Capítulo 32

Marlob estaba encantado con los nuevos residentes de la casa. Cada día estaba más feliz de ver cómo su nieto Duncan, aquel a quien cientos de hombres temían por su valor y destreza, se deshacía ante las sonrisas de aquella mujercita. Sin que Megan lo supiera, Marlob a veces la observaba desde el alféizar de su habitación y se maravillaba al verla cuidar a lord Draco o cabalgar sobre Stoirm, aquel impresionante caballo pardo.

Conocía por Niall las distintas maneras de ser de Megan. Había reído a mandíbula abierta cuando él le había contado ciertas cosas de aquella joven, que Duncan nunca se atrevería a contarle. Se maravilló cuando supo que ella manejaba la espada, cosa que hasta el momento no había realizado ante él, y se quedó sin palabras cuando le contó cómo Megan se había vengado de las personas que mataron a sus padres y posteriormente a su abuelo y a Mauled. Marlob era feliz viendo lo dichoso que esa muchacha hacía a su nieto, una felicidad que nunca palpó años atrás cuando Duncan estuvo enamorado de Marian, la mujer que le rompió el corazón y le agrió el carácter hasta que llegó a su vida Megan.

Como laird de sus tierras, Duncan debía visitar a su gente y en especial velar por los intereses de todos ellos. Intereses que les proporcionaba grandes beneficios por la venta de la lana. Hacia el interior de las Highlands, el clan McRae poseía una gran extensión de tierras donde se dedicaban a la cría de ovejas. A pesar de los duros inviernos por aquellas zonas, ellos habían conseguido sacar con éxito aquella difícil empresa.

El rebaño que poseían era bastante importante. Cerca de dos mil ovejas pastaban tranquilamente al cuidado de varias personas, que se ocupaban de alimentarlas y cuidarlas dentro de los corrales. Cuando llegaba la época de esquilar, muchos de los aldeanos se marchaban hacia las tierras interiores y comenzaba el proceso: el lavado de los vellones, la clasificación y la división. Una vez clasificada, la lana se distinguía por buena, mediana, gruesa, poco basta y muy basta. Toda era transportada hasta los aldeanos de Eilean Donan y, en el pueblo, al igual que el herrero se encargaba de la herrería, distintas mujeres y hombres se ocupaban de cardarla y peinarla en el hilado para tejerla en el telar, donde se conseguían tejer finos paños para cogullas, capas de tela para los hábitos de los monjes, cobertores e incluso zapatillas. Con los años, los productos que el clan McRae vendía fueron adquiriendo fama. Cada vez eran más numerosas las abadías de Escocia que les encargaban sus hábitos y cobertores.

Tras retrasar todo lo que pudo el viaje, finalmente Duncan decidió marchar junto a su hermano, dejando a Marlob y Megan solos en el castillo.

—Sólo serán dos noches —sonreía Duncan, que jugaba con su mujer en la cama. Mientras él le hacía cosquillas, ella se revolcaba de risa—. Tengo que ir. Me han informado de que al este de Stirling varios rebaños de ovejas han cogido el escabro, y ayer me llegaron noticias nada halagüeñas de nuestros rebaños, por lo que necesito ver con mis propios ojos qué pasa.

—Tengo una idea —dijo Megan sentándose a horcajadas encima de él—. ¿Por qué no me llevas contigo y así puedo conocer yo también esa zona?

—Esta vez no puede ser, cariño —sonrió maravillado como siempre por la belleza salvaje y natural de ella. La tenía sentada encima de él, vestida únicamente con una fina camisa de lino medio abierta, que dejaba ver su fino y moreno cuerpo y sus tersos y redondos pechos—. Te prometo que la próxima vez que vaya, te llevaré.

—¿Existe alguien allí que no deseas que yo conozca? —preguntó mordiéndose el labio inferior.

De un movimiento, Duncan la hizo rodar por la cama hasta dejarla debajo de él.

—Cuando te refieres a alguien —rio al ver cómo ella fruncía el ceño—, ¿te refieres a otra mujer? —preguntó con voz ronca mordiéndola en el cuello para hacerla reír—. ¿Estás celosa?

