El viaje hasta Eilean Donan fue ameno y, en cierto modo, alegre para todos. Los guerreros del clan McRae estaban contentos. Volvían a sus casas, donde podrían ver a sus familiares, en especial a mujeres e hijos. Durante el camino, subieron varios valles, donde los colores ocres y rojos maravillaban por su esplendor. Desde lo alto de las montañas, Megan observó la amplitud de las Highlands, un terreno agreste y poco habitado, pero que enamoraba por su espectacular belleza. Cientos de robles crecían en las laderas de las montañas, donde se formaban los famosos lagos, que en su recorrido se fundían con otros hasta formar pequeñas rías que viajarían hasta el mar.
Duncan observaba la curiosidad con que su esposa miraba a su alrededor. Se echó a reír cuando ella se asustó al ver pasar cerca de su cabeza a un águila pescadora que emigraba hacia el sur para pasar el invierno.
En aquella época, los serbales estaban cargados de bayas rojo intenso que alegraban la vista, y se escuchaban los sonidos de la berrea, que los ciervos machos propinaban con intención de atraer a las hembras. La humedad en el ambiente provocaba al atardecer una bruma que cubría los páramos. Tras serpentear para subir por una nueva montaña, en la cima apareció ante Megan el lugar más maravilloso y mágico que había visto en su vida: el castillo de Eilean Donan. Con orgullo, todos los McRae observaron cómo ella miraba hacia donde su hogar les esperaba. El recio castillo enclavado en un islote rodeado por montañas daba la sensación de flotar en el lago. Según descendían la montaña, sus inquietos ojos negros observaron cómo éste se comunicaba con tierra firme a través de un puente de tres ojos de piedra oscura. Mientras, las luces rosadas del atardecer se reflejaban en las aguas del lago Duich, que ofrecía una vista inigualable del lugar.
—¿Qué te parece tu nuevo hogar? —preguntó Duncan. Conocía la sensación que todo el mundo experimentaba cuando admiraba desde lo alto de la montaña aquel magnífico castillo.
—Es un lugar precioso, casi mágico —susurró Megan a lomos de Stoirm, sin poder apartar la vista de aquel maravilloso lugar.
—Los lagos que bañan a Eilean Donan son el lago Duich, el lago Alsh y el lago Long —informó Niall feliz por la cara de admiración de su cuñada—. Se cree que antes que el castillo existió una fortaleza levantada por los pictos. Este castillo fue levantado sobre esas ruinas por Alejandro II de Escocia como bastión defensivo contra las incursiones vikingas.
—Aquello que está allí ¿es una galera? —preguntó Megan señalando hacia el lago.
—Sí —asintió Duncan mientras oteaba que todo estuviera en orden fuera de las murallas—. Por la ubicación del castillo, entre los lagos, se le considera un perfecto enclave defensivo. Durante años, esta zona era una de las llamadas «reino del mar de los señores de las islas». Desde aquí se frenaron varias invasiones vikingas. Nuestro abuelo es uno de los gobernadores del clan de los señores de las islas.
—¡Vaya! —susurró Megan impresionada.
Mientras cruzaban el puente y la desafiante y majestuosa muralla del castillo oscurecida por el atardecer, el bullicio de risas y voces atrajo su atención. Varios de los guerreros, entre ellos Myles, una vez que cruzaron el puente, se desviaron hacia la izquierda, tomando un camino que parecía bordear el castillo, mientras varios niños y mujeres les saludaban alegremente.
—¡Bienvenida a tu hogar! —sonrió Duncan mientras la guiaba por un camino que les llevó hasta un patio interior.
La gran arcada principal de entrada al castillo era de robusta madera oscura con forma ojival, y justo encima, incrustado en las oscuras y curtidas piedras, se podía observar el escudo de armas de Escocia junto a su lema: Nemo me impune lacessit («Nadie me ofende impunemente»).
Justo en el momento en que Megan acabó de leer aquel lema, la arcada se abrió y apareció ante ellos un canoso hombre grande, pero delgado y debilucho, apoyado sobre una alta mujer rubia de mediana edad.
