Acabado el rápido baño, sonó la puerta. Era Mary. Venía a retirar la bañera con dos hombres que la miraron con disimulo.
—Milady, os he estirado este vestido. Así estaréis mejor.
—Gracias, Mary —contestó tomando el gastado vestido granate—. Eres muy amable con nosotras.
—Milady, mi abuela siempre decía que la amabilidad es algo que no cuesta.
—Mujer sabia, tu abuela —asintió al escucharla.
—Gracias, milady. Ahora, si no necesitáis nada más, iré a echar una mano en las cocinas. La gente está empezando a llegar y tendrán mucho trabajo.
Cuando se estaba terminando de vestir, Shelma irrumpió muy guapa, con un vestido verde, para buscarla.
—Todavía tienes el pelo empapado.
—No importa. Lo dejaré suelto, así se secará rápidamente —dijo mirándose en el espejo, mientras con su daga se quitaba con cuidado los puntos secos de la frente.
Cuando acabó, salieron juntas al pasillo iluminado por antorchas y bajaron con cuidado la empinada y circular escalera. En el último escalón, se comenzó a escuchar el ruido de la gente al hablar. Ambas se miraron y Megan, levantando la barbilla, fue la primera en aparecer en el salón, donde rápidamente Zac acudió a su encuentro.
—Estoy allí sentado —dijo tirando de ellas hacia una mesa donde estaban Gelfrid y Myles, quienes al verlas se levantaron.
—¡Shelma! —llamó con autoridad Lolach.
—Ve con él —señaló Megan mirando a su hermana.
Shelma, aun partiéndosele el alma al dejar sola a su hermana, llegó junto a su marido y se sentó. Con curiosidad, Megan miró hacia la mesa presidencial. Kieran O’Hara, que estaba sentado allí junto a McPherson y Duncan, la observó con curiosidad ajeno a la furiosa mirada de Duncan. Sin necesidad de palabras, le advertía que se alejara de su mujer.
—Milady, deberíais sentaros donde os corresponde —informó Myles en un susurro.
—Tienes razón, gracias, Myles —dijo tomando aire y comenzando a andar.
Según se acercaba a la mesa, sus ojos se encontraron con la dura mirada de Duncan, que desde que la había visto llegar no había podido dejar de admirarla. Su esposa era una mujer muy bonita y lo corroboró al ver cómo muchos de los allí presentes la miraban babeantes.
—Estás preciosa, cuñada —dijo en ese momento Niall, cogiéndola con fuerza del brazo para acompañarla hasta la mesa—, y, por lo que veo, te has quitado los puntos de la frente. Agárrate a mí, yo te acompañaré.
Agradecida por aquella muestra de afecto, le sonrió y con paso decidido llegó al lado de su marido, que en ese momento bromeaba y reía con su amigo McPherson.
—Tu esposa está aquí, hermano —anunció molesto Niall al comprobar que él ni la miraba. No sabía qué había pasado entre ellos, pero estaba decidido a averiguarlo.
—Muy bien —asintió Duncan con frialdad—. Megan, siéntate y come algo.
—Has sabido elegir hembra, Duncan. Tu mujer es una auténtica belleza —afirmó McPherson mirándola de arriba abajo—. Tendrás que tener cuidado con ella. Cualquier hombre podría prendarse y arrebatártela.
—Nuestro enlace fue un Handfasting —aclaró con maldad Duncan, haciendo que Megan le mirara con odio—. En cuanto a que me la arrebaten, eso no me preocupa: creo que su captor, tras soportarla unos días, me regalaría monedas por devolvérmela —se mofó Duncan cruzando los brazos delante de su pecho, mientras observaba cómo ella se mordía la lengua y alargaba la mano para coger un vaso de cerveza.
—Dudo mucho que alguien te devolviera semejante mujer —intervino Kieran sin importarle la desdeñosa mirada de Duncan— y, viendo cómo la tratas, no me extrañaría que fuera ella la que pagara para no volver contigo y abandonarte transcurrido el Handfasting.
