Por la mañana, cuando Megan despertó, miró a su alrededor desconcertada. ¿Dónde estaba? Rápidamente, la realidad volvió a ella y recordó. Se incorporó con cuidado y miró de reojo hacia la cama. Estaba vacía. No había rastro de Duncan. Más tranquila, se tumbó y, cuando su cabeza se encontró con un mullido cojín, recordó no haber cogido ninguno la noche anterior. Dedujo que Mary debía de habérselo puesto allí. Hacía frío, en el hogar sólo quedaban rescoldos, por lo que, sentándose de nuevo, se desperezó, hasta que escuchó unos golpes en la arcada. Antes de que ella pudiera decir nada, Mary entró con una bandeja de comida.
—Milady, ¿qué hacéis en el suelo? —preguntó la muchacha, sorprendida.
—¡Mary! —dijo levantándose con el pelo enmarañado—. No se te ocurra contar a nadie que me has visto durmiendo ahí. Mi marido y yo hemos discutido y…
—Milady, tranquila —musitó la muchacha dejando la bandeja encima del arcón—. No diré nada, pero traeré más pieles por si esta noche volvéis a dormir ahí. No creo que el suelo sea el lugar más cómodo para vos.
—Te lo agradezco —sonrió mirándola—. No tengo intención de compartir el lecho con ese animal.
—Oh, milady, siento escuchar eso. Seguro que vuestro esposo no permite que durmáis otra noche en el suelo. Siempre me ha parecido un hombre muy amable y justo. No entiendo que os trata así.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —La criada asintió—. Siempre que mi marido ha venido aquí, ¿ha compartido lecho con Berta?
—Pues… —Vaciló antes de contestar, pero no podía mentirle—. Milady, para seros sincera, no todas las veces que ha venido ha compartido lecho con ella. Pero sí es cierto que ella le persigue hasta la saciedad. ¡Es muy pesada con él! Y más de una vez ha presumido ante todos de que ella era la preferida de vuestro marido.
Al escuchar aquello, algo se encogió en su estómago. Aquella fulana decía la verdad cuando le escupió que Duncan había compartido su cama.
—Pero también es cierto, milady, que Berta calienta el lecho de muchos hombres. Hasta que llegasteis ayer, calentaba el lecho de Kieran O’Hara.
—Me imagino —resopló indignada, y al escuchar aquel nombre preguntó—: ¿Kieran O’Hara vive aquí?
—Oh, no. Él vive en Aberdeen, aunque visita muy a menudo esta fortaleza. Mi laird agradece las visitas desde que murieron lady Naira y su hijo. Kieran es el hijo mayor del laird Breaston y lady Baula, y aunque se empeñe a veces en parecer rudo e insensible, no lo es tanto como el salvaje de su hermano James. Es amable con todos nosotros y, si puede, incluso nos ayuda en lo que necesitemos. Kieran era muy amigo de Gabin, el fallecido hijo de nuestro laird.
—¿De qué murió Gabin?
—Unos sassenachs durante una incursión… —susurró bajando los ojos—. Fue terrible cuando Stoirm llegó hasta nosotros con Gabin muerto.
—Lo siento —murmuró apenada, e intentando cambiar de tema preguntó—: ¿Quién es Stoirm?
—Stoirm era el caballo de Gabin. Lady Naira se lo regaló poco antes de morir, cuando él cumplió diez años. Siempre ha sido un animal muy querido y considerado por todos, hasta que Gabin murió.
—¿Está en la fortaleza?
—Sí, pero no sé por cuánto. —Mary meneó la cabeza—. A pesar del cariño que nuestro laird siente por el animal, desde que murió Gabin el caballo se ha vuelto salvaje. Varios de nosotros hemos sido mordidos o pateados cuando nos hemos acercado a darle de comer. Y no me extrañaría que nuestro laird lo termine sacrificando. Sinceramente, milady, Stoirm no hace más que dar problemas.
En ese momento, se abrió la arcada. Era Shelma.
—Buenos días a las dos. —Luego, viendo las pieles en el suelo, miró a su hermana y preguntó—: ¿Has dormido tú ahí?
—Sí —asintió molesta—. Mi amado y querido señor me indicó que estaba demasiado agotado anoche para retozar con Berta y que el lecho era para su propio descanso.
—Oh… —suspiró Shelma mirando indignada a su hermana y a Mary—, lo siento. ¡Maldito cabezón!
—Shelma —sonrió Megan—. He dormido estupendamente, y yo lo preferí. No quería compartir el lecho con él.
—Miladies, tengo que marcharme —se excusó la criada—. Si necesitáis algo, estaré por las cocinas.
Con una sonrisa, Mary abrió la arcada y desapareció.
Sentándose ambas encima de la cama, en la que anteriormente había dormido Duncan, comenzaron a comer, mientras Shelma le contaba los pormenores de su noche con Lolach. Megan la escuchaba sintiendo un pequeño pellizco en el corazón.
Una vez que acabaron de comer, decidieron bajar al gran salón. No había nadie, por lo que salieron al exterior a través de los grandes portalones de la fortaleza. Allí había varios guerreros practicando con sus espadas, quienes al verlas las silbaron. Ellas, sin mirarlos, continuaron su camino sonriendo hasta que unas voces atrajeron su atención. Eran Myles y Mael que, vociferando, ordenaban a los guerreros respeto para sus señoras, por lo que las voces cesaron para dar paso al sonido del acero al chocar y los resoplidos de los hombres al luchar.
—Ven —dijo Megan tomando a su hermana de la mano—. Vayamos a visitar a lord Draco.
Entraron en las cuadras y lord Draco relinchó con alegría al verlas. Besaron la cabeza al caballo mientras le susurraban palabras en inglés que el animal agradeció.
—Buenos días, miladies —saludó de pronto un muchacho pecoso y bajito que debía de ser el mozo de cuadra—. ¡Excelente caballo!
—Buenos días —saludaron ellas.