—¡Alabado sea el Señor! —gritó la mujer con una grata sonrisa—. Marlob, ¿has visto quiénes han llegado?
El anciano, emocionado, no podía hablar.
—Abuelo, cómo me alegro de volver a verte —saludó con efusividad Niall, que saltó de su caballo para abrazar a aquel anciano.
—¡Ten cuidado, muchachote! —sonrió el viejo mientras observaba cómo Duncan ayudaba a la mujer del pelo oscuro como la noche a bajar de su caballo—. O conseguirás partirme en dos.
—Abuelo —sonrió Duncan abrazando con cariño al anciano, mientras éste observaba a la mujer que acompañaba a su nieto y le miraba. Duncan, sin demorar más tiempo, dijo atrayéndola hacia él—: Ella es mi esposa, Megan McRae.
Durante un momento, los ojos de Marlob y los de Megan conectaron y se observaron con curiosidad. Casi sin respirar, observó la figura del que era como su suegro, que parecía estar bastante enfermo. Este la examinó a través de unos ojos verdes muy parecidos a los de su marido, con la diferencia de que los de Duncan se veían fuertes y sanos, y los del anciano, enfermos y con tremendas ojeras.
—¿Tu esposa? —observó con una sonrisa la mujer que seguía junto a Marlob y, viendo que ninguno de los dos muchachos la presentaba, dio un paso adelante para tomar la mano de Megan—. Hola, querida, mi nombre es Margaret, y estoy encantada de conocerte.
—Margaret —bramó Duncan—. Megan es mi mujer, trátala con respeto.
«Vaya…, esta es Margaret», pensó Megan y dijo:
—Muchas gracias, Margaret. Encantada de conocerte.
—¡Por san Ninian, qué extraño acento es ese! —bramó en ese momento Marlob, haciendo reír a todos, excepto a Megan, que se asustó al escuchar aquel vozarrón—. ¿Qué hiciste para que mi bravo nieto tuviera que abandonar la soltería para casarse contigo, jovencita? —Y, guiñándole un ojo a Niall, que intentaba contener la risa, dijo—: Porque muchas otras antes que tú lo intentaron y no lo consiguieron.
Megan no supo qué contestar.
—Abuelo, por favor, no empecemos —advirtió Duncan. Conocía el sentido del humor de aquel anciano. Tras mirar a su desconcertada esposa, le susurró al oído—: No te preocupes. A pesar de su apariencia es inofensivo como Stoirm.
Aquel comentario de Duncan la hizo relajarse y sonreír.
—Marlob —reprochó Margaret, que vio un niño rubio correr con un perro—, estará cansada.
—¡Déjala que hable! —gruñó el anciano mirando a Margaret. Volviendo su mirada a la espectacular morena de ojos negros, dijo—: ¡Muchacha! ¿Se te ha comido la lengua un gato? ¿O acaso debo suponer que un viejo como yo te intimida?
Cuando Megan se fijó en cómo Duncan y Niall se miraron, tuvo claro qué responder.
—Supondríais mal, porque no le temo a nadie —respondió viendo una chispa de diversión en los ojos del anciano y una sonrisa en su marido y en Niall, por lo que prosiguió mientras se retiraba un mechón que le caía en los ojos—: Y sobre qué hice para que vuestro nieto se casara conmigo, os diré que lo insulté, lo ignoré, lo reté y, a pesar de todo, fue él quien insistió en abandonar la soltería. —Margaret miró con una sonrisa nada agradable a Duncan—. Ah…, una cosa más. Mi extraño acento se debe a que mi padre era inglés. Pero si alguien se atreve a llamarme sassenach, soy capaz de partirle en dos.
Tras un incómodo silencio, fue el anciano el que habló.
—¡Por san Ninian, qué maravilloso sentido del humor tienes, muchacha! —se carcajeó al cogerle las manos—. Pasemos a tu hogar, hija mía, creo que te gustará.
Aquella noche, Margaret organizó una fiesta para los recién casados y para los guerreros llegados junto a ellos. Todos los presentes brindaron por la felicidad de los novios, ante lo que Duncan y Megan se fundieron en un beso que hizo que todos aplaudieran. El que más, Marlob, que era dichoso viendo la felicidad en los ojos de su nieto, mientras Margaret se consumía de rabia porque con esa boda todos sus planes se habían trastocado.
