Capítulo 18

Aquella tarde, tras cabalgar a través del macizo de los Cairngorms, llegaron hasta una enorme fortificación que se alzaba junto a una aldea. Los highlanders les lanzaron gritos de bienvenida al divisarlos desde las alturas.

Duncan y Lolach eran bien recibidos en las tierras de Gregory McPherson. Allí se sentían casi como en casa. Algunos guerreros se quedaron en la aldea, junto a Anthony y la carreta, mientras que el resto continuó hasta la fortificación.

—¡Qué San Fergus truene! —gritó un maduro hombre de pelo gris con aspecto de salvaje, saliendo por la gran arcada de la fortificación seguido de varios hombres.

—¡McPherson! —rio Duncan al escucharlo—. ¿Serías tan amable de apagar la sed de estos pobres viajeros?

—¡Por San Ninian, McPherson! Tan excelente es tu agua de vida que todos pasamos a saludarte.

El que bromeó era el joven Kieran O’Hara, un guerrero rubio, de increíbles ojos azules, que al ver a Duncan sonrió, mientras que este lo recibió con mal gesto.

—¡El que faltaba! —señaló Lolach desviando la mirada.

—¡Traed cerveza y agua de vida, y preparad varias habitaciones! —vociferó McPherson a sus criados, que rápidamente se pusieron en marcha—. ¡Qué alegría teneros aquí! —Mirando con curiosidad hacía las mujeres que le observaban desde sus caballos señaló—: Entonces ¿es cierto? ¿Os habéis casado?

Megan, ofendida por cómo Duncan sonreía a una morena de grandes pechos, le escuchó decir:

—Sí, McPherson, esas son nuestras mujeres.

El enfado de Megan crecía por momentos. Cansada de esperar a que alguien la ayudara a bajar del caballo, de un salto descendió hasta el suelo.

—¿Podrías proporcionarles a nuestras esposas agua y jabón? Por su apariencia lo necesitan —se mofó Duncan mirándola con desprecio.

Megan, molesta por aquel comentario, escuchó callada las carcajadas de todos los que la miraban.

—Estoy convencido por sus caras de cansadas —intervino Kieran acercándose a ellas— de que necesitan muchas cosas más.

Al escucharle, Duncan y Lolach lo retaron con la mirada. Pero Kieran, sin hacerles caso, continuó a lo suyo.

—Intentaremos proporcionarles intimidad —les prometió el jefe del clan.

En ese momento, un grupo de mujeres aparecieron en la puerta. Por las sonrisas que cruzaron con Lolach y Duncan, Megan y Shelma intuyeron que los conocían.

—¡Mary! Acompaña a las señoras a las habitaciones superiores —vociferó McPherson, y acercándose a Megan y Shelma dijo—: Como nadie nos presenta, procederé yo mismo a hacerlo. Soy el laird Gregory McPherson.

Laird McPherson, os agradecemos que nos acojáis en vuestro hogar. Nuestros nombres son Megan y Shelma Philiphs.

—¡¿Cómo dices?! —gritó Duncan acercándose a ella, haciendo que todos la mirasen—. Dirás que eres Megan McRae, mi esposa.

—Y tú Shelma McKenna —señaló Lolach—. ¡No lo olvides!

Avergonzadas al sentirse el centro de las risas, asintieron sin poder articular palabra, cruzando unas significativas miradas con las mujeres que se mofaban de ellas.

—Disculpad, laird McPherson —consiguió decir Megan apretando los puños contra su cuerpo—. Nuestros enlaces han sido muy recientes, de ahí mi error.

—Cuidad esos errores, miladies —río Gregory McPherson alejándose de ellas—. Recordad que ahora sois propiedad de vuestro laird y de su clan.

—Mi nombre es Kieran O’Hara —se presentó con galantería el joven rubio. Tras besarles la mano, señaló con una increíble sonrisa—: Y aquí estaré para lo que las miladies necesiten. —Luego bajó la voz para indicar—: No creáis que soy como los brutos de vuestros maridos.

—No necesitarán nada tuyo, Kieran —recalcó Duncan, incómodo por tener a aquel hombre tan cerca—. Aléjate de ellas.

—¡Tranquilo, Duncan! —sonrió el joven tras guiñarle un ojo a Megan, que sorprendida ni se movió—. Sólo estaba siendo amable con vuestras mujeres.

—¡Mary! —llamó Lolach guiñándole un ojo a una mujer, mientras Shelma observaba y callaba. ¿Por qué las trataban así?—. Indícales con claridad a nuestras esposas sus habitaciones. Su confusión es tal —se mofó indignándolas— que pueden llegar a meterse en otro lecho.

De nuevo se repitieron las risas. Aquellas mujeres estaban disfrutando, mientras Niall, sorprendido por todo aquello, callaba y observaba a su hermano y a Lolach. Con una mirada, se comunicó con Myles, Mael y Ewen. Ellos también le miraron desconcertados. ¿Por qué las trataban así?