Al escucharle, Megan le miró agradecida, pero intentó disimular su sonrisa.
—Kieran —dijo molesto Duncan al ver que Megan disimulaba una sonrisa—, ¿buscas pelea? Porque, si la buscas, la vas a encontrar. Nadie habla de mi mujer, a menos que yo se lo permita, y creo que, desde que he llegado, te lo he advertido varias veces.
—¡Por San Fergus! —gruñó McPherson, incómodo—. Creo que os estáis comportando como dos ciervos. Os obligo a ambos a daros la mano en señal de paz.
—Duncan, disculpa mis palabras —indicó Kieran y, tras estrecharle la mano, observó a Megan y le pareció ver una chispa de diversión en sus ojos.
—Disculpado quedas —susurró Duncan volviéndose hacia su mujer, que parecía estar disfrutando de aquello.
—Tu mujer, amigo —señaló McPherson—, seguro que tiene muchas otras cualidades además de la belleza.
—De ella se podría destacar su lealtad y sinceridad —indicó Duncan con ironía.
Aquellas palabras la hicieron saltar.
—Gracias por vuestros cumplidos, laird McPherson —resopló Megan con la mejor de sus sonrisas. Luego, mirando la herida del labio de Duncan, dijo—: Por supuesto, esposo, la lealtad es lo que diferencia a las fulanas del resto de las mujeres.
—¡Come! —bufó Duncan al escucharla y, sin más, continuó hablando con su amigo McPherson, intentando, sin conseguirlo, olvidar que la tenía a su lado.
Aburrida y con rabia contenida, de vez en cuando asomaba la cabeza para observar a su hermana Shelma. Por lo menos, ella hablaba con Lolach y sonreía. Kieran, en un par de ocasiones, la sonrió y ella le correspondió, aunque su sonrisa no fue demasiado amable, ni larga, no fuera que el joven se la tomara con otras intenciones.
Por la mesa pasaron muchísimos platos de comida, pero, cuando Megan vio aparecer el haggis y dejaron ante ella una enorme cazuela humeante, su estómago comenzó a revolverse, haciéndole pasar un mal rato.
—Come un poco más de haggis —indicó Niall, que harto de ver cómo su hermano la ignoraba cogió su plato y se sentó con ella—, está delicioso.
El olor de aquella cazuela la estaba matando.
—¡Oh…, Dios mío! —gimió avergonzada mientras cerraba los ojos, con una mano se tapaba la nariz y con la otra comenzaba a darse aire—. Niall, por favor, no puedo olerlo. —Conteniendo una arcada, dijo entre susurros—: ¡Odio el olor del haggis!
—¡No me lo puedo creer! ¿Odias el haggis? —Sonrió al ver que su tez adoptaba un tono verdoso, por lo que llamó a una criada, que retiró aquella enorme cazuela de allí—. Ya puedes respirar y abrir los ojos. Ordené que se lo llevaran.
—Gracias, gracias, gracias —respiró aliviada, levantándose el pelo para darse aire—. No te beso porque a saber lo que pensarían de nosotros.
Niall sonrió divertido por el comentario. La frescura de su cuñada, junto con sus expresiones, era lo que en todo momento le recordaba a esa pequeña rubia tozuda llamada Gillian.
—De verdad, Niall, muchas gracias. Por un momento temí dar el espectáculo delante de todos y ofenderles por no comer un plato tan escocés.
—Prometo no decir nada si comes algo más —susurró con complicidad Niall, mirando a Kieran, que se había percatado de todo y sonreía divertido—. Llevamos días sin comer en condiciones y esto te hará coger fuerzas para continuar el viaje.
Con una sonrisa, Megan cortó un pedazo de ciervo y se lo metió en la boca.
—¿Ahora alimentas a mi esposa? —preguntó Duncan mirando a su hermano.
—Se alimenta sola, por si no te habías dado cuenta —respondió Niall sin mirarle.
En ese momento, Lolach llamó a Duncan, que se levantó sin responder a su hermano.
—Niall —susurró Megan al ver que se alejaba—, no te preocupes. Estoy bien.