—¡No! —aclaró ella mirándole a los ojos—, pero como nuestro matrimonio se acaba en unos meses…

—¿Cómo puedes pensar esa tontería? —dijo inmovilizándola debajo de él mientras la miraba con seriedad—. Yo no necesito otra mujer que no seas tú.

Sólo pensar en perderla le martirizaba, por ello frunció el ceño y señaló:

—¿Acaso estás pensando acabar con nuestro matrimonio, Megan?

—No, en absoluto —sonrió al sentir cómo él se tensaba—. Sólo recordaba que el Handfasting se acaba en unos meses.

—Y te casarás de nuevo conmigo —dijo con rotundidad sujetándole los brazos por encima de la cabeza, clavando sus preciosos e inquietantes ojos verdes en ella—. No voy a permitir que te alejes de mí.

Aquello la animó, aunque no escuchara de su boca románticas palabras de amor.

—Entonces, puedes irte con la seguridad de que no estaré celosa.

Sin querer cambiar de tema, Duncan, aún encima de ella, susurró:

—Ten la seguridad de que te casarás conmigo. —Al ver que ella sonreía la besó y dijo—: Cariño, te diré tres razones para que no estés celosa: la primera es porque mis besos son sólo para ti; la segunda es porque me gustas muchísimo.

—¿Y la tercera? —preguntó Megan en un susurro—. ¿Cuál es la tercera?

—Ah…, amor, esa es la más importante. —Rio al saber que ella protestaría y, cogiéndola de las muñecas mientras le abría las piernas, susurró—: La tercera es porque todavía no he conocido a nadie que tenga el mismo color de pelo que mi caballo.

—¡¿Cómo puedes decir eso?! —gritó riendo. Tras abandonarse a sus caricias, murmuró—: Cada vez tengo más claro que te casaste conmigo por mi cabello.

—Sí, cariño —suspiró volviendo a besarla—. Tienes toda la razón.

A la mañana siguiente, junto a Marlob, Margaret y Zac, Megan, algo triste pero con una sonrisa en los labios, se despedía de Duncan, quien, tras guiñarle el ojo, se marchó al galope con varios de sus hombres. Aquella tarde, ella bajó a las cocinas, pero al ver las caras y los gestos de incomodidad de la mayoría de las mujeres volvió a subir al salón, donde se sentó y miró a su alrededor sin saber realmente qué hacer.

Sus ojos se posaron sobre el horroroso tapiz que colgaba en el lateral del salón, frente a la mesa presidencial. Aquel tapiz en tonos tan siniestros daba oscuridad. Además, estaba colgado ante unos pequeños ventanucos orientados a la escalera que subía a las habitaciones. Decidida, solicitó la ayuda de varios hombres para quitarlo. El salón se inundó de luz y dejó al descubierto un escudo de armas labrado en la misma piedra, que más tarde supo que pertenecía a los padres de Duncan.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo Margaret al entrar en el salón—. Por todos los diablos, ¿quién ha ordenado quitar ese tapiz?

—Fui yo —respondió Megan quitándose el polvo del pelo—. ¿Ocurre algo?

—Ese tapiz —señaló furiosa— fue un encargo que Duncan nos hizo a otra persona y a mí. Y no estoy segura de que le agrade ver que lo habéis quitado.

Megan, dispuesta a no dar su brazo a torcer, dijo:

—¡Pero si es horroroso! —se mofó ante la mujer haciendo reír a los hombres y mujeres que lo recogían—. ¿Esa cosa tan fea la encargó Duncan?

—Sí —respondió la mujer, muy digna, tosiendo por el polvo.

—Pues debía de estar terriblemente borracho —volvió a responder y de nuevo hizo reír a todos los presentes menos a Margaret.

Rabiosa por sentirse menospreciada, cuando ella pretendía ser la señora del castillo, la mujer volvió al ataque.

—Siempre lo ha tenido en buen aprecio porque fue algo que lady Marian y yo compramos. —Al escuchar aquello, todos se quedaron sin habla.