En el gran salón de piedra iluminado por infinidad de antorchas y velas, una vez acabada la cena, Marlob disfrutó con la fácil palabrería del hermano de Megan, Zac, que no paró de sorprenderle contando todos los pormenores del viaje.
Algunos guerreros y sus esposas bailaban al son de las gaitas. Los chiquillos, hijos de aquellos que la habían acompañado durante el trayecto, muertos de curiosidad por su nueva señora, se atrevían a acercarse a ella. Con una sonrisa, ésta les atendió contándoles lo fuertes y valientes que eran sus padres.
Un acceso de tos por parte de Marlob atrajo la curiosidad de Megan. Margaret, acercándose a él, le indicó que debía descansar. Al final, gracias a la persistencia de sus nietos, el anciano se rindió y, tras guiñarle un ojo a Megan, que sonrió por aquello, desapareció custodiado por aquellos y por Margaret, que les siguió a pesar de la dura mirada de Duncan.
Una vez sola en el bonito salón, lo estudió todo. La estancia era grande y estaba decorada con gusto, excepto por un horroroso tapiz que colgaba en una pared. Megan advirtió que la servidumbre pasaba por delante de ella y no la miraba a los ojos. Empeñada en conseguir una amiga, se fijó en una muchacha joven de pelo rojo y de agradable aspecto que regresaba a la cocina con una bandeja llena de sobras.
—¿Qué le ocurre al anciano Marlob? —le preguntó Megan.
—Milady —respondió nerviosa—, desde hace tiempo el anciano Marlob no hace buenas digestiones y tiene una tos seca muy fea. Nosotros estamos convencidos de que algún mal se gesta en su interior, pues a pesar de que le hemos variado varias veces los ingredientes de sus comidas, todo le cae mal.
—¿Toma algo para evitar sus dolores de estómago y su tos?
—Que nosotros sepamos, no —negó mirando a los lados, cosa que atrajo la curiosidad de Megan, que sin darse por vencida preguntó—: ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Sarah, milady.
—Sarah, ¿te incomoda hablar conmigo?
—No —negó con cara de susto.
Pero Megan no la creyó y preguntó:
—Sarah, debo saber por qué tú y varias de las mujeres ni me miráis, ni me habláis. ¿Hice algo mal?
Al escuchar aquello, la muchacha la miró por primera vez a la cara.
—No es eso, milady. Pero no tengo el valor para expresarme.
Megan, tras maldecir, intuyó la razón.
—Mira, Sarah, yo en Dunstaffnage trabajaba en el castillo, como aquí lo haces tú, y mi mejor amiga era Gillian, la hija del laird. Y yo siempre he sabido que era la nieta de quien cuidaba los caballos del clan. No pretendo llegar aquí y, por el simple hecho de ser la esposa de vuestro laird, esperar que todos me beséis los pies. —Con una sonrisa que desarmó a la muchacha, añadió—: Pero lo que sí pretendo es formar parte de la gran familia que aquí existe. Aunque eso me va a ser muy difícil si nadie tiene el valor de explicarme por qué la mayoría de las mujeres no se atreven a mirarme.
—De acuerdo, milady —dijo tragando saliva para aclarar la voz e infundirse valor—. Nos han informado que sois una sassenach.
Al escuchar aquella palabra, Megan se tensó, pero viendo la angelical mirada de la sirvienta disimuló.
—¡Vaya! Qué rápido corren los rumores —murmuró intentando no entrar en cólera, mientras apretaba con fuerza las manos en la recia mesa de madera—. Me lo temía. Sabía que alguien iba a comenzar con ello.
—Milady, aquí todos hemos perdido a algún familiar a manos de los sassenachs. —Al pronunciar de nuevo aquella palabra, la muchacha vio cómo palidecían los labios de Megan, por lo que temblando rogó—: Por favor, milady. No os enfadéis conmigo, yo sólo he tenido valor para deciros lo que me habéis preguntado.
