Capítulo 21

Las tierras de Seamus Steward lindaban con las de McPherson. Durante años, la convivencia había sido excelente a pesar de los pequeños incidentes que Sean, el hijo menor de los Steward, ocasionaba de vez en cuando. Tras casi un día entero de camino con las orejas bien abiertas, los tres lairds, junto a Niall, Anthony y un centenar de guerreros, se adentraron en aquellas escarpadas tierras, donde pronto se sintieron observados. A pesar de ello, continuaron su camino sin vacilar hasta adentrarse en el patio del castillo, donde Seamus les recibió con una grata sonrisa, que se diluyó de su cara en cuanto reconoció entre ellos a Anthony, el sassenach que se había casado con su hija.

—McPherson, McRae, McKenna —saludó Seamus—, sois bienvenidos a mis tierras, aunque no puedo decir lo mismo de ese sassenach. ¿Qué hace con vosotros?

McPherson lo conocía muy bien y sabía que siempre había sido un hombre justo y prudente, no como su hijo Sean.

—Seamus —dijo McPherson al escucharlo—, ¿dónde está tu hospitalidad de highlander?

El hombre no respondió a esa pregunta y mirándoles asintió.

—Pasad y sed bienvenidos —gruñó. Y señalando a Anthony, que le miraba muy serio, dijo—: Pero él no. En mi casa no entra ningún inglés.

—¿Acaso has olvidado que la sangre escocesa también corre por sus venas? —vociferó Duncan, montado aún en su caballo.

—Seamus, este hombre está casado con tu hija, no lo olvides —añadió McPherson atrayendo la atención de su amigo.

—Si nos hubiera advertido que su sangre estaba contaminada —bramó Seamus—, ¡nunca hubiera consentido ese matrimonio!

Anthony escuchaba con la rabia instalada en su cara. Pero necesitaba contener su ira. Un mal gesto, una mala palabra y Briana podría sufrir.

—Pero ahora es su marido ante los ojos de Dios y de la Iglesia —afirmó Lolach—. Y como tal os la reclama.

—¡Conseguiré anular este absurdo matrimonio! —respondió Seamus—. Y que te quede muy claro, sassenach —gritó señalando a Anthony que seguía en el caballo a pesar del dolor de su hombro—. ¡Mi hija nunca volverá contigo! No consentiré que mi sangre se mezcle con la tuya.

La rabia corrió por las venas de Duncan al escuchar aquello, sintiendo como propia la angustia y el sufrimiento que había padecido Megan toda su vida.

—Ya lo ha hecho —anunció Duncan—. Tu hija está esperando un hijo de él.

Enloquecido por la rabia, Seamus miró a los que hasta ayer habían sido sus amigos.

—¡Mentira! —bramó Seamus—. No consentiré que mi hija traiga a este mundo a ningún bastardo inglés. Antes se lo saco yo mismo de sus entrañas.

—Tened cuidado con lo que decís de mi esposa, señor —dijo Anthony mirándole muy seriamente—. Y os aclararé solamente una vez que mi hijo no es ni será ningún bastardo.

—¿Ah, no? —rio Seamus, despectivo—. ¿Acaso crees que yo permitiré que ese engendro lleve el apellido Steward?

—Esto es increíble —murmuró Niall, anonadado por el odio que desprendían aquellas palabras—. ¡Por todos los santos, Seamus! ¿Cómo puedes pensar así de tu nieto?

—¿Nieto? ¡Yo no tengo ningún nieto! Y lo que no entiendo es cómo vosotros estáis de su lado —siseó Seamus mirándoles—. Sois escoceses, highlanders para más señas, y él es el enemigo. Hemos luchado juntos muchas veces. ¿Dónde están vuestros ideales?

—Lo que dices —mencionó Lolach— nada tiene que ver con nuestros ideales.

—Oh…, claro, ya entiendo —dijo Seamus con ironía—. Entonces, son ciertos los rumores: os habéis casado con unas sassenachs.