—Miladies, soy Rene, el mozo de cuadras. —Sonrió con agrado mientras soltaba una bala grande de heno fresco—. ¿Cuántos años tiene este magnífico ejemplar?
—Ufff… —sonrió Shelma acariciando dulcemente al caballo.
—Exactamente, veinte años —respondió Megan—. Me lo regalaron mis padres cuando cumplí seis años.
De pronto, unos golpes y unos relinchos comenzaron a sonar casi al lado de ellas, lo que hizo que se movieran con rapidez junto a Rene.
—¿Qué le pasa a ese caballo? —preguntó Shelma observando por primera vez al caballo pardo que daba patadas a las maderas y se movía con nerviosismo.
—No os asustéis, miladies —contestó el muchacho.
Megan observó al animal con curiosidad. Era una auténtica belleza y un maravilloso semental que parecía mirarla a través de aquellos ojos redondos y oscuros como la boca del infierno.
—Es Stoirm —señaló el mozo—, y su particular modo de indicaros que no le gustan las visitas.
—Tranquilo. No nos asustamos. Nos hemos criado entre ellos y ¿sabes, Rene? Si mi abuelo estuviera aquí, le diría a mi hermana que se ocupara de él. Se le dan muy bien los animales, en especial los caballos ariscos y toscos.
Megan, al escucharla, sonrió.
—Dudo, milady, que vuestro abuelo le indicara que se acercara a ese caballo.
—¿Le sacáis a que corra? —preguntó Megan observando las largas patas del animal heridas—. Un caballo así no puede estar metido todo el día en una cuadra.
—Imposible —aseguró Rene entendiendo lo que ella quería decir—. Es inútil, el animal nos ataca. ¿Veis esas heridas? Hemos intentado curárselas infinidad de veces.
—¿Cuánto tiempo lleva comportándose de ese modo? —preguntó Shelma.
—Va para un año —respondió viendo el horror en los ojos de las muchachas—. Sé que es terrible lo que digo, pero este animal está sentenciado a muerte.
—¡Qué horror! —se escandalizó Megan observando al animal.
—¿Qué ha hecho este caballo para que esté sentenciado a muerte? —preguntó Shelma sin entender nada.
—Ser el caballo del hijo muerto del laird McPherson y enloquecer —respondió finalmente Rene.
Continuaron conversando en las cuadras hasta que decidieron marcharse de allí para que Stoirm se tranquilizara. Incrédulas por lo que habían escuchado, lo comentaban cuando vieron al gigante de Ewen junto a Zac, que corría divertido con su perro.
—Buenos días, Ewen —sonrió Megan acercándose a él y a su hermano, a quien rápidamente agarró y comenzó a besar haciendo que el niño se retorciera y se apartara de ella.
—Buenos días, miladies —saludó afablemente. Ewen era un hombre de pocas palabras.
—¡Megan! —protestó Zac con cara de enfado—. ¡Deja de besarme como si fuera un bebé! ¡Suéltame!
Megan, divertida, le miró y le soltó. Zac crecía pero ella se negaba a verlo.
—¡Pero, bueno! —sonrió Shelma—. ¿Desde cuándo no eres un niño?
—Ahora ya soy un hombre —anunció haciéndoles sonreír—. Tengo mi propia daga, y siempre me decíais que no podría tener mi propia daga hasta que fuera un verdadero hombre.
—De acuerdo —asintió Megan sonriendo a Ewen—, intentaré recordar que no eres un niño.
—Íbamos hacia el lago —comunicó Ewen—. ¿Deseáis venir con nosotros?
—Quizá más tarde —contestó Shelma, que deseaba visitar la aldea.
Una vez que se despidieron de ellos, se encaminaron hacia la aldea. Cuando estaban llegando, unas voces atrajeron su atención. En la aldea ocurría algo y, agarrando sus faldas, comenzaron a correr.
Las mujeres y los ancianos se arremolinaban alrededor de un pozo. Un niño había caído y su madre, al intentar ayudarlo, había caído tras él.
—¡Llamad a alguno de los guerreros! —chilló Megan asomándose al pozo—. ¿Estáis bien? —Pero sólo escuchó los sollozos del niño. La mujer no contestó.
—Mi mamá se ha caído —lloraba una niña, nerviosa y temblorosa—. Mi mamá y mi hermano Joel se han caído ahí dentro.
—¿Dónde están los hombres? —gritó Shelma, histérica, sin atreverse a acercarse al pozo.
—Están trabajando en la construcción del castillo, señora —gritó una mujer agarrando a sus dos hijos.
Las mujeres, histéricas, miraban por la boca del pozo, pero nadie hacía nada, por lo que Megan dijo a su hermana:
—Corre a buscar a Myles y pídele que traiga una soga larga. —Sentándose en el borde del pozo, sacó su daga y observó dónde poner los pies—. Iré bajando.
—¡¿Estás loca?! —gritó Shelma acercándose al pozo para cogerla del brazo, pero su hermana se soltó de un tirón—. Espera que traigamos la soga y te atemos a ella para bajar. Sin nada, puedes matarte.
—Shelma, ¿recuerdas la angustia que pasaste cuando caíste al pozo de Mauled? —Ella asintió asustada—. ¡Pues, cállate! Un niño y su madre están ahí abajo y alguien tiene que ayudarlos.
—Milady —dijo un anciano—. Esperad, bajaré yo.
—Ni hablar —negó con la cabeza Megan—. Mis brazos son más fuertes para agarrarme, pero sí necesitaré que traigáis pieles. Cuando salgamos, las necesitaremos para taparnos, ¿de acuerdo?
—Aquí las tendré, milady —asintió el hombre.
Shelma se retorcía las manos con nerviosismo.
—Que alguien vaya a buscar una cuerda fuerte, ¡ya! —les gritó Megan mientras con cuidado buscaba dónde agarrarse.
—Ve a la fortaleza y busca a Myles o a Mael —gritó Shelma a una mujer sin percatarse de que era Sabina, la furcia de la noche anterior, que salió corriendo asustada, pero a su casa en lugar de ir al castillo. ¡No pensaba ayudar a la mujer que la noche anterior la había avergonzado!