¿Lady Marian? Ah, sí… —respondió con disimulo Megan. No quería dar la impresión de que no conocía nada de ella, aunque así era. Y sin pensárselo dos veces, dijo ganándose la simpatía de todos los que estaban allí—: Pues si lo compró ella, con más razón aún lo quiero ver fuera de mi vista. Llevadlo a algún sitio donde no lo vuelva a ver, o quemadlo.

Margaret, atónita por aquella decisión, gritó:

—Deberíais preguntar antes de tomar decisiones. —Aquel gesto le resultó a Megan un reto y cuadrándose ante ella siseó.

—Sinceramente, Margaret, dudo que deba preguntarte a ti, cuando la señora de este castillo soy yo —respondió, cortándola de tal forma que Margaret no supo qué responder.

La humillación que Margaret sintió en ese momento fue tal que sin decir nada más salió del salón como alma que lleva el diablo, dejando a Megan terriblemente confundida y sin saber si lo que acababa de hacer estaba bien o mal.

Aquella noche, cuando Marlob apareció y Megan le contó lo ocurrido, éste rió a carcajadas felicitándola por el buen gusto de haber quitado aquella cosa horrorosa del salón, palabras que la dejaron más tranquila. Saber que Marlob no le daba importancia le hizo intuir que a Duncan tampoco le molestaría.

Tras pasar una noche en la que la ausencia de Duncan se le hizo terrible, agotada, quedó dormida hasta que notó que alguien la zarandeaba para despertarla.

—¿Qué ocurre? —preguntó malhumorada por los zarandeos.

Milady, despertad. —Era la voz de Sarah, que lloraba asustada—. Despertad, por favor.

—De acuerdo —asintió al notar la angustia de Sarah—. ¿Qué ocurre?

Sarah, histérica, habló.

—Unos hombres retienen al anciano señor Marlob en el salón —dijo llorosa—. Entraron de madrugada, capturaron a los centinelas, y están destrozando el castillo.

—¿Cómo? —gritó despejándose de golpe—. Pero ¿dónde están nuestros hombres?

—Unos se fueron con su marido, y el resto, en sus casas descansando —dijo retorciéndose las manos—. El problema es que esos hombres han tomado los puestos de nuestros centinelas, y mandan continuamente las señales necesarias para que la guardia de la aldea siga tranquila.

—Tenemos que hacer algo para avisarlos —susurró pensando qué hacer—. ¿Dónde está Zac?

—En su habitación, durmiendo.

—¡Por todos los santos, Sarah! —exclamó Megan levantándose de la cama con todo el pelo revuelto y poniéndose una bata de color azul—. ¡No se me ocurre qué hacer!

—Oh, Dios —gimió nerviosa la criada—. Nos matarán a todos.

Anudándose con fuerza el cinturón de la bata, Megan asintió.

—Marlob no lo consentirá.

Milady, escuché a uno de esos hombres preguntar por vos.

Mirándola con rapidez Megan preguntó:

—¿Por mí?

—Sí —asintió la asustada muchacha—. Ese bribón dijo: «¿Dónde está la morena que mató a mi hermano e hirió a uno de mis hombres?». Y, por lo poco que les he oído gritar, esos hombres debieron de conoceros en algún ataque tras la boda.

Megan, retirándose el pelo de la cara, asintió.

—Creo que sé quiénes son —respondió al recordar a los hombres que los atacaron cuando estaban encerradas en la tienda de Lolach. Sin perder tiempo cogió la espada—. ¿Cuántos son?

—He visto a unos veinte, y temo que maten al anciano Marlob.

—Yo sé cómo salir sin que nadie me vea —dijo de pronto Zac tras ellas.

—¡Zac, tesoro! —Megan corrió a abrazarlo—. ¿Qué haces despierto?

—Oí ruido y me levanté —confesó mirándolas con impaciencia—. ¿Me habéis oído? Yo sé cómo salir sin ser visto.

—¿Cómo? —preguntó Megan.

—Marlob me enseñó que tras el tapiz de su habitación existe una cámara secreta —informó el niño con los ojos muy abiertos—. Me dijo que esa cámara la utilizaba cuando necesitaba salir o entrar con urgencia del castillo para coger la galera en sus años de guerrero.