—Dudo mucho lo que dices —contestó observando su triste mirada mientras volvía el color a su cara—. Por favor, dime qué pasa.
—Le mentí —admitió para ver cómo Niall levantaba la ceja igual que su hermano—. Le dije que Anthony, el hombre que encontramos herido, había huido de unos ladrones. Cuando en verdad Anthony es como yo, medio inglés, y estaba en esa situación porque su cuñado había intentado matarle al enterarse de que por sus venas corría sangre inglesa.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó Niall observando que su hermano les miraba.
—Él me lo contó —respondió—. Yo pensé que si lo descubríais le abandonaríais para que muriera en el camino. Tu hermano se enteró y por eso me odia.
Al escuchar aquello, Niall lo comprendió todo. Duncan odiaba la mentira. Su relación con Marian le había dejado muy marcado.
—Megan, tu padre es inglés y nunca te abandonamos. No somos unos monstruos —señaló viendo cómo ella asentía—. Mi hermano no soporta la mentira. Pero, tranquila, no te odia.
—¡Claro que no sois unos monstruos! —se disculpó mirándole—. Todavía no sé por qué no dije algo. Quizás estoy tan acostumbrada a ocultar mi propia identidad que, cuando Anthony me reveló la suya, simplemente hice lo mismo.
—Escúchame —dijo viendo que Duncan volvía hacia ellos—, dale tiempo. Le conozco. Se le pasará y…
—¿Secretitos entre mi hermano y mi mujer? —bufó poniéndose entre los dos.
—Le hablaba del abuelo Marlob —disimuló Niall. Echándose hacia atrás, preguntó—: Hermano, ¿existe algún problema por hablar con mi cuñada?
Duncan iba a responder, pero alguien pronunció su nombre.
—¡Duncan! —gritó de pronto Zac apareciendo a su lado—. ¿Puede venir Megan un momento a mi mesa? Quiero enseñarle lo que me has regalado.
—¿Te ha hecho un regalo mi hermano? —bromeó Niall tocando la cabeza del muchacho mientras Duncan se sentaba en su sitio.
—Me regaló una daga de guerrero —asintió el niño, encantado, mientras Duncan examinaba a Megan. Ya no llevaba los puntos en la frente y estaba un poco pálida—. Pero me la cuida Ewen. Duncan cree que todavía soy demasiado pequeño para ir con ella encima.
—¿La daga es de empuñadura rayada y grabada? —preguntó Megan con una sonrisa, consiguiendo que el corazón de Duncan latiera con fuerza.
—Sí —exclamó el niño con felicidad—. Es muy parecida a la que Mauled y el abuelo te regalaron. Duncan hizo grabar mi inicial al herrero.
—Megan, ve con él —dijo Duncan. Cuando ella comenzó a levantarse, la agarró del brazo con fuerza y le susurró atrayendo su rostro hacia el de él—: Es más, puedes quedarte el resto de la noche con tu hermano en su mesa.
—Gracias, laird —indicó con gesto serio y se marchó.
De la mano del niño, Megan llegó hasta la mesa, donde Myles, Ewen y Mael rápidamente hicieron un hueco para que ella se sentara. Duncan, sin quitarle la vista de encima, vio cómo Zac, entusiasmado, le enseñaba la daga y ella, emocionada, sonreía y le abrazaba.
—¿Sabes, hermano? Eres rematadamente tonto si permites que Megan deje de sonreír —señaló Niall antes de levantarse.
Poco después, entró en el enorme salón un grupo de mujeres de miradas y cuerpos insinuantes. Los guerreros, al verlas, silbaron y gritaron encantados. Eran las mismas que Megan había visto a su llegada. Contoneando sus caderas fueron hasta la mesa presidencial, donde desplegaron todos sus encantos alrededor de Kieran, McPherson, Duncan y Lolach.
Con curiosidad, Megan miró la escena. Estuvo a punto de lanzar su daga cuando vio cómo una mujer de grandes pechos, ojos azabache y pelo negro se restregaba contra la ancha y fornida espalda de Duncan, para luego decirle algo al oído y ambos sonreír. ¿Qué le habría dicho?