—¡Seamus! —advirtió Duncan endureciendo la voz y la mirada—. Nadie hablará delante de mí de mi mujer y su familia. Y ¡nadie! osará insultarles estando yo presente. Por lo tanto, mide tus palabras si no quieres que existan problemas entre nosotros.

—Me uno a las palabras de Duncan —asintió Lolach cuadrando sus hombros.

—¡Vamos a calmarnos todos! —propuso Niall al ver el enfado de su hermano—. Entrad en el castillo, yo me quedaré con Anthony. —Mirando a su hermano le indicó que se relajara en el preciso instante en que Sean, el hijo de Seamus, aparecía con varios hombres.

—¡Padre! —exclamó con los ojos coléricos—. Ningún simpatizante de los sassenachs es bienvenido en nuestra casa —y acercándose a Anthony escupió—. Te dije que si te volvía a ver, te mataría.

Anthony, mirándole desde su caballo y sin amilanarse, respondió:

—Te advertí que volvería. ¡Y aquí estoy dispuesto a recuperar a mi mujer!

—¡Olvídate de ella! —chilló Sean sacando su espada en el mismo instante en que Niall se interponía entre ellos para intentar mediar—. ¡Quítate, McRae, si no quieres que mi espada te atraviese por defender a un apestoso inglés!

—¡Steward! —gritó Duncan al ver el filo de la espada cerca del corazón de su hermano—. Baja ahora mismo tu espada, si no quieres que vaya yo a quitártela.

El muchacho, un soberbio malcriado, le miró y sonrió con desprecio.

—Halcón, no me das ningún miedo —respondió retándole.

Duncan, a quien nunca le había gustado aquel muchacho, tomó las riendas de su semental con una mirada que helaba el infierno. Se acercó a él y, aún viendo la espada cerca de Niall, se inclinó sobre su caballo para aproximarse a Sean.

—Te juro por la sangre de mis antepasados que, como toques a mi hermano, te mato aquí y ahora.

Dicho esto, Sean bajó la espada y Duncan regresó a su posición.

—Ten cuidado, Sean —siseó Niall, enfurecido—. Sólo intentamos que no cometas ningún acto del que luego puedas arrepentirte.

—De lo que me arrepiento es de no haberlo matado cuando tuve oportunidad.

En ese momento, se abrió la arcada de la entrada y apresuradamente salió una mujer castaña seguida por dos más mayores. Zafándose de ellas y desoyendo las órdenes de Seamus, se metió entre los caballos y se abalanzó sobre Anthony, que al verla desmontó de su caballo y la abrazó.

—Oh… Anthony —gimió Briana—. ¡Pensé que habías muerto!

—Estoy bien, tesoro —sonrió al verla, aunque se preocupó al distinguir las azuladas marcas que tenía bajo los ojos—. Te dije que volvería a buscarte, y aquí estoy.

Estupefacto por el rumbo que estaba tomando aquello, Sean, al ver a su hermana en brazos de aquel hombre, se tiró del caballo enloquecido y gritó:

—¡Suelta a mi hermana, maldito inglés!

Después de mirar a su hermano, Niall desmontó del caballo también.

—¡Briana! —vociferó Seamus—. Vuelve inmediatamente dentro. ¡Te lo ordeno!

—No, padre —gritó angustiada—, prefiero estar muerta que continuar viviendo así. —Y sacando una daga de su manga dijo mirando a su hermano—: Si te acercas a mi marido o a mí, te juro que te mato. ¡Te odio! No volverás a tocarle, ni a él, ni a mí.

—¡Maldita seas! —escupió Sean mirándola con odio—. Te traté como lo que eres.

Aquel cruce de palabras dio que pensar a todos, pero fue Anthony quien habló:

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó mirando a su mujer, que temblaba como una hoja—. ¿Qué te hizo? —Al ver que ella no respondía, miró a Sean y, sacando su espada, preguntó respirando con dificultad—: Maldito seas. ¿Qué le has hecho a mi mujer?

—Tranquilo, Anthony —dijo Niall asiéndole por el brazo—. No merece la pena.

