Te estoy dando una orden.
Aquello la hizo sonreír. Él la hacía sonreír.
—¿Te parece divertido darme órdenes, highlander? —sonrió al verle tan guapo y apuesto frente a ella.
—Lo que me parece divertido eres tú —admitió acercándose más a ella y, haciéndola caer hacia atrás en la cama, dijo antes de desatarle la bata y besarla—: Me gustas.
—¿Sólo te gusto? —susurró deseosa de escuchar las palabras que nunca decía.
Mirándola con esos ojos verdes como los prados de Escocia le susurró al oído:
—También me diviertes, me enfadas, me retas…
—Espero provocar más sensaciones y necesidades con el tiempo —suspiró decepcionada.
Deseoso de hacerle el amor, algo que aún no debía, dijo tras besarla en el cuello:
—¿A qué te refieres?
—Hablo de amor, de sentimientos.
—Ya sabes que yo no creo en eso —respondió mientras sentía que su propio corazón se revelaba—. Yo creo más en las necesidades.
Ella achinó los ojos con enfado y Duncan sonrió.
—¿Me estás diciendo que soy para ti como comer o beber cerveza? —preguntó, incrédula.
—Digamos que sí —mintió sintiéndose cruel por aquella respuesta, y sin darle tiempo a contestar la abrazó—. Para mí eres algo necesario en mi vida, porque adoro tu sonrisa, me divierten tus comentarios y tus retos son deliciosos. Pero lo que más me gusta son nuestras reconciliaciones, cuando te beso y me respondes, y cuando tus suspiros llegan a mi mente y me enloquecen de pasión.
Escuchar su insinuante voz y sentir su cuerpo sobre el de ella la hizo estremecerse de pies a cabeza. Era tan apuesto y tan varonil que, en ocasiones como aquella, la excitación le dejaba la boca seca y el cuerpo blando. Consciente de la cercanía de su esposo, intentó atraerlo hacia ella, pero él se resistió levantándose.
—Ten por seguro, esposa mía, que mi urgencia por tenerte es más grande que la tuya —rio contemplando su cara de desconcierto—. Pero hasta que no estés repuesta, no pienso hacer nada de lo que luego me pueda arrepentir.
—¡Oh…, eres un animal! —gritó enfadada y complacida a un tiempo—. Además de un bárbaro salvaje, un estúpido y un presuntuoso.
—Sí, cariño —asintió poniendo los ojos en blanco—. Soy todo lo que tú quieras hasta que sanes, pero después… no vuelvas a decirme algo así, porque ten por seguro que te lo haré pagar.
—¡Qué miedo! —se burló viendo cómo abría la puerta para salir con su espada en la mano.
—Ahora, descansa —ordenó él sonriendo—. Dentro de un rato volveré.
Cuando se quedó sola, Megan sonrió. Fue hasta la ventana, donde esperó ver a su marido llegar al patio. Poco después, aparecieron Niall y Gelfrid para entrenarse con sus respectivas espadas.
Con una picara, sonrisa, se ató con cuidado la bata. Sin que nadie se enterase, fue hasta la habitación de Marlob. Entró por la cámara secreta y, tras serpentear por varios túneles, llegó hasta el lago. Una vez allí, se sentó en el suelo mientras el aire movía su cabello y rodeaba su rostro.
Mientras contemplaba la majestuosidad de aquellas aguas, pensó en lo que Sarah le había contado sobre la desesperación y el dolor de Duncan al verla herida. ¡La quería! Eso estaba más que claro, pero necesitaba oírlo de su boca.
Pasado un rato, decidió volver. Al entrar de nuevo en la habitación de Marlob, se fijó en una pintura que estaba tras un armario semiescondida. Con cuidado, se acercó y al sacarla sintió que el vello del cuerpo se le erizaba cuando comprobó que aquellos que estaban frente a ella debían de ser Morgan y Judith, los padres de Duncan. Junto a ellos, dos niños que reconoció como Niall y Duncan. Y en los brazos de la mujer, un bebé que debía de ser Johanna. Examinó con atención las caras de todos ellos. Duncan era exactamente igual que su padre: los mismos ojos profundos, idéntico porte, el mismo pelo. Al fijarse en Judith, le llamó la atención un precioso broche en forma de lágrima que llevaba prendido junto al corazón. Niall tenía el pelo y la planta de su padre, pero los ojos y la sonrisa de su madre. Una vez que observó aquel lienzo durante un rato, lo volvió a dejar donde estaba, y salió de aquella habitación para regresar a la suya sonriendo al pensar qué diría Duncan si supiera dónde había estado.