Soltándose de la mesa y tras respirar en profundidad un par de veces, Megan respondió con tranquilidad:
—Sarah, siempre te estaré muy agradecida por tu valor y tu sinceridad, y sólo espero que me des la oportunidad de poder demostrar quién soy a pesar de que la gente se empeñe en pensar que porque mi padre fuera inglés, él y yo somos malas personas.
—Lo siento si mis palabras os han ofendido —susurró—. Milady, en mí tenéis una amiga desde este instante.
—Gracias, Sarah —reiteró con una cansada sonrisa, viendo cómo de nuevo la sirvienta se ponía nerviosa al ver entrar a Margaret.
—Oh…, milady, disculpad —susurró la muchacha a punto del desmayo—. Si no me doy prisa en llevar estas bandejas, la señora se enfadará conmigo por haberme entretenido por el camino.
Megan, sorprendida por el cambio de actitud de la muchacha, preguntó:
—¿La señora?
—Sí —asintió pesarosa por haber hecho aquel comentario—. Margaret nos hace llamarla así. —Y con ojos suplicantes dijo—: Pero, por favor, no digáis nada. Sólo me causaría problemas.
—No te preocupes —sonrió con amabilidad al ver que Margaret se acercaba presurosa a ellas—. Continúa con tu trabajo.
Con premura, Sarah se encaminó hacia la cocina.
—¡Vamos, vamos, niña! —regañó Margaret, que dio unas palmadas al aire y se acercó a Megan—. Lleva esa bandeja a la cocina y vuelve para seguir llevando más.
—No la regañe a ella —atrajo su atención Megan—. Si estaba aquí, ha sido por mis preguntas.
—Oh, no os preocupéis —sonrió amablemente—. A veces hay que meterles la prisa en el cuerpo. Si no, sólo tontearían con los guerreros y harían poco más. Os recuerdo, milady, que al servicio hay que tratarlo con mano dura. ¿Qué le preguntabais?
—Sobre el tiempo que lleva trabajando para mi marido en el castillo —mintió percibiendo que aquella mujer empezaba a dejar de parecerle tan angelical.
Con un gesto altivo, Margaret se atusó el cabello y se sentó junto a Megan, pudiendo ésta comprobar que tenía una piel de porcelana, unos preciosos ojos verdes y un cabello rubio maravilloso.
—La familia de esa muchacha lleva años en estas tierras. Creo que la primera en trabajar fue su abuela, luego su madre y ahora ella.
En ese momento, aparecieron en el salón Duncan y Niall.
—¡Margaret! —dijo Duncan parándose ante ellas—. Tráeme una jarra de cerveza.
—Oh…, no hace falta —indicó Megan tendiéndole una jarra que había junto a ellas—. Aquí tienes una que…
—¡Ésa no me vale! —la despreció Duncan sorprendiendo a su mujer, que iba a decir algo cuando vio que Margaret se levantaba.
—¡Traeré otra! —dijo marchando hacia la cocina disimulando su mal humor.
Cuando quedaron solos Megan y su marido, ella le preguntó:
—¿Por qué has sido tan antipático con la pobre Margaret?
—¿Pobre? —Sonrió amargamente al decir aquello—. No me gusta esa mujer, no es una buena persona y, aunque mi abuelo se empeñe en defenderla, existe algo en ella que nunca me gustó —respondió viendo cómo Margaret se alejaba dando pasos firmes—. Por lo tanto, intenta no intimar mucho con ella. No creo que, tras mi llegada a Eilean Donan, permanezca demasiado tiempo aquí. —En ese momento, Megan bostezó haciendo sonreír a su marido—. ¿Te aburro con mi conversación?
—No, Duncan —se excusó con una sonrisa—. Pero estoy cansada del viaje y no hay nada que me apetezca más que dormir y dormir y dormir.
Él la miró y con una sonrisa omitió decir lo que a él le apetecía. Aunque no hizo falta, Megan lo supo con mirarle.
—Te acompañaré hasta nuestra habitación —se ofreció al observar el cansancio en la cara de su mujer.