Shelma miraba cómo su hermana bajaba y la oscuridad poco a poco se la tragaba.
—¿Vas bien?
—Sí, tranquila —asintió Megan.
En un par de ocasiones, le fallaron los pies y las manos, pero poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Con cuidado fue clavando la daga a la piedra del pozo y bajando. De pronto, una mano se le resbaló y notó cómo algo punzante rajaba su piel del brazo.
—¡Maldita sea! ¡Qué dolor! —Se mordió los labios al tiempo que escuchaba los sollozos del niño—. Tranquilo, Joel, ya llego.
La arenilla del pozo le entraba en los ojos y sintió cómo se le ponía la carne de gallina al sentir la humedad y el frío. Al mirar hacia abajo, distinguió al niño agarrado a una piedra, pero la madre flotaba intentando no hundirse.
—¡Dios mío! —susurró. Sin pensárselo, se dejó caer al agua para agarrar a la mujer mientras gritaba—: Joel, no te preocupes. Ahora mismo nos sacan de aquí.
Con las manos doloridas y ensangrentadas, se agarró como pudo de una piedra y, sacando fuerzas de donde no las tenía, clavó la daga en la pared y arrastró a la mujer con ella.
—Tranquila. Agárrate aquí.
—Milady, mi hijo —susurró la mujer a punto de perder la consciencia.
—Joel está bien —dijo dolorida. La herida de su brazo sangraba, pero ya la curaría. Ahora necesitaba que la mujer no se desmayara—. ¿Cómo te llamas?
—Lena —murmuró la mujer cerrando los ojos, mientras los dientes le castañeteaban.
—¡Lena! Soy Megan, la mujer del laird McRae —gritó zarandeándola mientras tintaba de frío—. Necesito que me ayudes. ¡No cierres los ojos! Si te desmayas, no tendré fuerzas para agarrarte a ti y a Joel. ¡Por favor! No los cierres. Aguanta hasta que lleguen, no tardarán.
—Lo intentaré, milady —asintió la mujer.
En el exterior, un gentío cada vez más numeroso se arremolinaba alrededor del pozo. Shelma miraba a su alrededor desesperada. ¿Dónde estaría la ayuda?
—¿Qué ocurre? —preguntó Anthony, el inglés herido.
—Anthony —susurró Shelma, temblorosa—. Una mujer y su hijo han caído, y Megan ha bajado para ayudarles, pero la oí caer y no me habla. ¡Oh, Anthony!
Con celeridad Anthony se asomó al pozo, y al no ver nada se volvió hacia el gentío que miraba con cara angustiada.
—¡Una cuerda, maldita sea! —gritó el hombre. Al ver que nadie acudía, corrió hacia la fortaleza, donde encontró a Myles y al resto, que al ser alertados corrieron hacia el pozo con una larga cuerda.
Con gesto de preocupación, Shelma los vio llegar.
—Rápido, Myles —chilló Shelma, blanca por el miedo—. Echa la soga para que mi hermana pueda subir.
—¡Milady! —gritó Myles, mientras Mael apartaba a la gente del pozo para que quedara espacio.
—¡Myles! —respondió Megan desde la oscuridad, agotada de sujetarse con una mano a la pared y agarrar con la otra a la mujer—. Echa la cuerda. Ataré a la mujer. Tirad de ella con cuidado. Luego volved a echarla para sacar al niño. ¡Rápido!
—Traed pieles o mantas —exigió Anthony.
—Aquí las tenéis —respondió un anciano llegando junto a él.
Con cuidado, Myles, Mael y Anthony fueron subiendo poco a poco a la mujer, que al ver la luz finalmente se desmayó.
—Mi palito —pidió el niño. Megan, al mirarle, sonrió. Cruzando el pozo a nado, cogió el palo y se lo entregó, ganándose una encantadora y mellada sonrisa.
—Caíste al pozo por esto, ¿verdad? —El niño, tiritando como ella, asintió—. Tienes que prometerme que nunca más volverás a colgarte de la pared del pozo. ¡Es muy peligroso! Esta vez te he podido sacar, pero, si vuelves a caer, quizá yo no esté aquí para salvarte. —El niño volvió a asentir, mientras la cuerda caía de nuevo a su lado—. Ahora ven —y comenzó a atarle la soga alrededor del cuerpo, notando cómo sus manos le fallaban por el frío y el dolor—. Ahora, agárrate a la cuerda. Nos vemos arriba, ¿de acuerdo?
El niño asintió.
—Myles —gritó, aunque su voz era más suave—. ¡Tira!
Esta vez, sin mucho esfuerzo, el niño salió del pozo.
McPherson y sus invitados llegaban en aquel momento a lomos de sus sementales de visitar las obras del futuro castillo. Al llegar a la gran arcada exterior de la fortaleza observaron con curiosidad el tumulto de gente.
—¿Qué ocurre allí? —preguntó Lolach en el momento en que se abrió el portón de la fortaleza.
Mary, sin color en la cara, corría. McPherson, que ya se había bajado de su caballo, la agarró del brazo y le preguntó:
—¿Qué ocurre en la aldea?
—Señor —susurró temblona porque lo que había escuchado no le había gustado nada—. Alguien ha caído al pozo, y lady Megan se ha metido para sacarle.
—¡¿Cómo?! —exclamó Duncan comenzando a correr seguido por Lolach y el resto. Según se acercaba al gentío, una enorme angustia comenzó a apoderarse de su cuerpo. ¿Qué hacía su mujer metida en el pozo?
Myles, que había tirado la cuerda, esperaba la orden para subir a su señora, pero esta vez Megan no tuvo fuerzas para gritar. El frío estaba comenzando a hacer mella en su cuerpo, por lo que como pudo, torpemente, se ató, y dio un par de tirones a la cuerda aunque no lo suficientemente fuerte para que ellos lo notaran.