—¿Adónde da esa cámara secreta? —preguntó Sarah.

El niño, tras mirar a su hermana, respondió:

—Va directa al lago. Marlob me contó que antes siempre había una barca esperándole para llevarlo hasta la galera.

—Pero ahora no habrá ninguna —susurró Megan—. No puedes ir. ¡Ni lo pienses!

—Megan, escucha —dijo el niño sorprendiéndolas—. Tú me enseñaste a nadar, y puedo salir por ahí sin ser visto e ir hasta la aldea para pedir ayuda.

—¡Es una excelente idea! —gimió Sarah, desesperada—. Milady, yo podría acompañarle, pero no sé nadar. ¡Maldita sea!

—Eres muy pequeño para hacer eso tú solo —murmuró Megan, desconcertada por lo rápido que iba todo, mientras se sujetaba una daga en el muslo y escondía otra bajo la manga de la bata.

—Pero si no lo hago… ¡matarán a Marlob! —gritó el niño—. Y ¿qué te pasará a ti y a Sarah?

El niño tenía razón, y ambas lo sabían.

Milady —sollozó la criada al oír algo que se rompía—, Zac es la única opción. Debemos confiar en él. No nos queda mucho tiempo.

Megan, confundida, miró a su hermano y comprobó lo rápido que estaba creciendo.

—De acuerdo —asintió y besó a su hermano antes de salir por la arcada recogiéndose el cabello—. Confío en ti, tesoro. Ten mucho cuidado y trae pronto a los hombres.

Sin dar tiempo a que la duda hiciera mella en ella, corrió con cautela por el pasillo mientras Zac entraba con sigilo en la habitación de Marlob y, escabullándose tras el tapiz, encontraba la cámara secreta por donde escapar. Desde el salón llegaban ruidos de loza al caer al suelo. Megan, junto a Sarah, corrió hasta las escaleras y, asomándose con cuidado por uno de los ventanucos, vio cómo un hombre no más alto que ella, con cabellera pelirroja, gritaba a Marlob, que sangraba por la boca y le miraba desde el suelo.

Un conocido temblor se apoderó del cuerpo de Megan. Ordenó a Sarah permanecer en las escaleras y observar desde los pequeños ventanucos. Comenzó a bajar hasta que llegó al salón y, sin ser vista por ellos, les observó oculta por las sombras.

—Maldito viejo —gritó un hombre joven de aspecto saludable que rompió una silla al tirarla contra la pared.

—¿Dónde guardas el dinero y las joyas? —vociferó el que parecía ser el jefe de la banda, que a diferencia de los demás estaba sentado frente a Marlob bebiendo una jarra de cerveza.

—¡Maldita sea, O’Malley! —bramó Marlob enfurecido al ver cómo el tipo gordo que Megan conocía puso su pie encima de él—. Te acabo de decir que son mis nietos quienes se ocupan de esas cosas. Y lo sabes muy bien. Trabajaste para nosotros muchos años.

—¡Jefe, que traigan a alguna mujer! —gritó el gordo desdentado. Eso hizo que a Megan se le revolviera el estómago—. Veréis cómo rápidamente nos cuenta algo.

—¡Dejad en paz a las mujeres, cobardes! —gritó Marlob asqueado al ver las intenciones de aquellos hombres.

—Nos conocemos desde hace años, tienes razón —confirmó el jefe de la banda—. Y por eso sé que tus nietos nunca te ocultarían dónde guardan el dinero. ¿Acaso crees que es casualidad que ellos no estén aquí? —Y soltando una carcajada prosiguió ante la dura mirada de Marlob—: A vuestras ovejas no les pasa nada, pero eso no lo sabrán hasta que lleguen allí. Y, para entonces, yo ya tendré lo que quiero.

—¡Eres un odioso bastardo! —gritó Marlob, colérico—. ¡Te pudrirás en el infierno!

—He esperado pacientemente hasta que Duncan ha sido capaz de alejarse de esa valiosa morena que ha tomado por mujer. Ahora, decide: o me das lo que pido, o a la vuelta tu nieto te odiará por lo que haremos con ella.