Shelma, que se había levantado para ver la daga de su hermano, con gesto serio se cruzó de brazos molesta al ver cómo Lolach sonreía a la pelirroja que le hacía morritos para atraer su atención.
—Vaya, ¡llegaron las fulanas de la aldea! —exclamó Shelma intentando atraer la mirada de su marido, que seguía sin mirarla.
—Tú lo has dicho —susurró Megan obligándose a no mirar. Aquel espectáculo no le gustaba nada. Conociendo a su marido, se regocijaría en atenciones a la fulana, y más estando ella delante.
En ese momento, se escuchó el ruido de unos platos al caer al suelo. Al volver la cara, Megan vio que Mary, avergonzada, pedía disculpas a una de las mujeres mientras intentaba recoger el estropicio. Pero su sangre se calentó cuando vio cómo una de las furcias le daba un bofetón a Mary haciéndola caer al suelo. Sin pensárselo dos veces, Megan saltó como una gata salvaje hasta situarse junto a la pobre criada, que, avergonzada, continuaba tirada en el suelo con los ojos anegados de lágrimas.
—Mary, ¿estás bien? —preguntó preocupada ayudándola a levantarse, sin percatarse de que todo el mundo las miraba, en especial Duncan, que se había levantado para seguirla con la mirada al verla correr.
Varios criados se acercaron para recoger rápidamente los destrozos.
—Milady —susurró la criada, nerviosa al verse convertida en el centro de atención—, no os preocupéis por mí. Soy muy torpe y a veces las cosas se me caen.
—Eso no justifica que nadie tenga que ponerte la mano encima —dijo mirando con odio hacia la mujer que le había pegado.
—¡Además de fea, eres una torpe! —gritó la fulana a la criada.
—No vales para nada, Mary —afirmó otra de ellas.
—¡Basta ya! —indicó Kieran, que de pronto se había colocado junto a ellas.
—Sabina —se mofó la morena que momentos antes compartía risas con Duncan—, la atontada esa que no vale para nada te ha puesto perdida de ciervo.
Harta de escuchar cómo aquellas fulanas arremetían contra la pobre criada, Megan no pudo más y con cara de pocos amigos se dirigió a la morena.
—¿A ti nadie te ha enseñado que a las personas no se las debe tratar así?
Kieran la miró sorprendido. Acababa de descubrir un nuevo encanto en aquella mujer.
—¿Me hablas a mí? —preguntó la morena con una significativa sonrisa.
—A ti y a tu amiga —asintió Megan acercándose lentamente con las manos en las caderas—. ¿Qué clase de personas sois, tratando así a la pobre Mary?
Las fulanas, al escucharla, se carcajearon con desagrado.
—Veo que ya te has bañado y quitado la mugre del camino —dijo la morena mirando a Duncan, que no movió un músculo.
Estaba hechizado por el coraje de su mujer, aunque la morena creyó que no se movía porque la suerte le acompañaba a ella.
—Y yo veo que tienes una lengua muy larga, aparte de llevar escrita la palabra fulana en la frente. —Al decir aquello todo el mundo murmuró y Megan, con gesto duro, continuó—: Es más. Hemos visto todos cómo buscas descaradamente con quién compartir lecho esta noche.
—Mi lecho ya tiene dueño esta noche y muchas más. —La morena miró a Duncan. Acercándose con descaro a Megan, dijo con malicia—: Lo compartimos cada vez que viene y lo pasamos muy bien. Le doy lo que busca y él me da a mí lo que necesito; por ello, milady, esta noche —le susurró al oído enfureciéndola— dormirás sola.
Deseando cogerla por el cuello, Megan cerró los ojos. No podía rebajarse a la vulgaridad de aquella fulana. Zac estaba delante. Pero la furia que crecía en ella era tan enorme que no sabía si la iba a poder controlar.
—Por mí como si te lo quedas el resto de tu vida —respondió con dignidad haciéndose oír por su hermana, Niall y Kieran.