Duncan llegó hasta el pozo. Vio a la mujer y al niño temblando tapados con las pieles, pero ¿dónde estaba su mujer?
—Mi laird —indicó Myles al verle llegar con cara inexpresiva—, milady es la siguiente en salir, estamos esperando que nos dé la orden.
—Está tardando mucho —sollozó Shelma mirando hacia el interior del pozo. Ni siquiera la cercanía de Lolach podía tranquilizarla—. ¡Megan!
Abrumado por los acontecimientos, Duncan apoyó sus manos en el pozo y miró a su interior con intención de lanzarse. La oscuridad lo llenaba todo, y con ello su alma. Ella estaba ahí abajo y no era capaz de verla.
—¡Megan! —bramó Duncan con fuerza, sentándose en el bordillo del pozo, dispuesto a bajar a por ella.
—Subidme —gimió lo suficientemente alto para que la escucharan.
Myles, Anthony y Mael volvieron a tirar de la cuerda. Poco a poco, la soga ascendió al tiempo que la impaciencia de Duncan crecía. Hasta que de la oscuridad emergió aquella que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando. Se la veía empapada, con el pelo enmarañado, las ropas sucias y chorreando. Mary salió corriendo hacia la fortaleza, donde ordenó que subieran a la habitación una bañera con agua caliente.
—Ya te tengo —suspiró Duncan balanceando su cuerpo para agarrar a su mujer y cogerla antes de que llegara a la superficie.
Ella estiró su mano y una corriente de tranquilidad se adueñó de ambos cuando Duncan la asió con fuerza. Al tenerla arriba, la abrazó con ansia notándola temblar de frío. Pero ya estaba con él. Con rápidos movimientos, Lolach le desató los nudos del cuerpo, y Duncan, sin hablar con nadie pero abrazándola con fuerza, se encaminó hacia la fortaleza, donde su mujer podría entrar en calor. Kieran observó la angustia en su cara y apartándose lo dejó pasar.
Al ver cómo Duncan agarraba a su hermana y la abrazaba, Shelma sonrió. Ese highlander cabezón la quería. ¡Gracias al cielo! Por lo que, tras abrazar a su marido, miró hacia la mujer y el niño, y tomando las riendas de la situación dijo:
—Llevad a esta mujer y a su hijo a casa —ordenó a unos soldados—. Necesitan calor. —Luego, mirando a Anthony, dijo viendo cómo la sangre enrojecía las vendas—: El esfuerzo ha debido de saltarte algún punto. Vuelve a la cabaña, ahora iré a curarte.
Volviéndose hacia los capitanes de la guardia que ella conocía gritó:
—¡Mael! Necesito que vayas a mi habitación y me traigas la talega con mis medicinas. ¡Myles! ¿Podrías traerme algo para vendar? ¡Vosotros, coged a la niña y llevadla con su madre!
—¡Das más órdenes que un guerrero! —rio Lolach al observar cómo su mujer manejaba a toda aquella gente—. Veo que diriges y mandas muy bien.
—¿Tú crees? —inquirió dedicándole una maravillosa sonrisa, y luego, acercándose a él, le dijo entre susurros—: Si a Megan la llamaban la Impaciente, debes saber, esposo mío, que a mí me llamaban la Mandona.
Con una divertida sonrisa, se volvió para seguir a los guerreros que llevaban a la mujer y al niño, y con picardía Shelma sonrió a su marido, que divertido por aquel último comentario la siguió.
Duncan llegó a la fortaleza, donde subió las escaleras de dos en dos. Cuando alcanzó la puerta de su habitación, de una patada la abrió y encontró a Mary encendiendo el hogar. Poco después, entraron unos criados con una bañera, que llenaron con varios cubos de agua caliente. Duncan esperó a que salieran. Con el ceño fruncido y angustiado, le quitó las ropas empapadas y sucias a su mujer, que castañeteaba los dientes de frío.
—Laird McRae —dijo Mary antes de cerrar la arcada—. Si os parece, pediré que le suban un caldo caliente. Eso la reconfortará.
—Es una excelente idea —asintió Duncan, y volviéndose hacia ella la llamó—: ¡Mary!
—¿Señor? —preguntó mirándole sorprendida al ver que recordaba su nombre.
—Gracias por todo —susurró mientras ella, sonrojándose, cerraba la puerta.
Cuando quedó con su mujer a solas, la miró inquieto. Aún tiritaba. Cogiéndola en brazos la llevó hasta la bañera, donde la metió poco a poco, notando cómo los vapores y el calor hacían que el color volviera a sus mejillas. Duncan la lavó, la envolvió en una piel, la metió en la cama y se tumbó junto a ella para darle su calor. Mientras la observaba, el miedo que había pasado por ella desaparecía junto a su enfado.
¿Por qué su mujer tenía que ser tan intrépida? ¿Acaso no tenía miedo a nada?
Tenerla junto a él le reconfortaba. Sabía que estaba a salvo. Sin poder contener sus impulsos, le repartió dulces besos por la cara, hasta que finalmente acabó en sus labios. Megan, al notar que la calidez y el calor volvían a su cuerpo, abrió los ojos y se sorprendió cuando se encontró entre los brazos de su marido, que la miraba muy serio.
—No vuelvas a hacer lo que has hecho. Te lo ordeno —le susurró con tanta dulzura que pareció cualquier cosa menos una orden.
—No me ordenes las cosas —sonrió al escucharlo—, o tu vida será un infierno, Halcón.
Escuchar su voz le hizo sonreír, y sin apartar sus ojos de ella preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—Sí —asintió encantada por aquella cercanía—, y me encontraré mejor cuando dejes de mirarme con esa cara tan seria. —Luego, frunciendo el ceño, dijo notando el dolor del brazo—: Duncan, tengo que pedirte un favor.
—Dime.
—Necesito mi talega de medicinas. Está encima del hogar, ¿la ves?
Él miró en la dirección que ella indicaba.
—Sí —asintió levantándose para cogerla—. ¿Para qué la necesitas?