—Zac estará con nosotros —indicó Niall atrayendo la mirada de las mujeres—. No os preocupéis. Nosotros nos ocuparemos de él mientras descansáis —dijo sonriéndolas con amabilidad y ellas lo agradecieron.

Con timidez, una joven rubia de ojos claros y sonrisa afable se acercó a ellas. Se llamaba Mary y no tendría más edad que Megan. Sin apenas mirarlas a los ojos, indicó:

—Acompañadme, miladies.

Sin mirar a nadie, ambas siguieron a la muchacha hasta el interior de la fortaleza. Calladas y en tensión, cruzaron un enorme salón apenas decorado con cuatro tapices. Tras pasar una redonda arcada, subieron por unas estrechas y curvadas escaleras, hasta llegar a un corredor iluminado con antorchas, donde había varias puertas.

—Éstas serán vuestras habitaciones. ¿Deseáis que os suba algo de comida?

—No, gracias, Mary —sonrió con tristeza Megan.

—De todas formas —asintió la criada—, diré que os suban dos bañeras y agua caliente para que os bañéis.

Tras decir aquello, se marchó dejándolas a solas. Megan, con rapidez, tomó la mano de su hermana y, abriendo una de las arcadas, entraron. Shelma se abrazó a su hermana y comenzó a llorar. ¡Oh, Dios! Qué humillación tan grande. Megan, incrédula por lo que había ocurrido, respiraba con dificultad para no llorar, hasta que unos golpes en la puerta las devolvió a la realidad. Era Mary.

—Miladies, disculpad —murmuró al ver los ojos enrojecidos de ambas—. Sé que no queríais nada, pero os traigo un poco de cerveza y unas tortas de avena. Os sentará bien comerlas antes de que os suban el agua caliente.

—Gracias por tu amabilidad —dijo Megan—. ¿Podrías solicitar a alguno de los hombres que suba nuestro equipaje?

—Por supuesto. Ahora mismo les avisaré.

Cuando quedaron de nuevo a solas, Shelma dijo:

—¿Por qué nos han tratado así delante de todo el mundo?

—No lo sé —susurró Megan, confusa—. Pero no voy a permitir que vuelvan a humillarnos.

—¿Viste cómo les miraban esas mujeres? Parecían conocerse.

—El Halcón —dijo con odio— siempre ha tenido fama de mujeriego, y siento decirte que tu marido también. Seguro que acostumbraban a revolcarse con esas fulanas cada vez que pasaban por aquí.

—¿Crees que volverán a hacerlo?

—No lo sé —respondió Megan asomándose a la ventana, desde la que se veía la aldea y las gentes andar por ella—, pero sinceramente no me importa.

Poco después llegaron unos sirvientes con cubos de agua caliente que se encargaron de llenar las bañeras. Shelma se resistía a separarse, pero Megan, que necesitaba un rato de soledad, convenció a su hermana para que disfrutara del baño caliente.

Cuando quedó sola, mientras miraba por la ventana, pensó en Duncan. En sus ojos duros y su mala actitud. ¿Dónde estaba el hombre atento y cariñoso que había creído ver en él? De pronto se abrió la puerta. Ante ella Duncan, mirándola con una frialdad que la hizo temblar.

—¿Todavía no te has bañado? —preguntó cerrando la arcada y apoyando su cuerpo contra ella.

—Ahora lo haré —respondió ella con indiferencia.

—Te vendría bien un baño —dijo cruzando los brazos ante su pecho. Tenía el pelo enmarañado y los ojos hinchados. ¿Habría llorado?—. Podrías quitarte toda esa mugre que llevas del camino y parecer una mujer bella y decente. Aunque, pensándolo bien, creo que…

—Nunca he consentido que nadie me humille y no te lo voy a consentir a ti —afirmó cerrando los puños mientras caminaba hacia él.

—¿Qué no me vas a consentir? —preguntó él sonriendo despectivamente, a pesar de que el corazón le palpitó.

—Que me trates con el desprecio que me has tratado delante de todo el mundo —gritó Megan mirándole con una furia que le impactó, aunque se guardó de demostrarlo. Su mujer era desleal, una mentirosa, y lo pagaría—. ¿Qué hemos hecho mi hermana y yo para recibir ese trato?

«¡Por San Ninian! Cuánto la deseo», pensó Duncan antes de contestar.

—¿Acaso yo —dijo abriendo sus brazos teatralmente—, el laird Duncan McRae, tengo que ofrecerte algún tipo de explicación por mis actos? —gruñó intentando acobardarla con su inmensa envergadura—. Querida esposa, no olvides que tengo el derecho de tomar lo que quiero, cuando lo deseo y como me apetezca. Al igual que tengo el poder de despreciar lo que me desagrada, me aburre o engaña.