A Megan se le puso la carne de gallina, más que por ella, por el anciano que sangraba en el suelo.

—¡O’Malley! —protestó Marlob—. Dile al burro que tiene su pie encima de mi espalda que me deje levantar.

Megan, horrorizada, observaba sin saber realmente qué hacer.

—¡Jefe! Deberíamos matarle —protestó el gordo desdentado al recibir la orden de levantar el pie.

Tambaleándose torpemente, Marlob logró levantarse.

—¡Dadme una espada! —gritó el anciano, débil por los golpes recibidos.

Los ladrones se carcajearon al escucharle.

—Viejo —rio O’Malley al verle débil y pálido—, ¿qué quieres? ¿Qué te mate a ti antes de disfrutar de la mujer de tu nieto?

Eso heló la sangre de Marlob y aumentó su rabia.

—¡No la tocarás! Ni a ella ni a ninguna —respondió apoyándose torpemente en una mesa.

—No es por menospreciarte —rio O’Malley acercándose a Marlob; dándole un simple empujón, el anciano cayó hacia atrás ante las risotadas de los bandidos y la impotencia de Megan—, pero si tú no vas a impedir que yo haga lo que desee con tus mujeres, y tus nietos no están, ¿quién va a defender ese honor que tanto te empeñas en defender?

Megan no pudo soportar más.

—¡Yo, su nieta, Megan McRae! —bramó ella atrayendo la atención de todos con su espada agarrada en la mano—. ¿Os parece bien?

Los hombres clavaron sus sucias miradas en ella, pero eso no le importó. No estaba dispuesta a continuar impasible ante lo que le estaban haciendo a Marlob.

—¡Magnífico! —susurró O’Malley al ver a aquella espectacular morena de ojos negros ante él—. Sois un botín mejor de lo que pensaba.

—¡O’Malley! —vociferó Marlob, incrédulo por la valentía de Megan—. Si algo le pasa a mi nieta, ten por seguro que Duncan y Niall no pararán hasta acabar contigo.

—Tranquilo, Marlob —comentó ella al anciano, que apenas podía respirar—. Sé lo que hago. Confía en mí.

—¡Jefe, es ella! —gritó el gordo desdentado.

Al escuchar aquella voz, Megan le reconoció. ¡Balducci!

—¿No tuviste bastante con lo que te hice? —señaló despectivamente al gordo, que aún cojeaba, mientras intentaba no mirar a Marlob.

—Ahora entiendo por qué Duncan no quería separarse de ti, dulzura —susurró O’Malley—. Eres una presa muy apetecible.

—¡Malditos seáis! —exclamó Megan clavando la mirada en O’Malley mientras Marlob la observaba con horror. Ella sola no podría luchar contra aquellos tres hombres y todos los que esperaban fuera—. ¿Qué hace Marlob en el suelo?

—¡Es ella, jefe! —insistía el hombre gordo—. ¡Es la bruja de pelo negro que mató a vuestro hermano! —Y mirando a Megan, gritó—: ¡Aquí tenéis a Brendan O’Malley! ¡Tú mataste a su hermano, y él viene a matarte a ti!

O’Malley la miró con deseo. Aquella mujer morena, vestida con aquella bata y la espada en la mano, era bellísima.

—¡Levantad a Marlob del suelo! —espetó ella sin amilanarse.

—Dulzura —respondió O’Malley—, vuestra valentía me ha dejado sin palabras, pero el perro de Marlob se queda donde está.

—¡No me llamo «dulzura»! —advirtió Megan con cara de pocos amigos—. Os lo diré de otra forma. Si en algo apreciáis la vida de los dos hombres que están aquí, creo que deberíais hacer lo que os pido. Os advierto, mi paciencia no es muy grande.

—¡Jefe, ni caso! —gritó el gordo desdentado con menosprecio—. No puede hacer nada. ¡Es una mujer!

—Tú lo has querido —siseó Megan e hizo un movimiento con el brazo para lanzar una de las dagas que guardaba en su mano, que fue directa a la garganta de aquel ladrón. Este, sorprendido, cayó hacia atrás mientras la sangre salía a borbotones por su garganta.