—Si me acompañas, no dormiré —sonrió tontamente a su marido—. Subiré yo sola. Conozco el camino. Ve con tus hombres. Por sus miradas deduzco que desean hablar contigo.
Duncan, al ver la picardía en su mirada, sonrió.
—Tienes razón —asintió al mirar a sus hombres. Acompañándola hasta el inicio de las escaleras, dijo dándole un rápido beso en los labios—: No tardaré en subir.
Tras sonreír a su marido, Megan comenzó a subir las escaleras que la llevarían hasta la habitación de Duncan, ahora de ambos. Cuando caminaba por el corredor, se paró ante la arcada de la habitación de Zac. Con sigilo la abrió y sonrió al ver al niño plácidamente dormido en su cama junto a su perro. Cerrando la puerta, se dirigió hasta su habitación, aunque, al pasar ante la de Marlob, escuchó voces, pero sin prestar atención continuó su camino.
Una vez que cerró la pesada arcada de su cuarto, se apoyó en ella mientras el fuego encendido del hogar le proporcionaba tranquilidad, y las pieles que cubrían el suelo, calidez. Con curiosidad, sus negros ojos recorrieron la habitación que hasta su matrimonio había pertenecido a su marido y se maravilló al observar con detenimiento el bonito tapiz de la pared.
«Menos mal que no es feo como el del salón», pensó Megan y sonrió.
Sin poder resistir el encanto de los almohadones que descansaban bajo la ventana, fue hasta ellos. Sentada allí, sus ojos volaron desde el precioso candelabro de metal que descansaba encima del hogar con anchas velas altas de pura cera de abejas, hasta la maravillosa cómoda de roble tallada a juego con el armario, las mesillas y las sillas. Al mirar hacia la enorme cama con dosel, un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando imaginó las escenas que viviría encima de la misma con su musculoso y ardiente marido.
Cansada y agotada por el viaje, se levantó, se cepilló su melena y se desnudó. Desató los lazos de su gastado vestido y, sin prestar mucha atención, se lo quitó y lo tiró encima de un baúl. Al abrir el armario, vio su escasa y vieja ropa colocada junto a la de su marido y eso le gustó. Se quitó la camisa de lino que llevaba, se aseó y cogió otra limpia para dormir. Tras echar un par de troncos para avivar el fuego del hogar, se quitó la daga que llevaba sujeta al muslo y la dejó junto al cabecero de la cama. Cuando abrió los cobertores, se sumergió en la cama. Poco después, quedó profundamente dormida.
En el salón, las conversaciones de los hombres se extendieron más de lo que Duncan esperaba. Noticias sobre Robert de Bruce habían llegado un día antes de su irrupción en el castillo y, como era de esperar, pronto viajaría a Stirling para reunirse con él. Con sigilo, entró en la habitación y, tras buscar a su mujer en la cama, sonrió al comprobar que estaba hecha un ovillo en el centro. Con la felicidad instalada en su rostro, echó un tronco al hogar. Las noches cada vez se volvían más frías y eso se notaba en el ambiente. Volvió de nuevo a la cama. Se quedó embrujado mirando a su mujer y con cuidado observó cómo los cortes en su cuello y la herida del brazo sanaban muy bien. ¿Quién le hubiera dicho unos meses atrás que Megan le robaría el corazón?
Parecía frágil e indefensa, cosa que no era, pero sí muy bella y sensual. Atontado por cómo Megan era capaz de tocarle su corazón, se desnudó y se deslizó con cuidado dentro de la cama. De nuevo sonrió al sentir cómo ella, sin despertarse, buscaba el calor de su cuerpo mientras farfullaba palabras ininteligibles. Duncan, al sentirla entre sus brazos, tragó saliva mientras oía los propios latidos de su corazón y la observaba con infinita adoración. En ese momento, la abrazó con fuerza, sintiendo un impulso irrefrenable de hacerle el amor, pero, tras besarla en la frente, aspirar el olor de su cuerpo y escuchar su pausada respiración, decidió respetar su sueño. Cerrando los ojos se quedó dormido sintiéndose en esos momentos el hombre más feliz de las Highlands.