—Me lastimé en el brazo —dijo al mirar entre la piel y ver la sangre—. Y tengo que…
—¡Oh, Dios mío, cariño! —bramó al levantar la piel y ver la sangre alrededor del brazo, sintiéndose culpable—. ¿Cómo no lo vi?
—No te preocupes —murmuró al ver el feo corte mientras cogía un tarro—. Creo que necesitaré algún punto. ¿Sabes coser?
—¡No y menos en tu piel! —le especificó asustado. Al ver la sonrisa en ella, le preguntó—: ¿Qué te parece tan divertido?
—Tú. El terrible Halcón, un fornido guerrero, asustado por tener que dar unos puntos en el brazo a su mujer —dijo tendiéndole el tarro—, ¿podrías darme un poco de este ungüento para que no se me infecte?
—Claro que sí, pero espera —dijo cogiendo un paño limpio. Tras mojarlo en agua, le susurró—: Primero, lo limpiaré.
Con delicadeza, limpió la herida mientras ella le miraba incrédula por aquella manera tan cariñosa de atenderla. En un par de ocasiones, sus ojos se encontraron y, sin permiso ni explicación, Duncan acercó sus labios a los de ella y la besó. Al acabar, cogió el ungüento y, tras destaparlo, lo aplicó sobre la herida con delicadeza.
—Ahora que la has limpiado, no es tan fea como parecía —comentó Megan, intentando no mover el brazo, que le dolía horrores—. Creo que no necesitaré que nadie me cosa.
—Mejor —murmuró él cerrando el bote—. ¿Por qué no llamaste a alguno de los hombres para que bajara al pozo? ¡Podrías haberte matado! Me han dicho que bajaste sin cuerda, agarrada a las piedras. ¿En qué estabas pensando?
Al ver el gesto de preocupación en él, con una sonrisa le explicó:
—Cuando llegamos a Dunstaffnage, Shelma tenía catorce años. Era tan inquieta como lo es ahora Zac. Un día, jugando con una espada de madera, la tiró tan alto que cayó al pozo. Recuerdo que ambas nos asomamos para ver si podíamos cogerla, pero era imposible. Entonces, le dije que esperara mientras iba en busca del abuelo, pensando que él sabría qué hacer. Me marché, pero al rato volví y ella no estaba. Comencé a llamarla. De pronto, su voz asustada y sus lloros sonaron desde el pozo. Me dijo que se asomó y cayó. Yo, desesperada, busqué la forma de sacarla. Pero no podía. Al ver que ella dejaba de hablar, decidí tirarme al pozo también.
—De ahí tu apodo de la Impaciente, ¿verdad? —bromeó Duncan haciéndola sonreír mientras la pellizcaba en la mejilla.
—El abuelo y Mauled llegaron poco después. Al no encontrarnos, fueron a la zona que ellos sabían que nos gustaba, la zona del pozo. Allí, al escucharles, yo comencé a gritar. Shelma se había desmayado del frío. Asustados, y con la ayuda de Felda, tiraron una cuerda, que yo até a la cintura de Shelma. La sacaron y, posteriormente, a mí. Tras ese día, Shelma cogió un miedo enorme a los pozos, por lo que el abuelo y Mauled construyeron una especie de cubierta, para que ninguno de nosotros pudiera volver a caer. Desde entonces, Shelma no se había vuelto a acercar a un pozo, hasta hoy. Sé la angustia que se pasa allí abajo. Cuando escuché llorar al niño, los recuerdos me vinieron a la cabeza y no dudé en ayudarlo.
—Cariño, eres demasiado intrépida —susurró tocando con delicadeza el óvalo de su cara.
Al escuchar aquello, el gesto de Megan cambió.
—¡No me llames cariño! —se quejó esquivando su mirada.
—¿Por qué?
—Porque yo no te lo he pedido y porque no quiero que me digas absurdas palabras de amor que no sientes —siseó fundiéndose en aquellos ojos verdes que tanto la aturdían—. Me quedó muy claro lo que piensas sobre el amor.
—Yo no creo en el amor, Megan —se sinceró mirándola a los ojos—. Por amor, una vez alguien me destrozó la vida: me utilizó, me engañó y caí tan bajo cuando ella me abandonó que decidí que nunca más volvería a amar. —Endureciendo la mirada, dijo mientras le tocaba con suavidad la mejilla—: Nunca te he prometido que te amaría, pero sí que te protegería y te cuidaría como mereces.
—Ya lo sé, no te preocupes —comentó con tristeza en su corazón—. Aunque me hubiera gustado que te hubieras casado conmigo por amor, sé que no ha sido así.
Al decir aquello, ambos se miraron en silencio y Megan sonrió a pesar de la pena que sentía. Con cariño le tocó el cabello y dijo:
—Siento mucho que en el pasado te ocurriera algo tan doloroso. —Encogiendo los hombros para quitarle importancia, susurró—: Yo nunca he amado ni me han amado para saber el dolor que se siente cuando alguien a quien tú adoras con toda el alma te abandona.
—Espero que nunca tengas que sufrir por algo así —susurró bajando la mirada, sintiéndose cruel por ella.
—Tú lo has dicho. Ojalá nunca sufra por amor —asintió aclarándose la voz; no quería darle a entender que se estaba enamorando de él—. Lo mejor será que olvidemos esta conversación. —Para hacerle sonreír dijo poniendo los ojos en blanco—: Yo, mientras tanto, intentaré seguir demostrándote lo imprudente que soy para que no te enamores de mí.
—Eres la mujer más imprudente que conozco —se carcajeó al escucharla.
—Quizá por eso te fijaste en mí —bromeó notando cómo él respiraba profundamente y sonreía—. Además, estoy segura de que esas imprudencias son parte de mi encanto.
—Tienes más encantos de los que yo creía —le susurró al oído haciéndola vibrar de deseo—. Pero ¡por favor!, piensa un poco en ti. Ha sido algo peligroso, lo sabes. Repito lo mismo que te dije una vez: «Ayúdame a cuidarte».