—Oh…, Dios mío —susurró Shelma mirando a Niall. Conocía a su hermana y sabía que aquello podía acabar fatal, por lo que poniéndose junto a ella gritó—: ¡Tú, mujerzuela! Te recuerdo que estás hablando con la mujer del laird McRae. Cuida tus modos si no quieres tener problemas.
Al escuchar aquello, las fulanas miraron a su laird McPherson, que, dando un resoplido incómodo y al comprobar que Duncan no decía nada, indicó con un gesto que se marcharan. Molestas las fulanas por aquella batalla perdida, tras una retadora mirada a las hermanas, dieron la vuelta con la intención de marcharse. Pero Megan, que estaba rabiosa, no se lo permitió.
—¡Sabina! —rugió haciendo que todos la mirasen de nuevo—. Antes de marchar, pide disculpas a Mary.
—Milady —gimió la criada mientras el resto del servicio la miraba con admiración—, no es necesario, yo estoy bien.
—Sí es necesario —asintió Megan que, al ver que Sabina sonreía, la asió del brazo y dijo—: O vas ahora mismo, y ante todos pides perdón a Mary, o te juro por la tumba de mis padres que esta noche es la última que ves la luna.
Aquella amenaza provocó un murmullo general.
—¡Por todos los santos celtas! —murmuró McPherson al escucharla—. No quisiera ser yo enemigo de tu mujer.
Con el pecho henchido de orgullo, Duncan la observó. Pero, consciente de lo enfadado que estaba con ella, continuó sin moverse del sitio.
—¡Vaya carácter! —exclamó Myles dando un codazo a Niall, que estaba sorprendido por el cambio de actitud de su cuñada. De parecer la mujer más triste del mundo había pasado a ser la más impetuosa que hubiera conocido.
Pero las fulanas, en especial Sabina, no daban su brazo a torcer.
—¡Sabina! —volvió a gritar Megan, que con un rápido movimiento de faldas hizo aparecer en su mano la daga que siempre la acompañaba—. No soy persona de mucha paciencia, y en mi tierra se me conoce como la Impaciente —amenazó mientras jugaba con la daga entre sus manos—. Ten por seguro que hoy mi paciencia ya está acabada.
—Te pido disculpas, Mary —dijo por fin la fulana, asustada y roja de rabia.
La morena, llamada Berta, tras chasquear la lengua ante lo que acababa de ocurrir, salió del salón seguida por las otras mujeres, provocando una carcajada general, incluida la del laird McPherson.
—Gracias, milady —le susurró Mary cogiéndola de las manos.
Al escucharla, Megan le dio un beso en la mejilla. Arremangándose la falda, se guardó la daga y le dedicó una cariñosa sonrisa.
—¡Cuñada! —dijo Niall acercándose a ella—. En la próxima batalla que libre, te quiero como compañera. ¿Quién te enseñó a mover la daga entre los dedos de esa manera?
Sonriendo a su cuñado y a todos los que levantaban su cuenco de cerveza para brindar por ella, Megan, clavando sus oscuros ojos en su marido, que la observaba con una mirada feroz, le contestó:
—Alguien que si pudiera te la clavaría por alejarte de ella.
—¡Por todos los santos! —exclamó Nial, sorprendido—. ¿Ella?
—Nunca menosprecies la valía de una mujer —señaló Megan sonriendo—. Gillian me enseñó a mover la daga y yo, a cambio, le enseñe a manejar la espada.
En la mesa principal, todos hablaban de lo ocurrido. Duncan seguía con la mirada a Kieran, que se acercó a Megan y, tras besar su mano, dijo algo que la hizo sonreír.
—¡Por san Fergus, Duncan! Te has buscado a una mujer con mucho carácter —rio McPherson mirando a su amigo—. Dudo mucho que dejaras que alguien te la arrebatara. ¿En serio la llamaban la Impaciente?
—No lo dudes —asintió ardiendo de deseo por besarla mientras observaba cómo ella besaba a Zac—. McPherson, no lo dudes.