—¡Seamus Steward! —gritó Duncan al ver lo que allí podía ocurrir—. Pídele a tu hijo que guarde su acero e intentaremos solucionar esto con tranquilidad.

—¡Eres una furcia! —dijo Sean desencajado, dejando a todos, incluido su padre, sin palabras y negando con la cabeza—. Y, como tal, te traté.

—Te odio —gimió Briana al escucharle.

Pero Sean prosiguió:

—Esta vez, además de matarle a él, te entregaré a mis hombres para que usen y disfruten lo que yo ya usé.

El horror del significado de las palabras de Sean hizo que los presentes clamaran al cielo.

—¡Cállate! —gritó Briana al ver la cara con que la miraban Anthony y los demás—. Te odiaré toda mi vida por lo que me hiciste.

—¡Dios santo! —murmuró Niall, incrédulo por lo que estaba oyendo.

—Hijo, ¿qué has hecho? —gimió Seamus al escucharlo mientras todo el vello del cuerpo se le erizaba.

De pronto, el silbido de una flecha sorprendió a todos. Directa fue a clavarse en el pecho de Sean, que cayó fulminado al suelo.

Todos siguieron la dirección de la flecha y se quedaron sin palabras cuando vieron que quien la había lanzado era Marbel, madre de Sean y Briana, que rota de dolor lloraba por lo que acababa de hacer y escuchar.

Los soldados de Sean, al verlo yacer en el suelo, se descontrolaron: unos huyeron bosque a través y otros se lanzaron al suelo pidiendo clemencia. McPherson, Lolach y Duncan observaban atónitos lo que acababa de suceder. Anthony abrazó a Briana, que se desmayó entre sus brazos por la impresión.

Seamus, conmocionado, se acercó a Sean, su adorado pero terrorífico hijo. Tras cerrarle los ojos con sus manos, se volvió hacia Marbel, que todavía con el arco en las manos se acercaba hacia ellos.

—Mujer —balbuceó desesperado—, ¿qué has hecho a nuestro hijo?

—No la creí —susurró Marbel plantándose delante de su marido con la cara empapada por las lágrimas—. Nuestra hija me lo contó, pero yo no la creí. Pensé que mentía. ¡La llamé mentirosa! —Agachándose junto al cadáver de Sean, con delicadeza le colocó el flequillo—. Mi adorado hijo, mi amado niño. Hace tiempo dejó de ser un buen hombre para convertirse en un mal guerrero, pero yo siempre se lo perdoné por el amor que le profesaba, pero —dijo levantándose para acercarse a Briana, que comenzaba a reaccionar y abría los ojos—, por mucho que le quiera, no puedo perdonar lo que él ha confesado que hizo a su hermana. ¡Ella también es mi hija! —gritó mirando a su marido, Seamus, que la escuchaba con lágrimas en los ojos.

—Pero él… —Seamus intentó continuar, pero, al ver a su hija abrazada a aquel hombre, que a pesar de todo había vuelto a por ella, no pudo hacerlo.

—Laird Steward —anunció Anthony, a quien la rabia por el sufrimiento de su mujer le estaba matando—, Briana es mi mujer y se vendrá conmigo.

—Anthony —murmuró Marbel mirándole con los ojos y el corazón destrozados por el dolor—, llévala contigo y cuídala como no hemos sabido hacerlo nosotros.

—Madre —sollozó la muchacha abrazándola—, te haré llegar noticias mías.

—Que Dios te acompañe, hija mía —deseó la mujer tras besarla.

Briana intentó hablar a su padre, pero él negó con la cabeza, se agachó y comenzó a llorar abrazado a su hijo, mientras su mujer se internaba en el castillo sin mirar hacia atrás.

—Será mejor que nos marchemos —señaló Duncan mirando a Lolach y Niall, que asintiendo montaron en sus caballos.

McPherson tocó el hombro de su amigo Seamus y entendió su dolor. Él también había perdido un hijo.

—Steward —murmuró McPherson antes de partir—, lo siento.

Y, sin decir nada más, Anthony, Briana y el resto marcharon de las escarpadas tierras de los Steward.