Al escucharle, Megan no pudo contener su apetencia, por lo que atrajo a su marido hacia ella, que gustoso aceptó sus besos, mientras sus manos se metían bajo la piel y le acariciaban la suave espalda.
Aprovechando el momento de sinceridad, Megan murmuró:
—Perdóname por no haber sido sincera en lo referente a Anthony. Me inventé esa absurda mentira por miedo a que su sangre inglesa influyera en vosotros a la hora de ayudarle. Me he pasado más de media vida intentando que la gente no supiera de mí ni de mis hermanos justamente lo que oculte de Anthony. Te juro que nunca quise ser desleal, porque yo…
—Psss…, ya está —la mandó callar poniendo un dedo entre sus labios, sorprendido por los sentimientos que ella despertaba en él.
—Perdóname y hazme el amor —susurró con ojos suplicantes sintiendo una tristeza infinita al mirar a aquel hombre que nunca la amaría—. Llevo días añorando tus besos y tus caricias.
—Estás perdonada y te aseguro que hacerte el amor es lo que más me apetecería en este mundo —respondió besándole el cuello—, pero creo que tu cuerpo agradecerá un rato de descanso. Por lo tanto, descansa.
Con un mohín de decepción, ella se quejó y protestó.
—Pero si estoy bien.
—Descansa, Impaciente —sonrió dándole un beso rápido en la punta de la nariz antes de salir por la arcada.
Con una triste sonrisa en los labios, Megan se acurrucó en la cama. El calor de las pieles la sumieron en un maravilloso y profundo sueño, donde Duncan le decía en gaélico que la amaba.
Duncan, tras cerrar la arcada, sintió una presión en el corazón que le hizo tambalearse. ¿Cómo podía haberle dicho que nunca la amaría cuando sentía que ocurría lo contrario? Tras maldecir, bajó al salón, donde encontró a McPherson. Juntos bebieron cerveza, mientras éste le agradecía a Duncan lo que su mujer había hecho por Lena y Joel, mujer e hijo de uno de sus mejores hombres.
Aprovechando aquel momento, Duncan le pidió a McPherson un favor y éste se lo concedió sin pensárselo. Pasado un rato, fue en busca de Lolach y Shelma, quienes estaban curando a Anthony en la casa del anciano Moe. Tras llamar a la arcada, entró y observó callado detrás de Lolach cómo Shelma le cosía algunos puntos que habían saltado.
—¡Ya está! —anunció Shelma mientras cogía unos trozos de tela para taparlo—. Ahora lo vendaré. Intenta por todos los medios no volver a hacer otro esfuerzo.
—¿Cómo está vuestra mujer, laird McRae? —preguntó Anthony con gesto preocupado.
—Duncan —le corrigió éste mirándole. Le agradecía con toda su alma lo que había hecho por su mujer—. Te agradecería, Anthony, que a partir de hoy me llamaras Duncan.
Sorprendido por aquello, el hombre sonrió satisfecho.
—De acuerdo, Duncan. ¿Cómo está tu mujer? —repitió sonriendo.
—Está bien, gracias a ti —asintió sonriendo a Shelma que, al verle, le clavó la mirada—. Quería agradecerte personalmente lo que has hecho por Megan.
—Sólo hice lo que debía hacer —comentó agradeciéndole aquel detalle.
—Acabo de hablar con McPherson. Sus tierras lindan con las tierras en las que retienen a tu mujer —comunicó Duncan atrayendo la atención de todos, especialmente la de Anthony—. El padre de tu mujer, Seamus, tiene buena relación con él. En un par de días, cuando estés mejor, te acompañaremos a reclamar a tu esposa.
—¿Por qué esperar? ¡Ya estoy bien! —Anthony saltó de la cama.
Briana estaba en peligro y él quería recuperarla cuanto antes.
—¡Túmbate ahora mismo! —ordenó Shelma haciendo sonreír a su marido.
—¿Te encuentras bien para ir mañana? —preguntó Lolach entendiendo la angustia de aquel hombre. Si alguien le arrebatara a Shelma, él procedería de la misma manera.
—Sí, laird McKenna.
—Lolach —le corrigió éste haciendo sonreír a Anthony, que supo que había encontrado a dos amigos para toda la vida.
Shelma, emocionada por aquello, suspiró.
—Ahora, descansa —le aconsejó Duncan—. Mañana partiremos hacia las tierras de Seamus Steward.
Al salir de la casa del viejo Moe, y mientras caminaban hacia la fortaleza, Shelma vio a Sabina, que en ese momento tendía la ropa. Con gesto decidido fue hacia ella, que aún no se había percatado de su presencia.
—¡Sabina! —gritó Shelma—. Ten por seguro que esto no va a quedar así.
—¿De qué habláis, milady? —gritó la mujer, temerosa al ver que Duncan y Lolach se acercaban.
—Sabes perfectamente de lo que hablo —dijo Shelma mirándola a los ojos y acercándose a ella con los brazos en jarras—. Has tenido suerte de que a mi hermana no le pasara nada, porque de lo contrario esta noche dormirías en el cementerio.
Lolach y Duncan sonrieron al escucharla, pero la sonrisa se les disipó en cuanto escucharon:
—Tanto tú como la Impaciente sois las que tenéis que tener cuidado de no acabar durmiendo en el fondo de algún lago —la amenazó Berta desde una esquina, sin haber advertido la presencia de Lolach y Duncan—. Aquí no sois ni seréis bien recibidas. ¡Nunca! No sé quiénes os creéis. Llegáis aquí, nos robáis a nuestros hombres, y encima pretendéis que os ayudemos.
—¡Ni mi hermana ni yo hemos robado nada! —gritó enfurecida al tiempo que Duncan y Lolach se ponían junto a ella con la cara descompuesta.
Al ver aparecer a los dos hombres, Berta palideció.
—El tiempo que estemos aquí —bramó Lolach agarrando a su mujer por la cintura—, os prohíbo que entréis en la fortaleza. Ahora hablaré con vuestro laird McPherson —dijo antes de alejarse con una enfadadísima Shelma.