—¡Por san Fergus! —gritó el hombre joven acercándose al gordo desdentado—. Esta puta le ha matado.

Megan, con gesto frío, sonrió.

—Repito que si en algo apreciáis vuestra vida —dijo al ver la cara de incredulidad de Marlob y O’Malley—, deberíais salir de este castillo inmediatamente.

—No tan deprisa, dulzura —dijo O’Malley arrastrando aquella última palabra, consciente de que aquella mujer no era como las demás—. Somos dos contra una, y eso sin contar a los hombres que vigilan fuera.

De pronto, se escuchó un golpe seco. El joven que momentos antes insultaba y gritaba cayó al suelo, haciendo que O’Malley saltara también. Megan levantó rápidamente la mirada y sonrió a Sarah, que desde uno de los ventanucos de la escalera había lanzado con todas sus fuerzas un cascote de piedra que fue a estrellarse contra la cabeza del ladrón.

Marlob observaba perplejo a Megan. Por primera vez sonrió, aunque la sonrisa se le heló en los labios cuando vio cómo O’Malley sacaba su espada del cinto.

Ella rió ante aquel nuevo desafío.

—Ahora estamos casi en igualdad de condiciones —señaló Megan separando un poco las piernas para afianzar el peso de su cuerpo y extender la espada en posición de combate.

—¿Vais a luchar también, dulzura? —rio fríamente O’Malley, asombrado por cómo se estaba desarrollando todo.

Retirándose un rizo salvaje de los ojos, Megan miró a Marlob y tras pedirle calma con la mirada dijo:

—¿Acaso tengo opción?

Nada más decir eso, O’Malley dio un grito y se lanzó contra ella. Eso hizo que el corazón de Marlob casi se parara. Pero Megan, que era hábil y rápida con la espada, supo rápidamente parar el golpe y atacar.

El acero de ambos contrincantes chocó una y otra vez, al tiempo que ambos se movían por todo el salón. O’Malley, que ya había perdido la sonrisa, veía petrificado cómo aquella mujer se defendía. Con rabia y fuerza intentaba alcanzar con el filo de la espada cualquier parte del cuerpo de ella. Pero Megan hacía frente a los ataques con absoluta concentración.

—¡O’Malley, maldito cobarde! —dijo Marlob horrorizado al ver la dureza de sus ataques contra Megan—. ¡Estás luchando contra una mujer!

El ruido de las espadas al encontrarse era ensordecedor y la fuerza con la que golpeaba O’Malley hacía que los brazos de ella temblaran en muchas ocasiones, aunque con un control espectacular conseguía mantenerlos firmes para continuar atacando y defendiéndose.

—¡Por todos los cielos! —gritó O’Malley, incrédulo, al escuchar gritos procedentes del exterior mientras Megan sonreía al intuir que su hermano lo había conseguido—. Te mataré, maldita mujer. ¡Sois una verdadera bruja!

—Cosas peores me han llamado —vociferó ella para hacerse oír por encima del ruido de los aceros.

Megan sintió que sus fuerzas estaban llegando al límite, cuando el bandido consiguió herirla en el hombro. Sacando las pocas fuerzas que le quedaban, logró repeler el siguiente ataque e hizo que ambas espadas volaran por los aires, justo en el momento en que Sarah aparecía en el salón y le volvía a dar otro golpe en la cabeza al hombre joven que parecía recuperarse. O’Malley, al verse sin su espada, fue rápido y lanzándose contra ella la tiró al suelo, donde ambos comenzaron a golpearse. Él consiguió sentarse encima de ella, sacó su daga de la bota y, sin darle tiempo a reaccionar, se la clavó en un costado, haciéndole, sentir un escalofrío y un horrible mareo.

Al ver aquello, con el corazón en un puño y con las escasas fuerzas que le quedaban, Marlob se arrastró hasta llegar a una de las espadas. Lanzó un grito salvaje de cólera, se levantó y, con toda la rabia que llevaba en su interior, clavó el acero en la espalda a O’Malley, que tras dar un gemido se desplomó hacia un lado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sarah con el rostro bañado en lágrimas corriendo hasta ellos.