Por la noche, cuando Megan vio a Shelma desaparecer con su marido, sintió una pequeña punzada de celos. La dicha de su hermana le agradaba, pero su propia infelicidad la carcomía por dentro. Nerviosa por los acontecimientos del día, el cansancio comenzó a vencerla. Con deleite pensó en la amplia cama que había en la habitación. ¡Una cama! Por fin iba a dormir en un sitio blandito, y no en el suelo, como llevaba haciendo desde que salieran de Dunstaffnage.
Una vez que se aseguró de que Zac estaría bien custodiado, miró a su alrededor buscando a Duncan, pero él había desaparecido.
«Seguro que está con su fulana», pensó sintiendo cómo la cólera se apoderaba de su cuerpo. Con ira se acercó a una de las mesas, agarró un vaso y una jarra de cerveza, y echó un buen trago. Beber no era bueno para olvidar, decía su abuelo, así que prefirió desear buenas noches a Niall y a algunos de los guerreros McRae, para subir por la estrecha y curvada escalera. Su cabeza la traicionaba con imágenes de Duncan y la morena retozando en algún lugar.
—La tristeza de vuestros ojos, ¿a qué se debe? —preguntó Kieran apareciendo de entre las sombras.
—¿A qué os referís? —preguntó ella alejándose de aquel joven.
—No voy a hacer nada que no queráis, milady —sonrió como un lobo con los ojos vidriosos por la bebida.
Ella asintió.
—Me parece bien, así no haré nada que vos me obliguéis —respondió poniendo todos sus sentidos alerta.
—Milady, esta noche me habéis hecho envidiar a Duncan por primera vez en mi vida.
—¿A qué se debe esa envidia?
—Sólo pensar en cómo él debe de disfrutar de vos en el lecho, me encela.
Aquel comentario estaba fuera de lugar y Megan se enfadó.
—¿Cómo os atrevéis a…?
—Porque sois deliciosa y lo delicioso me gusta —dijo el hombre aplastándola contra la pared. Inmovilizándole las manos, llevó su boca contra la de ella. El beso fue breve. Megan, sin amilanarse, le propinó un rodillazo a la altura de los testículos, haciéndole retroceder blanco y encogido de dolor.
—No volváis a intentarlo, o juro que os mataré —advirtió con seriedad, y señalándole con el dedo dijo—: Esto no ha ocurrido nunca. No quisiera tener más problemas de los que tengo por culpa de un imbécil como vos.
Una vez dicho aquello, continuó subiendo las escaleras, dejándole en el suelo casi sin resuello.
Al entrar en su habitación, encontró silencio y un maravilloso fuego en el hogar que reconfortó sus nervios. Atraída por las llamas, se sentó encima de una mullida piel que alguien había colocado frente al hogar, sin percatarse de que unos ojos salvajes la observaban en silencio desde la cama.
Duncan, hechizado por la suavidad que las llamas reflejaban en la piel de su mujer, procuró no hacer ningún ruido que la asustara. La noche había sido una larga tortura. Tener a Megan tan cerca y no gozar de sus comentarios, de sus sonrisas o de sus besos le había enloquecido de celos. Pero ahora estaba allí, callada y pensativa ante el fuego, mientras con sus manos se recogía, mechón a mechón, el azulado cabello. ¡Cómo le gustaba su color, su olor, su tacto! Pero, realmente, ¿qué no le gustaba de su mujer?
Ajena a los ojos que la miraban con avidez, sentada encima de la piel, intentó olvidar lo que acababa de ocurrir con Kieran.
«Ese muchacho está loco», pensó Megan sintiéndose culpable por haberle atizado con tanta fuerza. Sabía que lo que él había intentado no estaba bien, pero había pagado con Kieran el despecho que ella sentía por su marido y la rabia al imaginarlo con la fulana.