Duncan, quieto y con gesto hostil, las observaba.
—¡Sabina! —gritó Duncan—. No sé bien qué ha pasado aquí, pero ten por seguro que, cuando me entere, volveré para hablarlo contigo.
Al escucharlo, Sabina se puso a temblar. Tras decir aquello, Duncan fue hasta Berta. Asiéndola por la muñeca tiró de ella, y a grandes zancadas se alejó de aquella casa. Finalmente, se paró y enfadado la soltó.
—No te permito ni a ti ni a nadie que hable así de mi mujer o mi cuñada —le gritó con ojos encolerizados.
—Pero, mi laird —ronroneó la fulana acercándose—, no os enfadéis así conmigo. Si digo tonterías es porque ansío vuestra compañía y, desde que habéis llegado acompañado, me la priváis. Recordad nuestros buenos momentos.
Pero Duncan, enfadado con ella, no quiso escuchar.
—¡Escucha bien lo que te estoy diciendo! —La empujó separándola de él—. Lo que hiciéramos en el pasado, como su nombre indica, pasado está.
Ella, sin darse por vencida, tiró de su vestido, le enseñó un pecho, y con un gesto sensual se lo tocó.
—Os gustaban mis caricias y mis…
—¡Cállate, Berta! —exclamó Duncan, enfadado—. Me gustaban tus caricias, como me gustaban las de muchas otras en su momento. Ahora, tengo esposa y ella es mi prioridad —dijo sorprendiéndola y sorprendiéndose a sí mismo—. ¡Entérate, mujer! Porque no quiero que vuelvas a tocarme ni que te acerques a ella nunca más.
Rabiosa por lo que estaba oyendo, se abalanzó sobre él y, echándole los brazos al cuello, comenzó a besarle, pero Duncan se la quitó de encima de un rápido empujón.
—¡Estás loca! —dijo mirándola—. Nunca más vuelvas a hacerlo o te juro que la que dormirá bajo algún lago serás tú.
Sin darse por vencida, Berta lo miró.
—¡Volverás a mí, Halcón! —gritó al verle alejarse.
Mientras Duncan caminaba hacia la fortaleza, su mente daba vueltas. ¡Había admitido que Megan era su prioridad! ¿Realmente sentía algo que ni él mismo quería aceptar? Finalmente, tuvo que sonreír cuando pensó en su mujer, en sus sonrisas, en sus ojos, en su pelo, en su peculiar manera de meterse en líos. ¡Le encantaba! Incrédulo, paseó cabizbajo, sintiendo que su corazón había sido tomado por una mujer de carácter; una mujer que lograba encolerizarle con la misma facilidad con que lograba hacerle sonreír; una mujer que necesitaba saber lo que él sentía.
Hacía rato que Megan se había despertado. El brazo le palpitaba de dolor. Le impedía dormir y relajarse en la cama, por lo que se sentó. Al ver que estaba desnuda, cogió una camisa blanca de Duncan de encima del arcón y se la puso por encima.
Sonrió al percibir el olor de su marido, pero esa sonrisa se borró de sus labios al recordar las palabras «No creo en el amor».
¿En verdad Duncan había cerrado su corazón?
Inquieta por esos pensamientos, aceptó que ella lo quería. No sabía cómo, pero sólo pensaba en él y deseaba que la amara como nunca lo había deseado. Estaba nerviosa. No sabía bien qué hacer. Se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí pudo distinguir a dos personas. Se trataba de Duncan y Berta. ¿Qué hacían? Parecían discutir. Soltando un chillido de indignación, Megan vio cómo aquella mujer se abalanzaba sobre él, pero para su sorpresa comprobó después que él se la quitaba de encima y con gesto serio se marchaba.
Confundida, se alejó del alféizar de la ventana. El enfado le hizo olvidar el dolor de brazo. Con rabia cogió un cojín y lo tiró contra la arcada, mientras las caprichosas lágrimas acudían a sus ojos. ¡No quería llorar!
Ella no podía exigir ningún tipo de explicación. Él había sido sincero y le había dicho que no la amaría nunca. Y, por mucho que ella se empeñara en conseguir un imposible, su vida estaría siempre vacía y sin amor.
Intentando que el aire aclarase sus pensamientos, se dirigió de nuevo a la ventana. Con gesto serio miraba cómo aquella mujer regresaba con tranquilidad hacia la aldea, cuando la arcada de su habitación se abrió.
—¡Bonito vestido el que llevas! —sonrió Duncan acercándose para darle un rápido beso en los labios que ella saboreó de una manera especial—. ¿Qué haces levantada?
—La herida del brazo me molesta —respondió sin mirarle. Estaba de mal humor—. Es más dolorosa de lo que yo pensaba.
—Ven aquí —dijo sentándose en la cama con ella—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Sorprendida por cómo la miraba y por aquella pregunta, le respondió:
—¡Nada! El dolor del brazo se pasará con los días. ¿De dónde vienes?
—Estuve visitando a Anthony. Shelma tuvo que curarle tras el esfuerzo por subirte del pozo.
—Oh…, pobrecillo —susurró al escucharle.
Pasándole la mano con delicadeza por la espalda, Duncan continuó:
—Hablé con McPherson y mañana viajaremos a las tierras de los Steward para intentar recuperar a Briana. —Al ver que ella le miraba como si esperase algo, continuó—: Luego tuve unas palabras con Berta y Sabina. Les recordé que sus modales contigo y con tu hermana no son los más apropiados.
Al escuchar aquello, Megan se tensó.
—¿Hablaste con Berta?
—Sí, cariño. —Y poniéndole un dedo en la boca, señaló—: Y si he dicho «cariño» en este momento, es porque me apetece y lo siento, ¿de acuerdo?
—Tú sabrás —respondió con la mayor indiferencia que pudo—. Yo no espero nada de ti. Quedó todo muy claro.