—¡Te odio! En mi vida me he sentido más humillada —gritó sin importarle quién la escuchara.

Sin poder controlar sus actos, Duncan la cogió con su enorme y callosa mano por la nuca, la arrastró hacia él y la besó salvajemente. Sin piedad. Al sentirse utilizada, Megan le dio un pisotón en el pie tan fuerte que hizo que la soltara y separaran sus labios.

—¡No soy ninguna fulana de esas a las que estás acostumbrado! No me toques.

—Te tocaré cuando me plazca, ¡arpía! —exclamó cogiéndola de nuevo para besarla. Pero la soltó al sentir cómo ella le mordía el labio con rabia—. ¡Eres mi mujer durante un año y un día!

—¡Para mi desgracia! —gritó ella mirándole con frialdad—. Un año y un día. ¡Ni un día más! —aseguró respirando con dificultad mientras veía cómo él se tocaba el labio y al ver la sangre la sonreía con maldad.

—Por lo menos, sé lo que puedo esperar de las fulanas —escupió Duncan ante su cara sin tocarla—. Esperaba mucho de ti, pero me has decepcionado como nadie se ha permitido hacerlo nunca. Pensaba cuidarte y respetarte como creía que merecías, pero cada instante que pasa me doy cuenta de mi error. Creía que eras especial, pero eres como la gran mayoría de las fulanas que conozco, incluso peor, si recuerdo la sangre sassenach que corre por tus venas.

Al decir aquello, y ver el dolor en sus ojos, Duncan se odió a sí mismo por sus duras palabras. No debía haber dicho aquello. Pero el daño ya estaba hecho.

—¡Te odio! —gritó intentando no llorar—. Ojalá no te hubiera conocido, porque eso me daría la seguridad de que nunca me hubiera casado contigo.

—¿Sabes? —bramó enfurecido mientras se dirigía a grandes zancadas hacia la arcada y la abría—. Por una vez, estamos los dos de acuerdo en algo. —Tras decir aquello, salió de la habitación dando un tremendo portazo.

Desesperada, al verse sola en aquella extraña habitación, Megan soltó su rabia y comenzó a llorar y a gritar maldiciendo de tal manera que hasta el mismísimo san Fergus se asustó.

Shelma, alarmada por los gritos de su hermana, corrió a su lado para abrazarla, asustada por verla así. La consoló y la acunó hasta que se tranquilizó.

—Siento todo lo que está pasando —dijo Shelma limpiándole las lágrimas con cariño.

—Oh, Shelma. Ha sido horrible —gimió—. Me ha tratado como… como…

Shelma la besó con cariño y dijo:

—Escucha, Megan, tengo que decirte algo. Lolach ha estado conmigo.

—¿Qué pasó? —dijo dejando de llorar—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo?

—Discutí con él, pero ya sé qué es lo que les pasa. Ellos saben la verdad sobre Anthony. Y, lo que es peor, saben que nos inventamos esa absurda historia de los bandidos y que no les contamos la verdad.

Al escuchar aquello, Megan lo entendió todo, y recordó el día que Duncan le pidió que nunca le mintiera.

—¿Qué? —susurró Megan sentándose en el frío suelo—. ¿Desde cuándo? ¿Y por qué Anthony no nos lo dijo?

—Lo saben desde el día siguiente de su llegada —dijo Shelma aclarando aquel terrible embrollo—. Le ordenaron callar a cambio de ayudarle a recuperar a su mujer. Te juro que cuando Lolach me lo contó, pensé en buscar a Anthony y darle un escarmiento. Pero una vez que lo pensé, sentí que yo hubiera hecho lo mismo por salvaros a ti, a Zac o a Lolach.

—Ellos han tomado este secreto como una gran falta de lealtad hacia ellos y hacia su clan —asintió Megan—. Ahora entiendo por eso me ha dicho que esperaba más de mí, y que le había decepcionado.

—Lo que no comprendo es por qué Duncan se ha puesto así —protestó Shelma—. Lolach estaba enfurecido conmigo, pero conseguimos hablar y aclarar las cosas.

—Shelma —susurró Megan, necesitada de soledad—, me duele horrores la cabeza. ¿Podrías dejarme a solas mientras me baño?

—¿Estarás bien?

Con una sonrisa le aseguró:

—Sí, no te preocupes.

—De acuerdo —asintió mirándola con tristeza—. Te dejaré sola un rato, pero pasaré a buscarte antes de bajar al salón.

«¡Por fin sola!», pensó cerrando los ojos, mientras se desnudaba y recostaba en la bañera.

¿Cómo no se había dado cuenta de que aquella estúpida mentira era lo que traía a Duncan de cabeza? Debía haberlo sabido. Pero, por mucho que lo pensara, ya no había solución. Al igual que él no disculpaba su falta de lealtad, ella no le perdonaría las terribles cosas que había dicho, cómo la había tratado y cómo la había herido.