Cuando terminó de sujetarse el pelo, echó la cabeza hacia atrás y, arqueando la espalda, se estiró. ¡Estaba agotada! Somnolienta, se levantó y comenzó a deshacer los lazos de su vestido. Aquel espectáculo estaba enloqueciendo a Duncan, que notaba la boca seca y el latente palpitar de su ardor entre sus piernas. Una vez que ella se quitó el vestido y las medias, desató la cinta de su muslo, donde llevaba su daga, que dejó encima de un pequeño cofre.
Cansada, dejó su vestido encima de un arcón y, sentándose en la cama, suspiró extenuada sin percatarse aún de que Duncan estaba allí. Bostezando, abrió el cobertor para meterse dentro, pero de pronto notó alguien cerca y de un salto llegó hasta la daga que momentos antes había dejado.
—¡¿Se puede saber qué haces, mujer?! —gruñó Duncan incorporándose en la cama.
—¿Cómo? —chilló con la daga en la mano—. Mejor dime, ¿qué haces tú en mi cama?
Disfrutando del espectáculo, Duncan la miró.
—¿Tu cama? —preguntó sorprendido intentando no sonreír—. Disculpa, pero ésta es «mi» cama. Y acabas de interrumpir «mi» sueño.
—No pienso meterme en «tu» cama. Por lo tanto, ¿dónde dormiré? —dijo intentando apartar sus ojos de aquel torso escultural y musculoso mientras se alegraba de saber que su marido no estaba revolcándose con la fulana.
—Por mí, puedes dormir sobre esa piel —respondió Duncan señalando la piel donde momentos antes estuvo ella sentada.
Al ver su cara de desconcierto, le entraron ganas de reír, pero se contuvo y puso su gesto más fiero. Por mucho que ella le atrajera, le había sido desleal y había dicho aquello de «ojalá no te hubiera conocido, porque eso me daría la seguridad de que nunca me hubiera casado contigo».
—Duerme, mujer —señaló recostándose—. No tengo la menor intención ni necesidad de acostarme contigo.
—¿Y con otras? —bufó sentándose sobre la piel y poniendo su mirada más hiriente—. ¡Pensé que esta noche la pasarías con tu furcia! —Viendo cómo él se incorporaba y la miraba incrédulo, continuó—: Oh…, sí, vuestros roces y vuestras sonrisas me hicieron suponer que esta noche disfrutaría yo sola de la cama.
Clavando su mirada en ella, suspiró al percibir que su mujer creía que Berta, la morena del salón, era su amante. Cierto era que en ocasiones, antes de estar casado, había disfrutado de los placeres del cuerpo con ella, pero nunca la consideró su amante.
—Estoy cansado —respondió volviéndose a echar— y necesito el placer y la comodidad de una cama. Y aunque la de Berta es muy cómoda y placentera, estoy seguro de que lo que menos hubiera hecho sería dormir.
—Durmamos entonces —respondió deseando clavarle la daga—. Disfruta de tu «cómodo» descanso, laird McRae.
—Lo mismo digo, Impaciente. Buenas noches.
Duncan, al decir aquello, tuvo que controlarse. Si no, una carcajada hubiera acabado con su dura fachada.
Ella no respondió. Se conocía y, cuando estaba tan enfadada, mejor era mantener la boca cerrada. Por lo que, tirando de otra piel que estaba encima del arcón, se arropó y el cansancio la venció.
Duncan no conseguía dormir. Cuando se cercioró a través de la respiración de su mujer de que estaba dormida, se levantó y avivó el fuego. La habitación era fría y dormir en el suelo de piedra lo era más. Parte de la noche, la miró maravillado. Adoraba a esa cabezona, como nunca había adorado a ninguna mujer. Pero no podía ni quería perdonar su deslealtad. Con cuidado, se sentó encima de la piel y alargando la mano tocó aquel sedoso pelo azulado que tanto le gustaba. Se agachó para oler su piel. En ese momento, ella se volvió, quedando su boca cercana a la de él. Habría sido fácil tomar aquellos labios, pero él nunca había forzado a ninguna mujer y menos lo iba a hacer ahora. Por lo que, separándose de ella, cogió un mechón de su pelo y, tras besarlo y volver a avivar el fuego, se metió en la cama, donde se quedó dormido mirándola.