—Megan —suspiró al escuchar aquel último comentario mientras le cogía una mano y besaba con delicadeza sobre la palma—. Durante años, he conocido mujeres con las que únicamente pasé buenos momentos en la cama, y como podrás imaginar una de ellas fue Berta —dijo observando con deleite aquellos ojos negros tan sensuales y fascinantes—. Pero hoy…
—Duncan, ya me has dejado claro que…
—Espera y escúchame —dijo poniendo de nuevo un dedo en sus labios para hacerla callar—, porque no sé si seré capaz de volver a repetir lo que te voy a decir. Lo mío es la guerra, no el amor. Pero no sé qué extraño hechizo has obrado en mí que no consigo quitarte de mi cabeza desde el día que posé mis ojos en ti.
Sin apenas respirar, Megan lo escuchaba.
—Antes te dije que por culpa de una mujer me negué a pensar en tener una esposa y, mucho menos, hijos. Pero tú estás haciendo que mi vida cambie tan rápido que a veces no sé ni lo que estoy haciendo —murmuró mientras ella lo observaba—. Existen momentos en los que no sé de dónde saco la paciencia para tratar contigo, sin azotarte, o sin matarte. —Sonrió cariñosamente al decirle aquello—. Pero ya no concibo mi vida sin nuestras discusiones y sin tus continuas locuras.
Al escuchar aquello, ella le besó con una dulzura que le traspasó el corazón.
—No sé si seré capaz de amarte como tú necesitas, pero necesito decirte que eres maravillosa. Nuestro matrimonio no va a ser fácil, pero yo quiero intentarlo porque eres la mujer más bonita, valiente, problemática, contestona y divertida que he conocido en mi vida. Y si te digo «cariño» —dijo levantándole la barbilla con un dedo para mirarla—, créeme que es porque lo siento.
—No sé qué decir —susurró conmovida con un hilo de voz—. Pero han sido las palabras más bonitas que me han dicho en mi vida.
Duncan sonrió y, atrayéndola hacia él, la abrazó con tanta pasión que en ese momento nada más que ellos dos existió. Pasado un rato en el que los besos se intensificaron y las palabras dulces fluyeron de sus labios con tranquilidad, llegaron hasta ellos los golpes y relinchos de Stoirm.
—¿Sabes? —dijo Megan separándose de él—. Esta mañana estuve en la cuadra visitando a lord Draco.
—¿Rene le cuida bien? —preguntó Duncan besándola en el cuello—. Es un buen mozo de cuadra.
Disfrutando del momento, Megan rio.
—Conocí también a Stoirm. Es un semental impresionante. Si mi abuelo lo hubiera conocido, habría estado encantado de poder trabajar con él.
—Megan —dijo cogiéndola por la barbilla para atraer su mirada—. No quiero que te acerques a ese caballo. Entiendo que los caballos te gusten y, cuando lleguemos a mis tierras, te regalaré los que quieras. Pero no quiero verte cerca de ese demonio.
—¡Qué exagerado! —sonrió ladeando la cabeza—. Pobre caballo.
Duncan, clavando su mirada más fiera sobre ella, insistió advirtiéndola:
—Megan, ¡te lo ordeno! No te acerques a él. ¿Entendido?
Ella le besó, y tras suspirar murmuró:
—Algún día tendré que explicarte ciertas cosas —sonrió con picardía al escuchar nuevamente de su boca «te lo ordeno».
—¡¿Me has escuchado?! —Levantó la voz tan ofuscado que ni la oyó.
—¡Vale! ¡Vale! —respondió ella levantando cómicamente los brazos—. No me acercaré a ese terrible y horroroso caballo.
Él sonrió y se relajó.
—Cariño, necesito poder confiar en ti. ¿Lo entiendes?
—Tranquilo, lo entiendo —asintió y, mirándole con una sonrisa, dijo—: Duncan, ¿alguna vez te he dicho lo guapo que te pones cuando sonríes? ¡Tu sonrisa y tú me gustáis mucho!
Al escucharla, se carcajeó de felicidad y, susurrando con voz ronca, dijo mientras la tumbaba en la cama y metía sus manos por la fina camisa que ella llevaba:
—Tú sí que eres preciosa y valiente, mi amor.
Escuchar aquello hizo que Megan suspirara de alegría. Rodeándole con sus brazos, le besó tan intensamente que pocos instantes después Duncan no pudo resistirse y ambos hicieron el amor, con pasión, con ternura y, pese a que aún no lo admitieran, con amor.
Pasada una noche en la que la pasión les consumió, de madrugada Duncan salió de la habitación tras besarla. Con sigilo se dirigió hacia el patio. Allí le esperaban Lolach, McPherson, Niall y Anthony.
—En serio —dijo Kieran acercándose a ellos—. No tengo prisa por volver a mis tierras, puedo ir con vosotros.
—Prefiero que te quedes en la fortaleza —comunicó McPherson asiendo su caballo. Tras mirar a Niall, que se acercaba hacia ellos, dijo—: Espero que hagas caso a los consejos de Niall.
—Tranquilo, McPherson —susurró Kieran viendo aproximarse a Duncan con el ceño fruncido, por lo que se preparó para recibir lo peor.
—¡O’Hara! —bramó Duncan y, parándose ante su cara, le ordenó—: Intenta no acercarte a mi mujer o a mi cuñada si no quieres ser hombre muerto.
—De acuerdo —asintió esperando un puñetazo por parte del bruto de McRae. Al ver que éste se alejaba preguntó incrédulo—: ¿Algo más, Duncan?
—Nada más, O’Hara —respondió con voz ronca. Montó en su impresionante caballo Dark y, sin decirle nada más, se marchó.
Todavía extrañado de que Duncan no le hubiera atizado un golpe por las licencias que se tomó con su mujer la noche que se emborrachó, se volvió al escuchar a Lolach tras él.
—Kieran. Ésta es la oportunidad que siempre has buscado para que cambiemos de opinión sobre ti.
Asintiendo con la mirada, Kieran le vio unirse al grupo que se alejaba. Después, entró en la fortaleza, donde aún todos dormían.