—Busca ayuda. ¡Rápido! —le ordenó Marlob casi sin aire mientras miraba a Megan, que permanecía inmóvil y pálida—. No te preocupes, mi niña. Ahora mismo te curaremos.

A Megan el mundo se le nublaba poco a poco y cada vez oía los sonidos más y más lejos.

—Sí…, sí…, tranquilo —susurró ella, débil y temblorosa.

En ese momento, se abrió con un fuerte estruendo la arcada principal del castillo. Marlob sintió que entraban varias personas con premura.

—¡Por todos los santos! —vociferó Duncan con una mirada asesina, espada en mano, seguido por Niall, Ewen y Myles—. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí?

—¡Rápido, Duncan, Niall! —llamó Marlob desesperado al ver la sangre y la daga clavada en el costado—. ¡Megan está herida!

Duncan se quedó paralizado. Su impotencia era tan grande que hasta le impedía moverse. El primero en llegar junto a ellos fue Niall, quien soltando un bramido de angustia hizo volver en sí a su hermano.

Zac, que entraba corriendo, fue sujetado por la fuerte mano de Ewen, que le sacó del salón sin importarle las patadas que el muchacho le daba para que le soltara.

Duncan, desesperado, se aproximó a Megan y se arrodilló ante ella.

—Te vas a poner bien, cariño —susurró besándola en la frente mientras con un extraño temblor revisaba el costado de su mujer, donde sobresalía la daga.

Al escuchar su voz, Megan intentó abrir los ojos, pero el dolor era tan intenso que apenas podía respirar.

—Me duele mucho —gimió con tal debilidad en la voz que Duncan creyó morir de miedo.

—Ya lo sé, mi amor —respondió angustiado—. Pero ahora te vamos a curar.

Niall, destrozado por cómo temblaba Megan y el miedo que veía en los ojos de su hermano, le tocó en el brazo y señaló la daga.

—Antes de moverla, tenemos que sacársela. ¿Quieres que lo haga yo?

—No, lo haré yo —respondió Duncan, que cerró los ojos un momento para tomar valor.

Tenía a Megan malherida entre sus brazos y eso le mataba.

Una vez que comprobó que la maldita daga se había clavado entre las costillas, agarró con seguridad la empuñadura y, a pesar del grito seco que dio ella al notar el movimiento, la sacó sin ninguna dificultad, mientras Sarah taponaba con celeridad la herida con un trozo de lino limpio. Tirando con rabia la daga, Duncan besó a Megan en la frente y con ojos oscurecidos por el miedo y voz temblorosa le susurró:

—Ya está, mi amor. Ahora voy a tomarte entre mis brazos y juntos subiremos a nuestra habitación para curarte.

Con los ojos vidriosos, Megan miró a Marlob, que prorrumpió en sollozos cuando ella le sonrió. Con una respiración irregular, Megan miró a Sarah y ella entendió cuando sin apenas fuerzas susurró:

—Margaret no… Ella no.

—No os preocupéis, milady —asintió Sarah—. Yo os curaré. Nadie más os tocará. Os lo juro por mi vida.

Como en una nube, Duncan intentó ver un gesto, una mirada, en la pálida tez de su mujer. Cientos de garras dolorosas se clavaban en lo más profundo de su corazón y en su alma. Con todo el cuidado del mundo, la cogió entre sus temblorosos brazos, notando la falta de vitalidad en ella, por lo que diligentemente la llevó hasta su habitación. Varias mujeres del clan, entre las que no estaba Margaret, pues Duncan no se lo permitió, comenzaron a curar a su mujer.

Desesperado, se negó a separarse de su lado hasta que Niall y el padre Gowan le convencieron de que las mujeres necesitaban espacio para moverse y que allí sólo molestaba. Dándole un dulce beso en sus inertes labios, salió al pasillo junto con Marlob y Niall, quienes ese día comprendieron lo muchísimo que Duncan quería y necesitaba a aquella alocada mujercita.